viernes, 18 de julio de 2025
Renace el militarismo alemán
Mientras algunos piensan
que la sangre no llegará al río, muchos otros ven alarmados cómo proliferan las
señales de que algunos gobiernos se preparan para la guerra. Alemania en primer
término. Otros le van a la zaga.
Renace el militarismo alemán
El Viejo Topo
18 julio, 2025
DE BLACKROCK A
LA BUNDESWEHR: EL REARME DE ALEMANIA SEGÚN MERZ
El nuevo
canciller alemán, Friedrich Merz, exrepresentante del gigante financiero
BlackRock, lanza un rearme militar masivo, rompiendo con la tradición pacifista
de posguerra. Con inversiones sin precedentes y una clara alineación con el
atlantismo, Berlín abandona la Ostpolitik y adopta una postura agresiva hacia
Moscú. Sin embargo, tras la retórica soberanista se esconde una creciente
subordinación estratégica. Merz debe enfrentarse a una profunda disidencia
interna, especialmente entre los jóvenes.
Se quiere
convertir a la Bundeswehr en la fuerza armada convencional más poderosa de la
UE. En la cumbre de la OTAN celebrada en La Haya el 25 de junio, el nuevo
canciller alemán, Friedrich Merz, presentó su plan para el rearme alemán. Con
una inversión de 400.000 millones de euros y el objetivo de aumentar el gasto
militar al 5 % del PIB, no se trata solo de un ajuste presupuestario, sino
de la desaparición de la identidad estratégica de Alemania posterior a 1945.
Una revolución arraigada en la completa internalización de la ideología
atlantista por parte de la clase dirigente.
El plan de
rearme de Alemania y su agresiva postura antirrusa no representan un retorno al
nacionalismo alemán, sino su opuesto. Las políticas implementadas hoy no se
derivan de una búsqueda fría de los intereses nacionales alemanes, sino de su
negación. Son la expresión de una clase política que ha interiorizado tan
profundamente la ideología atlantista que ya no es capaz de distinguir entre la
estrategia nacional y la lealtad transatlántica.
Esta es la
consecuencia a largo plazo de cómo se «resolvió» la cuestión alemana tras la
Segunda Guerra Mundial: mediante la integración de Alemania en el «Occidente
colectivo» bajo la tutela estratégica estadounidense. Durante gran parte de la
posguerra, los líderes alemanes buscaron equilibrar este acuerdo con la defensa
de su interés nacional, pero en los años posteriores al golpe de Estado en
Ucrania, el ala «estadounidense» del establishment alemán comenzó a tomar la
delantera. Con Merz, exrepresentante de BlackRock,
está firmemente al mando.
Hoy en día, los
líderes solo piensan en alinearse con un proyecto occidental cuyas prioridades
suelen definirse en otros ámbitos. En un editorial publicado
el 23 de junio en el Financial Times, por ejemplo, Merz y Emmanuel
Macron reafirmaron su compromiso con la relación transatlántica y la OTAN (lo
que siempre ha implicado la subordinación estratégica de Europa a Washington),
a pesar de los recientes gestos retóricos hacia una política europea más
autónoma.
Cabe destacar
que Merz, aunque critica públicamente a Donald Trump, está haciendo realidad su
visión: presionar a Alemania para que aumente drásticamente el gasto en
defensa, lidere la guerra en Ucrania y rompa los lazos energéticos con Rusia.
Sin embargo, todo esto se presenta como una expresión de la soberanía alemana y
europea. Contrariamente a la valiente postura de Gerhard Schröder contra la
invasión estadounidense de Irak hace 20 años, Merz también ofreció su pleno
apoyo al reciente ataque de Trump contra Irán.
La idea de
rearmar las fuerzas armadas alemanas se remonta al discurso de la Zeitenwende
(punto de inflexión) pronunciado en 2022 por el entonces canciller Olaf Scholz,
tras la invasión rusa de Ucrania. Scholz prometió un fondo de 100.000 millones
de euros para las fuerzas armadas y el logro del objetivo del 2 % del PIB
en gasto militar, tal como lo solicitó la OTAN. Sin embargo, ese punto de
inflexión quedó en gran medida en el papel. Dos años después, el Consejo Alemán
de Relaciones Exteriores declaró contundentemente
que poco había cambiado.
Ahora Merz está
decidido a lograr lo que Scholz solo había insinuado. El nuevo canciller ha
hecho de la defensa y la seguridad la piedra angular de su mandato, lanzando la
campaña de rearme más ambiciosa desde la Segunda Guerra Mundial. El plan de
inversión en defensa y seguridad, de 400.000 millones de euros, representaría
casi la mitad del presupuesto federal. Este cambio trascendental tendrá enormes
repercusiones: Berlín ha confirmado que el gasto militar alcanzará el
3,5 % del PIB para 2029, con un objetivo del 5 % a partir de
entonces.
Para lograr
estos objetivos, Merz impuso una enmienda constitucional para reformar el
«freno de la deuda», un mecanismo fiscal incorporado a la Ley Fundamental
alemana en 2009 que limita el déficit estructural federal. A pesar de prometer
mantenerlo intacto durante la campaña electoral, Merz cambió de rumbo
inmediatamente después de su elección. Su gobierno aprovechó la última sesión
del parlamento saliente para aprobar la enmienda. El objetivo era claro:
liberar cuantiosos fondos para la expansión militar.
El 19 de mayo,
el general Carsten Breuer, el máximo oficial militar de Alemania, emitió una
directiva que describe una visión integral para la Bundeswehr, con el objetivo
de alcanzar la plena disponibilidad operativa para 2029. Las prioridades son
numerosas y ambiciosas: equipar y digitalizar completamente todas las unidades,
reanudar el servicio militar obligatorio, desarrollar defensas antidrones y
antimisiles, fortalecer las capacidades ofensivas de guerra cibernética y
electrónica, e incluso desarrollar sistemas de defensa espaciales. El plan
también incluye fortalecer la participación de Alemania en el programa de intercambio
nuclear de la OTAN y ampliar su capacidad de ataque de largo alcance.
Estos cambios
no se limitan a la doctrina militar: reflejan una profunda transformación de la
postura de política exterior alemana. Merz ha expresado una firme oposición a
Rusia, haciéndose eco de las voces más altas de la OTAN. Afirmó que Rusia libra
una agresiva guerra híbrida a diario y declaró que «Rusia nos amenaza a todos».
En vísperas de la cumbre de la OTAN, argumentó que
«debemos temer que Rusia continúe la guerra más allá de Ucrania», sugiriendo
una amenaza directa e inminente para Europa.
Mientras tanto,
un documento de estrategia de la Bundeswehr, publicado por Reuters, describe
a Rusia como un «riesgo existencial» y habla de los preparativos del Kremlin
para un conflicto a gran escala con la OTAN «para finales de la década». La
idea de que Rusia podría lanzar un ataque contra Europa en los próximos años
forma parte ya del discurso oficial de los líderes de la UE y la OTAN, a pesar
de que Moscú no tiene ni la capacidad ni el interés estratégico para tal
acción.
Inmediatamente
después de asumir el cargo, Merz lanzó una activa campaña de política exterior.
Visitó capitales europeas para coordinar su postura sobre Moscú y Kiev. Una de
sus primeras acciones fue viajar a Kiev con los líderes de Francia, el Reino
Unido y Polonia, un gesto simbólico de unidad con Ucrania y un desafío directo
a Donald Trump, quien, entretanto, había promovido públicamente un acuerdo
negociado con Rusia.
En Berlín, Merz
se reunió con el presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, y propuso el envío
de misiles Taurus de fabricación alemana, con un alcance de más de 500
kilómetros. Ante la fuerte oposición interna, dio marcha atrás parcialmente,
pero retomó la estrategia con una nueva: un acuerdo de 5.000 millones de euros
para la coproducción de misiles de largo alcance en territorio ucraniano con
tecnología alemana.
De forma aún
más provocativa, Merz declaró que las armas suministradas por Occidente ya no
están sujetas a restricciones de alcance. «Ucrania ahora puede defenderse
atacando objetivos militares en Rusia», afirmó, dando así luz verde a atacar
territorio ruso con armas occidentales. Por primera vez desde 1945, Alemania no
solo se está rearmando a gran escala, sino que también legitima la escalada
directa contra una potencia nuclear. Confirmando este enfoque, Merz anunció la
entrega de nuevos sistemas alemanes de defensa aérea a Ucrania, como parte de
un plan plurianual.
Pero lo que
hace particularmente significativa esta campaña de rearme es que no se limita
al ámbito militar. La visión de Merz exige una movilización total: un enfoque
que busca preparar no solo a las fuerzas armadas, sino a toda la economía y la
infraestructura civil alemanas para la confrontación con Rusia. Los medios de
comunicación, la educación, la política industrial y la defensa civil se están
alineando gradualmente con la nueva postura bélica. La disidencia (política, periodística
o académica) se estigmatiza cada vez más como subversiva o incluso se considera
una amenaza para la seguridad nacional.
Esta es una
ruptura profunda. Durante gran parte de la posguerra, Alemania se definió
contrastando su pasado militarista. Ejerció influencia no con tanques, sino con
el comercio, la diplomacia y el liderazgo en la UE. La doctrina de Zivilmacht
(poder civil) no era solo una línea política, sino un compromiso moral forjado
a partir de las cenizas del nazismo. La Bundeswehr era un «ejército
parlamentario», creado para prevenir abusos del ejecutivo e integrado en
instituciones multilaterales diseñadas para limitar el aventurerismo soberano.
