domingo, 28 de junio de 2015

CORRUPCIÓN, POLÍTICA Y 24-M


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3).- Corrupción en el socialismo (13/05/2015)

Dijimos al presentar este apartado de El Hurón dedicado exclusivamente a la denuncia de las corrupciones, que comenzaríamos cada artículo con un análisis específico de las distintas formas de corrupción relacionadas con el contenido del artículo ofrecido en ese momento. Hasta ahora hemos visto la podredumbre generalizada del Estado español a raíz, entre otras cosas, de la ley del suelo dictada por el PP y sus repercusiones en la crisis medioambiental y socioecológica; también hemos hablado de la corrupción en el sindicalismo reformista, amarillo y corporativo a raíz del 1º de mayo.

Ahora nos enfrentamos a un problema cualitativamente diferente a los dos anteriores: la corrupción en el socialismo. Difiere en calidad porque mientras que la sociedad burguesa gira alrededor de la máxima acumulación individual de capital, o de dinero para entendernos ahora, obtenible incluso violando su propia legalidad, la militancia socialista se caracteriza por el contrario por una conciencia revolucionaria en la que el dinero, el capital, es el enemigo irreconciliable a batir. Como veremos, las corrupciones que ha habido en lo que podríamos denominar sin mayores precisiones como «países socialistas» han sido y son infinitamente menores en todos los sentidos que la estructural, endémica y necesaria corrupción capitalista.
Para corromperse, el militante socialista ha de serlo sólo de boquilla, en la forma, con una conciencia muy débil en sus concepciones éticas que no tan sólo políticas y teóricas. La ética marxista es decisiva para superar las «tentaciones» de corrupción que surgen por doquiera en la sociedad capitalista, pero lo es mucho más todavía cuando se ha tomado el poder y surgen posibilidades de enriquecimiento, nepotismo, etc., como ha ocurrido.

Véase que hablamos de militancia socialista, es decir, de praxis revolucionaria comunista, y no de «afiliación socialista» en el sentido de estar afiliado a los partidos socialdemócratas, integrados en su burocracia y cobrando de ella y de las instituciones burguesas en las que se «trabaja» --ayuntamientos, diputaciones, gobiernos autonómicos, instituciones varias, servicios sociales y públicos, empresas públicas, ministerios y aparatos del gobierno, burocracias del Estado, etc.--, de modo que dejamos fuera de la militancia revolucionaria a estos pozos podridos de nepotismo, corruptelas y corrupciones varias.

También excluimos a la parte de la burocracia eurocomunista y de otras ex izquierdas que se pasaron al reformismo blando o duro desde el famoso «desencanto» de la segunda mitad de los ’80, que paulatinamente fue enquistándose en la densa y pegajosa red de araña institucional, siendo abducida por el agujero negro de la «democrática corrupción». Recordemos aquella expresión peyorativa de «marxismo-ladrillismo» que había sustituido al marxismo-leninismo de los años ’60 y ’70 de algunas organizaciones y partidos políticos que se decían comunistas.

Y tenemos que reivindicar el honor y la ética comunista de miles de mujeres y hombres que nunca claudicaron ante lo cantos de sirena del sistema dominante. Como militante independentista y socialista vasco que soy, reivindico la rectitud de la izquierda abertzale a la que nunca se le ha podido acusar de la mínima corrupción a pesar de la sofisticada y permanente investigación a la que es sometida desde su origen por todos los aparatos del Estado, así como por los partidos y medios de prensa unionistas y autonomistas. Están ansiosamente prestos a despedazar a la izquierda abertzale sólo con el primer rumor de mínima corruptela por falso e interesado que resulte ser.

Partiendo de aquí, comparemos las situaciones históricas en las que han chocado dos poderes radicalmente opuestos: el capitalista y el pueblo trabajador, y veamos cuáles han sido las prácticas corruptas de ambas. Los órganos de poder de la revolución de 1848 chocaron con un régimen podrido, descrito brillantemente por Marx en su obra El 18 Brumario de Luis Bonaparte. La lectura de este sorprendente libro nos descubre un mundo burgués infecto, pestilente, repulsivo hasta la náusea pero, debido a eso mismo, fiel espejo de la civilización del capital. La Comuna de París de 1871 se autoorganizó de manera democrática, comunera, descentralizada en muchas cuestiones y centralizada en las decisivas, la de defensa, por ejemplo, pero según Marx y Engels cometió el error de no haber sido suficientemente radical: debía haber nacionalizado la banca para así adquirir las armas y la comida que necesitaba vitalmente. La limpia ética comunera, que la marxista integra y asume, fue una lección al mundo entero que aún perdura en la memoria popular, mientras que la crueldad asesina de la contrarrevolución sólo fue superada por la masiva corrupción de un régimen militar que únicamente deseaba recuperar sus propiedades y privilegios a costa de miles de muertos y deportados.

Una de las razones que explican el arraigo creciente del socialismo en el capitalismo industrial de finales del siglo XIX, y anteriormente del anarquismo en el capitalismo comercial y campesino, fue su coherencia moral y honestidad a toda prueba, comparada con la cínica doble moralidad típica de la burguesía y con la inmoralidad de las iglesias cristianas. En los EEUU a la pestilencia de su clase dominante se le sumó la corrupción de sus mafias armadas privadas que, en connivencia con policías y jueces, asesinaban trabajadores y sindicalistas. La revolución de 1905 en Rusia y la oleada de luchas en otros países volvieron a demostrar que emancipación popular y corrupción se repelen como el aceite y el agua. Otro tanto sucedió en la revolución mexicana de 1910 realizada por pueblos explotados que, además de otras reivindicaciones, exigían acabar con los caprichos y cambalaches de los grandes hacendados.

