sábado, 5 de noviembre de 2022

Los países capitalistas rechazan en la ONU investigar las armas biológicas instaladas en Ucrania

 

Los países capitalistas rechazan en la ONU investigar las armas biológicas instaladas en Ucrania

 

Insurgente.org / 4 noviembre 2022

 

El Consejo de Seguridad de la ONU rechazó una propuesta de resolución presentada por Rusia para investigar el programa de armas biológicas que ha desarrollado Ucrania con el apoyo de EE.UU.

El texto obtuvo el significativo apoyo de China, por lo que fueron dos votos.

Estados Unidos, Francia y el Reino Unido votaron en contra de la propuesta, mientras que los otros diez miembros del Consejo de Seguridad -todos los no permanentes- se abstuvieron.

El embajador adjunto ruso, Dmitry Polyanskiy, acusó con vehemencia a las potencias occidentales capitalistas de «tener miedo» al establecimiento de esta comisión de investigación, y advirtió que no cesará de insistir en este tema trascendental.

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Ferrocarriles y razón de Estado

 

Ferrocarriles y razón de Estado

 

Por Manuel Rodríguez Illana

Rebelion / España

 | 03/11/2022 | 

 

Fuentes: Viento Sur


Esta semana han tenido lugar la Semana Internacional de Cine de Valladolid y la reanudación de las sesiones del juicio del accidente ferroviario de 2013 en el que un ferrocarril, que viajaba de Madrid a Ferrol, descarriló a unos tres kilómetros de la estación de Compostela, con un estremecedor resultado de 140 personas heridas y 81 fallecidas. Dos acontecimientos aparentemente inconexos pero que guardan entre sí un elemento común: en la sexagésima edición de la Seminci recibió una mención especial el documental de investigación sobre las causas del accidente Frankenstein 04155, dirigido por Aitor Rei.

Con motivo del comienzo del citado juicio a principios de mes, La Hora de la 1 de TVE conectó en directo con Jesús Domínguez, presidente de la Asociación Plataforma Víctimas Alvia 04155 y superviviente de la tragedia, quien, al final de su intervención, protestó por el hecho de que la televisión pública española no emitiera un audiovisual, que sí se había en el Parlamento Europeo, sobre “la tragedia ferroviaria más grave de la democracia”, lo que consideró “una prueba más de que hay censura” en el Estado español. “A ver si es verdad, porque lo que queremos son hechos; no palabras”, terminó Domínguez.

Lejos de reconocer, o al menos no contradecir el señalamiento del presidente de la asociación de víctimas, la presentadora Silvia Intxaurrondo se permitió alegar que “El hecho de que no se emita un documental no quiere decir directamente que haya censura” y en cuanto despidió a Domínguez se aprestó a mirar su reloj indicando la hora para, con una radiante sonrisa, dar paso a la correspondiente pausa promocional anunciando la cobertura de otra serie de asuntos a la vuelta.

El portavoz de las víctimas había apuntado previamente varios elementos. En la época del accidente “Un contrato de 13.000 millones de euros para construir 510 kilómetros de vía férrea y explotarla durante 40 años”, con una estimación de “más de 8 millones de clientes al año”, y “todo ello a cambio de un canon” de “26 euros por tren y kilómetro”, eran “las apetitosas condiciones del concurso para la construcción de la primera línea de alta velocidad brasileña, en el que las empresas españolas […] tenían casi todas las papeletas para ganar”. Aunque actualmente abandonado, por aquel entonces “Poco más de una semana después del descarrilamiento del Alvia Madrid-Ferrol, y con la investigación sobre sus causas aún en marcha”, la perspectiva de aquel posible contrato hizo que el Ejecutivo de M punto Rajoy movilizara a los ministerios de Exteriores, Economía y Fomento “para que, junto a las empresas contratistas de la Alta Velocidad Española (AVE)”, transmitieran “un mensaje de calma al exterior”. El objetivo era que los consorcios en los que participaban las empresas españolas públicas y privadas pudieran seguir optando a las licitaciones de construcción de ferrocarriles en el extranjero “sin ser penalizados por las normativas de los mismos, que exigen a las empresas no haber registrado accidentes mortales en los últimos cinco años”.

Eso podría explicar, entre otras cosas, que el “presidente del Administrador de Infraestructuras Ferroviarias (Adif)”, Gonzalo Ferre, intentara “lavarse las manos en cuanto a la posible responsabilidad de su empresa en el accidente del tren Alvia Madrid-Ferrol” culpando “directamente al maquinista, Francisco José Garzón”, a pesar de los testimonios que lo describen como un profesional “ejemplar”, “muy sensato, quizá, hasta demasiado tranquilo”, que “no era de los que corriera”, “muy sentido”, con “un expediente “intachable” y que nunca había sido sancionado. En 2017 la Agencia Ferroviaria Europea dictaminó que el riesgo en la curva de Angrois “fue identificado” y el gestor de la infraestructura (Adif) tenía que haberlo gestionado para reducirlo pero no lo hizo. Christopher Carr, el jefe de la unidad de seguridad de aquel organismo, concluyó tras estudiar el caso que “el riesgo fue identificado” pero “exportado al conductor”.

