La revolución
de Copérnico
Rebelión
El viejo topo
20.02.2019
Nota de edición: Tal día como hoy [19.02] de 1473 nacía en Torun, en la actual Polonia, el
astrónomo Nicolás Copérnico. Ilustre iniciador de la revolución científica que
acompañó al Renacimiento europeo, plantó las semillas de una gran mutación en
el pensamiento científico.
La Revolución
Nacido en 1473
en una próspera familia en Torun, a orillas del Vístula, en la actual Polonia,
Copérnico fue elegido canónigo en el capítulo de la catedral de Frauenburg, en
gran parte gracias a la influencia de su tío Lucas, que era obispo de Ermland.
Habiendo estudiado leyes y medicina en Italia, su principal cometido como
canónigo era hacer de médico y de secretario de Lucas. Estas no eran unas
responsabilidades muy onerosas y Copérnico podía dedicarse a varias actividades
en su tiempo libre. Se convirtió en un experto economista y en un consejero en
la reforma monetaria, e incluso publicó sus propias traducciones al latín de la
obra del oscuro poeta griego Theophylactus Simocattes.
Pero la gran
pasión de Copérnico era la astronomía, que le había interesado desde que,
siendo estudiante, había comprado un ejemplar de las Tablas alfonsinas. Este
astrónomo aficionado se obsesionaría cada vez más con el estudio de los
movimientos de los planetas y sus ideas le acabarían convirtiendo en una de las
más importantes figuras de la historia de la ciencia.
Sorprendentemente,
toda la investigación astronómica de Copérnico estaba contenida en tan sólo 1,5
publicaciones. Y lo que es aún más sorprendente, estas 1,5 publicaciones apenas
fueron leídas en su época. El 0,5 se refiere a su primera obra, el
Commentariolus [Pequeño comentario], que estaba escrito a mano, nunca fue
formalmente publicado y circuló solamente entre unas cuantas personas
aproximadamente hacia 1514. Sin embargo, y en tan sólo veinte páginas,
Copérnico sacudió el cosmos entero con la idea más radical aparecida en el
campo de la astronomía en los últimos mil años. En la sección central de su
panfleto estaban los siete axiomas en los que se basaba su visión del universo:
1. Los cuerpos
celestes no tienen un centro común.
2. El centro de
la Tierra no es el centro del universo.
3. El centro
del universo está cerca del Sol.
4. La distancia
de la Tierra al Sol es insignificante comparada con la distancia a que se
encuentran las estrellas.
5. El
movimiento diario aparente de las estrellas es un resultado de la rotación de
la Tierra sobre su propio eje.
6. La secuencia
aparente anual de movimientos del Sol es un resultado de la revolución de la
Tierra en torno a él. Todos los planetas giran alrededor del Sol.
7. El
movimiento retrógrado aparente de algunos de los planetas es simplemente el
resultado de nuestra posición como observadores sobre una Tierra en movimiento.
Los axiomas de
Copérnico eran impecables en todos los sentidos. La Tierra efectivamente gira,
ella y los demás planetas orbitan alrededor del Sol, esto explica las órbitas
planetarias retrógradas, y la no detección de la paralaje estelar se debía a la
remota distancia a la que se encontraban los planetas. No está claro qué fue lo
que motivó a Copérnico a formular estos axiomas y a romper con la cosmovisión
tradicional, pero tal vez fue la influencia de Doménico María de Novara, uno de
sus profesores en Italia. Novara simpatizaba con la tradición pitagórica, que
estaba en la raíz de la filosofía de Aristarco, y había sido Aristarco quien
primero había postulado el modelo heliocéntrico 1.700 años antes.
El
Commentariolus era el manifiesto de un motín astronómico, una expresión de la
frustración de Copérnico y de la desilusión que le había provocado la horrible
complejidad del antiguo modelo ptolemaico. Más tarde condenaría el carácter de
improvisación del modelo geocéntrico con estas palabras: “Es como si un artista
copiase las manos, los pies, la cabeza y otros miembros de sus imágenes de
diversos modelos, cada uno de ellos excelentemente dibujado, pero sin relación
alguna con un mismo cuerpo, y en la medida en que cada uno de ellos no
encajaría bien con el otro, el resultado por fuerza tendría que parecerse más a
un monstruo que a un hombre”. Sin embargo, y a pesar de su contenido radical,
el panfleto no suscitó demasiadas reacciones entre los intelectuales europeos,
en parte debido a que muy pocas personas llegaron a leerlo y en parte debido a
que su autor era un canónigo poco importante que trabajaba en una de las
regiones marginales de Europa.
