jueves, 25 de abril de 2024

Los colonos, el lobby y la Casa Blanca: el triple candado de la cuestión palestina

 

El genocidio en Gaza desvía la mirada, ocultando el crimen del colonialismo en Cisjordania. Si Israel es culpable, Occidente es cómplice.


Los colonos, el lobby y la Casa Blanca: el triple candado de la cuestión palestina


Martín Alonso Zarza

El Viejo Topo

25 abril, 2024 

 

Durante una visita a Israel del ministro alemán de Asuntos Exteriores, el primer ministro Benjamin Netanyahu desautorizó las demandas palestinas de liberar los territorios ocupados porque “Judea y Samaria no pueden ser Judenrein” (Reuters, 09/07/2009). A la vista de la historia reciente hay motivos para aplicar el léxico de la limpieza étnica en sentido contrario. Según datos del Peace Research Institute Oslo (PRIO) el número de colonos se ha doblado entre 2002 y 2023, alcanzando la cifra de 700.000, distribuidos en 262 asentamientos (ver mapa, https://blogs.prio.org/2023/12/illusions-and-peace-plans-in-the-middle-east/). Si Ariel Sharon reconoció al embajador norteamericano Sol Linowitz en 1980 que “el mapa existente en la práctica no permite ya ni permitirá en el futuro ningún compromiso territorial”, ahora aquellas palabras resultan inapelables; especialmente por una intrincada red de carreteras privativas que fracciona el territorio en bastustanes discontinuos.

En este sentido, Cisjordania, que es la denominación internacional ─el lenguaje no es inocente─, viaja más hacia la condición de Palästinenser-rein que de Judenrein. Y si hay algo parecido a los guetos en la región, sus inquilinos no son judíos. Sabiendo que hace cincuenta años una abrumadora mayoría de la población israelí era favorable a la devolución de los territorios, hay que preguntarse por los motivos de la mutación. Son fundamentalmente dos, estrechamente relacionados. En primer lugar el protagonismo de los colonos, que comenzaron a instalarse con los gobiernos laboristas hasta constituir lo que Gershom Gorenberg denomina “el imperio accidental”, un imperio creado por iniciativa de, en los términos de Akiva Eldar e Idith Zertal, Los amos de la tierra (2009). El proceso por el que una minoría radical, a medio camino entre la Biblia y los axiomas irredentistas del sionismo con su devoción a la sangre y el suelo (y la negación de la existencia del pueblo palestino, como en la célebre declaración de la abuela Golda Meir), ha devenido hegemónica merece ser estudiado. En segundo lugar y como consecuencia de lo anterior, la derechización y extremización de la sociedad israelí preludiando la oleada nacionalpopulista que recorre el mundo. Si se quisiera buscar un indicador de ese basculamiento bastaría observar la representatividad de la izquierda en un país construido por émulos del socialismo. El paso de la ética ascética del kibutz a la lógica neoliberal de la start-up nation y la intolerancia teocrática es correlativo. El cuadro de Los amos de la tierra combina tonos oscuros:  ambición, terquedad política, especulación inmobiliaria, demagogia, religiosidad prostituida y sentimiento de impunidad.

Pese a la erosión de las cuadernas democráticas y la deriva etnocrática que representa la ley que reconoce a Israel como Estado judío, excluyendo a la población árabe de nacionalidad israelí y otras minorías, pese a Sabra y Chatila, las detenciones administrativas, las humillaciones de los checks points, la masacre de Hebrón, el muro y un largo etcétera, el aparato de relaciones públicas siguen marcando la tarjeta de visita con el título de la única democracia de Oriente Próximo. Pero ese aparato no hubiera sido capaz de mantener esta imagen pública sin la colaboración de Estados Unidos, con independencia del color del gobierno. En este punto, el apoyo incondicional a Israel, Trump no se separa de la línea de sus antecesores. El gasto de la ayuda militar norteamericana ha crecido en paralelo a la cifra de colonos y se ha multiplicado al compás de las numerosas operaciones emprendidas por el ejército israelí.

En esa línea llama la atención la simultaneidad de cuatro procesos: el apoyo externo incondicional a Israel mediante medidas como el veto a las resoluciones de condena de Naciones Unidas y el aliento para no cumplir las resoluciones 242 y 348, la contribución al sustento de la imagen de país democrático, el apoyo implícito a la ocupación y la obliteración de la cuestión palestina. Ello en parte mediante un supuesto hiperactivismo diplomático que el politólogo Ian Lustick llama “la industria del proceso de paz” y que básicamente estaba dirigido a presentar a EE UU como un valedor de los valores nobles tras los desastres de Vietnam y el Watergate. Efectivamente, el repertorio de acuerdos, propuestas, hojas de ruta, memorandos, negociaciones y afines es digno de atención. Tanto como la insignificancia de este hiperactivismo para las mejoras de la condición de la población palestina, que, a diferencia de su protegido, nunca ha gozado del aval del “derecho a defenderse”; lo cual no significa convalidar los crímenes de guerra cometidos en la operación Diluvio de Al-Aqsa, que merecen una condena rotunda.

