Crece la chinofobia alimentada por el miedo y la
desinformación
Cuando las alarmas no sonaron
Por Federico
Kukso
Rebelión
07/03/2020
Fuentes: Le Monde
Diplomatique
Dada la
hiperconectividad del siglo XXI, el brote de COVID-19, nacido en Wuhan, se
expandió rápidamente a escala global. Además del drama sanitario, la pandemia
ha provocado una parálisis económica general, el descontento popular hacia el
gobierno chino y reacciones de chinofobia. Una crisis múltiple con
consecuencias impredecibles.
El 29 de enero
de 2019, cuatro investigadores de la Academia China de Ciencias lanzaron una
advertencia. “Es muy probable que los futuros brotes de coronavirus similares
al SARS o al MERS se originen en los murciélagos, y existe una mayor
probabilidad de que esto ocurra en China”, publicaron los virólogos Yi Fan, Kai
Zhao, Zheng-Li Shi y Peng Zhou en la revista Viruses. Las alarmas, sin
embargo, no sonaron.
Once meses
después, una misteriosa neumonía afectaba a varios habitantes de Wuhan, una
floreciente megaciudad de 11 millones de personas, en el este de China.
Uno de los
primeros en detectarla fue Li Wenliang, un médico de 34 años del Hospital
Central de Wuhan, quien el 30 de diciembre pasado intentó alertarles a sus
colegas en un grupo de chat online sobre siete casos de un virus que se asemejaba
al SARS, aquel que había provocado una epidemia global en 2003.
Li sospechaba
que los casos provenían del mercado de pescados y mariscos Huanan, en Wuhan, y
los pacientes fueron puestos en cuarentena en su hospital.
Cuatro días más
tarde, el joven médico recibió una visita de funcionarios de la Oficina de
Seguridad Pública que lo amenazaron por propagar rumores y comentarios falsos
que “podrían perturbar el orden social”, obligándolo a firmar una declaración
diciendo que no causaría más problemas.
Un mes después,
Li Wenliang fallecía en una cama de la misma institución donde trabajaba. En un
mensaje publicado en la red social Weibo, el hospital confirmó la noticia: “En
la lucha contra la epidemia de la neumonía del nuevo coronavirus, el oftalmólogo
de nuestro hospital Li Wenliang desafortunadamente resultó infectado. Li murió
pese a todos los esfuerzos para reanimarlo. Lamentamos profundamente su
fallecimiento”.
Inmediatamente,
la muerte de Li Wenliang –hoy considerado un héroe– causó indignación. El
Partido Comunista había subestimado la gravedad del virus e intentado
mantenerlo en secreto. Recién el 20 de enero, tras semanas de encubrimiento,
China declaró la emergencia a raíz del brote e impuso un bloqueo completo a
Wuhan.
Para entonces
ya habían surgido casos en otras regiones del país asiático justo antes de las
vacaciones del Año Nuevo Lunar. “El coronavirus se había propagado en la ciudad
y sus alrededores durante más de un mes antes de que se tomaran medidas
efectivas”, dice el epidemiólogo Yang Gonghuan, ex subdirector del Centro Chino
para el Control y Prevención de Enfermedades.
La amenaza
invisible
Hasta mediados
de febrero, la Comisión Nacional de Salud de China había reportado más de
75.000 casos de COVID-19 –nombre oficial de la enfermedad asignado por la
Organización Mundial de la Salud (OMS)– y al menos 2.000 muertes. Además, más
de 800 casos habían sido confirmados en otros 25 países. Pero, debido a que
muchos no se detectan (o reportan), el total real sería probablemente mucho más
alto.
El responsable
de la crisis actual es un organismo minúsculo, un virus identificado como
2019-nCoV. Provoca síntomas similares a los de la gripe, como fiebre y tos,
dificultad respiratoria grave, dolores musculares y sensación generalizada de
cansancio.