Copérnico no se
desanimó, pues este fue solamente el comienzo de sus esfuerzos por transformar
la astronomía. Después de la muerte de su tío Lucas en 1512 (que posiblemente
había sido envenenado por los Caballeros Teutónicos, que le habían descrito
como “el diablo con forma humana”), todavía tuvo más tiempo para proseguir sus
estudios. Se trasladó al castillo de Frauenburg, montó un pequeño observatorio
y se concentró en dar cuerpo a su argumento, añadiéndole todos los detalles
matemáticos que faltaban en el Commentariolus.
Copérnico se
pasó los treinta años siguientes reelaborando el Comtariolus, ampliándolo
hasta convertirlo en un respetable manuscrito de unas doscientas páginas.
Durante todo este prolongado período de investigación, dedicó mucho tiempo a
especular acerca de cómo reaccionarían otros astrónomos ante su modelo del
universo, que estaba absolutamente en desacuerdo con el saber aceptado. Hubo
incluso días en que consideró la posibilidad de abandonar su plan de publicar
la obra por temor a ser ridiculizado por todos. Además, sospechaba que los
teólogos se mostrarían intolerantes con lo que ellos percibirían como una
especulación científica sacrílega.
Tenía motivos
para estar preocupado. La Iglesia demostró más tarde su intolerancia
persiguiendo al filósofo italiano Giordano Bruno, que formaba parte de la
generación de disidentes seguidores de Copérnico. La Inquisición acusó a
Bruno de ocho herejías, aunque los registros conservados no especifican cuáles
eran. Los historiadores consideran muy probable que Bruno hubiese ofendido a la
Iglesia al escribir De l’infinito, universo e mondi, en donde argumentaba que
el universo es infinito, que las estrellas tienen sus propios planetas y que la
vida florece también en estos otros planetas. Cuando fue condenado a muerte por
sus crímenes respondió: “Por ventura vosotros, los que pronunciáis esta
sentencia, estáis más asustados que yo, que la recibo”. El 17 de febrero de
1600, fue llevado al Campo dei Fiori de Roma, desnudado, amordazado, atado de
pies y manos y quemado en la hoguera.
El temor de
Copérnico a la persecución de la Iglesia podía haber significado el final
prematuro de sus investigaciones, pero afortunadamente, un joven erudito alemán
de Wittenberg intervino. En 1539, George Joachim von Lauchen, más conocido como
Rheticus, viajó a Frauenburg para conocer a Copérnico y estudiar su modelo
cosmológico. Fue un gesto de osadía, pues no sólo era muy probable que el joven
estudioso luterano no fuera bien recibido en la católica Frauenburg, sino que
tampoco sus propios colegas simpatizaban con aquella misión. Este estado de
ánimo lo tipifica el propio Martín Lutero, que dejó constancia escrita de una
conversación de sobremesa acerca de Copérnico: “Me han llegado rumores de que
hay un nuevo astrónomo que pretende probar que la Tierra se mueve y gira en vez
de ser el cielo, el Sol y la Luna los que lo hacen, como si alguien que
estuviera viajando en un carruaje o en un barco sostuviese que él estaba quieto
y sin moverse mientras que el suelo, los árboles, etc. serían los que se
moverían. Este loco pretende poner todo el arte de la astronomía patas arriba”.
Lutero
consideraba a Copérnico “un loco que iba en contra de las Sagradas Escrituras”,
pero Rheticus compartía la inquebrantable confianza de Copérnico de que el
camino hacia la verdad celestial está en la ciencia y no en las Escrituras. A
sus sesenta y seis años, Copérnico se sintió halagado por las atenciones del
joven Rheticus, que sólo tenía veinticinco y que se pasó tres años en
Frauenburg leyendo el manuscrito de Copérnico y proporcionándole un
interlocutor interesado y tranquilidad en la misma medida.
