Con las teorías que
entienden el proceso histórico del mundo como una evolución de civilizaciones o
culturas cerradas y aisladas nos están dando gato por liebre. Un discurso que
Samir Amin no compra. Texto publicado en El Viejo Topo 108, Junio de 1997
Imperialismo y culturalismo
El Viejo Topo
26 marzo, 2024
Las ideologías
dominantes son por definición conservadoras: para poder reproducir todas las
formas de organización social deben percibirse a sí mismas como el fin de la
historia. Sin embargo, el primer paso del pensamiento científico consiste
precisamente en buscar la manera de ir más allá de la visión que los sistemas
sociales tienen de sí mismos. El discurso conservador dominante adquiere fuerza
por medio de la vulgar práctica de meter en el mismo saco a todos los valores
que a su juicio rigen el mundo moderno. A ese saco se arrojan los principios de
organización política (las ideas de derecho, estado, derechos humanos,
democracia), valores sociales (libertad, igualdad, individualismo), y
principios de organización de la vida económica (propiedad privada y libre
mercado). Esta amalgama conduce a la equívoca consideración de que estos
valores constituyen un todo indivisible que procede del mismo proceso lógico.
De aquí la asociación de capitalismo con democracia, como si ambos tuvieran un
obvio y necesario vínculo. Sin embargo, la historia nos muestra lo contrario:
los avances democráticos han sido logrados a través de la lucha y no como un
producto natural y espontáneo de la expansión capitalista.
A no ser que
aspiremos a que el fin de la historia sea también el fin de la humanidad y del
planeta gracias a su destrucción, debemos trascender el capitalismo. A
diferencia de los sistemas previos, a los que les llevó miles de años agotar su
potencial histórico, el capitalismo empieza a mostrarse como un breve
paréntesis en la historia. A estas alturas, la tarea primordial de la
acumulación ya se ha logrado, aunque sólo haya servido para sembrar las bases
de un sistema capaz de suplantar un orden social caracterizado por una
racionalidad superior no alienada y basada en un auténtico humanismo
planetario. En otras palabras, el capitalismo, en efecto, ha agotado su
potencial histórico positivo prematuramente; ha dejado de ser el medio (por lo
menos inconscientemente) por el que se alcanzaba el progreso y se ha
convertido, por el contrario, en un obstáculo para éste.
Aquí, la idea
de progreso no ha de ser vista como algo abstracto que deba ser vinculado a la
expansión de capital, sino que se define independientemente de éste a través de
un criterio humano incompatible con los resultados reales del capitalismo:
alienación económica, destrucción ecológica y polarización global. Esta
contradicción explica por qué la historia del capitalismo ha estado compuesta
desde sus comienzos por sucesivos
movimientos
antitéticos. En algunos periodos la lógica de expansión del capital se comportó
como una fuerza unilateral, y en otros la intervención de las fuerzas
antisistema aminoró la importancia de la destrucción inherente a su expansión.
El siglo diecinueve, con el dispar desarrollo de la revolución industrial, la
proletarización y la colonización, representa la primera forma de expansión
capitalista.
Pero a pesar de
las loas dedicadas al capital, la violencia de las contradicciones reales del
sistema llevaba a la historia no precisamente hacia su fin, como habían
proclamado los triunfalistas de la Belle Époque, sino que la encaminaba hacia
guerras mundiales, revoluciones socialistas y la rebelión de los pueblos
colonizados. Tras la primera guerra mundial, el liberalismo triunfante agravó
el caos y abrió el camino a la ilusoria y criminal solución que el fascismo
ofrecía.
Así pues, sólo
desde 1945 en adelante, tras la caída del fascismo, se abrió una fase de
expansión civilizada gracias a los tres compromisos históricos que impusieron
el comunismo soviético, la socialdemocracia y los movimientos de liberación
nacional. Ninguno de estos compromisos logró una ruptura total con la lógica
del capitalismo, pero hicieron prevalecer sobre el capital el respeto hacia los
movimientos resultantes de la explosión de las contradicciones del capitalismo.
En su desarrollo, estos acuerdos atenuaron los efectos devastadores de la
alienación económica y la polarización. Pero esta etapa ha finalizado.
