Son tiempos de fragmentación, de malestar, de
mutuas incomprensiones. De polarizaciones estériles en los espacios virtuales
de los medios sociales. Estamos, claramente, en plena involución.
Por la regeneración de la representación política
Paolo Bartolini, Carlo Cattivelli
El Viejo Topo
14 octubre, 2023
Para comprender plenamente la llamada crisis de representación política, y para imaginar un renacimiento de las formas de acción democráticas, vale la pena intentar una distinción provisional entre malestar y disenso. En sí mismo, el malestar, por muy extendido que esté, es la expresión de una idiosincrasia: atestigua un desequilibrio, pero no está estructurado. Podemos hablar de un síntoma que, para convertirse en disenso articulado y luego en proyecto de transformación, debe ante todo convertirse en discurso público. Sólo al final puede aspirar a traducirse en representación política: es decir, en una voz colectiva capaz de intervenir en el debate e interactuar con la narrativa dominante, rectificándola. A medio y largo plazo, todo el sistema aprende así a articular respuestas adaptativas más variadas y sofisticadas.
Por el
contrario, en ausencia de disenso y de propuestas alternativas, las respuestas
del sistema se vuelven progresivamente más escleróticas y, por tanto,
ineficaces, cuando no perjudiciales. Este último es el caso de las sociedades
occidentales «avanzadas»: nos bombardean con expresiones de malestar, sobre
todo en Internet, pero escasean los discursos públicos para expresar un disenso
razonado, dando lugar a formas correlativas de representación.
En
consecuencia, las colectividades corren el riesgo de quedar reducidas a
conjuntos de individuos más o menos libres de «decir y hacer lo que quieran»,
pero ideológicamente mucho más neutrales y uniformes de lo que eran incluso
hace treinta años. Creemos que esta debilidad global del pensar/hacer político
nos está relegando, sin conflicto real, al giro autoritario de las democracias
neoliberales, basado en el abstencionismo creciente, en la retirada masiva de
la población de la participación en la vida de las instituciones (y de un
pensamiento instituyente, del que como nos recuerda desde hace años el filósofo
Roberto Esposito, tendríamos mucha necesidad) y en la multiplicación capilar de
polarizaciones estériles en los espacios virtuales de los medios sociales.
Numerosas
concausas han producido este resultado. Algunas exógenas: por ejemplo, el
control generalizado de los medios de comunicación por esas mismas oligarquías
que manipulan -o gestionan directamente- el poder. De las endógenas, la
principal es probablemente la rapidísima transformación de los códigos del
lenguaje y la comunicación en las últimas décadas: una auténtica brecha
antropológica (resumida en la inadecuada y algo ridícula expresión «brecha
digital») que ahora separa a los «boomers» de los «millennials» mucho más que
la habitual discontinuidad intergeneracional.
En efecto,
estamos en presencia de un gran proceso involutivo que ha visto la drástica
erosión de las complejas estructuras sintácticas de la lengua, desbordadas por
la parataxis y el enrarecimiento del bagaje léxico. Y eso va de la mano con la
preferencia dada a formas de comunicación irreflexivas, hipersimplificadas,
rápidas, aforísticas, predominantemente icónicas (TikTok, Instagram, etc.), o
con formas de música reducidas al mínimo en todos los sentidos. Sin embargo, no
debemos suponer necesariamente que este proceso en curso solo trae consigo
aspectos desastrosos para la democracia (ya agotada por el agotador desgaste
causado por la expansión incontrolada de los intereses económicos sobre todas
las demás esferas de la vida asociada).
Digamos, pues,
que en esta rapidísima transformación de las palabras y del lenguaje, y por
tanto del pensamiento colectivo, podemos distinguir dos momentos: uno de
descarada desarticulación de lo ya dado (obsolescencia de las viejas formas de
representación), y otro de creativa y confusa regeneración (esbozo de nuevas
formas de representación y de activismo en general). Veámoslas brevemente en
detalle.