En 1541, la
combinación de habilidades diplomáticas y astronómicas de Rheticus le
permitieron obtener la bendición de Copérnico para llevar su manuscrito a la
imprenta de Johannes Petreius en Nuremberg para su publicación. Había planeado
quedarse a supervisar él mismo todo el proceso de impresión, pero fue
súbitamente requerido en Leipzig por un asunto urgente y tuvo que pasar la
responsabilidad de supervisar la publicación a un clérigo llamado Andreas
Osiander. Durante la primavera de 1543, De revolutionibus orbium coelestium
[Sobre las revoluciones de las esferas celestes] fue finalmente publicada y
varios cientos de ejemplares de la misma salieron con destino a Frauenburg.
Mientras,
Copérnico había sufrido una hemorragia cerebral a finales de 1542 y estaba
postrado en cama, luchando por mantenerse en vida lo suficiente como para poder
ver con sus propios ojos el libro publicado que contenía la obra de su vida.
Los primeros ejemplares del libro llegaron a sus manos justo a tiempo. Su amigo
Tiedemann Giese escribió una carta a Rheticus describiendo el terrible estado
en que se encontraba Copérnico: “Hacía ya muchos días que había perdido la
memoria y el vigor mental; solamente pudo ver completada su obra en el último
momento, el mismo día que murió”.
Copérnico había
cumplido su objetivo. Su obra presentaba al mundo un argumento convincente a
favor del modelo heliocéntrico de Aristarco. De revolutionibus era un tratado
formidable, pero antes de discutir su contenido hemos de abordar dos
desconcertantes misterios que rodearon su publicación. El primero de ellos se
refiere al carácter incompleto de los reconocimientos del libro. En la
introducción a De revolutionibus se mencionaba a varias personas, como el papa
Pablo III, el cardenal de Capua y el obispo de Kulm, pero no se citaba a
Rheticus, el brillante aprendiz que había desempeñado el papel vital de
comadrona en el nacimiento del modelo de Copérnico. Los historiadores no
entienden la razón por la que su nombre fue omitido y solamente pueden
especular que dar crédito a un protestante hubiera sido mirado con
desaprobación por la jerarquía católica a la que Copérnico quería impresionar.
Una consecuencia de esta falta de reconocimiento fue el hecho de que Rheticus
se sintió desairado y no quiso saber nada más de De revolutionibus una vez
publicado.
El segundo
misterio tiene que ver con el prefacio de De revolutionibus, que
fue añadido al libro sin el consentimiento de Copérnico y que efectivamente
contradice la sustancia de sus afirmaciones. En breve, el prefacio socavaba lo
que decía el resto del libro afirmando que las hipótesis de Copérnico “no
tienen por qué ser verdaderas, ni siquiera probables”. Ponía de relieve las
“absurdidades” del modelo heliocéntrico, dando a entender que la detallada
descripción matemática cuidadosamente argumentada del propio Copérnico era más
que una ficción. El prefacio admite que el sistema de Copérnico es compatible
con las observaciones con un grado razonable de exactitud, pero mutila la
teoría afirmando que se trata meramente de una forma conveniente de hacer los
cálculos, más que un intento de representar la realidad. El manuscrito original
de Copérnico todavía existe, por lo que sabemos que la introducción original
del mismo era de un tono muy diferente del que tiene el prefacio impreso y que
trivializaba su obra. El nuevo prefacio, por consiguiente, tenía que haber sido
añadido después de que Rheticus saliera de Frauenburg con el manuscrito. Esto
significa que Copérnico estaría ya en su lecho de muerte cuando lo leyó por
primera vez, en un momento en que el libro seguramente ya estaba impreso y era
demasiado tarde para hacer ningún cambio. Tal vez fue la visión de este
prefacio lo que lo mandó a la tumba.
¿Quién fue,
pues, el que escribió e insertó el nuevo prefacio? El principal sospechoso es
Osiander, el clérigo que asumió la responsabilidad de la publicación cuando
Rheticus abandonó Nuremberg para irse a Leipzig. Es probable que creyese que
Copérnico sería perseguido una vez que sus ideas se hiciesen públicas, y
probablemente insertó el prefacio con la mejor de las intenciones, confiando en
que ello calmaría a los críticos. Tenemos una prueba de la preocupación de
Osiander en una carta que escribió a Rheticus y en la que menciona a “los
aristotélicos”, entendiendo por ello a los que creían en la visión geocéntrica
del universo: “Los aristotélicos y los teólogos se apaciguarán fácilmente si
les decimos que… estas hipótesis no se postulan porque sean realmente
verdaderas, sino porque constituyen la forma más conveniente de calcular los
aparentes movimientos compuestos”.