La retórica
agresiva de Merz contra Rusia y la postura estratégica resultante representan
una ruptura radical con esa tradición. Su predecesor, Olaf Scholz, si bien
apoyaba a Ucrania, también se negó a autorizar el uso de armas occidentales
para atacar territorio ruso. Merz ha cruzado una línea roja. Moscú ya ha
advertido que tales acciones podrían provocar represalias contra objetivos de
la OTAN. Hasta hace poco, semejante escenario habría sido impensable para un
canciller alemán.
Durante gran
parte de la posguerra, incluso durante la Guerra Fría, la política alemana se
centró en mejorar las relaciones con Rusia, entonces Unión Soviética. Esta
estrategia, conocida como Ostpolitik (Política Oriental), se basaba en la
creencia de que la estabilidad política y la paz en Europa podían lograrse
mediante vínculos económicos más estrechos y un diálogo constante con Moscú. La
distensión, no la confrontación, era el medio para generar confianza y un
espacio político para la reconciliación.
Durante más de
50 años, este fue el consenso dominante en Alemania, al menos hasta la invasión
rusa de Ucrania en 2022. Sin embargo, con el tiempo, los líderes alemanes, en
particular Angela Merkel, han tenido cada vez más dificultades para equilibrar
los intereses estratégicos nacionales con los vínculos transatlánticos, bajo la
intensa presión de Estados Unidos para desestabilizar a Rusia precisamente a
través de Ucrania.
Sin embargo,
desde 2022, ese consenso posbélico ha comenzado a desmantelarse, y hoy ha sido
completamente revocado. Pero ¿cómo es posible que en tan solo unos años hayamos
pasado de la Ostpolitik a Merz, quien promete hacer «todo» para impedir la
reapertura del gasoducto Nord Stream, lanza un rearme masivo y habla con
ligereza de ayudar a Ucrania a bombardear Rusia? ¿Es esta simplemente una
respuesta «natural» a la invasión rusa y al nuevo panorama geopolítico
posterior a 2022, exacerbado por la retirada estadounidense?
Según algunos
observadores, este cambio de rumbo señala el peligroso regreso del nacionalismo
y el revanchismo alemanes: un impulso latente que lleva mucho tiempo latente
entre sectores de la élite y la sociedad. Durante décadas, argumentan, este
instinto estuvo contenido por el consenso de posguerra y el orden de seguridad
liderado por Estados Unidos. Ahora que Washington parece estar retirándose, esa
moderación se ha relajado. Según esta interpretación, Berlín está aprovechando
el vacío dejado por Estados Unidos para recuperar una posición hegemónica en
Europa. Esta vez, no solo mediante influencia económica, sino también mediante
una postura militar asertiva, en un inquietante regreso a las páginas oscuras
del siglo XX.
Pero esta
interpretación, en mi opinión, es errónea. Lo que presenciamos no es un regreso
del nacionalismo alemán, sino su opuesto. Las políticas actuales —desde el
rearme masivo hasta la escalada del conflicto con Rusia— no se basan en una
defensa fría de los intereses nacionales, sino en su negación. Son la expresión
de una clase política que ha interiorizado tan profundamente la ideología
atlantista que ya no sabe distinguir entre la estrategia nacional y la lealtad
transatlántica.
La buena
noticia es que las ambiciones militaristas de Alemania se enfrentan a una dura
realidad: la Bundeswehr no encuentra suficientes hombres dispuestos a luchar en
sus guerras. El ejército tiene un déficit de 30.000 hombres, y uno de cada
cuatro reclutas abandona el ejército en un plazo de seis meses. La OTAN ha
pedido a Berlín que cree siete nuevas brigadas, lo que requeriría 60.000
soldados adicionales, un objetivo que incluso el ministro de Defensa, Boris
Pistorius, considera poco realista.
Pistorius
afirma que, por ahora, el reclutamiento está descartado, no por falta de
voluntad, sino por su imposibilidad logística. «No tenemos las instalaciones
necesarias, ni en cuarteles ni para entrenamiento», declaró el ministro al
Parlamento. Sin embargo, insinuó que esta podría ser solo una fase transitoria,
sujeta a que el ejército encuentre suficientes voluntarios.
Pero el
verdadero obstáculo podría no ser logístico, sino cultural. Una encuesta de
YouGov reveló que el 63% de los alemanes de entre 18 y 29 años se oponen al
servicio militar obligatorio; solo el 19% estaría dispuesto a luchar si
Alemania fuera atacada. En cambio, el apoyo es mucho mayor entre los mayores de
60 años, quienes han superado con creces la edad de reclutamiento. «Esta
divergencia generacional no es solo un cambio de actitud», argumentan los
investigadores Chris Reiter y Will Wilkes. «Refleja dos realidades
completamente diferentes. Los alemanes de la posguerra crecieron durante la
Guerra Fría, en un mundo con una misión cívica compartida: defender la
democracia del expansionismo soviético. A cambio, el Estado ofrecía empleos
estables, viviendas asequibles y un sentido de propósito nacional».
Pero este pacto
social se ha roto, en medio de unas perspectivas sociales y económicas cada vez
más precarias para los jóvenes. «Para muchos, el llamado a vestir uniforme no
suena a patriotismo, sino a una exigencia más de un sistema que no da nada a
cambio», escriben Reiter y Wilkes. «Ignoran nuestras preocupaciones y luego nos
piden que muramos por el Estado; es absurdo», declaró el influencer Simon David
Dressler en un debate televisado. Este sentimiento fue quizás mejor expresado
por el periodista alemán de 27 años Ole Nymoen en un libro titulado « Por qué nunca
lucharía por mi país» , en el que el autor aborda la
oposición generalizada de su generación a la militarización, el reclutamiento y
el rearme.
Este desencanto
también se refleja en la política. En las últimas elecciones, casi la mitad de
los jóvenes votantes rechazaron a los partidos tradicionales y se inclinaron
por Die Linke o la AfD, no necesariamente por afinidad ideológica, sino como
una forma de rechazo a la agenda de la OTAN y escepticismo hacia el rearme. En
última instancia, este podría ser el verdadero obstáculo para el rearme, tanto
en Alemania como en otros países: cada vez más personas empiezan a comprender
que los verdaderos enemigos no están en Moscú, sino entre las élites políticas
y económicas de su propio país.
El problema,
entonces, no es la ambición de Alemania, sino su sumisión. Y lo trágico es que
esta sumisión se disfraza de autonomía estratégica, una parodia de soberanía en
una era de dependencia ideológica. Mientras que los líderes alemanes del pasado
sabían que la paz con Rusia era un interés fundamental del país, los líderes
actuales se comportan como si el conflicto permanente fuera un prerrequisito
para la responsabilidad estatal. Este cambio de perspectiva no solo es
peligroso para Alemania, sino para toda Europa.
Fuente: Krisis
jueves, 17 de julio de 2025
Contra la banalización del fascismo
Para Costa la
posibilidad de una tercera guerra mundial debe descartarse; más bien
asistiremos, piensa él, a una lenta agonía de Occidente, desangrándose poco a
poco mientras el centro del mundo se desplaza hacia Oriente. Los BRICS tienen
un papel en ello.
Contra la banalización del
fascismo
Por Miquel Ramos
Rebelion /España
17/07/2025
Fuentes: La Marea [Foto: Demostración fascista «contra las bandas latinas» en el
barrio de Tetuán, en Madrid (Álvaro Minguito)]
Varias
encuestas alertan del retroceso que están sufriendo los consensos en materia de
derechos humanos y libertades públicas. Se ha logrado instalar la idea de que
el feminismo ha ido demasiado lejos, que las personas LGTBIQ+ no tienen razones
para reivindicar la igualdad, que la violencia machista no existe y que las
personas migrantes son una amenaza. Más allá de la conquista de una parte
del sentido común que la extrema derecha está logrando a
través de la llamada «batalla cultural», y de tener cada vez más poder en las
instituciones, esta nueva forma de fascismo también se está rearmando
en las calles.
La sensación de
correr peligro físico, de que te agredan o atenten contra tu vida empieza a ser
real e incluso habitual. Las
agresiones motivadas por el odio racista, homófobo e ideológico han crecido
estos últimos años, a la vez que los discursos de odio se extienden
impunemente por las redes y las instituciones. Ahora, además, también se señala
a los y las periodistas como objetivo. Nuestro compañero Antonio Maestre lleva
ya unas cuantas denuncias por varias amenazas de neonazis cuando andaba
tranquilamente por la calle. Y ha sido objeto de acoso por parte de uno de los
agitadores ultras que, micrófono en mano y cámara detrás, también se
dedican a amedrentar a periodistas. No ha sido el único. Otros compañeros y
compañeras han sido increpados, perseguidos y agredidos por
estos y otros energúmenos. Una práctica que, presentada en sus
canales como mero entretenimiento, como parte del espectáculo político, normaliza
la agresión sin atender a las consecuencias.
Unos hackers de
extrema derecha publicaron recientemente los datos de varios políticos y de
unos cuantos periodistas. Jorge Buxadé, el eurodiputado de Vox y uno de sus
cabecillas en la actualidad, decía recientemente en redes sociales que no
habría clemencia para los periodistas, a quienes pretende hacer responsables de
lo que pase en Palacio. Para ellos, en su ofensiva, no hay prisioneros a la
hora de derribar todo lo que tenga que ver con la izquierda, apoye o no a Pedro
Sánchez.
Aunque el
señalamiento de periodistas no es patrimonio única y exclusivamente de la
extrema derecha, sí que están liderando el incremento de la violencia verbal,
del acoso e incluso los conatos de agresión. Una cosa es la crítica, legítima
en democracia, y otra el señalamiento a modo de amenaza velada, con tus datos
expuestos.
