Publicada en El Viejo Topo 128 (abril, 1999), esta entrevista
da cuenta de un camino que rara vez recorre alguien, y aún menos alguien
destinado a ser presidente de gobierno. Verstrynge lo recorrió, con humildad y
determinación. La izquierda aún no se lo ha reconocido.
Entrevista a Jorge Verstrynge
El Viejo Topo
30 junio, 2024
Viajando a la inversa
Quizá por su
frecuencia, los trayectos ideológicos que han llevado a tantas gentes de
izquierda hasta las orillas de la derecha han dejado de asombrarnos. Más raro
resulta el trayecto inverso, el que ha recorrido Jorge Verstrynge, antaño
Secretario General de Alianza Popular y ahora colaborador habitual de esta
revista. Con el título «Memorias de un maldito» Editorial Grijalbo acaba de
publicar un texto autobiográfico en el que, entre otras cosas, Verstrynge
ofrece las claves de su evolución.
—En tus
memorias te señalas como «hombre de izquierda de la derecha», como si en
realidad siempre hubieras sido un hombre de izquierdas…
—Al respecto
sólo puedo decir que no existe ni un solo texto, y he escrito muchos, ni
declaración, donde yo me reconozca personalmente como de derechas, ni siquiera
de centro-derecha.
—…sin embargo
también dices que sufriste una evolución de carácter ideológico. ¿No es eso una
contradicción?
‑—Si las cosas
se sitúan en su contexto verás que no hay contradicción. No olvides que yo nací
en Tánger, y que viví todo el proceso de la descolonización. Sobre todo en
Argelia, pero también en Marruecos, ese proceso pilló a muchos europeos de
izquierdas entre dos fuegos. Muchos republicanos españoles, inequívocamente de
izquierda, se instalaron en Argelia y se convirtieron en colonos. En las luchas
por la independencia esos colonos de izquierda, que recibían el famoso aviso de
«maleta o ataúd» por el que se les «invitaba» a regresar a la metrópoli, veían
que quien defendía sus intereses era la derecha o la extrema derecha. Eso llevó
a combinar cosas a priori incombinables: la derecha defendía tu casa a pesar de
que tus ideas eran de izquierda.
—¿Era ése tu
caso?
—No, estoy
hablando en términos generales. Mi madre era andaluza y nacional-católica. Mi
padre, de nacionalidad belga, era de extrema derecha y había colaborado con los
alemanes. Como es lógico, mi proceso de socialización no fue inicialmente de
izquierda. Eso cambió a partir de los doce años, cuando aterrizó en casa mi
padrastro, que era comunista. Hasta entonces se me había enseñado que se tenía
que defender el imperio colonial, la identidad nacional y los valores
tradicionales. Sin embargo, yo creo que en el decantamiento ideológico hay algo
caracterial, que son los sentimientos, los que te empujan hacia los valores de
izquierda y luego se produce la racionalización. Yo, sin llevarme mal con mis
compañeros
de clase
franceses, me llevaba muy bien con los alumnos árabes. A partir de ahí es
cuando puedo empezar a hablar de esquizofrenia: tenia un padrastro comunista al
que admiraba, sentimentalmente yo me volvía un adolescente de izquierdas por el
talante humanitario, pero al mismo tiempo veía que quien nos defendía era la
OAS. Así que yo leía a autores fascistas como Brasillach, Drieu La Rochelle o
Céline, y a autores de izquierdas como Sartre, Prévert, Zola o Martin du Gard.
Mi padre biológico era devoto de Hitler, y mi padrastro de Stalin. Y yo estaba
en medio de eso.
—¿Qué
consecuencias tuvo el proceso de descolonización para tu
familia?