La lógica del
compromiso, degradada progresivamente debido a su propio éxito, aunque sólo –y
por definición– fuera parcial, sucumbió al desplomarse los sistemas que la
habían legitimado.
Solamente nos
queda preguntarnos: el regreso actual del discurso triunfalista del liberalismo
que cree de nuevo en el fin de la historia, ¿anuncia la trágica repetición de
antiguos dramas? Este neoliberalismo ¿no ha creado ya un vacío ideológico, y
está sentando las bases para profundizar la polarización?
Evidentemente,
habrá una reacción por parte de las víctimas. Es más, ya se está produciendo.
Pero ¿qué lógica desarrollarán para oponerse al capital. ¿Qué clase de
compromiso impondrán? Como hipótesis más radical, ¿qué sistemas suplantarán al
capitalismo? Las estrategias alrededor de las cuales había tenido lugar la
movilización popular (socialismo y descolonización) han perdido hoy
credibilidad por la ausencia de nuevas respuestas a los nuevos elementos
surgidos de los cambios permanentes del capitalismo. Quedan a la vista los
temas sustitutorios: democracia (siempre limitada en forma tácita a algunos
grupos privilegiados) asociada con formas (por lo general étnicas) de
comunitarismo, cuyo reconocimiento se legitima en el derecho a la diferencia y
a veces en el ecologismo; o en la especificidad cultural y, especialmente,
religiosa.
La idea de que
las diferencias culturales no sólo son reales e importantes, sino
fundamentales, permanentes y estables, es decir, transhistóricas, no es nueva.
En efecto, esta es la base de un prejuicio que han compartido todos los pueblos
a lo largo de todos los tiempos. Todas las religiones se consideran a sí mismas
como el fin de la historia, la respuesta definitiva. El progreso en la
reflexión crítica, social e histórica (un avance
universalista)
y la construcción de las ciencias sociales han requerido una lucha continua
contra este prejuicio de inmutabilidad cultural. Las culturas y las religiones
están en constante cambio, y este cambio tiene su explicación. Pero lo
importante no es demostrar una vez más que esta visión de mundo se contradice
con la historia real. Lo más urgente es saber por qué la absurda idea de la
existencia de culturas situadas fuera de la historia se presenta hoy con tanta
fuerza y convicción, y tratar de comprender los resultados de su éxito político.
Las teorías de
la especificidad cultural son por lo general decepcionantes porque se basan en
el prejuicio de que las diferencias son siempre decisivas, mientras que las
semejanzas son sólo el resultado de la casualidad. Los resultados buscados en
este empeño se obtienen, a priori, sobre esta base. Las diferencias aducidas
como prueba revelan la banalidad de esta reflexión. Afirmar, como hace Samuel
Huntington en su famoso texto «El choque de las civilizaciones», que estas
diferencias son fundamentales puesto que involucran un territorio que define
las relaciones entre los seres humanos y Dios, Naturaleza y Poder, es al mismo
tiempo reducir las culturas a religiones y suponer que cada una de estas
culturas desarrolla conceptos fijos específicos acerca de las relaciones en
cuestión bajo las categorías predeterminadas por Huntington. Pero la historia
nos muestra que estos conceptos son más flexibles de lo que comúnmente se cree
y que se encuentran en sistemas ideológicos inscritos en distintas formas de la
evolución histórica según circunstancias independientes de los mismos.
¿Hay malos y
buenos culturalismos? El confucianismo explicó ayer el atraso de China y puede
explicar su acelerado desarrollo de hoy. Para muchos historiadores el mundo
islámico del siglo diez no sólo es más brillante, sino que posee un potencial
mayor de progreso que la Europa cristiana del mismo periodo. ¿Qué explica
entonces su cambio de rumbo posterior? ¿La religión (mejor dicho, lo que la
sociedad concibe como tal) o algo más? ¿Cómo reaccionaron las diferentes
instancias de la realidad unas con otras? ¿Cuáles fueron las fuerzas motoras?
Son preguntas a
las que el culturalismo, incluso en formulaciones más rigurosas que las de
Huntington, permanece indiferente.