“Un
rompecabezas con muchas piezas faltantes” lo llamó The British Medical
Journal por lo poco que se conoce de él. Lo que se sabe es que pertenece a
la familia de los coronavirus, que incluye al SARS (síndrome respiratorio agudo
severo) y al MERS (síndrome respiratorio del Medio Oriente), responsables de
dos de las epidemias más mortales en las últimas dos décadas. Es decir, el
2019-nCoV es una nueva versión de un viejo enemigo. Este virus respiratorio en
particular parece propagarse de persona a persona con bastante rapidez a través
de las gotitas respiratorias que las personas producen cuando tosen, estornudan
o al hablar.
Entre los casos
reportados a la Organización Mundial de la Salud, el 15% son graves, el 3% son
críticos y el 82% son leves. La tasa de mortalidad general estimada es de
alrededor del 2%, pero fuera de la provincia de Hubei –cuya capital es Wuhan–
la cifra es de alrededor de 0,05% o menos, no muy lejos de la mortalidad
observada con la gripe estacional.
A medida que
aumentan los casos en China y en el resto del mundo, los enigmas se
multiplican. “No sabemos si el virus puede propagarse antes de que aparezcan
los síntomas –afirma Trevor Bedford, biólogo de la División de Vacunas y Enfermedades
Infecciosas del Fred Hutchinson Cancer Research Center, en Estados Unidos–. No
sabemos qué proporción de personas infectadas probablemente mueran.”
Cada vez hay
más pruebas de que el nuevo virus es menos letal que el que causó el SARS, pero
posiblemente sea más contagioso. Y casi no afecta a los niños.
El nuevo
coronavirus es el último ejemplo de una enfermedad que saltó de animales a
nuestra especie (véase “Regalos envenenados”, p. 24). El VIH pasó de los
chimpancés a los humanos en la década de 1930. En cuanto al MERS, detectado en
2012 en Arabia Saudita, se cree que provino de camellos.
No todas las
enfermedades zoonóticas causan enfermedades graves, pese a que el virus del
Ébola, por ejemplo, mata a la mayoría de las personas que infecta.
Gracias a las
vacunas se han erradicado enfermedades como la viruela y la poliomielitis, y
las muertes por enfermedades transmisibles han disminuido en todo el mundo.
Pero desde 1970, se han descubierto más de 1.500 nuevos patógenos. Alrededor
del 70% de ellos son de origen animal.
Una razón por
la que los virus zoonóticos pueden ser mortales es porque los seres humanos
carecemos de inmunidad preexistente a ellos. “Es una batalla que nunca ganas
–dice Peter Doherty, un investigador en Melbourne que ganó el Premio Nobel de
Medicina en 1996 por descubrir cómo el sistema inmunitario reconoce las células
infectadas por virus–. Los organismos mutan, aparte de cualquier otra cosa, por
lo que requiere vigilancia constante e investigación constante.”
A diferencia de
lo que ocurría hace cien años, las epidemias en el siglo XXI se extienden más
rápido y más lejos que nunca. Los brotes que antes se limitaban a un país o
incluso un continente ahora pueden volverse globales muy rápidamente.
A fines de
2002, el SARS surgió en la provincia meridional china de Guangdong, luego se
extendió rápidamente a través de la frontera y mató a 774 personas desde Asia
hasta Canadá. En 2009, un nuevo virus de la gripe, H1N1, avanzó en todo el
mundo en dos meses y se estima que provocó entre 151.000 y 575.000 muertes.
Ahora, 2019-nCoV viajó a cuatro continentes en aproximadamente cinco semanas.
“Hemos creado
un mundo interconectado y dinámicamente cambiante que brinda innumerables
oportunidades a los microbios”, dice Richard Hatchett, ex asesor de Estados
Unidos en emergencias de salud pública y actual CEO de Coalition for Epidemic
Preparedness Innovations.
Colaboración
global
A los pocos
días de la notificación del 2019-nCoV, los científicos en China rápidamente
aislaron y secuenciaron el virus, e hicieron algo poco común en el actual
escenario geopolítico: compartieron los datos con la comunidad de investigación
internacional, acelerando los esfuerzos globales para desarrollar diagnósticos,
vacunas y terapias.