El peligro de la extrema derecha no es solo que llegue al poder, legisle e
institucionalice sus odios, sino que, mientras tanto, están normalizando la
violencia contra sus oponentes. Aunque todo
se escude tras la hipérbole y la retórica de la comunicación política, el
mensaje implícito es evidente, pues tiene consecuencias en la vida de quien se
ve señalado o quien se cruza en su camino.
El caso de los
matones armados que desahucian por dinero, tan de moda en estos tiempos, es tan
solo un síntoma de este escuadrismo fascista normalizado ante el pánico
securitario instalado en el imaginario social. Pero es que no están tan lejos
de las llamadas al golpe de Estado, a asaltar la sede del partido del gobierno,
o incluso la Moncloa, o a derribar las instituciones porque, a su juicio,
vivimos en una dictadura.
«Eran neonazis con bates y machetes», dijo una
mujer, testigo de lo sucedido en Aldaia el pasado mes de junio, cuando un grupo
de 30 hombres armados asaltó una nave industrial abandonada. Allí se habían
instalado varias personas migrantes de la zona de l’Horta Sud, en València, la
más afectada por la dana que arrasó varias zonas de los alrededores de la
capital del Turia. Muchos de los migrantes que se refugiaban en esa nave
lo habían perdido todo durante aquella catástrofe. Ahora, el propietario del
terreno pretendía echarlos y para ello contrató presuntamente a unos
matones.
En estos
últimos tiempos han proliferado las empresas que ofrecen sus servicios para
desahuciar a quien haga falta. Y es cierto que muchos neonazis han acabado
allí, haciendo lo que les gustaba, pero cobrando por ello. Y todo, o casi todo,
de manera aparentemente legal. Estas empresas forman parte de las luchas
políticas y sociales de nuestros tiempos. Intervienen en la lucha de
clases con la formación de escuadrones fascistas al servicio de los
propietarios, pero también en la política. Ya sea convocando o participando
en manifestaciones o difundiendo bulos y discursos de odio en
sus redes sociales o en los platós de algunos programas de televisión.
Hace unos
meses, cientos de jóvenes se manifestaban por las calles de Madrid convocados
por Falange de las JONS. Sorprendió a muchos ver a tantos jóvenes, la mayoría
hombres, gritando consignas nazis y fascistas, levantando el brazo y
difundiendo el mantra racista de la remigración, de las
deportaciones masivas de migrantes no blancos. Por las mismas fechas, unos
encapuchados de la organización neonazi Núcleo Nacional, nacida al calor de las
protestas de Ferraz en noviembre de 2023, llamaban a patrullar las calles y a
pasar a la acción. Y ahora tenemos Torre Pacheco (Murcia).
Ante esta
avalancha de discursos de odio, las hordas fascistas se rearman. Ven el
camino despejado, sienten la impunidad. Creen que su momento está cerca, y van
haciendo. Tienen buenos padrinos, buenos contactos. Y tienen, sobre todo,
quienes avalan sus consignas desde las instituciones. Ellos harán el
trabajo sucio y otros los cubrirán. De hecho, ya lo están haciendo.
Si juntas todo
esto, si ves la foto completa, la imagen no es nada esperanzadora viendo la
escasa e insuficiente reacción institucional. No se toma en serio, o
directamente se intenta instrumentalizar para exhibir la amenaza del caos si
algo cambia.
En medio quedan
aquellos a quienes han puesto una diana, a quienes no paran de advertir que
cualquier día pasará algo grave y entonces todos nos preguntaremos en
qué hemos fallado. Nosotros llevamos mucho tiempo haciendo periodismo,
alertando sobre este auge reaccionario y la violencia creciente.
Señalando a quienes la azuzan y a quienes la toleran. Y no nos queda otra que
seguir haciéndolo. Porque ese riesgo, ese compromiso con la democracia y esa
responsabilidad de defenderla, la asumimos hace ya mucho tiempo.
Fuente: https://www.lamarea.com/2025/07/16/contra-la-banalizacion-del-fascismo/
miércoles, 16 de julio de 2025
Objetivo Pakistán
Asistimos
al despliegue de una III Guerra Mundial no declarada, con múltiples frentes
visibles: Gaza, Líbano, Siria, Yemen, Ucrania, Cachemira, Irán. El sistema
imperial occidental intenta contener a un bloque emergente que ha decidido
resistir.
Objetivo Pakistán
El Viejo Topo
16 julio, 2025
IRÁN, ISRAEL,
INDIA… EL OCASO DEL PODER OCCIDENTAL
El 22 de junio,
los bombardeos estadounidenses sobre instalaciones de procesamiento de uranio
en Irán fueron interpretados por algunos analistas como el cierre de un ciclo
bélico iniciado tras los atentados del 7 de octubre en Gaza. Pero esta lectura
peca de ingenua. Más que el final de una confrontación, se trató de un nuevo
episodio dentro de una guerra sistémica, global y prolongada: un enfrentamiento
entre el bloque imperial occidental y los países que propugnan una nueva
multipolaridad. Lo que está en juego no es sólo el destino de Gaza o de Irán,
sino la arquitectura misma del poder global: el orden surgido de la hegemonía
euroatlántica, hoy en crisis.
Desde la
Revolución Islámica de 1979, Irán ha sido considerado por el bloque occidental
como un enemigo a destruir. La retirada de Teherán del sistema de alianzas
dominadas por Estados Unidos desató una guerra de largo aliento: sanciones,
cercos diplomáticos, sabotajes industriales y campañas de desestabilización. En
1996, un grupo de estrategas neoconservadores encabezado por Richard Perle
elaboró el documento A Clean Break: A New Strategy for Securing the
Realm (Una ruptura limpia: una nueva estrategia para asegurar el
reino), que proponía abiertamente un cambio de régimen en Irán, subordinado
a los intereses de Israel. Esta hoja de ruta ha permanecido como una obsesión
en la política exterior de Washington. En 2009, el influyente think tank
Brookings Institution publicó Which Path to Persia? ¿Cuál
es el camino hacia Persia? Opciones para una nueva estrategia
estadounidense hacia Irán., donde se contemplaba —casi con tono profético—
dejar el trabajo sucio en manos de Israel. El capítulo 5 sugería
explícitamente: “Déjese en manos de Bibi (Netanyahu): permitir o alentar un
ataque militar israelí”.
Aunque esos
planes no se materializaron en su momento —en parte debido al fracaso militar
estadounidense en Irak y Afganistán, y a la derrota israelí frente a Hezbolá en
2006—, la obsesión por destruir a Irán nunca desapareció. Tras la imposibilidad
de derrocar, en aquel momento, al gobierno sirio, Obama desvió la atención
hacia Asia, buscando contener el ascenso chino con el “Pivot to Asia”. Fue en
ese contexto que se firmó el Plan de Acción Integral Conjunto (PAIC), un
acuerdo nuclear que Occidente jamás cumplió. Teherán, por el contrario, aceptó
estrictas inspecciones del OIEA (Organismo Internacional de la Energía
Atómica), que permitieron a Israel y EEUU obtener información clave de los
avances nucleares iraníes e información para asesinar a científicos nucleares
iraníes. La complicidad del actual director del organismo, el argentino Mariano
Grossi, es relevante.
El objetivo de
fondo, tanto para Obama como para Trump y Biden, ha sido siempre impedir que
Irán —y, por extensión, sus aliados euroasiáticos— logren consolidarse como
polos autónomos de poder. EE.UU e Israel vieron una “ventana de oportunidad”
tras el asesinato de Hassan Nasrallah y la eliminación de parte de la cúpula de
Hezbolá el 27 de septiembre de 2024. Con Siria neutralizada, el Líbano
descabezado y Gaza bajo asedio, Israel y EE. UU. consideraron llegado el
momento de iniciar una guerra abierta contra Irán. Pero un ataque a este país
va mucho más allá de un conflicto local o regional: constituye una agresión
indirecta contra Rusia, China y toda la arquitectura del mundo multipolar
emergente.
LA OFENSIVA EN
ASIA DEL SUR: EL EPISODIO INDIA-PAKISTÁN
Antes de
golpear directamente a Irán, era necesario desarticular la red de apoyos que lo
sostiene. Entre ellos, Pakistán. Apenas unas semanas antes del ataque a Irán,
el 22 de abril, un atentado en Pahalagam (Cachemira) mató a 25 turistas hindúes
y a un ciudadano nepalí. Dos horas después del atentado, las autoridades de
Nueva Delhi lo atribuyeron al Inter-Services Intelligence (ISI) pakistaní. El
gobierno hindú de Modi respondió con un bombardeo aéreo sobre territorio
pakistaní el 6 de mayo.
Lo que parecía
un nuevo capítulo de una rivalidad regional reveló algo mucho más profundo: la
decadencia de la tecnología militar occidental frente al ascenso chino. India
había invertido 9.000 millones de dólares en 36 cazas Rafale franceses, símbolo
de su alineamiento con el eje occidental-israelí. La operación fue un desastre:
Pakistán, con aviones J-10C de fabricación china y misiles PL-15, abatió seis
cazas hindúes (incluidos cuatro Rafale) sin sufrir pérdidas. India intentó
revertir la humillación mediante un ataque con drones israelíes, pero estos
fueron neutralizados por la tecnología antidron china, operada desde territorio
pakistaní. La derrota fue total: tecnológica, estratégica y simbólica.
EL FACTOR
PAKISTÁN EN LA GEOESTRATEGIA EUROASIÁTICA
Pakistán ocupa
un lugar central en la nueva geopolítica euroasiática. Dotado de cerca de 200
ojivas nucleares, misiles de largo alcance y situado en el corazón del corredor
económico chino (la Iniciativa de la Franja y la Ruta), constituye un pilar
clave del bloque emergente. Desestabilizar Pakistán es una condición “sine qua
non” para cercar a Irán y contener el avance chino en el Golfo Pérsico.
