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Corrupción sindical (02/05/2015)
Si
bien la corrupción estructural que caracteriza al Estado español y a su
economía ha vuelto a quedar al descubierto con la detención de Rodrigo Rato,
que analizaremos en otro escrito, y en varios episodios recientes, ahora mismo
queremos comentar algo básico sobre la corrupción en el sindicalismo
reformista. Una de las razones que explicarán la debilidad de las
manifestaciones y actos del sindicalismo reformista el próximo día 1 de mayo
será la indiferencia por la corrupción sindical.
No
hace mucho, hemos sabido que un histórico militante sindicalista asturiano, con
altos cargos de responsabilidad en UGT, fue descubierto cuando intentaba lavar
y legalizar más de un millón de euros que había acumulado mediante trampas,
robos y chanchullos. Es difícil descubrir casos tan flagrantes de corrupción
sindical como el ahora analizado porque son escasos, o eso deseamos…
El
problema de la podredumbre en el sindicalismo reformista es, sin embargo, más
grave, mucho más grave porque se desarrolla de manera normalizada, hasta
legalizada, e imperceptible a simple vista. Solamente cuando se adquiere
experiencia sindical práctica y cuando ésta es reforzada por estudios teóricos
e históricos sobre el caso, solo entonces se adquiere conciencia de la densa y
pegajosa red de corruptelas, privilegios, ventajas y beneficios que
caracterizan al sindicalismo reformista, el que no es sino un lubricante muy
dúctil y fino de la mecánica de compra-venta de la fuerza de trabajo por la
burguesía.
El
sindicalismo que bajo la dictadura fue de lucha a la fuerza porque ya tenía una
ideología interclasista, pasó a la «normalidad democrática» en muy poco tiempo.
Un ejemplo fulminante lo tenemos en los demoledores Pactos de la Moncloa de
octubre de 1977 que significaron la muerte del sindicalismo consecuente y del
movimiento obrero con conciencia de serlo. A partir de esa fecha, se aceleró el
desplome al «realismo sindical», claudicante, excepto muy contadas huelgas
generales que nunca tuvieron como objetivo avanzar hacia la destrucción del
sistema sociopolítico vigente, heredado del franquismo.
Fueron
purgados y expulsados de las estructuras sindicales decenas de secciones
sindicales críticas, ramas enteras de afiliados y delegados combativos que se
enfrentaron al tsunami reformista; y su lugar fue ocupado por nuevos miembros
sin apenas conciencia, que no se habían arriesgado apenas en la lucha sindical
bajo el franquismo y mucho menos en la lucha clandestina político-sindical,
carentes de la mínima formación política e intelectual, y obedientes al
aparato, muy obedientes.
Hablamos
del sindicalismo corporativo, amarillo, reformista, exclusivamente orientado a
mediar entre los obreros y los empresarios según criterios de cooperación y
colaboración de clase más que de enfrentamiento y lucha, y mucho menos de lucha
de clases destinada a acabar con el sistema de explotación salarial. Este
sindicalismo asume como principio que su función es la defensa de salarios y
condiciones de trabajo mediante la negociación según las leyes existentes y sus
cauces legales. Nunca forzándolos para ir más allá, a excepción de algunas
huelgas a las que no tienen más remedio que sumarse para no quedar
definitivamente descolgados de la dinámica social.
Sus
delegados, afiliados y simpatizantes son formados en estos criterios, actúan en
conformidad con ellos. En situaciones de «normalidad social», cuando la lucha
de clases no ha entrado en una fase aguda y cuando la economía permite ciertas
concesiones, el sindicalismo reformista está en su momento de gloria: puede presionar
y obtener algunas victorias. Pero a la vez, los delegados van entrando en la
red de araña que envuelve la compleja dinámica negociadora, el enmarañado
sistema legal y el permanente contacto con la administración de la empresa.
Va
surgiendo una casta sindical en proceso más o menos rápido de burocratización
anquilosada y alejada de la realidad laboral diaria, cada vez más distanciada
de las vivencias de las y los compañeros de trabajo, sobre todo de las mujeres,
juventud precarizada y migrantes, que son los sectores más explotados, por no
hablar de la llamada «economía sumergida» en donde reina sin tapujos la
dictadura patronal. Se forma una gerontocracia burocratizada monopolizadora del
saber legal, de los contactos y relaciones con la abogacía laboral, y
entrampada en una forma de vida cómoda y estable, segura.
La
patronal no es idiota. Sabe que la ideología reformista sindical crea en la
mente de sus delegados una personalidad «democrática», «dialogante»,
comprometida con «los intereses colectivos» de la empresa. Sabe que muchos
delegados no rechazan comidas pagada por la empresa en restaurantes de medio
lujo después de las reuniones, no rechazan ciertas prebendas y diferencias de
trato diario en comparación con los demás trabajadores, nimiedades cotidianas
que mejoran su vida y la hacen menos dura.
Paulatinamente
van limándose las ásperas aristas que impiden el «clima normal» necesario para
las buenas negociaciones. Aparecen los «favores» de los que nadie se entera,
excepto el patrón y el delegado, el que los concede y el que los acepta. Pero
todo «favor personal» es una deuda sindical y política, y sobre todo es una
derrota en la conciencia del delegado reformista. Junto a esto, el sindicalismo
reformista ha abandonado todo programa sistemático de concienciación
sociopolítica de sus miembros, limitandose a la estrictamente necesaria
«formación técnica» en la acción sindical de «negociación y concertación». Tras
varios años de inserción en esta mecánica legalista y mentalmente sumisa, el
delegado termina aceptando o al menos no oponiéndose de ningún modo a la
«normalidad».
Lo
peor viene cuando estalla la crisis económica, cuando se esfuman en la nada las
ilusiones de la «unidad de intereses», de la «armonía social» y el
empresariado, la clase burguesa y su Estado aparecen al desnudo tal cual son en
la realidad. Entonces el sindicalismo reformista muestra su podredumbre, esa
corrupción moral y rastrera asentada en infinidad de corruptelas y chanchullos
más o menos nimios, cotidianos, diarios incluso, que sin grandes «traiciones a
su clase» y sin ostentaciones de suntuosidad consumista, ha ido pudriendo desde
dentro cualquier atisbo de dignidad.
Las
crisis desatan lo más inmoral y egoísta de la apenas invisible mentalidad
corrupta del reformismo sindical, porque es en ellas cuando los delegados de
una empresa no dudan en sacrificar a algunos o a muchos, incluso a todos, de
sus antiguos «compañeros», aunque, lógicamente y por eso del «qué dirán»
presiona para que se cierren otras empresas «salvando la suya» a costa de los
«sacrificios salariales de todos», excepto de la patronal.
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