sábado, 22 de mayo de 2021

Habló el Banco de España, la institución que más dinero nos cuesta a los españoles. [Cuando un Conde me roba, algún Banco de España me roba, señor Conde. O un emigrante pobre sin papeles que salta la tapia y echa el tío a robarme como un descosido, pero el caso es que el Banco de España me roba, señor Conde]

 

Habló el Banco de España, la institución que más dinero nos cuesta a los españoles

Por Juan Torres López

KAOSENLARED

 22 May, 2021

El Banco de España es posiblemente la institución pública que más dinero ha costado a los españoles en el último medio siglo. No por los privilegios y altos sueldos de sus directivos, que serían pocos si hicieran bien su trabajo. Lo que nos cuesta un riñón es que no desarrolla con eficacia su función principal de promover el buen funcionamiento y la estabilidad del sistema financiero. En lugar de garantizarlos, ha cometido fallos calamitosos de supervisión y control que han producido o no han evitado insolvencias y crisis de un coste financiero elevadísimo.

Desde la de 1977 a 1985, que acabó con 56 de los 110 bancos existentes al inicio del periodo, y que se calcula costó entre 1,3 y 2 billones de las antiguas pesetas (cuando los ingresos del Estado eran de unos 4,5 billones), el Banco de España no ha sabido o no ha querido evitar la creciente concentración bancaria, el crecimiento excesivo del crédito en unos casos y la escasez en otros, las comisiones y tipos de interés abusivos, los beneficios extraordinarios de la banca, el exceso de riesgo asociado a la burbuja inmobiliaria, las insolvencias y la morosidad, las quiebras, el desastroso control político de las cajas de ahorro y el antidemocrático que los banqueros ejercen sobre la política y la sociedad, los fraudes y engaños a millones de clientes…, por citar tan solo algunos hitos más costosos de esos últimos 45 años de historia financiera española.

El fracaso regulador del Banco de España en la última crisis fue apoteósico y a los españoles debería avergonzarnos que nadie haya pagado penalmente por él. Sus propios inspectores tuvieron que denunciar al gobernador Caruana por su actitud pasiva y complaciente ante el riesgo que se estaba acumulando (la carta de denuncia al ministro de Economía aquí). Y cuando sus errores comenzaron a surtir efectos lo que hizo fue aprobar cambios de normas para ocultar el daño y promover fusiones de entidades para entregar el sector a la banca privada que nos costaron todavía más dinero. Si al coste de la última crisis reconocido por el Tribunal de Cuentas (122.122 millones de euros) se le suman avales, créditos fiscales, ventas de activos, efectos de cambios normativos… la factura de la incompetencia y del apoyo del Banco de España a la banca privada debe superar los 300.000 millones de euros. Además de todo lo que eso lleva consigo, la desaparición de miles de empresas y la ruina o el desempleo de millones de personas.

Hasta el presidente saliente de la Comisión Europea, José Manuel Durão Barroso, lo reconoció abiertamente al afirmar que el Banco de España había tenido «errores muy importantes de supervisión» antes de y durante la crisis.

Aunque es muy ingenuo creer que esos errores lo hayan sido solo como consecuencia del azar o del desconocimiento. Son el resultado del fundamentalismo ideológico que se cultiva en su seno pero, sobre todo, de que el Banco de España es una institución puesta al servicio exclusivo del capital bancario privado. Caruana, a quienes sus inspectores denunciaron, como he dicho, por dejar hacer y permitir que crecieran la burbuja y los desmanes del sector, no hizo mal su trabajo. Al revés, hizo eso porque estaba ahí para hacer lo que hizo, permitir que se multiplicara el negocio bancario aunque fuese a costa de hundir a la economía española.

La prueba es que, después de esas denuncias y de que se hiciera patente el efecto de su gestión, pasó a ocupar un cargo directivo en el Fondo Monetario Internacional, a ser luego Director Gerente del Banco Internacional de Pagos y, por fin, a formar parte del Consejo de Administración del BBVA. El mismo destino final que han tenido otros gobernadores o altos directivos del Banco de España, como prueba definitiva de que no han sido servidores públicos sino empleados del capital privado. Lean, si no lo creen, El libro negro: La crisis de Bankia y Las Cajas. Cómo falló el Banco de España a los ciudadanos, de Ernesto Ekaizer.