Esta estrategia
no es nueva. En 1981, Israel contempló destruir el programa nuclear pakistaní
con ayuda logística india. La operación fue abortada cuando el presidente Zia
ul-Haq amenazó con atacar directamente la planta nuclear israelí de Dimona. En
1998, lo volvieron a intentar, y de nuevo el plan conjunto indo-israelí fue
desactivado tras una filtración.
ISRAEL, INDIA Y
LA NUEVA DOCTRINA DE GUERRA PREVENTIVA.
Desde
principios del siglo XXI, Israel ha enarbolado la doctrina de la guerra
preventiva contra “regímenes islámicos radicales” con capacidad nuclear.
Netanyahu lo expresó sin ambages: “Nuestra mayor misión es impedir que un
régimen islámico militante se dote con armas nucleares, o que estas armas se
encuentren en un régimen islámico militante. El primero se llama Irán. El
segundo se llama Pakistán”.
Pero los
tiempos han cambiado. Ni Irán ni Pakistán son hoy objetivos fáciles. Ambos
cuentan con defensa antiaérea moderna, capacidad real de disuasión nuclear y
poderosos aliados como Rusia y China. Por ello, la nueva estrategia ya no
apuesta por el ataque directo, sino por provocar conflictos regionales que
justifiquen una intervención posterior. El objetivo no es sólo Teherán o
Islamabad: es frenar el nuevo orden multipolar.
UNA GUERRA
INVISIBLE CON MÚLTIPLES FRENTES
La guerra entre
Israel e Irán no ha terminado; apenas comienza. Lo que presenciamos es el
despliegue de una III Guerra Mundial no declarada, con múltiples frentes
visibles: Gaza, Líbano, Siria, Yemen, Ucrania, Cachemira, Irán. En todos ellos
actúa una lógica común: el intento del sistema imperial occidental —centrado en
EE. UU., Reino Unido e Israel— por contener a un bloque emergente que ha decidido
resistir.
Y en todos
estos frentes el balance es desfavorable para Occidente. En Ucrania, Rusia ha
frenado y revertido el avance de la OTAN. En Yemen, Ansarallah resiste a la
coalición saudí apoyada por EE. UU. En Gaza y Líbano, el ejército israelí no logra
doblegar ni a Hamás ni a Hezbolá. Irán sobrevive al cerco y a los asesinatos
selectivos. Y en Pakistán, la derrota india en la guerra de los dos días ha
supuesto un revés estratégico para toda la arquitectura de contención
occidental.
EL RIESGO
NUCLEAR COMO CARTA FINAL DEL IMPERIO
Frente a su
declive, la oligarquía transnacional que hegemoniza el poder occidental —con
centro financiero en la City de Londres— no descarta un “reset” mediante una
escalada nuclear controlada. Pero para preservar su legitimidad, no puede
iniciar el conflicto: necesita que Rusia, Irán o Pakistán disparen primero.
Solo así podrá presentarse como “víctima” y reorganizar el sistema bajo su
tutela.
En este
esquema, Israel podría ser sacrificado. El Estado hebreo, históricamente instrumentalizado,
podría ser utilizado como chivo expiatorio para justificar una reconfiguración
geopolítica radical, incluso a costa de su propia destrucción. No sería la
primera vez que una élite sacrifica a sus propias bases con tal de preservar el
núcleo del poder.
EL
DESPLAZAMIENTO DEL CENTRO DEL MUNDO
Estamos
asistiendo al fin de cinco siglos de hegemonía occidental. Desde el ascenso de
los imperios coloniales europeos en el siglo XVI hasta el dominio global de EE.
UU. en el siglo XX, el eje del poder ha estado en Occidente. Hoy, ese eje se
desplaza nuevamente hacia Asia.
Rusia, China,
Irán, Pakistán, Turquía, Sudáfrica, Brasil, India (con matices): todos
participan de una arquitectura emergente que ya no acepta el dominio unilateral
de Washington, ni sus guerras, ni sus sanciones. No buscan destruir a
Occidente, pero sí contenerlo. Y lo están logrando. La historia no ha
terminado. Está girando.
El secuestro de Europa
El rearme no fortalece a
la UE, la militariza sin emanciparla y paraliza cualquier posibilidad de
actuación como sujeto político autónomo. El resultado es una Europa cada vez
más dependiente y convertida en una periferia armada incapaz de pensar y actuar
por sí misma.
El secuestro de Europa
El Viejo Topo / 15 julio, 2025
Por Héctor
Illueca; Rosa Medel; Augusto Zamora; María Dolores Nieto; Manolo Monereo;
Carmen Collado; Antonio Fernández Ortíz; Ramón Pérez Almodóvar; Javier
Aguilera; Araceli Ortiz; César Lledó y Pedro Lorente.
Hay historias
antiguas que han atravesado los siglos porque siguen hablando al corazón humano
con una claridad que los tratados modernos no alcanzan. El secuestro de Europa
es una de ellas. Según la mitología griega, Europa era una joven princesa
fenicia conocida por su inteligencia y por su gran belleza. Un día, mientras se
hallaba recogiendo flores junto a la orilla del mar, vio acercarse a un toro
blanco de mansa apariencia que emergía del agua con una serenidad engañosa. Era
Zeus, que había adoptado esa forma para seducir a la princesa sin revelar su
naturaleza divina. Cautivada por su hermosura, Europa se acercó al animal y,
después de acariciarlo suavemente, se sentó sobre su lomo, confiada. En ese
momento, el toro rompió su quietud y se abalanzó sobre las aguas,
desapareciendo con ella rumbo a Creta, donde fue forzada a unirse a él en un
acto de violencia que marcaría desde su origen el destino trágico de Europa.
Pocas leyendas ilustran con tanta fuerza la mezcla de engaño y de violencia que
acompaña siempre a los proyectos de dominación.
La historia
parece repetirse bajo nuevas formas. Europa ha sido secuestrada por unas élites
neoliberales y profundamente autoritarias que están haciendo de la guerra la
nueva razón de ser del proyecto europeo. Lo diremos claramente y sin ambages:
la Unión Europea (UE) ha emprendido una estrategia masiva de rearme que abre
una espiral peligrosa y destructiva; una deriva militarista que transforma el
modelo social, reconfigura el papel del Estado y vacía de contenido nuestras
democracias. Una apuesta, en suma, que puede liberar fuerzas muy difíciles de
contener.
Este texto
trata de ofrecer una interpretación rigurosa de los acontecimientos desde una
mirada europea y comprometida con la paz, la justicia social y la soberanía
popular. Nombrar con claridad lo que está ocurriendo y comprender su lógica
subyacente es fundamental para despertar una conciencia crítica que sea capaz
de desafiar al nuevo consenso belicista. Y ese es precisamente nuestro
objetivo: recuperar la palabra, interrumpir el relato dominante y abrir un
espacio de reflexión sobre el rumbo que ha tomado Europa. En un momento en que
el rearme amenaza con convertirse en el nuevo sentido común del continente, nos
parece imprescindible abrir un debate público informado, honesto y valiente
sobre las implicaciones profundas de una iniciativa que ya está transformando
nuestras sociedades.
El diagnóstico
que aquí presentamos no trata de encerrarse en una lectura estrecha y
endogámica de la actual crisis europea. Muy al contrario, se inscribe en el
marco más amplio de una transición geopolítica de alcance histórico que está
reconfigurando los equilibrios mundiales y desplazando el eje del poder
económico, político y cultural desde Occidente hacia Oriente. Durante las
últimas décadas, las placas tectónicas del sistema internacional han comenzado
a moverse lentamente, abriendo diversas líneas de fractura que delimitan los
contornos del mundo que viene. Nos estamos adentrando en un escenario nuevo y
extraño, en el que la guerra de Ucrania y el rearme europeo –núcleo fundamental
de nuestro análisis– son sólo una manifestación de un proceso de transformación
mucho más profundo que anuncia un cambio de época.
Hay al menos
otras tres zonas críticas que completan el mapa de este reordenamiento global.
La primera es el Mar de la China Meridional, donde la confrontación entre China
y EE. UU. en torno a Taiwán cristaliza en un conflicto potencialmente
explosivo, con implicaciones estratégicas de gran calado. La segunda es el
Sahel, convertido en teatro de una nueva disputa por los recursos, los
corredores migratorios y la influencia política. Allí se entrecruzan los
intereses de las antiguas potencias coloniales, los nuevos actores globales y
las resistencias populares que aspiran a la recuperación de la soberanía. La
tercera es Oriente Medio, donde el genocidio contra el pueblo palestino y el
enfrentamiento entre Israel e Irán han devuelto a la región una centralidad
dramática. La guerra abierta entre ambos Estados, saldada con un frágil alto el
fuego tras la intervención directa de EE. UU., anuncia un punto de inflexión
estratégico que podría alterar de forma duradera los equilibrios regionales y
globales.
Estas cuatro
líneas de fractura –Ucrania, Asia-Pacífico, el Sahel y Oriente Medio– conforman
el mapa provisional de un mundo en transición y revelan la profundidad de la
crisis del orden internacional surgido tras la Segunda Guerra Mundial. Nuestro
análisis parte de Europa porque es aquí donde vivimos y donde queremos actuar,
pero no puede ignorar el marco global en el que se inscriben los problemas
europeos. El destino del Viejo Continente está, hoy más que nunca,
indisolublemente unido al de los pueblos del mundo.