—Tuve que irme
a Nimes. Allí continué en esa esquizofrenia: yo era bien recibido en el «Café
Napoleón», que era el lugar de encuentro de los jóvenes facistoides, y en «Le
Parisién», donde estaban los de las juventudes comunistas, los trotskistas, la
extrema izquierda; los primeros me consideraban un joven prometedor; con los
segundos recibí el apodo de «le bolcho», porque decían que era el más
bolchevique de todos. Luego nos fuimos a España. Enseguida me di cuenta de que
lo de nacional-sindicalismo era un cuento. Lo que había era capitalismo puro y
duro: paternalista,
intervencionista,
represor, clerical… lo tenía todo para ser abyecto. Conocí a muy pocos
comunistas, porque o estaban en la cárcel o en la clandestinidad. Y
neofascismo, en el sentido de lo que había en otros países europeos, tampoco
existía; lo de aquí era extrema derecha a secas, defensora de los valores
eternos, impulsora del sentido cristiano en la empresa, «Montañas Nevadas» y
todo el percal, pero sin pensamiento.
—En tus
memorias confiesas que en aquella época sentías simpatías
por el
nacionalcomunismo.
—Sí, sobre ello
yo había leído cosas en Francia que me habían gustado. Y luego he seguido
leyendo sobre ese tema durante muchos años. Claro, el nacionalcomunismo me
permitía en
cierto modo
superar la esquizofrenia: tú podías ser nacional y casi defensor del imperio y
al mismo tiempo una persona muy avanzada socialmente. Por eso seguramente esa
teoría me fascinó. Sin embargo, cuando ingresé en la universidad la
esquizofrenia de alguna manera proseguía. Yo vi con simpatía el mayo del 68
–recuerdo a mi padre, no el biológico, sino el comunista, llorar delante de la
televisión creyendo que había llegado el gran momento– y al mismo tiempo entré
en la cátedra de un señor que se llamaba Fraga Iribarne. Claro que,
posteriormente, a medida que iba viendo las cosas desde dentro de la política
me iba dando cuenta de que mi padrastro tenía razón, y no sólo cuando me decía
que yo acabaría siendo el Secretario General del Gran Capital, sino porque la
política que en definitiva estábamos impulsando era una política de clase, y yo
no me había metido en política para hacer política de clase. De una clase,
además, que no era la mía. Yo no era hijo ni de notario, ni de banquero, ni de
embajador, ni de general. Mi padre biológico era pobre, mi padre comunista era
pobre, mi madre era pobre, y yo era un desclasado y un sin patria que había
dejado mi tierra por lo de la maleta o ataúd. Además, desde que tengo uso de
razón soy ateo, y por lo tanto creo que existe una sola vida, que es
precisamente ésta. De modo que, cuando cumplí los 38 años, probablemente más de
la mitad de mi vida, me dije: ¿Vas a pasarte tu otra media vida defendiendo los
intereses de una clase que no es la tuya y a la que las necesidades del país le
importan mucho menos que sus propios intereses?
—Y decidiste
dejarlo. Resulta increíble, porque en aquel momento eras el número dos, se
sabía que Fraga tendría que dejar de aspirar a la presidencia del gobierno y
por tanto tú ibas a ser el nuevo candidato…
—Me marché
haciendo que me echaran. Porque en este país, si te vas no eres nadie. Pero si
te echan sí, así que forcé las cosas para que me echaran.
—Tu
iniciación política fue con Fraga, en aquella formación llamada Reforma
Democrática. Por cierto, en tu libro relatas una anécdota muy sabrosa, ¿qué
hacías cuando en RD, o más tarde en AP, se afiliaba un ultramontano?
—Hacía
desaparecer su ficha. Lo hacía de acuerdo con el presidente provincial, claro.
Cuando se había ido todo el mundo del local me metía en el cuarto de baño y
encendía el mechero; las
fichas ardían
enseguida. Y como no había ficha, ya no se les convocaba para el siguiente
congreso. Estamos hablando de una época anterior al 23-F, en la que nos
jugábamos mucho.
—A la vista
de esas purgas tan poco ortodoxas, podría pensarse que el primer proyecto de
Fraga, Reforma Democrática, no era tan de derechas como luego lo fue Alianza
Popular.