El Banco de España tampoco acierta cuando hace pronósticos sobre el horizonte de los problemas económicos. En 2007, cuando ya se había iniciado la crisis, escribió en su Informe Anual sobre 2007 que lo que estaba ocurriendo era un simple «episodio de inestabilidad financiera», si acaso, con solo «algunas incertidumbres sobre la continuidad del crecimiento de la economía en horizontes más alejados». Y el año pasado, a pesar de haber hecho dos previsiones sobre la evolución del PIB, no acertó ni en la más optimista ni en la pesimista y su margen de error fue mayor que el de instituciones con muchos menos medios e información (una comparación con las de otros organismos aquí).

Sin embargo, a pesar de que su historia reciente está plagada de desaciertos, de incompetencia, de responsabilidad y de daño a la economía española, los dirigentes del Banco de España no dejan de pontificar como si fueran los únicos que saben lo que realmente conviene hacer.

¿Se imaginan a un médico al que se le murieran todos sus pacientes alardeando por el hospital de ser él quien únicamente sabe la terapia a seguir con los enfermos y queriendo imponerla a cualquier precio? Pues algo así es el Banco de España en nuestra economía. Nunca acierta, no sabe cumplir con su función y nos impone una carga multimillonaria a los españoles, pero se empeña en decirnos qué es lo que se debe hacer para resolver los problemas que sus propias medidas anteriores han provocado.

Ahora vuelve a la carga, metiéndose una vez más en camisa de once varas, pues esa no es la función que corresponde a un banco central. En su reciente Informe Anual insiste de nuevo en el mismo tipo de reformas que a su juicio hay que acometer para hacer frente a la crisis provocada por la Covid. Olvidando que si esta ha tenido un efecto tan grande ha sido, como acabo de señalar, justamente a consecuencia de las políticas de recortes de servicios públicos esenciales, de las laborales que han producido precariedad y desigualdad y de las financieras que han multiplicado la deuda que los dirigentes del Banco de España han impulsado en los últimos años.

En concreto, ahora aprovecha su publicación para reforzar la propuesta con la que el capital bancario, de la mano de sus representantes políticos, trata de capturar el ahorro de las clases trabajadoras, la llamada «mochila austriaca».

Esta consiste básicamente en un fondo constituido desde la empresa pero lógicamente a cargo de los salarios que se asigna a cada trabajador y que puede ser utilizado en caso de despido, de traslado, para actividades formativos o, si llegara el caso, para completar la pensión.

La propuesta se justifica desde hace tiempo diciendo que así se combate la dualidad entre trabajadores fijos y temporales, algo que no tiene mucho sentido porque este problema de nuestro sistema laboral más bien tiene su origen en la contratación fraudulenta. La realidad es que esta medida perjudicaría a las empresas que realizaran menos despidos, incitaría a llevarlos a cabo, desincentivaría la adopción de medidas de flexibilidad interna y no sería fácil que pudiera servir como fondo de pensión cuando los despidos, como cabe esperar que ocurra al desaparecer la indemnización, se reiteran a lo largo de la vida laboral.

Es cierto que teóricamente podría facilitar la movilidad (algo que ni siquiera se ha demostrado que ocurra en Austria) pero ese no es el problema principal de nuestro mercado laboral. En definitiva, prácticamente ninguna ventaja y una sola virtud: permitir que los bancos manejen el ahorro de los trabajadores, un botín suculento para hacer negocio especulativo en los mercados especulativos aunque, eso sí, a costa de un gran riesgo y volatilidad que antes o después pondría en peligro el patrimonio de las clases trabajadoras, e imponiendo más costes todavía a las empresas productivas que crean más empleo fijo.

También aprovecha el Banco de España para defender el mantenimiento de la última reforma laboral que básicamente supuso concentrar aún más poder de decisión en manos del empresariado, desequilibrando en mayor medida el ya de por sí desigual balance de fuerzas en nuestro sistema de relaciones laborales. Eso es lo único que parece interesarle.

Como he dicho, al Banco de España no corresponde hacer este tipo de propuestas de política económica y que, como todas, tienen un efecto muy desigual sobre el bolsillo y las condiciones de vida de la gente, pero no lo hace gratuitamente ni como fruto de la casualidad.

En su libro Guardians of Finance. Making Regulators Work for Us, James R. Barth, Gerard Caprio y Ross Levine demuestran que la crisis que comenzó en 2007 fue un «homicidio por negligencia» porque «los reguladores de todo el mundo sabían o deberían haber sabido que sus políticas estaban desestabilizando el sistema financiero mundial y, sin embargo, optaron por no actuar hasta que la crisis hubiera emergido por completo… mantuvieron políticas que alentaron el riesgo excesivo incluso sabiendo que sus decisiones incrementaban la fragilidad del sistema. Ha sido un desastre regulatoriamente inducido. Los reguladores pusieron en peligro a sabiendas sus economías en los diez o quince años antes de la reciente crisis».

