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Corrupción en el socialismo (13/05/2015)
Dijimos
al presentar este apartado de El Hurón dedicado exclusivamente a la denuncia de
las corrupciones, que comenzaríamos cada artículo con un análisis específico de
las distintas formas de corrupción relacionadas con el contenido del artículo
ofrecido en ese momento. Hasta ahora hemos visto la podredumbre generalizada
del Estado español a raíz, entre otras cosas, de la ley del suelo dictada por
el PP y sus repercusiones en la crisis medioambiental y socioecológica; también
hemos hablado de la corrupción en el sindicalismo reformista, amarillo y
corporativo a raíz del 1º de mayo.
Ahora
nos enfrentamos a un problema cualitativamente diferente a los dos anteriores:
la corrupción en el socialismo. Difiere en calidad porque mientras que la
sociedad burguesa gira alrededor de la máxima acumulación individual de
capital, o de dinero para entendernos ahora, obtenible incluso violando su
propia legalidad, la militancia socialista se caracteriza por el contrario por
una conciencia revolucionaria en la que el dinero, el capital, es el enemigo
irreconciliable a batir. Como veremos, las corrupciones que ha habido en lo que
podríamos denominar sin mayores precisiones como «países socialistas» han sido
y son infinitamente menores en todos los sentidos que la estructural, endémica
y necesaria corrupción capitalista.
Para
corromperse, el militante socialista ha de serlo sólo de boquilla, en la forma,
con una conciencia muy débil en sus concepciones éticas que no tan sólo
políticas y teóricas. La ética marxista es decisiva para superar las
«tentaciones» de corrupción que surgen por doquiera en la sociedad capitalista,
pero lo es mucho más todavía cuando se ha tomado el poder y surgen
posibilidades de enriquecimiento, nepotismo, etc., como ha ocurrido.
Véase
que hablamos de militancia socialista, es decir, de praxis revolucionaria
comunista, y no de «afiliación socialista» en el sentido de estar afiliado a
los partidos socialdemócratas, integrados en su burocracia y cobrando de ella y
de las instituciones burguesas en las que se «trabaja» --ayuntamientos,
diputaciones, gobiernos autonómicos, instituciones varias, servicios sociales y
públicos, empresas públicas, ministerios y aparatos del gobierno, burocracias
del Estado, etc.--, de modo que dejamos fuera de la militancia revolucionaria a
estos pozos podridos de nepotismo, corruptelas y corrupciones varias.
También
excluimos a la parte de la burocracia eurocomunista y de otras ex izquierdas
que se pasaron al reformismo blando o duro desde el famoso «desencanto» de la
segunda mitad de los ’80, que paulatinamente fue enquistándose en la densa y
pegajosa red de araña institucional, siendo abducida por el agujero negro de la
«democrática corrupción». Recordemos aquella expresión peyorativa de
«marxismo-ladrillismo» que había sustituido al marxismo-leninismo de los años
’60 y ’70 de algunas organizaciones y partidos políticos que se decían
comunistas.
Y
tenemos que reivindicar el honor y la ética comunista de miles de mujeres y
hombres que nunca claudicaron ante lo cantos de sirena del sistema dominante.
Como militante independentista y socialista vasco que soy, reivindico la
rectitud de la izquierda abertzale a la que nunca se le ha podido acusar de la
mínima corrupción a pesar de la sofisticada y permanente investigación a la que
es sometida desde su origen por todos los aparatos del Estado, así como por los
partidos y medios de prensa unionistas y autonomistas. Están ansiosamente
prestos a despedazar a la izquierda abertzale sólo con el primer rumor de
mínima corruptela por falso e interesado que resulte ser.
Partiendo
de aquí, comparemos las situaciones históricas en las que han chocado dos
poderes radicalmente opuestos: el capitalista y el pueblo trabajador, y veamos
cuáles han sido las prácticas corruptas de ambas. Los órganos de poder de la
revolución de 1848 chocaron con un régimen podrido, descrito brillantemente por
Marx en su obra El 18 Brumario de Luis Bonaparte. La lectura de este sorprendente libro nos descubre
un mundo burgués infecto, pestilente, repulsivo hasta la náusea pero, debido a
eso mismo, fiel espejo de la civilización del capital. La Comuna de París de
1871 se autoorganizó de manera democrática, comunera, descentralizada en muchas
cuestiones y centralizada en las decisivas, la de defensa, por ejemplo, pero
según Marx y Engels cometió el error de no haber sido suficientemente radical:
debía haber nacionalizado la banca para así adquirir las armas y la comida que
necesitaba vitalmente. La limpia ética comunera, que la marxista integra y
asume, fue una lección al mundo entero que aún perdura en la memoria popular,
mientras que la crueldad asesina de la contrarrevolución sólo fue superada por
la masiva corrupción de un régimen militar que únicamente deseaba recuperar sus
propiedades y privilegios a costa de miles de muertos y deportados.
Una
de las razones que explican el arraigo creciente del socialismo en el
capitalismo industrial de finales del siglo XIX, y anteriormente del anarquismo
en el capitalismo comercial y campesino, fue su coherencia moral y honestidad a
toda prueba, comparada con la cínica doble moralidad típica de la burguesía y
con la inmoralidad de las iglesias cristianas. En los EEUU a la pestilencia de
su clase dominante se le sumó la corrupción de sus mafias armadas privadas que,
en connivencia con policías y jueces, asesinaban trabajadores y sindicalistas.
La revolución de 1905 en Rusia y la oleada de luchas en otros países volvieron
a demostrar que emancipación popular y corrupción se repelen como el aceite y
el agua. Otro tanto sucedió en la revolución mexicana de 1910 realizada por
pueblos explotados que, además de otras reivindicaciones, exigían acabar con
los caprichos y cambalaches de los grandes hacendados.