—Los planteamientos
de RD eran de centro, incluso a veces de centro izquierda en los planteamientos
económicos. No hay que olvidar, por ejemplo, que se pedía que el sector público
no fuera inferior al 30% de la economía española, y una planificación económica
indicativa.
—Sin embargo
las cosas se desarrollaron en otro sentido.
—Fraga se
orientó políticamente en otra dirección porque, en el fondo, sus ideas no eran
ésas. Él se encontró con que representaba al ala izquierda del régimen
franquista, y la gente que no tenía o no quería tener contactos con socialistas
y comunistas se agarró a él. Era gente que permanecía en el sistema pero que se
sentía progresista. Eso incluía desde militares de corte naserista o peruanista
hasta intelectuales que no veían clara la posibilidad de una ruptuta y creían
que desde el sistema se podía propiciar cierta evolución. Lo que podríamos
llamar la socialdemocracia del sistema es lo que constituye el núcleo de
cuadros que conforma RD. Pero no fuimos capaces de darnos cuenta de que el
líder del partido no pensaba así, y cuando ese líder se plantea ganar las
elecciones parte de la base de que la fuerza mayoritaria en España,
electoralmente hablando, es el franquismo sociológico, que él pretende
movilizar a través de la incorporación de personalidades representativas de las
distintas familias del franquismo. Desgraciadamente para él y para el país,
Fraga abandona el proyecto que significaba Reforma Democrática y configura el
proyecto de Alianza Popular, que tenía poco que ver con lo que hasta entonces
habíamos impulsado.
—Ya que
hemos empezado a hablar de Fraga, uno de los pasajes más impresionantes de tus
memorias es la conversación que sostienes con él sobre la forma de acabar con
ETA. Si hubiera ganado Fraga, ¿tú hubieras sido ministro del Interior?
—Sí. Fraga
siempre me decía que tenía que pasar por todos los departamentos para que el
día de mañana pudiera ser capaz de gobernar, y yo intuía que él estaba pensando
en algo que iba más allá de un ministerio concreto. Pero creo que en una
primera etapa yo debía ir a parar a Interior o a Defensa. Es en ese marco en el
que me habló de Nacht und Lebel, Noche y Niebla.
—¿En qué
consistía ese proyecto, si es que se puede calificar de tal?
—No sé si se le
puede llamar proyecto. Yo sólo sé lo que me dijo: que me preparara para en su
día aplicar eso. Noche y Niebla –ahora seguramente utilizaríamos en lugar de
esa expresión la de «represión a la argentina»– es la desaparición física de un
individuo. Esa desaparición no implica necesariamente la muerte. De pronto un
individuo que está comprometido con determinada ideología política deja de
existir. Desaparece incluso de los registros civiles. Aparentemente nadie lo ha
detenido, nadie lo ha visto, no hay dónde enviarle una carta, ni siquiera se
puede publicar una esquela porque no existe la certeza de que haya muerto. Esa
clase de represión fue utilizada por los alemanes durante la guerra y por los
militares en Argentina. Las fuerzas de izquierda fueron diezmadas en Argentina
como antes lo
había sido la Resistencia por los nazis.
—Supongo que
cuando Fraga hablaba de eso lo hacia pensando en Euskadi…
—Se refería a
la lucha contra ETA. Eso incluía un área geográfica que podía ser mayor que el
territorio vasco. Pero sí incluía a la población vasca que proporcionaba
soporte logístico a ETA.
—A estas
alturas uno está ya curado de espantos, pero aún así oírte produce escalofríos.
—No nos
engañemos: una parte importante de las actividades que han desarrollado los
grupos paramilitares o los grupos clandestinos relacionados con Interior que
finalmente culminarían en el GAL responde al esquema de Noche y Niebla. Yo no
sé si alguien ha pensado en desarrollar un plan similar a Noche y Niebla, pero
en España se han dado formas de represión que encajan en ese esquema.
—Lasa y
Zabala, por ejemplo.
—Por ejemplo.
Dos desaparecidos de los que no se sabía nada. Eso es Noche y Niebla, aunque en
plan chapucero.