Entre esos reguladores homicidas se encuentra el Banco de España que sigue empeñado en hacernos creer que darle todavía más privilegios y poder de decisión a la banca y a las grandes empresas, provocando así nuevas crisis, es la solución de nuestros problemas. Y no se pone freno a semejante desvergüenza e indignidad.

blogs.publico.es/juantorres/2021/05/14/hablo-el-banco-de-espana-la-institucion-que-mas-dinero-nos-cuesta-a-los-espanoles/

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Madrid: anatomía de un fracaso. Por si a algún trabajador le diera por leer

 

Madrid: anatomía de un fracaso

 

Por Miguel Suárez del Cerro

Rebelión

13/05/2021   

El fracaso de la izquierda en Madrid ha resumido, en una campaña electoral, el desolador espacio en el que nos encontramos. Es triste, sí, pero también ofrece una representación certera del modelo que se ha construido, donde triunfa la frivolidad. En un escenario así siempre va a vencer el neoliberalismo, su esencia se basa en evitar la conciencia de clase, el pensamiento crítico y la cultura como arma de transformación.

En esta campaña, a la banalización de las ideologías se ha unido, como no puede ser de otra forma, el poder reaccionario de la televisión, que no se halla solo en las tertulias políticas de canales conservadores, sino también en los programas de entretenimiento que llevan años aniquilando las mentes de la ciudadanía española. Algunos de sus responsables han llegado a aparecer en mítines de la izquierda. Es decir, los causantes de que nuestro país se halle atrapado en un desierto cultural, cada vez más agresivo con el pensamiento crítico y sus defensores, suben ahora a una tarima con el objetivo de lavar su imagen y, de paso, ganar algún que otro seguidor.

Aceptar las reglas del juego de la frivolidad nunca da buen resultado a la izquierda. Esto no quiere decir que todo partido de izquierdas necesite complejos discursos de tres horas, mesas redondas y libros de miles de páginas para ganar unas elecciones, sino que en la banalidad está perdido, la derecha siempre va a ofrecer propuestas más simples y consumistas, alimento para los instintos. Esto nos lleva a confundir lo esencial con lo accesorio, entrando en una industria que genera constantes caprichos insolidarios por encima, incluso, de los ya provocados por nuestra propia naturaleza.

Sin embargo, todo lo dicho hasta ahora es una mera descripción de hechos, hay que buscar las razones en la raíz de una cuestión llamada existencia. Un importante filósofo, que a lo largo de su vida se equivocó en muchas cosas, pero que acertó en lo esencial, nos dijo que rara vez encontramos recompensa a la fatiga, ya que la vida se revela ante nosotros como “una tarea a cumplir”, en vez de como “un goce a disfrutar”. Todo se convierte en “un mal negocio”, donde “los beneficios ni siquiera cubren los gastos”.

En los últimos años, muchos ciudadanos no han levantado cabeza. Hemos visto trabajadores despedidos que han tenido que ponerse una mochila amarilla al hombro y vender sus derechos subidos a una bici. La izquierda, como no puede ser de otra forma, se ha indignado ante esta situación y ha denunciado las agresiones del neoliberalismo. Sus medidas son las correctas, pero aceptarlas requiere esfuerzo y compromiso: implica renunciar a los servicios nacidos de la explotación y a la publicidad que acribilla sin piedad a la ciudadanía desde múltiples pantallas. Necesita fomentar previamente una comunidad comprometida con el bien común.

Con la pandemia, todos los factores mencionados se han agravado, se han sumado confinamientos, cierres perimetrales y otras limitaciones, con el objetivo de proteger a la mayoría. De nuevo, ha sido necesario un sacrificio, y se ha extendido más de lo previsto.

Por otra parte, en este tiempo, el modelo productivo y el consumo también se han revelado como un peligro real para el planeta. Esto ha generado un número cada vez mayor de normas y medidas para paliar lo que parece una catástrofe inminente. A pesar de la exigencia de sostenibilidad al ciudadano en estos ámbitos, el sistema económico ha ido por otro lado, generando trabajos cada vez más precarios y sueldos más bajos. Es muy difícil ser sostenible en un sistema que no lo es, que sigue exigiendo lo mismo a sus ciudadanos con menos sueldo, que provoca un estrés cada vez mayor y que impone el coche como única alternativa para poder realizar las labores exigidas por el patrón de turno.