Cabe decir que entre las dos América, la chica y la grande, hay una relación simbiótica: Israel se ve asegurado como primera potencia regional tanto en su poder duro como blando por el apoyo norteamericano, mientras que EEUU se sirvió de Israel a fines estratégicos durante la Guerra Fría y lo hace hoy en su enfrentamiento con Irán, y también por razones emocionales: la romantización del ciudadano-soldado inducida por la novela y la película Éxodo permitieron aliviar en la autoestima los traumas de Vietnam y los malestares internos vehiculados por la corriente contracultural.

Pero en ocasiones la condescendencia norteamericana con las reivindicaciones maximalistas y anexionistas obedece a razones internas. En una entrada de su Diario (24/04/1979) alude Carter a su necesidad “de protección política respecto de la comunidad judía”; la comunidad ha crecido tan notablemente en poder desde entonces que ha cobrado carta de naturaleza el sintagma ‘el lobby israelí’. La ‘haredización’ (deriva fundamentalista) de la comunidad judía norteamericana desde finales de siglo pasado ha encontrado su sustento en tres colectivos, los cristianos evangélicos, los neoconservadores y el American Israel Public Affairs Committee. Estos colectivos aseguran un flujo continuo de visitas en las dos direcciones y representan sustancialmente las posiciones de la franja extrema de la sociedad israelí que hoy sostiene al gobierno de Netanyahu, el más extremista de los 75 años de historia del país. Estos colectivos (con diversos matices que no pueden ser atendidos en la escala de esta tribuna) han conseguido hacer de Israel una marca de prestigio, con réditos para los pro y coste para los críticos. Un coste que a veces adopta formas de censura que preludian lo que sería la cultura de la cancelación y de la que es un ejemplo extremo, en Israel, el asesinato de Isaac Rabin por un devoto de Meir Kahane, Yigal Amir, convertido en héroe de los extremistas ultraortodoxos.

Estos tres elementos: la primacía del programa de los colonos que cabría inscribir siguiendo las coordenadas léxicas de Netanyahu en la categoría de Settlersraum, el apoyo irrestricto de EE UU y el protagonismo en la política interior e internacional del lobby israelí no dejan resquicios de luz para la cuestión palestina, son tres aldabas juntas. Bien entendido que esto no significa negar la existencia de pulsiones antisemitas,  de la que da cuenta la multiplicación de esvásticas y estrellas de David.

En el propio Israel parecería que la guerra es la razón de ser, literalmente, la razón de estar de su Primer ministro para eludir el coste de la corrupción, y, simbólicamente, la justificación ideológica de un programa autocrático basado en la ocupación y la militarización. La ocupación ha sido determinante para la corrupción de la democracia. Lo han denunciado voces críticas valientes tanto en Israel como entre la comunidad judía norteamericana; conviene no olvidar esto para no incurrir en la homogeneización patrimonializadora y esencialista de los líderes nacionalistas. La mirada sociológica explica que las cosas no siempre fueron así y rastrea las líneas de los cambios. No siempre fueron así porque el abanico ideológico de la sociedad israelí comprendía no hace tanto otros registros. En su último libro, ¿Dos pueblos para un Estado? (2024), Shlomo Sand señala varios hitos del sionismo partidario de los dos estados: Ahad Ha’am que propugna “un espacio común para pueblos diferentes”, Hans Kohn miembro del grupo Brit Shalom (Alianza por la Paz), al que sucede Ihoud (Unión), presidido por Judan Leon Magnes y Martin Buber, por citar algunos. Pero la euforia de la guerra de los Seis Días altera el estado de cosas, de modo que la defensa de la ocupación por los gobiernos sucesivos con el apoyo de EE UU ha abonado el terreno para los partidarios de la colonización.

Escribió el disidente yugoslavo Milovan Djilas que nadie puede arrebatar la libertad a otros sin perder la suya. Jean Daniel ha señalado que a fuerza de oprimir a los palestinos Israel se ha convertido en una prisión para los propios judíos y Sylvain Cypel que son ellos los encerrados por los muros. No terminan ahí los males: dada la ubicación de la región en las nervaduras de la geopolítica, el impacto de las dinámicas autoritarias y supremacistas de Israel tiene un potencial destructivo de dimensiones imprevisibles. La chulería con la que su Primer ministro ha toreado las recomendaciones respecto a las tensiones con Irán no desautoriza el hilo narrativo de este escrito.

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