CAPITALISMO DE
GUERRA
Lo que parecía
impensable hace sólo unos años, ahora es una realidad tangible: Europa ha
entrado en una nueva fase de rearme. Las cifras que vamos conociendo son
fabulosas y evidencian un cambio estructural en la definición de las
prioridades estratégicas de las políticas públicas. No estamos ante un simple
aumento del gasto en defensa, sino ante una mutación profunda del presupuesto y
de la lógica de inversión pública en el marco de una economía de guerra en
formación. Los planes europeos pretenden movilizar 800.000 millones de euros en
los próximos años, y el Gobierno de España se ha comprometido a elevar el gasto
militar hasta alcanzar el 2% del PIB este mismo año, lo que supone una
inversión en este campo de 10.471 millones adicionales. Aún más significativa
resulta la declaración aprobada en la Cumbre de la OTAN celebrada en La Haya en
junio de 2025, en la que los Estados miembros se comprometieron formalmente a
alcanzar un gasto en defensa del 5% del PIB en los próximos años, distribuido
en un 3,5% para gasto militar directo y un 1,5% para seguridad en sentido
amplio, incluyendo infraestructuras y ciberseguridad. Si se cumple este
objetivo, España dedicaría aproximadamente 80.000 millones de euros anuales a
ámbitos relacionados con la defensa y la seguridad.
Para tener una
idea precisa de la magnitud de este esfuerzo, puede compararse con otras
partidas relevantes del gasto público en nuestro país. Esta cifra representa
cuatro veces el gasto en prestaciones por desempleo en 2024 (23.163 millones de
euros) y equivale a más del 10% del presupuesto consolidado de todas las
Administraciones Públicas, incluyendo el Estado, las comunidades autónomas y
las entidades locales. Representa, además, veinte veces el gasto público
efectivamente destinado a vivienda en 2024 -un ámbito especialmente sensible en
el actual contexto de crisis habitacional- y supera en términos absolutos el
presupuesto conjunto de tres ministerios clave para el bienestar social como
Cultura, Transición Ecológica e Igualdad.
Como puede
observarse, no se trata de una cuestión simbólica o meramente coyuntural, sino
de una decisión estratégica que compromete los recursos públicos de forma
estructural y altera las prioridades fundamentales del Estado tal y como se
establecen en la Constitución de 1978. Lo que emerge es un presupuesto de
guerra en el que el gasto militar deja de ser un rubro marginal y pasa a ocupar
una posición central en la distribución de los recursos, subordinando otras
áreas del gasto a las prioridades militares. Bajo esta definición, la
orientación presupuestaria empieza a responder a lógicas propias de una
economía de guerra, en la que la inversión pública, la política industrial y la
innovación tecnológica están crecientemente dirigidas hacia el desarrollo de capacidades
de defensa y seguridad, favoreciendo a aquellos sectores considerados
estratégicos en términos militares y desplazando los principios tradicionales
del Estado social. En definitiva, un nuevo orden presupuestario que expresa la
transición hacia un capitalismo militarizado donde la guerra se convierte en
motor del crecimiento económico y el Estado en garante del beneficio
empresarial en sectores estratégicos, especialmente el armamentístico.
Un elemento
clave de esta transición es la construcción de “campeones nacionales”: empresas
estratégicas que, gracias al apoyo del Estado, pueden competir en el escenario
global en sectores considerados sensibles para la defensa y la seguridad. En el
caso español, todo parece indicar que Indra ha sido la elegida para desempeñar
este papel. Se trata de una compañía tecnológica con fuerte participación
estatal a través de la SEPI, que ya lidera proyectos clave en el ámbito de la
defensa y que se prepara para asumir un papel central en el nuevo ciclo de
inversiones militares. No hablamos de un simple ajuste corporativo, sino de una
apuesta política por orientar el aparato productivo hacia una nueva fase de
acumulación centrada en la defensa, la industria armamentística, la
ciberseguridad, la inteligencia artificial aplicada al campo militar o la
vigilancia de fronteras. Un viraje de gran calado que sitúa a Europa en el
umbral de una nueva etapa y pone en cuestión el modelo social, las prioridades
económicas y el horizonte histórico de las sociedades europeas.
ACUMULACIÓN POR
DESPOSESIÓN EN EUROPA
La decisión de
la UE de embarcarse en un plan de rearme de estas dimensiones supone un punto
de inflexión en la configuración económica y política del continente. En
efecto, a diferencia de otras iniciativas de emergencia como el fondo Next
Generation EU, que estableció mecanismos excepcionales de mutualización de
deuda, el rearme se financiará básicamente mediante la emisión de deuda
soberana de cada Estado miembro, lo cual tendrá implicaciones profundas en
términos de desigualdad, disciplina fiscal y jerarquía política en el espacio
europeo. Esta elección no es en absoluto neutral: al optar por un esquema de
financiación descentralizado, la UE consagra una arquitectura asimétrica que
reproduce y profundiza las desigualdades existentes en su seno, evocando los
años bárbaros de la crisis financiera en los que el endeudamiento público se
convirtió en un mecanismo para disciplinar a los países del sur de Europa y
obligarles a acometer salvajes recortes sociales. En lugar de corregir los
errores del pasado, el rearme europeo los reactiva en un nuevo contexto
político-militar.
El meollo del
problema reside, una vez más, en la compleja relación que se establece entre
deuda pública, soberanía fiscal y jerarquía de Estados en el ámbito de la UE.
Alemania, con una posición presupuestaria saneada y un potente tejido
industrial, puede permitirse emitir deuda en condiciones ventajosas y ejecutar
sin tensiones fiscales su compromiso de destinar hasta 500.000 millones de
euros al rearme, más otros tantos para infraestructuras estratégicas. De
hecho, ya lo está
haciendo, y parece que este volumen de gasto no solo es sostenible,
sino que podría fortalecer su posición industrial en el nuevo contexto europeo.
Por el contrario, los países del sur de Europa (como España, Italia, Grecia o
Portugal), con niveles de endeudamiento estructuralmente altos, enfrentarán serias
dificultades para financiar su esfuerzo bélico y es probable que el recurso a
los mercados financieros se produzca en condiciones cada vez más onerosas. Aquí
es donde entra en juego el spread o prima de riesgo, un indicador económico que
es también un fortísimo mecanismo de disciplinamiento político, pues señala el
sobreprecio que debe afrontar un Estado para financiarse en los mercados en
comparación con otro Estado considerado más solvente, como Alemania.
Los países del
sur de Europa saben muy bien lo que esto significa. Durante la primera década
del siglo XXI, los desequilibrios provocados por las políticas
neomercantilistas del centro, basadas en la generación de superávits
comerciales a través de la contención salarial y la especialización exportadora,
provocaron un gigantesco flujo de capitales hacia la periferia europea. Este
flujo de dinero alimentó grandes burbujas inmobiliarias y sostuvo
artificialmente el consumo mediante el endeudamiento, hasta que el estallido de
la crisis de 2008 puso de manifiesto su carácter insostenible. Entonces todo se
precipitó. La deuda privada se transformó en deuda pública a través del rescate
bancario, disparando los niveles de endeudamiento estatal. Los mercados,
percibiendo el riesgo, exigieron intereses cada vez más altos para prestar
dinero a estos países, que se vieron forzados a ejecutar duros programas de
ajuste. El BCE contuvo de forma calculada sus mecanismos de intervención hasta
que los gobiernos estuvieron de rodillas y aplicaron reformas estructurales. Grecia
fue el caso más dramático, pero no el único, de una estrategia que Yanis
Varoufakis definió como “la tortura del submarino presupuestario”[1].
Tal y como ha
sido diseñado, el rearme europeo podría reactivar el patrón vivido durante la
crisis de deuda soberana en la zona euro. El aumento de la prima de riesgo
encarecerá la financiación de los países más endeudados, limitará su margen
fiscal y condicionará sus decisiones presupuestarias, reproduciendo una
jerarquía política no impuesta desde los tratados, sino desde los mercados. En
el marco del rearme, ello significa que los Estados con mayor solvencia podrán
desarrollar sus capacidades de defensa sin demasiados problemas; en cambio, los
Estados periféricos sólo podrán hacer frente a sus compromisos de gasto militar
si aceptan restricciones en otras partidas clave, como sanidad, educación o
pensiones. El resultado es una economía de guerra fuertemente jerarquizada,
donde la capacidad de empréstito determina la posición relativa de cada Estado
en el reparto efectivo del poder europeo: quienes pueden financiar el rearme,
lo lideran; quienes no están en condiciones de hacerlo, simplemente, obedecen.
En definitiva,
el proyecto de la UE desplaza los costes del esfuerzo militar a los Estados
miembros, aun sabiendo que su capacidad para sostenerlo es profundamente
desigual. En términos materiales, esto significa que el rearme implicará una
masiva transferencia de recursos públicos desde el campo de los derechos
sociales al complejo militar-industrial, con consecuencias devastadoras para
los sectores populares. Como advierte Maurizio
Lazzarato, “los miles de millones necesarios para pagar a los
mercados financieros no estarán disponibles para sostener los diversos Estados
del bienestar”. Pero no sólo eso. La política militar europea quedará
subordinada, de facto, a una nueva disciplina en la que los Estados más
frágiles perderán toda capacidad para definir su estrategia de defensa y
estarán obligados a alinearse con los intereses de los Estados centrales. O,
por decirlo más claramente, no se trata sólo de desviar recursos públicos hacia
la industria de guerra, sino también, y acaso fundamentalmente, de transferir
las últimas reservas de soberanía de los países periféricos hacia el núcleo
dirigente de la UE, especialmente Alemania.