Es decir, por un lado, se ven frustradas las promesas que debían aparecer por el esfuerzo y, por el otro, se exige un nivel de responsabilidad que el propio sistema que nos contrata no tiene. De esta forma, se genera un ser humano profundamente pesimista que se levanta a las cinco de la mañana para poder acudir a un trabajo que odia y en el que le pagan menos que hace cuatro años (si es que sigue en el mismo trabajo). Además, este ciudadano debe comprar productos sostenibles, tener cuatro bolsas de basura en casa y, a las seis, cuando sale hacia su horrible día en la empresa, dirigir sus hábitos a aportar su granito de arena a la lucha contra el cambio climático.

No hay en mi planteamiento crítica alguna a las medidas necesarias frente a los problemas citados, simplemente señalo lo complicado que es ponerlas en marcha en un marco de competitividad y ansiedad que impide la reflexión necesaria para aceptarlas.

Al final, como esbozó de forma exagerada y surrealista La hora del cambio, al trabajador le empieza a importar poco que los polos se derritan y, en el fondo, ya no ve tan mal que en unos años el país sea devorado por una masa de agua o que nos coma el sol o que la mierda llene por completo el mar. Y no le podemos culpar por olvidar los peligros que amenazan al planeta, porque la extinción se convierte en un plan mejor que el de un día cualquiera.

Mientras el pesimismo le asfixia, la televisión le ofrece imágenes de millonarios bebiendo en piscinas y enseñando sus casas; crea realidades paralelas en una cocina, un concurso musical o una isla; muestra adolescentes (millonarios también) bailando y jugando a videojuegos; aplaude a una marquesa haciendo bromas en prime time; y, por si fuera poco, le somete a una exposición constante a las simpáticas ocurrencias que una nueva cara de la derecha expresa diariamente. Todo es mucho más divertido que esos señores enfadados impidiéndole salir de marcha y exigiéndole cuatro bolsas de basura en casa.

Además, esto no es nuevo. La televisión lleva años inoculando veneno, los superhéroes hollywoodenses salvan cada vez más el mundo, los libros superventas sobre conspiraciones internacionales ya han marginado por completo al resto de obras y los éxitos musicales ya no hablan de abrir las grandes alamedas.

Ante esto, llega alguien sin escrúpulos que es capaz de decir a los oprimidos (por un sistema que ella misma defiende) que lo importante es poder tomarse, tras el trabajo, una caña en un bar. En resumen, es mejor pasárselo bien un rato en una destrucción inconsciente al estilo Leaving Las Vegas que descubrir que eres el protagonista de una película de Ken Loach. Y gana.

El pasado martes ha empezado a escribirse “la tragedia de la banalidad”, producida por “circunstancias ordinarias y, por ello, más ineluctable”, de la que nos habló Houellebecq en su libro sobre el filósofo triste.

Esta banalidad ha cobrado especial importancia cuando la izquierda ha aceptado luchar en ella. Los mensajes básicos de la izquierda se han mantenido, pero adquiriendo una infame forma comercial. Ya no se habla del Simone de Beauvoir, se habla de Wonder Woman; ya no se habla de lucha obrera, se habla de acceso universal a la moda low cost; ya no se habla de Chomsky, se habla de Kamala Harris. Todos estos nuevos ídolos tienen el discurso muy corto, muy banal, por lo que lo aliñan con denuncias absurdas, condenando libros, películas, cuadros… Incluso ponen carteles anunciadores para advertir que Lo que el viento se llevó no representa la época actual o hacen reinterpretaciones profundamente absurdas de las creaciones de Allen, Nabókov o Bertolucci. Parte de la izquierda internacional ha admitido el mensaje estadounidense de una sublimación freudiana mal entendida y con trasfondo mercantil.

Este proyecto de estilo de vida moralista no solo no ha ayudado, sino que ha provocado actos de autocensura y mercantilización narrativa poco recomendables para el desarrollo artístico, dando a entender que la sociedad no tiene el suficiente juicio crítico para analizar las verdaderas obras de arte en toda su complejidad, sin una pegatina que les advierta, y permitiendo una producción en masa de poco valor.