“Esto es un
gran avance en la salud pública global”, destaca Bedford, quien recientemente
actualizó la información científica en la conferencia de la AAAS (Asociación
Estadounidense para el Avance de las Ciencias) en Seattle, donde presentó
Nextstrain (nextstrain.org), un proyecto de código abierto para seguir en
tiempo real la evolución de los patógenos. “Lamentablemente este intercambio
rápido, abierto y transparente de información científica sobre este brote está
siendo amenazado por rumores y desinformación sobre sus orígenes. No hay
evidencias de manipulación genética alguna”, afirma.
El investigador
se refiere a un polémico y discutido artículo que sugiere que el Instituto de
Virología de Wuhan podría ser el origen del brote de COVID-19. “Estamos en
medio de la era de la desinformación de las redes sociales y estos rumores y
teorías de conspiración tienen consecuencias reales, incluidas las amenazas de
violencia que se han producido a nuestros colegas en China”, señala el ecólogo
de enfermedades Peter Daszak, uno de los 27 científicos de nueve países que
rechazaron enérgicamente estos rumores en una declaración publicada por The
Lancet.
La velocidad de
detección de estos virus es crucial para abordar la amenaza y limitar o
prevenir la propagación. En el caso del virus del Ébola y el SARS se tardó
demasiado tiempo: para cuando se los identificó ya habían mutado, volviéndose
más peligrosos.
Cuando los
investigadores chinos publicaron la secuencia genética del nuevo coronavirus,
comenzó una carrera mundial. Casi una docena de compañías farmacéuticas
lanzaron programas para desarrollar medicamentos o vacunas contra el 2019-nCoV.
El Reino Unido anunció que invertirá 20 millones de libras para la
investigación. La Fundación Bill y Melinda Gates prometió hasta 100 millones de
dólares para ayudar a contener el brote. El billonario Jack Ma, co-fundador del
Grupo Alibaba Group, aportará 14 millones para los mismos esfuerzos.
En este caso,
las vacunas son preferibles a las drogas, pues inmunizar a las personas contra
las infecciones es la mejor manera de prevenir la propagación de la enfermedad
y proteger a poblaciones enteras. Por esta razón, ya se están realizando
pruebas para ver cómo funciona una existente vacuna experimental contra el SARS
en casos de 2019-nCoV. Pero se estima que tomará como mínimo un año.
Por eso,
también se están organizando ensayos con medicamentos antivirales. Uno de los
candidatos es la droga Remdesivir, de la farmacéutica Gilead Sciences Inc.,
desarrollado para tratar el Ébola y las infecciones causadas por el virus
Marburg. El primer paciente estadounidense de coronavirus, en el estado de
Washington, recibió el medicamento después de que su condición empeoró. El día
después de la infusión mejoró, según los resultados reportados en el New
England Journal of Medicine.
En China se
está ensayando también una combinación de dos medicamentos: Umifenovir, un
medicamento antigripal usado exclusivamente en Rusia y China, y Darunavir, otro
fármaco antirretroviral. Las autoridades afirmaron que los primeros resultados
con estos dos medicamentos han sido favorables, pero no se dispone de mucha
información al respecto.
Parálisis
general y descontento
El pequeño
virus está sacudiendo el proyecto expansivo del presidente chino Xi Jinping. La
epidemia ya se siente tanto en la economía china como en la global.
Los precios del
petróleo han caído un 20% en el último mes debido a la menor demanda de China.
Hyundai Motor suspendió las líneas de producción en sus fábricas de automóviles
en Corea del Sur debido a la escasez de piezas fabricadas en China. Levi
Strauss & Co. clausuró su gran local que había abierto semanas atrás en
Wuhan, al igual que Apple cerró temporalmente todas sus oficinas y tiendas por
precaución. Y las aerolíneas han reducido los vuelos dentro y fuera del país.
Las actividades
de la vida diaria se han paralizado en gran parte de China: las universidades
de todo el país permanecen cerradas y los temores sobre la propagación del
virus también han alterado los planes para numerosas conferencias científicas y
de tecnologías, como el Mobile World Congress de Barcelona.