Yendo aun más
lejos ¿De qué culturas estamos hablando? ¿De aquellas definidas según el
contexto religioso, según la lengua, el país, la región económica o el sistema
político? Aparentemente Huntington ha elegido la religión como base de los
siete grupos que define: Occidental (católicos y protestantes), Musulmán,
Confuciano (¡el confucianismo no es una religión!), Japonés (¿sintoísta o
confucianista?), Hindú, Budista y Cristiano Ortodoxo. Obviamente Huntington se
interesa en los espacios culturales que plasman en potencia las divisiones del
mundo de hoy. No hay duda, por ejemplo, de por qué separa a los japoneses de
otros confucianos y a los cristianos ortodoxos de los occidentales (¿es quizás
porque para la estrategia del Departamento de Estado, a la cual Huntington está
cercano, la integración de Rusia en Europa es una verdadera pesadilla?).
No merece la
pena preguntarse por qué ignora a los africanos, quienes, ya sean cristianos,
musulmanes o animistas, aún poseen un puñado de especificidades (más que nada,
este descuido del autor refleja sólo ignorancia y banales prejuicios raciales)
o incluso a los latinoamericanos, que aunque cristianos no son tan
«occidentales» como los occidentales. Y si son occidentales ¿por que no han
salido del subdesarrollo? No es difícil continuar mencionando otros disparates
que aparecen en estos escritos eurocentristas de tercera clase.
Huntington
elabora su detallada taxonomía para llegar a la asombrosa conclusión de que
seis de sus siete grupos ignoran por completo los valores occidentales,
procediendo con éstos a las tramposas artimañas de siempre: identificar
capitalismo con mercado, y democracia con capitalismo, apriorísticamente y a
despecho de la verdad histórica. ¿No son Mercado y Democracia fenómenos
recientes incluso en Occidente? ¿El Cristianismo medieval se reconocía a sí
mismo en estos valores occidentales supuestamente transhistóricos?
Las ideologías,
especialmente las religiones, son sin duda importantes. Pero durante doscientos
años hemos estado haciendo un análisis que sitúa la ideología en el seno de la
sociedad y que es capaz de identificar analogías funcionales en diferentes
sociedades expuestas a condiciones históricas similares. Tales analogías entre
las funciones sociales de las ideologías religiosas existen nítidamente más
allá de sus particularidades.
En este
contexto los diversos espacios culturales tradicionales no han desaparecido,
sino que han sido transformados desde dentro y desde fuera por el capitalismo
moderno (lo que erróneamente Huntington llama cultura de Occidente). He llegado
a la conclusión de que esta cultura del capitalismo (y no de Occidente) alcanzó
a ser dominante globalmente y que fue esta preeminencia lo que vació de
contenido a las antiguas culturas.
Allí donde el
capitalismo está más desarrollado se ha implantado la cultura moderna, que ha
sustituido a las antiguas, como también ha sucedido con el cristianismo
medieval en Europa y Norteamérica y en forma paralela con la cultura original
de Confucio en Japón. Por otra parte, en las periferias del capitalismo la dominación
de la cultura capitalista no logró transformar radicalmente a las antiguas
culturas locales. Esta diferencia no tiene que ver con el carácter particular
de las culturas tradicionales, sino con las formas de expansión del
capitalismo, tanto central como periférico. En esta expansión mundial el
capitalismo reveló la contradicción que existe entre sus pretensiones
universales y las polarizaciones que genera en la realidad material. Los
valores, totalmente vacíos, promulgados por el capitalismo en nombre del
universalismo (individualismo, democracia, libertad, igualdad, secularidad,
ley, etc.) son meras mentiras para las víctimas del sistema, o valores que sólo
se adecúan a la cultura de Occidente. Esta es una contradicción permanente,
pero en las fases en que la globalización aumenta (como ahora mismo), deja al
descubierto su violencia.
Gracias al
pragmatismo que lo caracteriza, el sistema pronto descubre los medios para
manejar esta contradicción. Bastaría con que se aceptara la diferencia, que el
oprimido dejara de reclamar democracia, libertad individual e igualdad, valores
sustituibles por otros más adecuados que por lo general son completamente
opuestos. Bajo este útil modelo las víctimas internalizan su estatus subalterno
permitiendo al capitalismo desarrollarse sin tropezar con los obstáculos que el
fortalecimiento de la polarización necesariamente engendra.