Con la mitad de las obras clásicas marginadas y la otra mitad mal vistas, la telebasura (donde podemos meter también un 99% de las series y un 90% de las películas que hoy nos llegan) ha tenido el camino libre para conformar una mentalidad adecuada a su negocio, sumando a su causa a informativos, tertulias políticas y otros programas de actualidad. Toca entretenerse porque la vida es un mal negocio del que solo podemos escapar a través de la frivolidad.

Pero se equivocan, porque aquel filósofo pesimista sí citó modos de moderar este sufrimiento. Entre ellos, estaba el arte como contemplación pura. Un arte en el que hoy nos podríamos encontrarnos con los problemas existenciales, políticos y sociales de las personas, y analizarlos de forma sosegada y profunda. Ahí está la clave de los movimientos sociales exitosos que se han conformado en nuestro país y de las victorias históricas de la izquierda.

Sin la creación artística, la izquierda no puede luchar contra el entretenimiento banal de la derecha. Las cañas de las terrazas del capitalismo siempre van a ser mejores, pero ellos carecen de obras de arte; mientras que nuestra ideología rodó la huelga más vanguardista del cine, cantó a sus víctimas al alba y exigió pan, pero también rosas.

Esto podría parecer una tontería si no fuera porque es la base sobre la que nace la justicia social, la base intelectual que propicia una sociedad que lucha por los servicios públicos, que pone en valor una sanidad y una educación universal.

Paradójicamente, una parte acaba votando a aquellos que han robado derechos y que favorecen a defraudadores con sus leyes. ¿Por qué? Porque estamos en su juego. La izquierda trata de hacer encaje de bolillos para moderar las agresiones que provoca este sistema, pero a veces el equilibrio se rompe y el trabajador responsable, que recicla y compra productos sostenibles, es sepultado. En este momento, descubre en la televisión, entre reality y reality, a una chica que le dice que vive en el mejor lugar del mundo y que si echamos a los comunistas que le roban sus impuestos, su vida va a cambiar. Y en un país donde la telebasura ha ocupado tanto espacio, el escudo cultural contra las mentiras no existe, y el fraude triunfa.

Nos han vencido porque hemos aceptado sus reglas, las mismas que nos llevan a dar la razón a ese filósofo que hablaba del mal negocio de la vida, un tal Arthur Schopenhauer. En ese pesimismo que se hereda de padres a hijos, no hay lugar para la solidaridad fiscal, solo para la victoria del más fuerte.

La izquierda no puede ganar cuando el pueblo está esperando a un tipo con capa que venga a salvarle desde Gotham City y que, en el fondo, es un fascista. Podemos intentarlo varias veces, como los enamorados de La suerte está echada, de Sartre, pero al final siempre fracasaremos, como ellos. Porque aquel que no tiene tiempo, no puede dedicar unos minutos a pensar en todo lo que puede perder.

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Chile. La política, y en consecuencia la economía empezará a cambiar en Chile. Y ese cambio no se debe a que dos o tres galopines de la galopona de la política muy listos lo hayan producido, sino porque los trabajadores (que son y somos la inmensa mayoría de la sociedad) se han movilizado organizadamente y no han estado esperando a que la sopa boba cayera del cielo. Moraleja… (Piense usted, hombre, hágame el favor, a ver si entre todos los trabajadores, que somos muchos y acojonamos cuando nos ponemos en nuestro sitio, somos capaces de dar con la jodida moraleja esa que a mí me trae como puta por rastrojo)

 


En la megaelección para la Convención Constitucional, alcaldías, consejos municipales y gobernaciones regionales, después de décadas de derrotas acumuladas, el pueblo de izquierda alcanzó en Chile una rotunda y significativa victoria.

Chile: irrumpe la potencia constituyente de los pueblos

 

Pablo Abufom

El Viejo Topo

20 mayo, 2021 

 

Un manifestante en Chile. Fotografía: El País de Cali

Una victoria, por fin

Si hace tan solo dos años nos hubiesen dicho que hoy estaríamos analizando los resultados de un escenario político en el que irrumpen los pueblos movilizados, se desploma la vieja Concertación y cae derrotada la derecha, nos hubiese parecido inverosímil. Es que parece que demasiadas cosas han cambiado en Chile desde octubre del 2019 en adelante.

La megaelección de los días 15 y 16 de mayo, en la que se eligieron representantes para la Convención Constitucional, alcaldías, consejos municipales y gobernaciones regionales será un hito que resonará durante décadas. Pero su potencia no está dada por los resultados electorales, sino por el modo en que esos resultados expresan en el terreno de la gran política nacional la potencia destituyente de la revuelta popular que estalló el 18 de octubre del 2019, y que se venía incubando durante más de tres décadas de precarización de la vida y de democracia autoritaria. Ese régimen transicional pactado por la centroizquierda, la derecha y los militares hacia el fin de la dictadura está hoy herido de muerte. Lo que ocurra en los próximos dos años, mientras dure la Convención Constitucional, marcará los contornos de las disputas políticas del futuro.