UN PROTECTORADO
MILITAR NORTEAMERICANO
El discurso
oficial sobre el rearme europeo insiste en presentarlo como un paso hacia la
“autonomía estratégica” y la “independencia geopolítica” de una Europa capaz de
actuar sin tutela externa en el escenario internacional. Esta retórica ha sido
adoptada por importantes líderes europeos y por figuras intelectuales como
Jürgen Habermas, quien recientemente ha defendido la necesidad de dotar a la UE
de capacidades militares propias para no quedar relegada en un mundo en
transición. Se trata de una ilusión construida mediáticamente que no resiste un
análisis riguroso sobre la posición internacional de Europa. Lejos de
significar una ruptura con el orden existente, el rearme tiende a reforzar el
dispositivo atlantista y a consolidar la subordinación estructural del
continente europeo al poder norteamericano. Una subordinación –conviene
insistir en ello– aceptada y asumida de manera acrítica por las élites
europeas, que siempre han preferido la protección del paraguas estadounidense a
asumir una estrategia propia y verdaderamente autónoma.
Hagamos un poco
de historia. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la arquitectura de
seguridad europea ha estado determinada por la presencia dominante de EE. UU. a
través de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), fundada en
1949. En efecto, Washington ha mantenido durante décadas un control efectivo
sobre la estrategia de defensa de Europa Occidental, que de facto sigue siendo
un protectorado norteamericano. Hoy en día, cerca de 300 bases militares
estadounidenses permanecen activas en suelo europeo, con contingentes
permanentes que superan los 80.000
soldados, sin contar con los despliegues rotativos y el armamento
nuclear almacenado en países como Alemania, Bélgica o Italia. Esta
infraestructura, por sí sola, desmiente cualquier pretensión de constituir un
polo autónomo de decisión geopolítica y convierte al continente en una
plataforma de proyección del poder militar de EE. UU. El debate real sobre la
autonomía estratégica de Europa debe partir de esta base ineludible, so pena de
convertirse en una ficción retórica que sólo sirve para encubrir la continuidad
de la dependencia atlántica.
Desde esta
perspectiva, puede afirmarse que los sucesivos intentos europeos de articular
una política exterior y de defensa autónoma han sido sistemáticamente
contenidos y neutralizados por los EE. UU. Desde el fracaso del proyecto de
Comunidad Europea de Defensa en los años cincuenta, pasando por la
subordinación operativa durante las guerras de los Balcanes, hasta la
cancelación de iniciativas más recientes como el Cuerpo Europeo de Reacción
Rápida o la creación de un Consejo de Seguridad Europeo, la constante ha sido
la misma: Washington ejerce su derecho de veto para frustrar cualquier conato
de autonomía efectiva, inmediatamente percibido como una amenaza a la
estructura de poder transatlántica. Las presiones políticas, diplomáticas y
económicas se despliegan oportunamente para garantizar la adhesión a la OTAN
como marco único y excluyente, sin descartar el recurso a la guerra en caso de
ser necesario. Augusto Zamora ha afirmado con razón que el verdadero objetivo
de la guerra contra Yugoslavia (1999) era la política de autonomía iniciada por
la UE en esos años, haciendo de la OTAN “el instrumento esencial para mantener
y extender la influencia de EE. UU. en Europa”[2].
El hecho es que
la posición internacional de la UE sigue estando condicionada por su adhesión a
los compromisos atlantistas, la alineación automática con las directrices del
Pentágono y la dependencia tecnológica de la industria armamentística
estadounidense. La guerra en Ucrania ha intensificado este proceso, llevándolo
a cotas que hubieran sido impensables hace unos pocos años. La respuesta
europea al conflicto ha estado marcada por un seguidismo acrítico de las
posiciones de Washington, hasta el punto de que todas las decisiones clave sobre
apoyo militar y sanciones económicas se han tomado al dictado de EE. UU.,
ignorando o despreciando los intereses y necesidades de los pueblos europeos.
Aunque posteriormente hemos de volver sobre ello, anotemos ahora que la
dependencia energética respecto al gas natural licuado norteamericano, surgida
tras la ruptura con Rusia, ha afianzado esta tendencia, consolidando el papel
subalterno de Europa en un orden geoestratégico hegemonizado por Washington.
En este
contexto, el proyecto de rearme representa una funcionalización de los Estados
europeos dentro del dispositivo de contención global de EE. UU. La
multiplicación de fondos destinados a defensa, la adquisición de tecnología
militar en gran parte estadounidense y la dirección operativa de la OTAN perpetúan
una lógica de dependencia que convierte a Europa en brazo ejecutor de una
agenda completamente ajena a sus intereses estratégicos. La industria
armamentística estadounidense se beneficia directamente de esta dinámica,
mientras las capacidades europeas se orientan a satisfacer necesidades y
objetivos definidos más allá de sus fronteras. El rearme no fortalece a la UE,
la militariza sin emanciparla y paraliza cualquier posibilidad de actuación
como sujeto político autónomo. El resultado es una Europa cada vez más
dependiente y convertida en una periferia armada incapaz de pensar y actuar por
sí misma en el nuevo orden multipolar.
Esta dinámica
no sólo tiene profundos efectos en el plano militar, sino también en el
político-cultural. La progresiva internalización de los marcos discursivos
estadounidenses sobre seguridad, democracia y amenazas exteriores produce una
homogeneización del debate público que ha debilitado seriamente la pluralidad
europea. La falsa idea de que EE. UU. es el garante de la paz y la estabilidad
en nuestro continente impide explorar modelos alternativos basados en la
neutralidad, el multilateralismo o la seguridad compartida. Los grandes medios
de comunicación desempeñan un papel clave en este proceso, reproduciendo sin
fisuras la narrativa hegemónica de Washington, hasta convertirla en un sentido
común dominante que no hace más que replicar las lógicas de confrontación que
caracterizan la estrategia norteamericana. Lleva mucha razón John Mearsheimer
cuando afirma que Europa ha delegado su seguridad en EE. UU. durante tanto
tiempo, que ha perdido la capacidad de pensar en términos de interés propio
autónomo[3].
Hoy más que
nunca resulta indispensable efectuar una crítica fundamentada a la
subordinación atlántica. La “autonomía estratégica” no puede ser una excusa
para abrazar sin reservas el lenguaje de la guerra. Implica apostar por un
orden multipolar, por una Europa que deje de ser satélite y se reconozca como
sujeto en un mundo nuevo que emerge por todas partes. La multipolaridad no es
una abstracción, ni tampoco una fantasía utópica, sino una realidad en
construcción impulsada por países que rechazan el criterio unipolar de
Washington y basan sus relaciones en la cooperación y el respeto a la soberanía
nacional. El surgimiento de nuevos polos de poder –como China, India, Rusia,
Sudáfrica o Brasil– está redefiniendo el equilibrio internacional, y Europa
debe decidir si se convierte en un actor relevante o si permanece atada a una
hegemonía en decadencia. Así entendida, la “autonomía estratégica” es una
condición para preservar la democracia y defender los intereses europeos desde
el respeto a la soberanía de los Estados, contribuyendo a un orden internacional
más justo y equilibrado y, por tanto, menos sometido a lógicas imperiales.
LAS VERDADERAS
RAZONES DEL REARME EUROPEO
Rusia es sólo
una excusa. El relato que presenta la amenaza rusa como un imperativo de
seguridad absoluto y repentino pierde fuerza si se examina el marco histórico
en el que se inscribe el conflicto. Hoy sabemos que el ataque a Ucrania solo
fue el último eslabón de una cadena cuyo origen se remonta a la expansión de la
OTAN hacia el este, tras la disolución de la URSS. A pesar de las promesas
realizadas a Gorbachov en 1990, la Alianza Atlántica no sólo no se disolvió,
sino que avanzó en sucesivas oleadas de ampliación hacia la frontera rusa,
culminando con la inclusión de Ucrania en la agenda estratégica de la OTAN a
través de diversos acuerdos de asociación y cooperación militar. La guerra, por
tanto, no fue el punto de partida, sino una consecuencia trágica de una lógica
de cerco que alimentó la tensión hasta límites insoportables. O, para ser más
precisos, el último capítulo de una escalada inducida por un despliegue
político-militar que acabó desbordando los cauces diplomáticos para resolver
pacíficamente el conflicto. Este acontecimiento no puede analizarse de forma
aislada ni descontextualizada, so pena de incurrir en un enfoque reduccionista
que oscurezca sus causas profundas y sus implicaciones geopolíticas.
Del mismo modo,
la apelación constante a los “valores europeos” para justificar el rearme
resulta particularmente cínica si se considera la postura de la UE frente al
genocidio perpetrado contra el pueblo palestino. Mientras se multiplican los
discursos sobre la defensa de la legalidad internacional y los derechos humanos
en Ucrania, Europa mantiene un silencio atronador ante la destrucción
sistemática de Gaza por parte del Estado de Israel. Como nos recuerda Ilan
Pappé, EE. UU. y Europa “siempre han desoído el sufrimiento y los derechos de
los palestinos y han levantado un escudo que permite a Israel seguir con la
ocupación y la colonización”[4].
Un escudo tejido con acuerdos comerciales, complicidad diplomática y suministro
de armas, mientras se ignoran las masacres selectivas, se normaliza el régimen
de apartheid y se consiente el castigo colectivo de los palestinos. Esta
hipocresía desacredita la pretendida autoridad moral de la UE y evidencia la subordinación
real de su política exterior a intereses estratégicos que nada tienen que ver
con la ética o los derechos humanos.
