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IV. La interrelación entre las diferentes dimensiones y el papel de los factores externos e internos en las concepciones dominantes sobre la corrupción
En lo interno de los estados la variable compleja que parece crucial para entender el auge de la corrupción como issue central de opinión pública es la generalización de la democracia como régimen político y del mercado como principio fundamental de organización económica. Perdida la conexión revolucionaria, ya desde antes de la caída del muro de Berlín, que el llamado socialismo científico pretendía establecer entre economía y política, la oposición interna de izquierda desprovista de grandes consignas ha tenido que buscar otros cauces. Uno de ellos es la lucha contra la corrupción que ha venido a sustituir la lucha por la revolución (Njaim 1995) y curiosamente converge con las corrientes de derecha tradicionalmente enemigas de la democracia, nacionalistas, militaristas, etc. Una consecuencia teórica de esta situación es que la discusión vuelve al terreno de los clásicos del pensamiento político. Para estos, en efecto, la cuestión fundamental no era la economía; ésta debía ser disciplinada en cuanto a los excesos en que podían incurrir los particulares, pero no se cuestionaba que, en lo fundamental, bastaba dejarla correr por los rieles muy firmes que le trazaba el interés egoísta. La cuestión crucial era más bien de tipo político-ético y estaba constituida por la pregunta de si el régimen realizaba los fines de bien general que proclamaba o si, por el contrario, había degenerado en despotismo. La situación es muy semejante en la actualidad porque aunque usamos el término corrupción en un sentido más delimitado, que era secundario o no problemático para los clásicos, en el fondo el robo de fondos públicos o, en general, los fenómenos de privatización de lo público, los tomamos como manifestación de una decadencia más profunda. Por ello no hay en este momento un factor de desestabilización y deslegitimación de los sistemas políticos más virulento que la corrupción.
A su vez nos encontramos en una época que ha sido llamada de globalización o de mundialización. La significación de este omnialegado concepto parece inagotable. Es evidente, sin embargo, que alude a una realidad primariamente económica que ha rebasado los acotados linderos de los diferentes estados y en la que los intereses privados han adquirido un ámbito mayor que esos estados. Enfrentados esos intereses directamente en un escenario mundial, requieren de reglas claras de juego para poder desenvolverse sin incurrir en la anarquía de la guerra de todos contra todos, ni los inconvenientes de legislaciones heterogéneas y contradictorias pero, además, realizan presiones para lograrlas. Algunas se dirigen a los estados. Deben estos eliminar, entre otras cosas, la corrupción que genera costos ocultos a las transacciones pero que, sobre todo, contribuye a que no haya un terreno firme en el que asentar sus operaciones. De esta manera la crítica exógena de derecha se combina y refuerza con la crítica endógena, tanto de izquierda como de derecha, para traer el asunto de la corrupción al primer plano de atención nacional e internacional. Pero estas presiones sobre los diferentes países requieren demasiada variedad de esfuerzos inciertos e incluso deben enfrentar las dificultades creadas por la heterogeneidad de culturas y tradiciones sobre lo público. Por eso es más efectiva la actuación de tal influencia a través de los grandes espacios de integración que se están formando. Una condición para incorporarse a ellos es poner la casa en orden. Esta es una situación que ha vivido México respecto del Tratado de Libre Comercio de las Américas, Turquía respecto de la Unión Europea, Corea del Sur respecto de la OCDE. Pero la cuestión no sólo afecta a países de menor desarrollo relativo: las acciones anti-corrupción y la sensibilidad al asunto, ya anotadas, en países como Italia, Alemania y Japón, muestran la importancia de los factores externos y su reforzamiento por los internos o viceversa.
Todo este conjunto de circunstancias alienta, a su vez, a actores de la política interna que ya no encuentran suficiente su labor nacional sino que consideran necesario complementarla mediante esfuerzos conjuntos con fuerzas afines en otros países. Surgen así, o se insinúan, nuevas “internacionales”. Una de las más notables en el campo que nos ocupa es la de los jueces que se ha manifestado con particular fuerza en el ámbito de la Unión Europea. Ibañez (1996) expresa esta inquietud por parte de magistrados italianos y españoles reunidos en un seminario celebrado en 1995, así como una reunión de siete prominentes jueces europeos celebrada en Ginebra en 1996. Este activismo judicial por encima de fronteras es, quizá, una derivación especial de la fuerza de expansión de las cuestiones de ética y derechos humanos que han llevado a la constitución de tribunales supranacionales contra crímenes de guerra en la antigua Yugoslavia y a la intensa actividad de tribunales franceses y españoles para reclamar los abusos cometidos contra nacionales suyos por las dictaduras de los años 70 en países del Cono Sur y, últimamente, al tratado sobre un Tribunal Penal Internacional y a la prisión de Augusto Pinochet en Londres. De la misma manera en tribunales españoles se desarrollaban causas contra políticos italianos o investigaciones en los tribunales italianos sobre negocios turbios, revelados por la tangentopoli, de compañías italianas en Argentina. En otras épocas tal activismo aun cuando teóricamente posible, no se habría manifestado tan abundantemente5.
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