Uno podría resumir el resultado de esta elección de la siguiente manera: la derecha conformada por el pinochetismo y sus sectores renovados fue derrotada en toda la línea, un golpe que ya acusan sus portavoces en el gobierno y el parlamento. Los partidos de la vieja Concertación languidecen en su posición cada vez más minoritaria. La izquierda organizada en partidos como el Frente Amplio y el Partido Comunista logra un avance significativo en gobiernos locales, regionales y en la Convención Constitucional. La izquierda por fuera de los partidos, arraigada en movimientos sociales feministas y medioambientales, irrumpe con una fuerza que nunca había tenido en la historia del país. Todo indica que estamos ante un cambio significativo del ciclo político, en el que una orientación diversa pero abiertamente de izquierda (que en Chile se ha articulado en torno a su oposición firme al neoliberalismo), logra un pie mayoritario en un ámbito que le había sido vedado durante décadas.

La tradicional elite política chilena ha planteado su lectura de las elecciones del pasado fin de semana: se trataría de un «mensaje» a la «clase política» sobre su falta de «sintonía» con las aspiraciones de «la gente». El gobierno y las fuerzas neoliberales de centroizquierda han entendido su derrota como un voto de castigo. Pero todo indica que los pueblos de Chile asistieron a las urnas a imprimir un voto programático: un voto por derechos sociales garantizados, un voto por la socialización de las aguas, un voto por el fin del neoliberalismo. Podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que después de décadas de derrotas acumuladas, el pueblo de izquierda alcanzó en Chile una victoria significativa.

Pero se trata de un éxito atravesado por la amargura de la prisión política de miles de personas encarceladas por su participación en la revuelta, la mutilación de cuerpos y comunidades por parte de las Fuerzas Armadas y de Orden y una crisis económica-sanitaria que ha golpeado a la mayoría de la población con una intensidad que no veíamos desde comienzo de los 1980, y de la cual habrá secuelas físicas y sociales de larga duración. Es evidente que esta irrupción en el proceso constitucional no conducirá a cambios inmediatos en estas circunstancias, pero a esta hora ya es evidente que representa una oportunidad gigantesca para articular la potencia social y política capaz de acabar con la impunidad y mejorar de manera contundente las condiciones de vida de los pueblos que habitan Chile.

Buenos resultados…

El 15 de noviembre del 2019, con el propósito explícito de aplacar la revuelta popular de octubre, todas las fuerzas políticas, excepto el Partido Comunista, firmaron el Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución. Con este Acuerdo, el partido del orden transicional (formado por la derecha tradicional de Chile Vamos y la centroizquierda tradicional de la exConcertación/exNueva Mayoría) retomó un importante margen de iniciativa ante la impugnación masiva que ya llevaba un mes ocupando las calles. El punto cúlmine de esa movilización de masas fue la Huelga General del 12 de noviembre que puso en aprietos al régimen. El Acuerdo vino a ser un salvavidas, pero de todos modos abrió un inédito y contradictorio proceso constitucional que hoy muestra sus primeros frutos.

La Convención Constitucional estará formada por 155 Convencionales, 81 mujeres (53%) y 74 hombres (47%), que tendrán a su cargo la redacción de una nueva Constitución para Chile. Se tratará de un órgano sin mayorías absolutas, en la que puede avizorarse tanto una disputa abierta en torno al carácter del Estado, el régimen de propiedad privada, el tipo de democracia y los derechos sociales, como una fuerte reorganización del terreno político de la mano de las posibles alianzas entre bloques. Dado que la reforma constitucional que dio respaldo legislativo a la formación de la Convención establece que los acuerdos en ella deben alcanzarse por una mayoría de 2/3 del total, ese 1/3 capaz de bloquear acuerdos había sido el consuelo de los tontos de la derecha, quienes se imaginaban alcanzando poder de veto ante la imposibilidad de imponer su proyecto. Veremos que ni siquiera para consolarse les dio. No olvidemos, entonces, que un bloque que alcance el 33% podría bloquear acuerdos en la Convención.