La verdad es
que el rearme no responde a una amenaza exterior concreta, y mucho menos a la
defensa de unos supuestos “valores europeos”. Lo que ocurre es muy distinto y
tiene que ver con la derrota estratégica que Occidente, y particularmente la
UE, ha sufrido en Ucrania. En efecto, Europa no acepta el resultado de la
guerra porque implica un cambio estructural en términos de encarecimiento
energético y pérdida de competitividad que está golpeando de lleno al corazón
industrial europeo. Uno de los efectos más graves y duraderos del conflicto
ucraniano ha sido la ruptura del vínculo energético entre Europa y Rusia,
especialmente en lo que atañe al suministro de gas natural. Recordemos que
hasta el año 2021, Alemania y otros países europeos dependían del gas ruso,
cuya abundancia y módico precio permitían mantener costes industriales bajos y
una fuerte posición exportadora. La ruptura de esa relación, provocada por las
sanciones contra Rusia y el sabotaje de los gasoductos Nord Stream, ha obligado
a estos países a recurrir al gas natural licuado estadounidense, sensiblemente
más caro y más costoso de transportar y de almacenar.
Las consecuencias
son estructurales y todavía es pronto para calibrar plenamente su alcance, pero
ya se perciben señales inequívocas de debilitamiento económico en los países
más dependientes de la industria exportadora. El precio de la energía ha
aumentado de forma sostenida, erosionando la competitividad de sectores clave
como la química, la metalurgia, el papel, la cerámica y, especialmente, la
automoción. Alemania, considerada hasta hace poco la locomotora industrial de
Europa, es el país más afectado por esta nueva realidad. En 2024, la producción
industrial cayó un 4,5% respecto al año anterior, con descensos especialmente
acusados en sectores estratégicos como el automóvil (-7,2%) y la ingeniería
mecánica (-8,1%). El paro ha empezado a subir y la amenaza de deslocalización
de empresas planea sobre la economía alemana. Jacques Sapir
no tiene dudas cuando afirma que los grandes países europeos
como Alemania, Italia o Francia, no podrán resistir la política comercial de
Trump sin reanudar las compras de gas y petróleo rusos: “de lo contrario, verán
cómo sus grandes empresas abandonan Europa –donde la energía es carísima– para
instalarse en EE. UU.”
En definitiva,
todo indica que Europa ha entrado en un período prolongado de encarecimiento
energético, sin alternativa clara a la vista. En este contexto, el rearme
aparece como una respuesta desesperada para reactivar el aparato productivo
bajo nuevas premisas, reorganizando el espacio europeo en torno a una economía
de guerra. Es un hecho que la victoria de Rusia ha erosionado las bases
materiales del modelo neoliberal europeo, y se trata ahora de blindar el orden
existente transfiriendo a las mayorías sociales los costes del nuevo escenario.
Podríamos decir que las élites europeas han optado por una huida hacia
adelante, que consiste en militarizar la economía y prolongar el conflicto como
forma de escapar a una derrota estratégica que implica un cambio estructural en
la economía europea. Estas y no otras son las auténticas razones que explican
la deriva militarista que estamos viviendo: gestionar una crisis histórica sin
cuestionar los fundamentos del poder económico y preservar un orden
internacional basado en la supremacía política, económica y militar del
Atlántico Norte.
¿HACIA UN
SUICIDIO COLECTIVO?
La guerra de
Ucrania se encamina hacia una fase decisiva. El avance ruso parece irreversible
y es muy probable que en los próximos meses se produzca una intensificación
dramática de las hostilidades, poniendo en primer plano la cuestión de la
guerra y su lugar en el debate público europeo. Los preparativos del rearme se
acelerarán entre advertencias cada vez más apremiantes sobre la necesidad de
hacer “sacrificios” para afrontar la “amenaza rusa” en nombre de los “valores
europeos”. Digámoslo claramente: lo que ha empezado es una operación
psicosocial a gran escala para construir un consenso artificial en torno al
rearme. Los medios de comunicación difundirán sin tregua los discursos de
guerra, invisibilizando cualquier voz crítica. El nuevo consenso atravesará
transversalmente el sistema político, abarcando tanto a la derecha como a la
izquierda (con honrosas excepciones). Incluso los sindicatos, que un día
defendieron la paz y la justicia social, se verán arrastrados a esta lógica, ya
sea por convicción, por inercia o por simple subordinación al relato dominante.
La guerra se convertirá en el nuevo núcleo de legitimación del orden europeo,
alumbrando un neoliberalismo belicista y autoritario que se asienta sobre el
miedo al enemigo.
¿Pero quién es
el enemigo? El aumento del gasto militar y el desarrollo de la industria de
defensa tienen como telón de fondo la posibilidad de un conflicto con Rusia,
que es –conviene no olvidarlo– la primera potencia nuclear del mundo. Este dato
simple y contundente es sistemáticamente silenciado en el debate público sobre
el rearme, pero constituye el núcleo ineludible del problema. En efecto, Rusia
dispone en la actualidad del mayor arsenal nuclear del planeta, con
aproximadamente 6.000 ojivas, de las cuales más de 1.700 están desplegadas y
listas para su uso inmediato. Además, en los últimos años ha completado un
proceso de modernización profunda de sus capacidades militares, incluyendo
misiles balísticos intercontinentales, submarinos nucleares y aviación
estratégica. El despliegue de sistemas como el misil RS-28 Sarmat, capaz de
portar múltiples ojivas hipersónicas, o la nueva generación de submarinos de la
clase Borei-A, evidencian la superioridad técnica y disuasoria de su aparato
nuclear.
Pues bien, la
doctrina militar rusa, públicamente conocida, prevé el uso de armas nucleares
en caso de que su integridad territorial o sus infraestructuras estratégicas se
vean amenazadas por un conflicto convencional de alta intensidad. Esto
significa que cualquier avance militar que comprometa de forma significativa la
posición rusa puede desencadenar una escalada con consecuencias catastróficas
para Europa. Por cierto, la doctrina nuclear no es una simple declaración de
intenciones, sino un marco operativo que determina automáticamente la respuesta
militar ante escenarios críticos. Implica, por tanto, un sistema automatizado
de reacción que se vuelve inexorable cuando se cruzan ciertos umbrales. Ignorar
esta realidad, como sistemáticamente están haciendo las élites europeas,
equivale a desplazar el conflicto a una dimensión estratégica donde la guerra
se convierte en un riesgo existencial para Europa. El rearme no sólo es una
apuesta ruinosa que exigirá enormes sacrificios sociales; también es una
apuesta suicida en términos políticos y militares.
En este
contexto, las decisiones adoptadas por los países europeos adquieren un cariz
profundamente irresponsable y están generando un creciente rechazo en el
escenario internacional, incluso entre antiguos aliados. Aunque traten de
ocultarlo por todos los medios, la verdad es que el aislamiento actual de
Europa no tiene precedentes en la historia. Nunca antes habíamos estado tan
sólos en el panorama internacional. Los países del Sur Global, agrupados en
foros como los BRICS, rechazan abiertamente la estrategia de escalada contra
Rusia y abogan por un orden internacional basado en el multilateralismo, la
negociación y el respeto a la soberanía. También en el seno de Occidente
empiezan a aparecer disensos importantes. El cambio de clima en Washington es
significativo, y cada vez más voces en las élites norteamericanas señalan que
son Europa y Zelenski quienes se niegan a negociar, llevando el conflicto a un
punto de no retorno que puede acabar en una derrota política y militar de
grandes dimensiones.
Lo que se
presenta como una defensa de los “valores europeos” frente a la “amenaza rusa”
es, en realidad, una apuesta desesperada por mantener el statu quo y conservar
el poder de clase, aunque para ello sea necesario militarizar la vida civil,
destruir el Estado social y asumir el riesgo de una guerra nuclear. La UE está
encerrando a sus poblaciones en un laberinto sin salida en el que las únicas
puertas abiertas conducen a la ruina económica o al suicidio colectivo. Y
cuenta para ello con la complicidad activa de los gobiernos europeos,
incluyendo el Gobierno de España, que actúan como ejecutores de una agenda
dictada por intereses espurios, asumida sin debate público y legitimada
mediante el miedo. Una agenda, en suma, que podría poner en cuestión la
viabilidad política de la UE tal como la conocemos. La primera condición para
detener esta locura es romper el silencio, desenmascarar la retórica belicista
y reconstruir un horizonte político que devuelva la palabra a los pueblos de
Europa.
SALVAR A EUROPA
DE LA UNIÓN EUROPEA
Lo dijimos al
principio y ahora insistimos en ello: el rearme europeo es un proyecto de gran
calado que redefine el papel del Estado, reconfigura la economía y clausura
espacios fundamentales de soberanía. Su análisis exige categorías profundas,
capaces de captar las transformaciones en curso más allá de los discursos
oficiales y de los procedimientos formales. Podría decirse que el rearme
implica una alteración de la constitución material en el sentido que Mortati
daba a esta expresión: la estructura real de poder, la disposición efectiva de
fuerzas sociales que configuran un determinado régimen político. Tal y como
hemos expuesto, el proyecto de la UE subvierte las prioridades del Estado y
entierra el constitucionalismo social de posguerra, consolidando un nuevo
bloque histórico en torno al capital bélico-industrial. Un dispositivo hegemónico
que reorganiza la relación entre Estado y sociedad desplazando el eje de
legitimación desde los derechos sociales hacia la seguridad militar.
El proceso de
desposesión ha empezado de nuevo y golpeará especialmente a las mayorías
sociales, subordinando sus necesidades –educación, salud, cuidados, salarios– a
las exigencias de una economía de guerra. El margen de maniobra del Estado ante
las clases será cada vez más estrecho y estará condicionado por imperativos
geoestratégicos definidos en instancias completamente ajenas a la voluntad
popular. En este contexto, se producirá una separación cada vez mayor entre el
país legal –las instituciones formales– y el país real –las mayorías
desposeídas–, erosionando la legitimidad del orden vigente. Una nueva conciencia
surgirá entre el océano de mentiras que sostiene la propaganda de guerra.