Según el
especialista en bioseguridad Michael Osterholm, de la Universidad de Minnesota,
153 medicamentos cruciales, desde píldoras para la presión arterial hasta tratamientos
para derrames cerebrales, se fabrican principalmente en China, y se teme que el
2019-nCoV pueda afectar su producción y exportación.
Wuhan,
epicentro del brote de coronavirus, ha estado aislada del mundo desde el 23 de
enero en una cuarentena masiva con permanentes controles de temperatura de sus
habitantes y con hospitales saturados. Durante la noche se escuchan gritos como
“Wuhan jiāyóu!” (que significa “vamos” o “mantente fuerte”) desde las ventanas
de los departamentos. La gente ha acuñado el término “Yún chī fàn”, que
significa “comida por nube” y refiere a la nueva costumbre de almorzar o cenar
acompañados de familiares y amigos a través de videollamadas.
Allí, la
sensación de estar atrapado en una zona de infección está alimentando el descontento
con el gobierno y no se sabe en qué va a derivar. Durante el brote de Ébola de
2014 en África, los residentes del vecindario de West Point de Monrovia, la
capital de Liberia, se amotinaron después de ser sometidos a una cuarentena
sorpresa.
Además de los
esfuerzos científicos de cooperación internacional, lo único positivo de la
crisis es que China ha reducido temporalmente las emisiones de CO2 en un
cuarto.
Pandemias de
odio
En 2018, en una
charla en la Sociedad Médica de Massachusetts, Bill Gates señaló que el mayor
peligro para la humanidad no era la inteligencia artificial o las armas
nucleares sino una epidemia que podría matar a 30 millones de personas en seis
meses. “El mundo necesita prepararse para las pandemias de la misma manera
seria que se prepara para la guerra”, indicó el fundador de Microsoft, quien
desde su fundación ha buscado combatir enfermedades como la malaria y la
tuberculosis.
Lo cierto es
que a medida que el virus se expande por el mundo, otro tipo de pandemia
–potencialmente más temible y sombría– crece: la chinofobia, un sentimiento
anti-chino alimentado por el miedo y la desinformación.
Históricamente,
en todas las sociedades se ha señalado a los extranjeros como vectores del
crimen, el terrorismo y las enfermedades. En este caso, los llamados a prohibir
el movimiento de personas de ascendencia asiática son tendencia en las redes
sociales.
Los nombres que
reciben las enfermedades no ayudan. Al brote actual se lo conoció en un primer
momento como la “gripe de Wuhan”. Se puede recordar también los azotes de la
“gripe española” –que se estima que mató entre 1918 y 1920 a más de 40 millones
de personas en todo el mundo– a pesar de que el virus que la provocó no se
originó en España: los primeros casos se registraron en la base militar de Fort
Riley de Estados Unidos el 4 de marzo de 1918.
El virus del
Ébola lleva el nombre de un río en la República Democrática del Congo. El virus
del Zika es conocido por un bosque de Uganda, donde se lo descubrió por primera
vez en 1974. Y los Hantavirus están vinculados al área del río Hantan en Corea
del Sur.
Lo llamativo es
que no se trata de un protocolo universal: el VIH, descubierto en Nueva York en
1980, no es “NYC-1” y la infección por SARM (Staphylococcus aureus
resistente a la meticilina) no es la “peste de Boston”, ciudad en la que se
registraron los primeros casos.
“La historia
demuestra que identificar una nueva enfermedad por su lugar de origen puede
conducir a la estigmatización así como influir en las percepciones de riesgo
–indica Mari Webel, historiadora de la salud pública de la Universidad de
Pittsburgh–. Es importante para la solidaridad global con la población muy
afectada de Wuhan acostumbrarse a decir COVID-19 e insistir en que otros hagan
lo mismo.”
Federico Kukso.
Periodista científico, miembro de la comisión directiva de la World Federation
of Science Journalists. Autor de Odorama: Historia cultural del olor,
Taurus, 2019.
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