Dos ministros de Fomento, José Blanco (PSOE) y Ana Pastor (PP), bajo cuyos mandatos se aprobó la alta velocidad a Galicia, negaron tras el accidente prisas para abrir la línea de alta velocidad. Ambos comparecieron cerrando en febrero de 2019 la comisión parlamentaria de investigación del accidente del Alvia, donde Blanco también negó un pacto de silencio con Pastor y se confesó arrepentido de no haber aceptado en su momento comparecer allí. La segunda, por su parte, aseguró no haber intentado nunca tapar nada en la investigación, ni dar instrucciones para que no se reabriera, ni incurrir en injerencias políticas para no perjudicar a Renfe en licitaciones internacionales. Sin embargo, Pastor se implicó personalmente durante su mandato como ministra en cubrir las responsabilidades institucionales en el accidente presionando a la entonces comisaria europea de Transportes, Violeta Bulc, con una misiva de mayo de 2016 en la que advertía a la segunda de que “el Reino de España” se reservaba “el derecho de adoptar medidas” ante la supuesta “indefensión” que “pudiera ocasionar” el informe de la Agencia Ferroviaria Europea de la UE, firmado por el arriba mencionado Christopher Carr. El documento concluía que el accidente de Angrois aún “no” había “sido estudiado de forma independiente”, como exigía la normativa europea, y pedía que se hiciera.

Es evidente que en las decisiones de los sucesivos ministerios de Fomento de una y otra facción del bipartidismo español pesaban los intereses de las grandes compañías implicadas en la construcción de las infraestructuras de alta velocidad, entre las que, por ejemplo, se encontraba Cobra, integrante de la unión temporal de empresas a la que se había concedido la implantación del sistema de seguridad de Angrois y por entonces división industrial de ACS, la empresa presidida por Florentino Pérez, también dirigente del Real Madrid.

A esta constante colusión de intereses entre el estamento de la alta política estatal y las macrocorporaciones, definida por el diputado de Esquerra Joan Margall en el Congreso español a través de una gráfica sinécdoque como “una economía donde gana siempre el palco del Bernabéu”, debemos sumar, no obstante, la propia ideología que sustenta al Estado. En este sentido, el propio José Blanco ha afirmado no hace mucho, en relación con el AVE: “una apuesta como esta es también por la cohesión territorial de España, por lo que no creo que haya que mirar solo la rentabilidad económica”. Se trata de “un esquema radial de comunicaciones cuyo principal beneficiario histórico ha sido”, como tantas veces, “Madrid en detrimento de la periferia peninsular”, como lo describe Carlos Taibo (Sobre el nacionalismo español, 2004, p. 91). Con el control ejercido por la dinastía borbónica a partir del siglo XVIII se instauró un régimen centralizado y castellanizado a imagen del modelo francés, uno de cuyos aspectos es la construcción de una red radial de carreteras con cargo a la Corona (a los PGE de entonces), a diferencia de la tradición anterior mediante la que, de acuerdo con un criterio económico, la apertura y conservación de caminos era cometido de los municipios, que corrían con los costes en función del uso previsto (Germà Bel, España, capital París, 2012). Tal es así que “Desde que el presidente José María Aznar asentara como hito de la política de infraestructuras «una red ferroviaria de alta velocidad que, en 10 años, situará a todas las capitales de provincia a menos de cuatro horas del centro de la península»” (Diario de Sesiones del Congreso, 25 de abril de 2000, p. 29), los sucesivos ministros de Fomento han ido proclamando sentencias épicas como la de Magdalena Álvarez (PSOE), quien se ufanaba de estar “cosiendo España con hilos de acero” como “verdadera forma de hacer país, de defender la unidad de España” (Diariosur.es, 11/V/2008); y con pespunte en Madrid, claro está.

Tampoco se detuvo en matices la mentada Ana Pastor (PP): “cuando se puede uno mover en igualdad de condiciones, las personas somos más iguales. No hay nada que dé más cohesión interterritorial que tener una buena infraestructura ferroviaria”. El problema es que, como suele suceder, unos somos más iguales que otros; verbigracia, los primeros, hablando en el plano territorial, sería Madrid, donde se ha decidido que confluyan todos los caminos, así como, en cuando a las clases sociales, las que gozan de rentas medias-altas y altas, usuarias recurrentes del AVE a favor de las cuales se genera una enorme redistribución regresiva de la que se han beneficiado igual y primordialmente las grandes empresas de la construcción de obra pública en un contexto de reducción del gasto público en educación, sanidad y otras áreas sensibles. El dato de la exministra Pastor es cierto en tanto el Ministerio de Fomento presupuestó 4.188 millones para AVE en el año en que se emitió el reportaje en el que intervenía. En cambio, frente a ello los cercanías ferroviarios, cuyo servicio es mucho más importante e insustituible, recibió 28,5 millones, porque el AVE en el Estado español “no responde a una política de transporte al servicio de la productividad y el bienestar, sino que es un caso paradigmático de ideología administrativa en estado puro”.