—¿Qué sentiste
tú cuando Fraga te dijo que tenías que prepararte para eso?
—Tuve muy claro
que si eso se iba a proponer en serio yo no lo iba a cumplir. Yo tenía dos
compromisos: uno conmigo mismo, que me exigía no actuar jamás contra mi pueblo,
y los vascos son, mientras no decidan lo contrario, parte de mi pueblo. ¿Cómo
iba yo a actuar criminalmente contra ellos? El otro compromiso era con mi segundo
padre. Yo le había prometido que jamás sería ni cura –porque es una estafa;
viven del miedo de los demás a la vida y a la muerte–, ni juez –porque es capaz
de condenar y dormir bien–, ni policía –porque delata–, ni militar –porque
mata.
—En cuanto a
Fraga y el problema vasco citas otros asuntos también escabrosos. Por ejemplo
esa entrevista con Antonio Cortina, hermano por cierto de José Luis Cortina, el
hombre del CESID, en la que prácticamente se te propone la colaboración para un
golpe de estado.
—Sí, y ahí
tengo un testigo, porque acudí a la reunión, enviado por Fraga, acompañado por
Javier Carabias. Cortina fue uno de los fundadores de Reforma Democrática. Era
un militar peruanista. Me preguntó que cuántos militantes tenía Alianza
Popular. Le contesté que unos 20.000. «¿Podrías poner a
30.000 personas
en la divisoria de Burgos con Álava?» me preguntó. «Sí le contesté, pero la
logística…» «No te preocupes –me dijo–, la logística es cosa nuestra; nosotros
ponemos autocares, tiendas y bocadillos.»
—¿Nosotros?
¿Quiénes eran nosotros?
—Otros. No me
dijo quién. «¿Y para qué hay que llevar ahí a nuestra gente?» le pregunté. Me
explicó que había que organizar una columna que marcharía sobre San Sebastián.
Al llegar a Guipúzcoa los choques con la población serían inevitables, y el
ejército tendría que interponerse entre la columna
y la población.
Fraga debería ir a la cabeza de la columna y, después de que el ejército se
interpusiera, sería recogido por un helicóptero que lo trasladaría a Madrid,
donde sería nombrado presidente del gobierno. Yo sabía que había pasado una
cosa parecida en Argelia; se trató de una contramanifestación enorme de
franceses por la rué d’Isly que se oponía a otra del FLN, sólo que allí el
ejército no cayó en la provocación y acabó disparando contra los franceses y no
contra los árabes, en contra de lo que se había preparado.
—Pero le
extraño es que te convocaran a esa reunión sin que Fraga te hubiera dicho nada
antes.
—Yo controlaba
el partido, y era el único que podía decir si se podía organizar la columna o
no. Fraga no sabía si eso era posible. Y no me había dicho nada antes, aunque
sabía que iba a esa reunión. Carabias y yo salimos lívidos de allí; bajamos las
escaleras corriendo. Nos habían propuesto un golpe de estado que estaba ya
pensado y a nosotros nos necesitaban como cipayos. Se lo conté enseguida a
Fraga, y él me indicó que en lo sucesivo no hablara más con Cortina y que ya se
encargaría él de la cuestión. Nunca más se habló de eso. Yo, aunque no los veía
capaces de llevar a cabo una idea tan descabellada, sabía ya que tenía que
apartarme de todos ellos. Curiosamente, los nombres que se pusieron sobre la
mesa en torno a esa operación volvieron a surgir en el 23-F.
—Un nuevo
proyecto de golpe de estado se vislumbra en otra conversación con Fraga, cuando
te cita para especular sobre tres alternativas al triunfo socialista…
—Eso era ya
hacia el final, en el 86, cuando hacía meses que yo había tomado la decisión de
irme. Ya se lo había dicho a Félix Pastor, que entonces era el presidente del
comité de disciplina de AP, y él me pidió que me quedara hasta después de las
elecciones, porque de irme antes el golpe para el partido sería terrible.