Pero en el
prefacio que Copérnico habría deseado publicar era muy claro respecto a que
estaba dispuesto a adoptar una actitud desafiante ante sus críticos:
“Probablemente habrá charlatanes que, a pesar de su completa ignorancia del
arte de las matemáticas, se considerarán con derecho a emitir juicios sobre
cuestiones matemáticas y que, distorsionando gravemente determinados pasajes de
las Escrituras por su propio interés, se atreverán a buscar errores en mi
empresa y a censurarla. Hago caso omiso de ellos hasta el punto de desdeñar sus
críticas como infundadas”.
Habiendo reunido finalmente el coraje de publicar el avance más importante y polémico en el campo de la astronomía desde los antiguos griegos, Copérnico murió trágicamente sabiendo que Osiander había tergiversado sus teorías como si de un simple artificio se tratase. Por consiguiente, De revolutionibus iba a desvanecerse sin casi dejar rastro durante las primeras décadas posteriores a su publicación, pues ni el público ni la Iglesia se lo tomaron en serio. La primera edición no llegó a agotarse, y el libro se reimprimió solamente dos veces durante el siglo siguiente. En cambio, los libros que defendían el sistema ptolemaico se reimprimieron cientos de veces en Alemania durante este mismo período.
De todos modos,
el prefacio cobarde y conciliatorio de Osiander de De revolutionibus fue
sólo parcialmente responsable de su falta de impacto. Otro factor fue el
horroroso estilo de Copérnico, que dio como resultado cuatrocientas páginas de
texto denso y complejo. Todavía peor, este era su primer libro de astronomía y
el nombre de Copérnico no era muy bien conocido en los círculos intelectuales
europeos. Esto no hubiera tenido unas consecuencias tan catastróficas, pero
Copérnico estaba muerto y no podía defender y promocionar su propia obra. La
gota que colmó el vaso fue que Rheticus, la única persona que podía haber
defendido De revolutionibus se había sentido desairado y ya no quería que lo
asociaran con el sistema copernicano.
Además, y al
igual que había ocurrido con la encarnación original de Aristarco del sistema
heliocéntrico, el De revolutionibus fue desestimado porque el sistema
copernicano era menos preciso que el modelo geocéntrico de Ptolomeo a la hora
de predecir las futuras posiciones de los planetas: en este sentido, el modelo,
a pesar de ser básicamente correcto, no se podía ni comparar con el de su rival,
que era fundamentalmente incorrecto. Hay dos razones para este extraño estado
de cosas. Primero, al modelo de Copérnico le faltaba un ingrediente esencial
sin el cual sus predicciones nunca podían ser lo suficientemente exactas como
para obtener la aprobación general. Segundo, el modelo de Ptolomeo había
conseguido su alto grado de precisión a base de hacer toda clase de ajustes en
sus epiciclos, deferentes, ecuantes y excéntricos, y casi cualquier modelo
incorrecto podría ser rescatado introduciendo en él todos estos artilugios.
Y,
naturalmente, el modelo de Copérnico estaba aquejado de todas las lacras que
habían llevado al abandono del modelo heliocéntrico de Aristarco (véase la
Tabla 2, pp. 42-3). De hecho, el único atributo del modelo heliocéntrico que lo
hacía ser claramente mejor que el modelo geocéntrico seguía siendo su
simplicidad. Aunque Copérnico también llegó a juguetear con los epiciclos, su
modelo empleaba esencialmente una órbita circular sencilla para cada planeta,
mientras que el modelo de Ptolomeo era desmesuradamente complejo, con todos sus
epiciclos, deferentes, ecuantes y excéntricos minuciosamente ajustados para
todos y cada uno de los planetas.
Afortunadamente
para Copérnico, la simplicidad es un valor muy apreciado en el ámbito
científico, como había puesto de relieve Guillermo de Occam, un teólogo
franciscano inglés del siglo XIV, que se hizo famoso por defender que las
órdenes religiosas no tenían que tener propiedades y riquezas. Presentó sus
puntos de vista con tanto fervor que fue expulsado de la Universidad de Oxford
y tuvo que trasladarse a Avignon, en el sur de Francia, desde donde acusó al
papa Juan XII de herejía. Naturalmente fue excomulgado. Después de caer
víctima de la Peste Negra en 1349, Occam se hizo famoso póstumamente por su
legado a la ciencia, conocido como la navaja de Occam, que sostiene que si dos
teorías o explicaciones compiten, entonces, siendo todas las demás cosas igual,
la más simple de las dos es la que tiene más probabilidades de ser la correcta.