Todavía es difusa, fragmentaria, incluso contradictoria. Pero existe y se
alimenta del hartazgo, del deterioro de las condiciones de vida y de una
memoria que todavía guarda el eco de otras resistencias. Esa conciencia no se
expresará de inmediato en formas organizadas ni con los viejos lenguajes. Será
un proceso lento, desigual y lleno de tensiones. Pero abrirá una grieta, y por
esa grieta puede entrar la historia.
Toda crisis encierra
la posibilidad de un nuevo comienzo. La fractura de la constitución material
puede abrir un ciclo político de largo aliento orientado hacia la redefinición
democrática del poder. Bajo la superficie, como un viejo topo que horada sin
descanso, está surgiendo una conciencia crítica que podría impulsar un proceso
constituyente fundado en la soberanía popular, la defensa de la paz y la
justicia social. A nuestro juicio, esta apuesta no exige una ruptura con Europa
como espacio político e histórico, sino precisamente lo contrario: la
reconstrucción de Europa sobre nuevas bases. Es necesario articular una Europa
confederal capaz de superar el diseño tecnocrático y postnacional de la actual
UE[5].
Una Europa que parta del reconocimiento del Estado nacional como espacio
indispensable para la democracia, y lo integre en un marco de cooperación
supranacional basado en el respeto mutuo y en la existencia de instituciones
comunes. No se trata de volver a los viejos nacionalismos excluyentes, sino de
asumir que no puede haber democracia sin demos, y que solo en el marco de una
comunidad política organizada –con capacidad de deliberación, decisión y
autogobierno– puede expresarse la voluntad general.
Una Europa
confederal exige repensar el continente como una comunidad plural y solidaria,
construida desde abajo, en la que la paz, el derecho internacional y la
igualdad entre los Estados miembros sean principios rectores. No hablamos de
disquisiciones teóricas ni de formulaciones abstractas. Si Europa aspira a
tener voz propia en el contexto internacional y a dejar de ser un apéndice de
Washington, hay al menos tres puntos críticos que deben tenerse en cuenta para
delinear una vía alternativa: en primer lugar, ampliar el espacio político de
los Estados para que puedan gestionar las economías nacionales de acuerdo con
sus intereses específicos; en segundo lugar, proponer un tratado de amistad y
cooperación con Rusia que exprese una voluntad de entendimiento mutuo y
colaboración estratégica, abandonando la lógica de la confrontación; y, en
tercer lugar, apostar por la integración activa en un mundo multipolar más
equilibrado y abierto a la pluralidad de modelos políticos, económicos y culturales.
Abordaremos por separado cada uno de estos aspectos que, considerados en
conjunto, configuran la idea de una Europa confederal como proyecto superador
del entramado neoliberal que estructura la UE.
El primer punto
es decisivo: el federalismo neoliberal y tecnocrático que se ha impuesto en las
últimas décadas ha derivado en un régimen oligárquico que restringe los
derechos de los trabajadores, debilita los pilares del Estado social y erosiona
los fundamentos mismos de la democracia. Es urgente reorientar el proyecto
europeo sobre nuevas bases: construir una Europa confederal que limite el
alcance de los mercados y garantice a cada Estado un espacio político soberano
donde la voluntad popular pueda expresarse, organizarse y transformarse en
poder. No puede haber democracia sin un espacio en el que los ciudadanos puedan
deliberar, decidir y someter a escrutinio las cuestiones económicas
fundamentales. Reconstruir Europa exige precisamente eso: instituciones
comunes, competencias bien delimitadas y mecanismos de cooperación monetaria
que protejan frente a la especulación y favorezcan unas relaciones comerciales
equilibradas. Solo así será posible comprometer a las poblaciones en un
proyecto económico, político y social avanzado, que responda a sus necesidades
y recupere la centralidad de la soberanía popular.
El segundo
punto es también ineludible: no puede haber seguridad europea sin un tratado de
amistad y cooperación con Rusia. Una Europa confederal debe mirar hacia el este
no como frontera de confrontación, sino como espacio de cooperación, ejerciendo
su autonomía estratégica de forma concreta y más allá de afirmaciones retóricas
frente a la política de contención dictada por Washington. Este enfoque
permitiría la desescalada militar y abriría la puerta a una alianza
estructurada en torno a intereses comunes como la energía, el comercio, el
transporte, la investigación o la tecnología, por mencionar sólo algunos. Lo
que se necesita es un acuerdo europeo que ponga fin a la lógica de bloques y
abra un nuevo ciclo de entendimiento continental, rompiendo con el atlantismo
que ha condicionado durante décadas la política exterior europea. No hablamos
de una iniciativa marginal o utópica, sino de una vía realista para estabilizar
la región y acabar con la hostilidad heredada de la Guerra Fría. Normalizar las
relaciones con Moscú sobre la base del respeto mutuo y la cooperación económica
es la condición previa de cualquier intento de refundación del proyecto
europeo.
En tercer
lugar, la construcción de una Europa confederal debe enmarcarse en una apuesta
estratégica por un orden multipolar en el que el poder no esté monopolizado por
una única superpotencia, sino distribuido entre diversos polos que interactúan
y cooperan en condiciones de igualdad y respeto mutuo. Este nuevo mundo ya se
está conformando ante nuestros ojos: el auge de China, el peso económico y
demográfico de India, el papel central de Rusia, el fortalecimiento del Sur
Global a través de los BRICS+, la Organización de Cooperación de Shanghái o la
Unión Africana, están alumbrando una arquitectura internacional post-occidental
mucho más cooperativa, plural y arraigada en la soberanía de los pueblos.
Finalmente, Europa tiene que elegir si quiere seguir siendo un actor
subalterno, alineado incondicionalmente con los intereses de EE. UU., o si está
dispuesta a participar en la construcción de un mundo nuevo, más equilibrado,
donde los pueblos tengan voz, protagonismo y reconocimiento. La pregunta es
inevitable y la respuesta la dará la historia.
Europa debe
tomar partido, romper con la subordinación al atlantismo y alzarse como parte
activa de un mundo en transición que ya no gira en torno a Washington, ni mucho
menos a Bruselas. Recuperar, si se nos permite, el espíritu de Bandung, la
Conferencia que en 1955 reunió a los países afroasiáticos recién independizados
para proclamar el derecho de los pueblos a decidir su destino en un marco
internacional basado en la soberanía, la paz y la cooperación entre iguales.
Aquel encuentro histórico significó la irrupción de un sujeto colectivo en la
escena mundial, el anuncio de una geopolítica desde abajo que reivindicaba la
dignidad de los pueblos liberados del colonialismo. Más de medio siglo después,
Europa tiene la responsabilidad histórica de recoger ese legado y definir su
lugar en el mundo. Volver a Bandung significa construir una relación distinta
con el Sur Global; reconocer como interlocutores a los pueblos que, desde
América Latina hasta África o Asia, están reclamando un nuevo orden
internacional basado en la igualdad, la sostenibilidad y la justicia social; en
definitiva, participar activamente en el proceso de transformación del mundo
que es la gran tarea de nuestro tiempo.
Volver a
Bandung no es nostalgia del pasado, sino una apuesta por el porvenir.
* * * * *
Las personas
firmantes de este texto expresamos nuestra voluntad de dar continuidad a las
ideas aquí expuestas y contribuir, desde la reflexión crítica y el compromiso
activo, a la construcción de un amplio movimiento social contra el rearme y a favor
de la refundación democrática del proyecto europeo. Aspiramos a aportar, con
humildad y rigor, un análisis fundado que alimente el debate público y abra
horizontes de esperanza en un momento especialmente difícil para nuestros
pueblos.
Estamos dispuestos
a defender estas tesis en cualquier foro y ante cualquier interlocutor, con
independencia de su posición política, ideológica o institucional. Lo haremos
desde el respeto, la apertura al diálogo y la convicción de que la razón
crítica, el conocimiento histórico y el análisis riguroso son herramientas
indispensables para afrontar los grandes desafíos de nuestro tiempo. La
historia no está escrita, está abierta y en disputa. Y exige de quienes creemos
en la democracia, la paz y la justicia social un compromiso activo con la
transformación del presente.
Sabemos que el
camino será largo y difícil. Pero también sabemos que las sociedades, incluso
en sus momentos más oscuros, conservan una reserva de dignidad que puede
activarse de forma inesperada; que hay una juventud generosa e insumisa que se
niega a resignarse, que no acepta la guerra como destino y que comienza a
abrirse paso en medio de tanto ruido. Por ella y con ella, seguimos adelante.
Porque seguimos creyendo en la dignidad como principio político.
Notas:
VAROUFAKIS, Y.
Comportarse como adultos. Mi batalla contra el establishment europeo.
Barcelona, Deusto, 2017; p. 448: “Tal y como ocurre cuando se aplica la tortura
del submarino a un prisionero, la víctima (en este caso un gobierno de la
eurozona) está a punto de llegar a la asfixia total. Pero justo antes de que se
produzca la tragedia, que desencadenaría el cierre de los bancos del país por
orden del BCE, los acreedores inyectan la mínima liquidez necesaria para
mantener con vida al gobierno. Durante este breve respiro, el gobierno aprueba
cualquier medida de austeridad o privatización que los acreedores exijan”.
ZAMORA R., A.
Política y geopolítica para rebeldes, irreverentes y escépticos. Madrid, FOCA,
2016; p. 271.
Vid.
MEARSHEIMER, J. “Illusions of Autonomy. Why Europe Cannot Provide for Its
Security If the United States Pulls Back”. International Security, Vol. 45, No.
4 (Spring 2021); pp. 7–43.
PAPPÉ, I. Breve
historia del conflicto entre Israel y Palestina. Madrid, Capitán Swing, 2024;
p. 123.
MONEREO, M. e
ILLUECA, H. España: un proyecto de liberación. Barcelona, El Viejo Topo, 2017;
pp. 145 y ss.