Accedí, y en las elecciones AP retrocedió en número de votos. Fraga me convocó
a una reunión
en la que iba a
estar presente su cuñado, Robles Piquer. Yo llegué tarde, y Fraga me resumió lo
que habían hablado hasta ese momento. Estaban de acuerdo en que era dudoso que
se pudieran ganar las elecciones al cabo de otros cuatro años y que había que
ir pensando en otras alternativas que no eran electorales. Y las enumeró. Había
tres posibilidades de que se creara una situación tan grave que estaría
justificada la creación de un gobierno de concentración nacional. La idea era
obligar a los socialistas a
compartir el
poder, dado que acababan de ganar y no se les podía echar así como así. La
primera posibilidad suponía la toma por sorpresa de Ceuta o/y Melilla por parte
de Hassan II; otra posibilidad surgía de una situación de gran nerviosismo en las
fuerzas armadas derivada de las bajas remuneraciones; y la tercera era un
atentado de ETA contra Felipe González. La idea era que si se producía una de
las tres alternativas AP exigiría una vicepresidencia y los ministerios de
Interior, Justicia y Defensa. O sea, la madre del cordero. Cuando oí eso pensé
que definitivamente se habían vuelto locos.
—¿Pero se
trataba de un delirio especulativo o de fomentar una de esas alternativas?
—No, no, nadie
dijo que se le iba a ofrecer Ceuta y Melilla a Hassan, desde luego, ni que se
iba a motivar a los militares, o que alguien iba a proporcionar a ETA el
itinerario del coche de Felipe González. Pero esas posibilidades especulativas
en ese momento eran verosímiles, excepto quizás la primera. Eran posibilidades
que, si se dieran, había que aprovecharlas, aunque no inducirlas. En opinión de
Fraga era muy posible que alguna de ellas pudiera darse. Aunque nosotros
recibíamos información desde el ministerio de Defensa, yo personalmente nunca
he leído nada relativo a una de esas posibilidades.
—En tu libro
citas sobre todo a Martín Villa, pero también a Fraga, aunque en un tono menor,
como estructuradores del Gal.
—También Fraga,
sí, aunque la guerra sucia en la época de Fraga tuvo menor densidad que en
épocas posteriores. Fue más burda, más visible, con episodios tremendos como
Vitoria o Montejurra, pero después se sistematizó. Es lógico que a medida que
aumenta el control democrático la guerra sucia deba
reestructurarse
y adaptarse; a Fraga no le dio tiempo, y la guerra sucia se hacía con el mismo
aparatejo del franquismo. Con Martín Villa se entra en una etapa más,
llamémosla, científica, en la que la guerra sucia se sistematiza. Es la época
del Batallón Vasco-Español. Ya no eran policías o expolicías aislados, sino grupos.
—¿Crees que
existe una responsabilidad directa de Martín Villa en esta sistematización?
—Bueno, es
evidente que con los medios de control que el ministro del Interior y el propio
presidente del gobierno tenían sobre los cuerpos de seguridad algo debían saber
del tema, salvo que no supieran leer o no recibieran la prensa. O lo
organizaron, o lo dejaron organizar, o se hicieron los suecos. La guerra en
Euskadi fue adquiriendo intensidad, y también el estado acentuó su política
represiva, que finalmente se articularía en torno al GAL.
—Hablando del
GAL, tú sostienes que su origen está en el Pacto del Capó.
—Estoy seguro,
porque el principal argumento que emplean los golpistas en el 23-F es que se
estaba poniendo en peligro la unidad nacional. En aquel momento, como ahora,
hay una obsesión por el tema vasco, y una sensación de pérdida de control.
Partir de la idea de que el Pacto del Capó se limita a las garantías personales
dadas a aquéllos que tenían secuestrados a los diputados y a los miembros del
gobierno en el Congreso es irrisorio. Por otra parte, es evidente que la
implicación del ejército en el 23-F fue bastante superior a lo que se ha
reconocido después. Yo estoy convencido que el Pacto del Capó incluía la
intensificación de la acción contra ETA por parte de los poderes civiles que,
si no la llevaban a cabo, sería efectuada por el ejército. Y quienes pactan el
Pacto del Capó no son quienes lo firman, sino los que estaban detrás.