Imperialismo y
Culturalismo forman una extraña pareja. El primero posee la arrogante certeza
de que Occidente ha alcanzado el fin de la historia, que las fórmulas para
dirigir la economía (propiedad privada y mercado), la vida política
(democracia) y la sociedad (libertad individual), están a priori
interconectadas y son definitivas e insuperables. Las contradicciones reales
que se observan se califican de imaginarias o producidas por la absurda
resistencia al sometimiento a la racionalidad capitalista. Para los demás la
alternativa es simple: aceptar esta falsa unidad de los valores occidentales o
introducirlos en sus propias especificidades culturales. Si, dada la
polarización que mercado e imperialismo producen, la primera de las dos
opciones se hace imposible –por lo menos para la mayor parte del mundo–
el conflicto cultural está abocado a situarse en un primer plano. Pero en este
conflicto la suerte está echada: Occidente vencerá siempre, y los otros serán
vencidos. Es por eso que las opciones culturalistas de los otros no sólo pueden
ser toleradas, sino que suelen ser incentivadas. Sólo amenaza a sus víctimas.
Dada esta situación y contrariamente al discurso mitológico del fin de la
historia y el choque de las civilizaciones, el análisis critico debe definir
qué es lo que está en juego y cuáles son los desafíos. Cargado de
contradicciones que no pueden trascender a su propia lógica, el capitalismo es
sólo una etapa en la historia y los valores que proclama se presentan privados
de su contexto histórico, de los límites y contradicciones del capitalismo, lo
cual los convierte en algo vacío.
El pretencioso
discurso occidental no responde a estas interrogantes, sino que las ignora.
Aunque por otro lado, el discurso culturalista de sus víctimas también las evade,
ya que traslada el conflicto fuera del campo de juego, lo que permite al
enemigo buscar refugio en los espacios imaginarios de la cultura.
¿Qué importa
entonces si el Islam, por ejemplo, controla con firmeza la sociedad local, si
dentro de la jerarquía de la economía mundial las reglas del sistema sitúan a
las sociedades islámicas en un estatus de comprador de bazar? Como el fascismo
de ayer, el culturalismo de hoy opera en base a engaños: es un recurso para
controlar la crisis a pesar de pretender ofrecer una solución. Pero mirando
hacia adelante y no hacia atrás, podemos ver que es necesario enfrentar algunas
interrogantes reales: ¿cómo combatiremos la alienación económica, la enorme,
global polarización; cómo podremos crear condiciones que permitan un auténtico
avance de valores universales mas allá de cómo los formula el capitalismo
históricamente?
Simultáneamente
se impone una crítica a la herencia cultural. La modernización de Europa habría
sido impensable sin la crítica que los europeos efectuaron a su propio pasado y
a su religión. ¿Y cómo sería China sin la crítica a su pasado, y especialmente
a la ideología
de Confucio, a pesar de la devoción que por ella sentía el maoísmo? Desde luego
más tarde la herencia (cristiana en un caso, y confucianista en el otro) se
reintegró en la nueva cultura, pero sólo después de haber sido radicalmente
transformada gracias a una revolucionaria crítica del pasado. Sin embargo, en
el mundo islámico, la tozuda negativa a iniciar una crítica del pasado acompaña
(no por casualidad) a una degradación continua de los países que integran este
espacio cultural en la jerarquía del sistema mundial.
Por lo general,
después de analizar una situación, se puede reflexionar acerca de cómo puede
desarrollarse en el futuro. La erosión progresiva de los compromisos sobre los
que se ha llevado a cabo la expansión capitalista de posguerra ha originado una
nueva etapa en la que el capital, libre de restricciones, ha intentado imponer
su utopía dirigiendo el mundo según la lógica exclusiva de sus intereses
financieros. La primera conclusión nos permite identificar el nuevo objetivo
dual de la estrategia de los poderes dominantes: profundizar la globalización
económica y destruir la capacidad política de resistencia.