Quisiera concentrarme en visualizar esas posibles alianzas que permitirían darle sentido a una Convención Constitucional (CC) para este nuevo ciclo político. Si uno simplemente divide la CC entre partidos de gobierno y fuerzas de oposición (desde la Democracia Cristiana hasta sectores independientes de izquierda), nos encontramos con que las fuerzas de gobierno concentran 37 escaños (23,9%) y la oposición 114 (73,5%). Pero aparte de mínimos realmente mínimos, es poco probable que ese eje signifique mucho en lo que sigue, si se considera la reorganización que ocurrirá en los sectores más derechistas de la Concertación, que buscarán un piso firme en la derecha más que en un terreno demasiado izquierdizado para su gusto. Otro escenario, quizá más realista en cuanto a acuerdos gruesos dentro de la CC, tendría a la derecha y el centro (Chile Vamos + Democracia Cristiana + Partido Radical) con 40 convencionales (25,8%), a la centroizquierda (PS-PPD-PRO-PL + INN) con 33 (21,3%) y a la izquierda (Apruebo Dignidad + sectores de izquierda en independientes y en escaños reservados para pueblos originarios) con 78 (50,3%). No puede asumirse que esa mayoría simple se establezca firmemente, porque tanto los sectores independientes de izquierda como los escaños reservados para pueblos indígenas incluyen movimientos o sectores que han expresado una abierta desconfianza a los partidos políticos en general. Pero parece ser esa la mejor oportunidad para un bloque con verdadera capacidad de incidencia en la Convención Constitucional, así como un espacio de auténtico debate programático y estratégico para el ciclo que se abre.

Cabe destacar la clara irrupción de la izquierda y los movimientos sociales que se ubican por fuera de los partidos políticos. La Plataforma Constituyente Feminista Plurinacional, que reunió a candidatas feministas de todos los territorios bajo la consigna “si entra una, entramos todas”, sobrepasó su propia consigna con un total de cinco escaños en la Convención. La llamada “Lista del Pueblo”, que articuló la estética de la revuelta de octubre y la trayectoria de centenares de militantes sociales, logró 26 asientos en la CC, incluso superando a los partidos de la exConcertación. Finalmente, en un proceso con 17 cupos reservados para Pueblos Originarios, habrá 7 escaños para el pueblo mapuche, dos de los cuales serán ocupados por el exalcalde Adolfo Millabur y la machi Francisca Linconao, que representan trayectorias políticas mapuche muy significativas en las últimas décadas.

… y grandes desafíos

Pero el entusiasmo de hoy debe convertirse en el análisis riguroso de los próximos días. Algunos aspectos que requieren mayor análisis son la sorpresiva baja participación (en promedio, 42,5%) que contrasta con la masiva participación en el Plebiscito Constitucional del 25 de octubre del 2020. Además, uno de los principales distritos del país, en los que competían al menos cuatro candidatas feministas con una trayectoria significativa, quedaron fuera de la Convención por el sistema de arrastre por pacto que rige en esta elección. En este caso, como ha señalado Alondra Carrillo, de la Coordinadora Feminista 8M y electa para la CC por el D12, “la paridad se nos presenta como un techo y una exclusión, una reafirmación de la presencia de los varones cuando nosotras fuimos mayoría”.

Junto con lo anterior, fuerzas que por trayectoria social podrían haber tenido un lugar en la Convención quedaron fuera. La Central Unitaria de Trabajadores no consiguió entrar, y la Coordinadora Nacional NO+AFP (que lleva años luchando por un nuevo sistema de Seguridad Social) solo entró con una de sus voceras, pese a que ambas organizaciones levantaron candidaturas en muchos territorios. No parecen triunfar los movimientos sociales en general, sino aquellos que han construido su fuerza en torno a las nuevas subjetividades populares (trabajadoras en un sentido amplio, feministas y disidentes, plurinacionales, ecologistas y estudiantiles) que se afianzaron con la revuelta, dejando en segundo plano a las direcciones sindicales tradicionales.

Más allá de los números, la primera gran batalla de la Convención Constitucional girará en torno a las normas que regirán su funcionamiento. Aquí, la principal tensión se dará entre los sectores que llaman a respetar de manera literal los términos del Acuerdo del 15 de noviembre y aquellos que plantean impugnar esos términos por su origen y su carácter antidemocrático, en la medida en que establecen limitaciones formales (los 2/3 de los acuerdos, ninguna participación popular en el proceso) y de fondo (que no se puedan revisar tratados internacionales o el carácter de República). Los sectores antineoliberales, con mayoría, tendrán la oportunidad para imponer su impugnación siempre y cuando no retrocedan ante las acusaciones fariseas de la derecha y la Concertación.

