José María Agüera Lorente
Rebelión
21.01.2015
El próximo veinticinco de enero es la fecha que según dicen los politólogos marcará un nuevo hito
en la atribulada historia de este frankensteiniano engendro político que es la Unión Europea. Ese
día los griegos podrán votar para elegir a sus representantes en el parlamento. Es la democracia; la
inventaron ellos hace unos dos mil quinientos años en Atenas, Tuve la oportunidad de visitar esta
ciudad hace como una década, cuando todos los europeos éramos ricos y parecía sonreírnos la
historia. Recuerdo que me pareció una ciudad fea, salvo -claro está- la Acrópolis y el barrio de
Plaka, escenario pintoresco plagado de restaurantes típicos, ideal para satisfacer las necesidades delos turistas deseosos siempre de experiencias estéticas con las que deleitar los sentidos y decorar la
memoria y -de un tiempo a esta parte- nutrir instagram con imágenes. Si no recuerdo mal, en sus
proximidades y a los pies de la colina ennoblecida con las ruinas del Partenón se hallaban los
vestigios del ágora, el lugar donde, en la antigüedad, los ciudadanos se reunían a debatir sobre todo
aquello referente al gobierno de la polis, o sea, del Estado. Un espacio vacío, público, de nadie y de
todos, abierto siempre a la libre expresión de la ciudadanía; una excentricidad para quienes, como
los sátrapas de la por entonces enemiga Persia, no concebían una comunidad política que no tuviera
por centro un templo o un trono. Entonces, hace veinticinco siglos, como ahora, los griegos se
enfrentaron a un momento decisivo de su historia, y que a un tiempo fue determinante para el
destino de toda Europa. Mediante su victoria sobre el imperio persa en las denominadas guerras
médicas (principios del siglo V a. C.) marcaron la frontera oriental de la civilización europea; ahora,
como entonces, lo que ocurra en sus próximas elecciones se entiende trascendental para el devenir
inmediato de la unión monetaria (que no plenamente económica) de la así llamada zona euro. La
historia tiene estas desconcertantes reiteraciones, como si se empeñara en querer decirnos algo que
nosotros, por nuestra fatal torpeza, no terminamos de entender. ¿O acaso sí?
Indaguemos en el inconsciente colectivo plasmado en los símbolos y permítame el lector que le
recuerde el mito de Europa (sí, claro, de los antiguos griegos). Así se llamaba una joven hija de un
rey fenicio, de cuya extraordinaria belleza se prendó el dios Zeus, tan promiscuo como largo en
recursos para satisfacer sus caprichos sexuales. Cuando la princesa se hallaba con su séquito
recogiendo flores cerca de la playa el susodicho dios se le aproximó en forma de manso toro,
atrayendo a la chica que acabó subiéndose a su lomo. Al instante el animal arrancó en veloz carrera
llevándola consigo allende el mar hasta Creta. Allí el dios consumó su deseo lo suficiente como
para que Europa le diera tres vástagos. Hasta aquí el mito griego.
¿Qué significa? ¿Por qué el continente tiene el mismo nombre que la protagonista de la historia?
¿Por qué se transformó su poderoso raptor en un toro? Que conste que tratándose de símbolos su
exégesis nunca es una ciencia exacta; por eso mismo, tenemos vía libre para la especulación, para la
libre asociación de ideas. Decía Carl Gustav Jung (otro europeo, como los griegos fabricantes de
mitos, sólo que más rico que ellos, pues nació suizo) que los símbolos forman parte de un
abigarrado universo fuera de los límites de la comprensión racional, cuyas raíces se hunden en el
suelo nutricio de las experiencias humanas, que son siempre la génesis de todas las expresiones
culturales alumbradas por las sociedades que en el mundo han sido, son y serán. Ésta, pues, sería la
pasta de la que están hechos los mitos, como también los sueños, cuyas semillas simbólicas
viajarían a través del tiempo y del espacio germinando en los espíritus aparentemente más distantes
y más distintos. ¿Es posible que el mito del rapto de Europa tenga sentido actualmente más de dos
mil quinientos años después, en la situación actual de la Europa del euro, iluminando a los griegos
del siglo XXI a dirimir su porvenir?
Le contaré ahora, paciente lector, una historia real del siglo XX que dotó de renovado vigor
connotativo al animal divino que raptó a nuestra Europa, el toro. Nos trasladamos al Nueva York de
1987. El mundo financiero se halla en crisis (lo dicho: la historia gusta de repetirse); otro “lunes
negro”, el diecinueve de octubre, los mercados tiemblan, particularmente Wall Street, y la ciudad de
los rascacielos parece sumirse en un estado depresivo. Entonces, un artista, un tal Arturo di Modica,
crea una escultura de bronce de 3200 kg. de peso. Se trata de un toro inmenso en actitud agresiva,
de embestida, con sus atributos de macho notablemente muy bien puestos (quienquiera puedeconstatarlo buscando su imagen en internet). El autor declara que es un regalo a la comunidad para
levantar su alicaído ánimo, una representación de su pujanza emprendedora y su fe en el futuro.
Toro embistiendo, que así fue bautizada la obra, tuvo su emplazamiento inicial por voluntad del
artista frente a la bolsa de Nueva York el 15 de diciembre de 1989. Hoy se encuentra ubicada dos
manzanas más abajo y ya es desde hace tiempo el icono del distrito financiero de la ciudad, símbolo
-según se lee en distintas reseñas- del éxito, la realización, las ganancias, la agresividad, el
optimismo y la prosperidad financiera, valores todos que cimientan la ideología neoliberal que
arrasa en la economía global y, particularmente, en nuestra (des)Unión Europea, en cuyo piélago de
infortunio naufragan los griegos.
De este modo el mito se torna profecía, el rapto de Europa trasciende su significación originaria
-cualquiera que fuese- para proyectar sobre nuestra situación actual la potencia semántica de sus
símbolos. Sí, nuestra Europa fue raptada hace ya demasiado tiempo por el toro, que la ha hecho
suya para satisfacer su avaricia insondable; ¿podrán los griegos empezar la lucha democrática para
liberarla el próximo día veinticinco?
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