Dirigir el
mundo como un mercado significa fragmentar al máximo las fuerzas políticas o,
en otras palabras, la destrucción de la fuerza del estado (un objetivo que la
ideología anti-estado intenta legitimar) en favor de las comunidades (étnicas,
religiosas u otras) y en favor de solidaridades ideológicas primitivas tales
como el fundamentalismo religioso. Como único gendarme mundial, Estados Unidos
pretende en su proyecto de dirección global que ningún otro estado (y
especialmente ningún poder militar independiente) sobreviva. Cualquier otro
poder debe ser restringido a la modesta tarea de administrar diariamente el
mercado. El proyecto europeo en sí mismo sólo está concebido en términos de
gestión del mercado comunitario, mientras mas allá de sus fronteras se busca
sistemáticamente la fragmentación máxima (tantas Eslovenias, Macedonias o
Chechenias como sea posible). El tema de la democracia y los derechos humanos
son utilizados con la intención de anular la capacidad de la gente de usar esa
democracia y esos derechos en cuyo nombre han sido manipulados. Los elogios a
la especificidad y la diferencia y la movilización ideológica alrededor de
objetivos culturalistas o étnicos son el motor de un impotente comunitarismo
que lleva el conflicto hacia la limpieza étnica o el totalitarismo religioso.
En el marco de
esta lógica se hace posible, e incluso deseable, el choque de civilizaciones.
En mi opinión, la intervención de Huntington en este tema debe ser considerada
en ese sentido. De la misma forma en que en el pasado solía apoyar a los
dictadores del Tercer Mundo en nombre del desarrollo, hoy sus textos legitiman
los medios desplegados para conducir la crisis mediante conflictos derivados de
incompatibilidades culturales. Esto es, una estrategia que impone un terreno de
juego que garantiza la victoria de Occidente, tal como ya he señalado.
A través de la
multiplicación de conflictos étnicos y religiosos, los acontecimientos parecen
confirmar la efectividad de esta estrategia. Pero ¿prueba eso la tesis de que
existe naturalmente un conflicto cultural? He expresado ya mis profundas
reservas sobre ello. Las drásticas afirmaciones de especificidad son en raras
ocasiones fruto de la manifestación espontánea de un pueblo. Por lo general las
formulan las minorías que están en el poder o que aspiran a poseerlo. Es
también evidente que las clases dominantes que han sido debilitadas por la
evolución global del sistema son las que han recurrido con mayor frecuencia a
estas estrategias culturalistas o étnicas. Es el caso de los países de Europa
del Este, que han sido azotados por un cataclismo de proporciones poco comunes.
Pero también ha sucedido así en el mundo islámico y en el África subsahariana,
tachada de la lista de los países competitivos y por lo tanto marginada en el
sistema mundial. Este dañino nacionalismo es completamente funcional desde la
perspectiva del manejo de la crisis capitalista. Ni la política exterior ni los
servicios de inteligencia de Estados Unidos, de los cuales Huntington es un
funcionario, fracasaron al usar el hecho diferencial y la incompatibilidad
cultural en contra de los movimientos populares que ejercían resistencia
(dentro del marco de los acuerdos de posguerra) a la expansión del capital. La
ayuda proporcionada a figuras tales como Savimbi en Angola, Hekmaryar en
Afganistán, y Tudjman en Yugoslavia demuestra que los ejemplos más
escalofriantes de conflicto cultural hoy en día deben verse como algo
antinatural. Las culturas locales, en su especificidad y en sus relaciones con
el sistema mundial y la cultura capitalista dominante, se estiman a sí mismas
como insuficientes de acuerdo a la teoría general que propone el culturalismo.
Las verdaderas claves capaces de explicar las diferencias entre las regiones
del mundo están fuera del campo de la cultura. No existe una confrontación
sistemática de culturas: existen conflictos que son fundamentalmente de otra
naturaleza, aunque algunos sí incluyen un aspecto cultural. Por ende, al
definir una estrategia para la lucha popular es necesario comenzar por un
análisis de las contradicciones del capitalismo y las formas que éstas adoptan
en el periodo particular de la historia que estamos viviendo.
(Traducción de
Montserrat Plá)
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