—¿Y quienes
estaban detrás?
—Pues por un
lado los que habían ocupado el Congreso, más mandos militares que querían sacar
de aquéllo algo más que una intentona fallida, y de otro lado el único que
tenía poder en aquel momento, el rey. No había nadie más con capacidad de
negociar.
—¿Tú crees
que es el rey quien toma esas decisiones?
—¿Y si no quién
podría haber sido? Fuera del Congreso no quedaba nadie con suficiente
autoridad. En España el monarca manda más de lo que la gente se piensa, y si no
véase la composición del último gobierno, en el que está el señor Martín Fluxá,
que procede directamente de la Casa Real, y está el señor Serra, evidentemente
un protegido de la Casa Real, que participa en el gobierno de Felipe González y
en el de José María Aznar. Dos días después de que el actual presidente del
gobierno dijera que no se iba a negociar con ETA el rey, en la Pascua militar,
dijo que sí se iba a negociar.
—El golpe de
Tejero sirvió, además, para legitimar a la monarquía como forma de gobierno…
—No del todo.
Esa legitimación sólo puede alcanzarse con un referendo. Pero es verdad que
hubo una cierta legitimación del estilo de «Os he salvado, he aquí para lo que
sirvo».
—Evidentemente,
no eres monárquico.
—Un pueblo al
que no se le deja escoger libremente cuáles han de ser sus árbitros es un
pueblo al que se le considera menor de edad. Cuando el árbitro supremo no es
una persona electa sino un monarca, es decir, alguien que ocupa ese lugar por
derecho familiar y por encima de la voluntad popular, estamos ante un pueblo al
que se mantiene en edad infantil. Además, los reyes no representan a sus
pueblos. La realeza manifiesta una solidaridad dinástica que está muy por
encima de la solidaridad nacional. Son fundamentalmente miembros de una
dinastía, y eso explica que en un país pueda haber un rey de nacionalidad
diferente a la de su pueblo. Aquí hemos tenido reyes alemanes, franceses,
austríacos, italianos, y no nos ha tocado un sueco de casualidad. La misión
sagrada de un rey es por lo visto reinar, pero en cualquier país. No saben lo
que es patriotismo, pero a pesar de eso heredan. ¡Vaya chollo! Claro
que hoy en
España ya se heredan los bancos, así que ¿por qué no se va a heredar la
jefatura del estado?
—Una de las
probables consecuencias del Pacto del Capó fue la promulgación de la LOAPA y de
la LOFCA. Pero el problema de la estructura del estado no sólo no se ha
resuelto, sino que se ha
complicado.
—Ese problema
no se resolverá hasta que no se alcance una estructura de carácter confederal.
España ya no puede pensar en ser una federación, entre otras cosas porque
determinados planteamientos nacionalistas no aceptan el concepto de paridad. Y
la única forma de obviar el principio de paridad es la
confederación,
donde cada uno pueda tener su especificidad y no haya forzosamente que
establecer lo de café para todos. Y más vale que lo hagan pronto, porque sino
lo que hoy llamamos España quedará desbordado por la integración europea, y
aparecerán nuevas formas de organización política y nuevas formas de
distribución territorial, le guste a Madrid o no. Los países fuertes, bien
estructurados, no se verán afectados, pero los países débiles como España,
Italia, Bélgica o la República Checa sí lo serán. Sufrirán movimientos
centrífugos y regiones enteras se desgajarán. Europa es el eje Rin-Ródano-Po,
donde está la mayor concentración industrial, y cómo no advertir que ese eje
está ya centrifugando en torno suyo a regiones que consideran ya más
interesante asomarse a ese ente económico que es la Europa renana que
preocuparse por Andalucía o por el sur de Italia. De ahí se explican el caso
lombardo, y el caso catalán, o el caso vasco.