Occam lo formuló del siguiente modo: pluralitas non est ponenda sine
necessitate (“No hay que postular la pluralidad sin necesidad de ello”).
Imaginemos, por
ejemplo, que después de una noche tormentosa nos encontramos con dos árboles
caídos en medio de un campo, y no hay ninguna señal obvia de cuál ha sido la
causa de su caída. La hipótesis más simple sería que los árboles han sido
derribados por la tormenta. Una hipótesis más complicada podría ser que dos
meteoritos habrían llegado simultáneamente desde el espacio exterior, que cada
uno de ellos habría chocado contra un árbol, derribándolo, y que luego ambos
meteoritos habrían rebotado, chocando de frente entre sí y vaporizándose, lo
que explicaría la falta de cualquier tipo de evidencia material. Aplicando la
navaja de Occam, decidimos que la tormenta, y no los dos meteoritos gemelos, es
la explicación más probable, porque es la más simple. La navaja de Occam no
garantiza que una explicación sea correcta, pero normalmente apunta hacia la
más correcta de ellas. Los médicos a menudo se basan en la navaja de Occam
cuando diagnostican una enfermedad, y a los estudiantes de medicina se les
suele dar el siguiente consejo: “Cuando oigáis ruido de cascos, pensad en un
caballo, no en una cebra”. Por otro lado, los teóricos de la conspiración
desprecian la navaja de Occam, y a menudo rechazan una explicación más simple
en favor de una línea de razonamiento más rebuscada e intrincada.
La navaja de
Occam favorecía más al sistema copernicano (un círculo por planeta) que al
modelo ptolemaico (un epiciclo, un deferente, un ecuante y un excéntrico por
planeta), pero la navaja de Occam solamente es decisiva cuando dos teorías son
igualmente fructíferas y exitosas, y en el siglo XVI el modelo ptolemaico era
claramente más fuerte en varios aspectos: especialmente por el hecho de que
hacía predicciones más precisas de las posiciones planetarias. Así, la
simplicidad del modelo heliocéntrico fue considerada irrelevante.
Y para muchas
personas el modelo heliocéntrico era considerado todavía demasiado radical como
para ser tenido en cuenta, hasta el punto de que la obra de Copérnico puede
haber tenido como resultado la creación de un nuevo significado para una vieja
palabra. Una teoría etimológica afirma que la palabra “revolucionario”, cuando
se refiere a una idea que es absolutamente contraria al saber convencional, fue
inspirada por el título del libro de Copérnico, Sobre las revoluciones de las
esferas celestes. Y además de revolucionario, el modelo heliocéntrico del
universo también parecía completamente imposible. Esta es la razón de que la
palabra köpperneksch, basada en la forma alemana de decir Copérnico ha llegado
a utilizarse en el norte de Baviera para describir una proposición increíble o
ilógica.
En definitiva,
el modelo heliocéntrico del universo fue una idea que se adelantó a su tiempo,
demasiado revolucionaria, demasiado increíble y todavía demasiado poco precisa
como para encontrar un amplio respaldo. De revolutionibus estaba en unas
cuantas estanterías, en unos cuantos estudios y solamente fue leído por unos
cuantos astrónomos. La idea de un universo con el Sol en el centro había sido
sugerida por vez primera por Aristarco en el siglo V aC, pero había sido
ignorada; ahora había sido reinventada por Copérnico y estaba siendo ignorada
de nuevo. El modelo entraría en hibernación, esperando a que alguien lo
resucitase, lo examinase, lo refinase y le añadiese el ingrediente esencial que
le faltaba y que demostrase al resto del mundo que el modelo copernicano del
universo era la verdadera representación de la realidad. Efectivamente,
quedaría en manos de la nueva generación de astrónomos encontrar las pruebas de
que Ptolomeo estaba en un error y de que Aristarco y Copérnico estaban en lo
cierto.
Epígrafe del
capítulo 1 del libro de Simon Singh Big Bang. El
descubrimiento científico má
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