La primera
tendencia ha producido graves fallas, reduciendo drásticamente el terreno común
y, por tanto, las posibles interacciones e integraciones entre lo viejo y lo
nuevo: cuando se hablan lenguajes tan «diferentes», no sólo el encuentro y la
confrontación, sino incluso el enfrentamiento se vuelven imposibles, cuando no
inútiles. Las revueltas recientes en Francia hablan de esta incomunicabilidad
radical, dramáticamente sustituida por explosiones de malestar carentes de
proyecto y de reivindicaciones sustanciales, fácilmente canalizables en formas
de ruptura que parecen alejadas del conflicto generador de una política
consciente, y se asemejan más bien a esquirlas de malestar que atestiguan el
fracaso total del enfoque neoliberal de la sociedad.
De ahí el
sustancial y recíproco distanciamiento intergeneracional y, en particular, el
alejamiento o rechazo predominantemente juvenil de las formas más tradicionales
de representación (partidos, órganos intermedios, etc.), expresión a su vez de
palabras y formas de discurso público percibidas -con razón o sin ella- como
anacrónicas, falsas y anticuadas. Con el resultado de que el abstencionismo
electoral, antes mencionado, en Italia y en otros lugares alcanza su punto
álgido precisamente entre el electorado más joven, en particular el menos
instruido. Y quienes recientemente hayan observado de cerca marchas pacifistas
y similares habrán podido comprobar la deserción juvenil atestiguada, aunque
sólo sea a simple vista, por la edad media de los participantes, probablemente
superior a la ya elevada edad de nuestras comunidades.
El momento
constructivo, en cambio, determina entre mil ambivalencias la tendencia
kárstica de nuevas formas de protesta y representación, configurando sus modos
y lenguajes de maneras casi desconcertantes para quienes provienen de otras
historias y culturas. Estas experiencias son muy diferentes entre sí y casi
inconmensurables en muchos aspectos, pero bien miradas comparten un cierto
«aire de familia», precisamente porque son en cierto modo hijas de las
transformaciones lingüísticas y culturales que hemos mencionado, y de las que
toman prestadas muchas de sus propias peculiaridades: la estructura ligera y
precaria, la velocidad, la prevalencia del aspecto comunicativo sobre el de
contenido. Por desgracia, también corren el riesgo de tomar prestada de ella la
tendencia a descuidar la complejidad de la realidad. Pensemos, por ejemplo, en
los movimientos ecologistas, ricos por otra parte en auténtica participación,
pero que, en cambio, no parecen captar la profunda conexión entre las políticas
ecologistas, por una parte, y los gigantescos conflictos distributivos y de
clase implicados en esas mismas políticas, por otra. Esto no debe llevarnos,
como tristemente ocurre en más de una circunstancia, a considerar a los jóvenes
militantes verdes, rosas y raramente rojos como «idiotas útiles» al servicio de
un fantasmal Gran Reinicio. Debemos, por el contrario, reabrir el canal del
encuentro a través del primer gesto indispensable: escuchar, cuestionar el
malestar y ayudar a que se convierta en disidencia y en propuesta, pasando por
una recuperación progresiva de la simbolización, sin la cual las sensaciones y
las emociones en bruto acaban arremolinándose sobre sí mismas.
Ciertamente, el
activismo mediático es un buen terreno de encuentro, siempre que se busquen
lenguajes adecuados que respondan a las sensibilidades y temores de las nuevas
generaciones. Lenguajes llamados a abandonar la arrogancia y el juicio,
obstáculos insalvables para repensar junto a los jóvenes las futuras formas de
representación política en un mundo en el que los movimientos desde abajo y los
partidos/movimientos en las instituciones deben madurar nuevos equilibrios y
círculos virtuosos. El coraje que se nos pide, desde una perspectiva de
interseccionalidad consciente de las luchas, es el de conectar los puntos en
los que todavía falta un pensamiento compartido que pueda expresarse
coherentemente sobre la geopolítica, la economía, la crisis ecoclimática y los
derechos civiles. Componer estos temas y no separarlos es la urgencia que puede
unir a las viejas y nuevas generaciones en una transición de épocas muy
delicada.
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