—Volvamos a
tus memorias. Ahí explicas algo que desde fuera parecía incomprensible: el
rechazo de AP a ingresar en la OTAN.
—AP se inclinó
finalmente por la abstención, pero al principio se había decidido votar no. Y
ello a causa de dos factores. El primero fue un berrinche de Fraga, que quería
que su cuñado Robles Piquer fuera nombrado comisario europeo. Alfonso Guerra se
negó en redondo, y luego Felipe González también. Como revancha Fraga decidió
el voto negativo. El otro factor fue la presión de la patronal. La CEOE creía
que si Felipe perdía el referendo tendría que optar o por dimitir o por
convocar elecciones anticipadas, y si hacía esto último lo haría en situación
de debilidad, con su base electoral dividida. Era posible que los socialistas
perdieran las elecciones, y la CEOE jugó esa carta.
—Resulta
sorprendente que la CEOE pasara de las presiones de EE. UU.
—El grado de
chulería de la patronal española es lo bastante alto como para pasar de EE.UU.
Ellos van a lo suyo. Al menos entonces era así. En nuestro caso su influencia
era enorme, porque quien financia manda.
—¿Y
financiaba mucho? ¿Cómo se llevaba a cabo esa financiación?
—De muchas
maneras. Incluso con maletas llenas de dinero. También los bancos a veces nos
concedían créditos que tenían que firmar personas insolventes para que a su
vencimiento el crédito resultara fallido. Recuerdo una vez que el Banco de
Santander nos dio cuarenta millones; nosotros teníamos que buscar a 20
insolventes para que firmara cada uno de ellos un crédito de dos millones. Pues
bien, no había forma de encontrarlos; en AP todos eran muy solventes.
—¿Esa
financiación se traducía en algún tipo de influencia a la hora de confeccionar
las listas electorales?
—Desde luego. A
veces se pasaban. Habitualmente, el candidato apoyado por la CEOE iba a misa.
En los dos sentidos de la palabra. La CEOE siempre ha mandado mucho en la
derecha española. No sé ahora, pero así como Cuevas y yo no nos llevábamos muy
bien, Aznar y él tenían una relación muy especial. Cuevas mimaba ya entonces a
Aznar.
—Ya que citas
la misa, cuéntame lo de la llamada del Secretario
de la
Conferencia Episcopal.
—Ah, eso es muy
divertido. El Congreso aprobó la Ley del Aborto, y ésta pasó al Senado. Ahí AP
organizó una campaña de obstrucción sistemática discutiendo cada coma y cada
acento. El tema empezó a eternizarse, y la izquierda no lograba que se aprobara
el texto. Un día, estando yo en el despacho de Fraga, llamó el Secretario de la
Conferencia Episcopal. Fraga tomó el teléfono y se puso de pie; ponía cara de
no entender nada. Cuando colgó me dijo que el obispo le había pedido que dejara
de oponerse a la ley y que permitiera su aprobación. Fraga añadió: «Porque mi
madre era de esta cofradía, que si no yo me daba de baja ahora mismo». Y es que
la derecha española es más papista que el Papa. De todos modos, cuando se lo
conté a Guerra él me dijo: «mañana sabrás por qué. Y efectivamente, al día
siguiente los periódicos traían una foto de Alfonso rodeado de obispos; se
había firmado la actualización del acuerdo de financiación de la Iglesia a
través del impuesto sobre la renta.
—Dejemos de
contar cosas que están en tu libro. Si explicamos tanto nuestros lectores
dejarán de comprarlo (risas). Cuando eras Secretario General tenías en tu
equipo a la mayor parte de los políticos
que ahora están
en el poder. Me gustaría que me dijeras sucintamente cuál es tu impresión sobre
ellos. Empezaré preguntándote por José María Aznar.
—Fue el mejor
ayudante que tuve. Nunca complotó, nunca dio un mal paso. Era inteligente,
frío. Nunca supe qué pensaba acerca de temas como el divorcio o el aborto.