La
revolución bolchevique de 1917 fue también otro ejemplo incuestionable, y lo ha
seguido siendo en parte hasta finales de la década de los ‘80. La corrupción
generalizada sólo se impuso tras la disolución del PCUS, al desaparecer los
controles que la frenaban. No es que no hubiera prácticas corruptas, las había
y cada vez más desde que el grupo de Brézhnev terminara de controlar los
resortes del poder en la segunda década de los ’60, aumentando progresivamente
a costa del desarrollo global de la URSS. La famosa «perestroika» iniciada en
1985 tenía también como objetivo acabar con tales prácticas que gangrenaban aún
más una situación que hacía aguas. Sin embargo, la diferencia cualitativa y
objetiva entre las corrupciones de aquél sistema y las capitalistas es que
aquellas se realizaban en su sistema en el que no existía propiedad privada de
las fuerzas productivas, como en el capitalismo, régimen en el que pertenecen a
la burguesía. No había derecho de herencia de grandes propiedades, es decir, el
enriquecimiento por corrupción, crimen, ilegalidades, etc., inherente a la
civilización del capital, no podía privatizarse ni acumularse en una única
familia, ni menos aún clase social en el sentido marxista del concepto.
Se
fue formando una casta –nomenklatura- que sí detentaba poder estatal y que sí
obtenía beneficios socioeconómicos por su posición: mejores casas, coches
oficiales, mejores y más bienes de consumo, posibilidades de viajar al
extranjero, muy pequeñas acumulaciones de propiedad básica individual, etc.,
pero apenas más. Para que esta casta diera el salto a clase social propietaria
privada de las fuerzas productivas, tuvo que vencer la contrarrevolución que
(re)instaló un capitalismo tan podrido como los demás, pero con la diferencia
de que en el ruso esa podredumbre era pública porque no tenía tiempo para
ocultarla legalizándola. Hay una demostración contundente que confirma lo
exiguo de la acumulación de propiedad individual en las castas de aquél
sistema: conforme se hundían los llamados «regímenes del Este» la prensa
capitalista se desesperaba porque no encontraba grandes fortunas privadas en
los dirigentes y por tanto no podía manipularlas como ejemplos para demostrar
la superioridad del capitalismo. No existe punto de comparación entre las
pobres fortunas personales y no heredables de la nomenklatura y las gigantescas
propiedades burguesas del imperialismo. Tampoco lo existe si queremos
compararlas con las fortunas privadas acumuladas por los reyezuelos,
militarotes y tiranos de toda laya que el imperialismo ha puesto y depuesto en
el mundo entero para defender sus intereses.
La
tendencia al aumento de la corrupción en los «países socialistas» se acelera en
la medida en que se desarrolla el llamado «socialismo de mercado», que como tal
es imposible en sí mismo: o existe el primero o existe el segundo. Esto ya se
demostró al poco tiempo de existencia de la NEP en la URSS desde comienzos de
1921, que intentaba reactivar la destrozada economía mediante la concesión de
algunos derechos de «economía privada», o «segunda economía», es decir, de
capitalismo incipiente supeditado al control del Estado y de la democracia
socialista. Fue el atraso zarista, la guerra de 1914, la contrarrevolución
internacional desde inicios de 1918 y el sabotaje masivo de la burguesía y la
clase terrateniente rusa la que arruinó el país obligando a la instauración de
la NEP como medida desesperada de supervivencia. Sin poder desarrollar ahora
esta decisiva cuestión, hay que decir que desde entonces, con altibajos, la
pugna entre mercado y planificación estatal ha recorrido la historia práctica y
teórica del socialismo hasta hoy mismo, y la recorrerá siempre que siga
creyéndose que el socialismo es compatible con el mercado que es el foco de las
corrupciones y del capitalismo dentro del socialismo.
Nada
de esta pugna a muerte puede entenderse sin otros cuatro conceptos imprescindibles:
democracia socialista y Estado obrero; comunidad internacionalista de Estados
obreros; casta burocrática y Estado corrupto; y agresión imperialista. Según
contextos y coyunturas la interrelación de estos cuatro vectores básicos puede
explicar la evolución de las corrupciones dentro del «sistema socialista». El
caso de China Popular es paradigmático: la opción oficial por el «socialismo de
mercado» de los años ’90 y comienzos del siglo XXI se ha vuelto en opción por
una especie de «capitalismo socialista» en el que el primer componente va
devorando al segundo mientras que aumentan las resistencias populares y la
corrupción específicamente burguesa --se permite la afiliación al PCCH de
grandes capitalistas, por ejemplo-- ha penetrado en el interior del partido, a
pesar de las periódicas purgas extremas que llegan a ser ejecuciones de altos
burócratas. Múltiples formas de corrupción se mantendrán y aumentarán conforme
decrezca la propiedad estatal y aumente la propiedad mixta y sobre todo privada,
en especial la de las grandes corporaciones chinas que ya explotan no sólo al
pueblo trabajador chino y a las etnias internas, sino también a otros pueblos y
naciones en el mercado mundial con su expansión subimperialista.
Concluyendo,
un reto decisivo para el socialismo presente y futuro es el de luchar contra la
corrupción en sí misma, sea en el interior de los «países socialistas» como en
el capitalismo. Para ello es imprescindible recuperar la ética marxista, la
teoría de la transición revolucionaria al comunismo y a la vez, la implacable
lucha contra la burocratización de las organizaciones políticas, sindicales,
sociales, culturales, etc., que se dicen socialistas, porque uno de los
primeros focos de corrupción es la burocracia interna.
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