La revolución bolchevique de 1917 fue también otro ejemplo incuestionable, y lo ha seguido siendo en parte hasta finales de la década de los ‘80. La corrupción generalizada sólo se impuso tras la disolución del PCUS, al desaparecer los controles que la frenaban. No es que no hubiera prácticas corruptas, las había y cada vez más desde que el grupo de Brézhnev terminara de controlar los resortes del poder en la segunda década de los ’60, aumentando progresivamente a costa del desarrollo global de la URSS. La famosa «perestroika» iniciada en 1985 tenía también como objetivo acabar con tales prácticas que gangrenaban aún más una situación que hacía aguas. Sin embargo, la diferencia cualitativa y objetiva entre las corrupciones de aquél sistema y las capitalistas es que aquellas se realizaban en su sistema en el que no existía propiedad privada de las fuerzas productivas, como en el capitalismo, régimen en el que pertenecen a la burguesía. No había derecho de herencia de grandes propiedades, es decir, el enriquecimiento por corrupción, crimen, ilegalidades, etc., inherente a la civilización del capital, no podía privatizarse ni acumularse en una única familia, ni menos aún clase social en el sentido marxista del concepto.

Se fue formando una casta –nomenklatura- que sí detentaba poder estatal y que sí obtenía beneficios socioeconómicos por su posición: mejores casas, coches oficiales, mejores y más bienes de consumo, posibilidades de viajar al extranjero, muy pequeñas acumulaciones de propiedad básica individual, etc., pero apenas más. Para que esta casta diera el salto a clase social propietaria privada de las fuerzas productivas, tuvo que vencer la contrarrevolución que (re)instaló un capitalismo tan podrido como los demás, pero con la diferencia de que en el ruso esa podredumbre era pública porque no tenía tiempo para ocultarla legalizándola. Hay una demostración contundente que confirma lo exiguo de la acumulación de propiedad individual en las castas de aquél sistema: conforme se hundían los llamados «regímenes del Este» la prensa capitalista se desesperaba porque no encontraba grandes fortunas privadas en los dirigentes y por tanto no podía manipularlas como ejemplos para demostrar la superioridad del capitalismo. No existe punto de comparación entre las pobres fortunas personales y no heredables de la nomenklatura y las gigantescas propiedades burguesas del imperialismo. Tampoco lo existe si queremos compararlas con las fortunas privadas acumuladas por los reyezuelos, militarotes y tiranos de toda laya que el imperialismo ha puesto y depuesto en el mundo entero para defender sus intereses.

La tendencia al aumento de la corrupción en los «países socialistas» se acelera en la medida en que se desarrolla el llamado «socialismo de mercado», que como tal es imposible en sí mismo: o existe el primero o existe el segundo. Esto ya se demostró al poco tiempo de existencia de la NEP en la URSS desde comienzos de 1921, que intentaba reactivar la destrozada economía mediante la concesión de algunos derechos de «economía privada», o «segunda economía», es decir, de capitalismo incipiente supeditado al control del Estado y de la democracia socialista. Fue el atraso zarista, la guerra de 1914, la contrarrevolución internacional desde inicios de 1918 y el sabotaje masivo de la burguesía y la clase terrateniente rusa la que arruinó el país obligando a la instauración de la NEP como medida desesperada de supervivencia. Sin poder desarrollar ahora esta decisiva cuestión, hay que decir que desde entonces, con altibajos, la pugna entre mercado y planificación estatal ha recorrido la historia práctica y teórica del socialismo hasta hoy mismo, y la recorrerá siempre que siga creyéndose que el socialismo es compatible con el mercado que es el foco de las corrupciones y del capitalismo dentro del socialismo.

Nada de esta pugna a muerte puede entenderse sin otros cuatro conceptos imprescindibles: democracia socialista y Estado obrero; comunidad internacionalista de Estados obreros; casta burocrática y Estado corrupto; y agresión imperialista. Según contextos y coyunturas la interrelación de estos cuatro vectores básicos puede explicar la evolución de las corrupciones dentro del «sistema socialista». El caso de China Popular es paradigmático: la opción oficial por el «socialismo de mercado» de los años ’90 y comienzos del siglo XXI se ha vuelto en opción por una especie de «capitalismo socialista» en el que el primer componente va devorando al segundo mientras que aumentan las resistencias populares y la corrupción específicamente burguesa --se permite la afiliación al PCCH de grandes capitalistas, por ejemplo-- ha penetrado en el interior del partido, a pesar de las periódicas purgas extremas que llegan a ser ejecuciones de altos burócratas. Múltiples formas de corrupción se mantendrán y aumentarán conforme decrezca la propiedad estatal y aumente la propiedad mixta y sobre todo privada, en especial la de las grandes corporaciones chinas que ya explotan no sólo al pueblo trabajador chino y a las etnias internas, sino también a otros pueblos y naciones en el mercado mundial con su expansión subimperialista.


Concluyendo, un reto decisivo para el socialismo presente y futuro es el de luchar contra la corrupción en sí misma, sea en el interior de los «países socialistas» como en el capitalismo. Para ello es imprescindible recuperar la ética marxista, la teoría de la transición revolucionaria al comunismo y a la vez, la implacable lucha contra la burocratización de las organizaciones políticas, sindicales, sociales, culturales, etc., que se dicen socialistas, porque uno de los primeros focos de corrupción es la burocracia interna.

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