Nunca tuve una queja de él, y cuando salí de AP fue el único que vino a verme a
casa para pedirme que me quedara. Los demás estaban muy contentos al ver que se
corría en un puesto el escalafón. Claro, es un dirigente conservador-liberal de
un partido conservador-liberal. En ese marco es una persona valiosa.
—Álvarez del
Manzano.
—Es un buen
técnico municipal y no es mala persona. Pero es un poco meapilas y carece de
voluntad. Con él Madrid ha decaído mucho.
—Abel
Matutes.
—Inteligente y
buena persona. Es conciliador, y un buen negociador. Hubiera sido un buen presidente
para la derecha, pero él creía que en España un banquero no podía ser jefe de
gobierno. Se equivocaba, porque ahora es presidente un inspector de hacienda.
—Loyola de
Palacio.
—Era una mujer
voluntariosa, que sentía un cierto desprecio por sus correligionarios vascos.
Yo tuve con ella un incidente estúpido; fue a quejarse a Fraga diciendo que yo
la había llamado chacha. Aprovecho para aclararle ahora que cuando dije que a
esa «chica» había que sustituirla en ningún momento me refería a ella como
chacha, profesión que, por otra parte, no tiene nada de indigno, sino como
mujer joven.
—Herrero de
Miñón.
—Genialoide.
Puede redactar una Constitución magnífica por la mañana y por la tarde declarar
la guerra a Portugal para recuperar el Alentejo. Es absolutamente imprevisible
y nada equilibrado.
—Hernández
Mancha.
—Un
cantamañanas.
—Ruiz
Gallardón.
—Políticamente
ha mejorado. Si su evolución es de corazón, bienvenida sea.
—Isabel
Tocino.
—Es el perfecto
ejemplo del trepa en política. Menos inteligente de lo que ella se cree, debe
una parte importante de su carrera a que sus convicciones religiosas eran
próximas a las de Fraga, y a otras cosillas.
—Rodrigo
Rato.
—No es mala
persona. Aprovechará el futuro que se le está abriendo.
—Álvarez
Cascos.
—Un niño bien
de Gijón. Le conozco poco. Se aceraba a la sombra que mejor le cobijaba, y
nunca tuve una relación especial con él.
—Hablemos
ahora de políticos que no pertenecían a AP. Felipe González.
—Un gobernante
importante en un momento importante, más allá de sus errores y de sus
descuidos.
—Alfonso
Guerra.
—Es muy
inteligente y sensible. Le faltó valor. Lleva mucho tiempo faltándole valor.
—Calvo
Sotelo.
—Hay quien me
ha dicho que es inteligente y que tiene un gran sentido del humor. Yo no
advertí ninguna de esas cualidades.
—Arzallus.
—Paradójicamente,
ha hecho más por el mantenimiento de la unidad del estado español que muchos de
los políticos que en Madrid hacen constantemente gárgaras con el tema de la
unidad del estado.
—Carrillo.
—A mí me ha
ayudado mucho, y en los momentos más tristes y duros de mi tránsito hacia la
izquierda siempre me animó. Es una pena que ni IU ni el PSOE hayan sabido
aprovecharlo.
—Anguita.
—Es la conciencia
de la izquierda. Es un personaje honesto al que le ha tocado dirigir a IU y al
PC en una etapa muy difícil. Lo que pasa es que muchas veces a la conciencia se
la hace callar. Es el único que propone alternativas reales.
—Almunia.
—Inteligente.
Su importancia política es menor de lo que él podría dar. Es una lástima que
sea poco socialista.
—Borrell.
—Mis
experiencias personales con él no son tranquilizadoras. Tiene la tendencia a
creer que desciende de la pantorrilla de Júpiter.
—Pujol.
—No es mi tipo.
Es inteligente, tiene una gran capacidad de pacto y de colar exigencias, pero
es demasiado ajedrecista para mí.
Fuente: El
Viejo Topo 128 (abril, 1999)
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