En un ámbito estrechamente relacionado a esto último, debemos poner mucha atención al pacto entre el Partido Comunista y el Frente Amplio, que avanzó significativamente en alcaldías y gobernaciones. El Frente Amplio, que hoy saca cuentas muy alegres, ha representado una renovación de las fuerzas progresistas con cuadros jóvenes, al mismo tiempo que ha asumido una posición subordinada al modo transicional de la política, poniendo la gobernabilidad por sobre la ruptura del régimen en momentos cruciales de la historia reciente (como el Acuerdo del 15N o las leyes represivas que le siguieron), mientras que el Partido Comunista, cauto como buen partido centenario, ha logrado transitar con mucha mayor habilidad entre la colaboración con la centroizquierda y la adscripción firme al antineoliberalismo. Que estos sectores superen su propio  sectarismo y reconozcan que no son la única izquierda va a ser clave para conformar la mayoría antineoliberal que se requiere en la Convención Constitucional.

¿Qué sigue?

Todo lo anterior plantea un inmenso desafío para las fuerzas anticapitalistas en Chile. En primer lugar, nos pone más cerca que nunca ante la posibilidad de articular un referente de izquierda cuyos pilares políticos sean el feminismo y el anticapitalismo, y ya no tan solamente un marco reivindicativo por los derechos sociales o las mejoras inmediatas de las condiciones de vida. El tiempo político abierto por esta Convención Constitucional en la que irrumpe la potencia constituyente de la revuelta es una oportunidad para avanzar en esa tarea porque representa un espacio eminentemente programático, en el que se enfrentarán no solo las capacidades de maniobra en el pasillo, sino también capacidad de disputar el proyecto de sociedad que logrará convertirse en sentido común de la clase trabajadora.

En ese sentido, podemos decir que está consolidada la potencia destituyente de la revuelta, y que desde hoy se pone a prueba su potencia constituyente, su capacidad de convertir la impugnación del régimen político y económico del 88 en una alternativa de mayorías. El principal desafío de este momento constituyente lo tendrán los sectores independientes de izquierda y de movimientos sociales, en particular el feminismo plurinacional, ya que enfrentarán la ambición del progresismo por encabezar el proceso. El proceso de la Huelga General Feminista se ha convertido en la articulación programática más significativa de las últimas décadas, y el feminismo se ha ido convirtiendo en el verdadero socialismo del siglo XXI: como decían las feministas en los 1980, «socialismo y mucho más». En torno a ese programa se concentra tanto la lucha contra la precarización de la vida como la aspiración a una sociedad que jamás ha existido aún, una sociedad que solo puede conquistarse en contra del capitalismo y su barbarie.

Finalmente, todo lo anterior requiere una fuerte continuidad de la revuelta tanto a fuera como dentro de la Convención Constitucional. Diversos sectores de la izquierda y los movimientos sociales han señalado la necesidad de “desbordar” y “asediar” la Convención desde la movilización popular en las calles y los territorios, asegurando que el proceso sea expresivo de esa potencia constituyente y no ocurra a espaldas de los pueblos. Esta necesidad de desbordar no puede ser solo una frase radical en una práctica meramente legislativa. Debe convertir en poder popular constituyente la energía de esas millones de personas que se han volcado a construir candidaturas independientes, a debatir sobre los contornos de una nueva Constitución, a organizar la sobrevivencia en medio de la pandemia y fortalecer la resistencia ante la represión policial y judicial.

Con respecto a la Convención, esto implica necesariamente abrirla a la participación popular mediante espacios de propuesta y deliberación desde las bases, plebiscitos vinculantes para resolver las materias en las que no hayan acuerdos claros entre convencionales y recoger los esbozos programáticos que durante décadas han construido los movimientos sociales en Chile. Con respecto al proceso político que excede a la Convención, es necesario aprovechar cada momento de visibilidad constituyente para demandar el fin del terrorismo de Estado y la impunidad, especialmente en territorio mapuche, y fortalecer y articular los procesos de autoorganización que la clase trabajadora plurinacional de Chile ha levantado para hacer carne su ofensiva contra el régimen.

Esta contraofensiva tiene como punto de partida acabar con la Constitución neoliberal y antidemocrática de 1980, pero al menos hoy se vuelve imaginable que tenga su punto de llegada en una transformación estructural liderada por los pueblos y la clase trabajadora.

Fuente: Jacobín América Latina.

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