En el mencionado documental Frankenstein 04155 aparecen “en imágenes de archivo, porque no quisieron participar en la cinta”, los arriba citados Ana Pastor y José Blanco, el antecesor en el cargo de la primera y “que inauguró la línea entre A Coruña, Santiago y Ourense”, tachada por un exdirectivo de Renfe como “«chapuza» en el documental de Rei”. Como en tantas ocasiones, a diferencia de las televisiones de ámbito estatal, solo TV3 fue capaz de dedicar atención a este tipo de temáticas de interés social y político proyectándolo el 29 de enero de 2019 en horario de máxima audiencia y obteniendo con ello el respaldo del 20,2% del share (también lo emitió la televisión pública valenciana, aunque de madrugada y por tanto sin alcanzar similares cuotas de audiencia.. Es más, la televisión pública catalana dedicó parte de su programa Els matins la mañana de ese mismo día a hablar del documental, así como de la citada comisión de investigación parlamentaria en el Congreso de los Diputados.

De hecho, frente a las apologías de TVE en tanto supuesta campeona de la libertad de información, como la que hizo Silvia Intxaurrondo en el espacio matinal de La 1, ni ella ni su compañero Marc Sala mencionaron que dos días antes de su diálogo con el portavoz de las víctimas, Jesús Domínguez, varios medios habían difundido que una campaña en la página Change.org para pedir precisamente a TVE que emitiera el documental ya sobrepasaba las 62.000 firmas. Otro balón pateado fuera del área del ente público estatal por Intxaurrondo fue el hecho de que PP y PSOE coincidieron en vetar su proyección en la referida comisión parlamentaria que investigaba el siniestro, a pesar de que en otra similar del mismo año, dedicada a la tragedia de un avión de la compañía Spanair en el aeropuerto de Madrid, sí se había permitido la emisión de otro documental respectivo sobre este último suceso. La razón de Estado pesa, y mucho.

Manuel Rodríguez Illana (1975, Sevilla, Andalucía) es doctor en Periodismo, licenciado en esa especialidad y en Psicología y profesor de Lengua Castellana y Literatura en la enseñanza secundaria. Como analista mediático es autor de El españolismo sonriente (2017), Por lo mal que habláis (2019) y Andalucía, basurero del Estado español (2021) en Editorial Hojas Monfíes, así como El esclavo feliz (2022) en Secretolivo Ediciones. Es miembro del Laboratorio de Estudios en Comunicación (Ladecom) de la Universidad de Sevilla y del Grupo de Análisis de Noticias sobre Divulgación Lingüística, las Lenguas de España y sus Variedades (Lengua y Prensa) de la Universidad de Málaga.

Fuente: https://vientosur.info/ferrocarriles-y-razon-de-estado/

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¿Cuanto capitalismo pueden soportar nuestras democracias?

 ¿Qué queda de la democracia? Un conjunto de procedimientos formales para elegir a la clase política, el sometimiento a una constitución cada vez más nominal y el predomino de poderes económico-financieros que imponen sus reglas a la soberanía popular.


¿Cuanto capitalismo pueden soportar nuestras democracias?


Manolo Monereo

El Viejo Topo

5 noviembre, 2022 

 


“Sin homogeneidad social, la más radical igualdad formal se torna la más radical desigualdad y la democracia formal, dictadura de la clase dominante”

Hermann Heller, 1928

Es una de las paradojas de la época: cuanto más se habla de democracia, más alejada está esta de su ejercicio cotidiano y de sus fundamentos jurídico-constitucionales. Es más, se está usando como arma de guerra para justificar y legitimar el conflicto con Rusia y, sobre todo, el que se prepara meticulosamente contra China. La palabra democracia sirve para todo menos para lo que sería fundamental: garantizar el autogobierno de las poblaciones.

El término democracia liberal se emplea mucho en este último periodo. Es el caso típico –analizado sabiamente por Charles Taylor– de colonización del imaginario social derivado de la literatura académica y promovido por los medios comunicación masivos. Las definiciones nunca son neutras. Definir las democracias realmente existentes en Europa como liberales significa, cuando menos, una ruptura que supone, de un lado, borrar una experiencia histórica genuinamente europea y, de otro, introducir un concepto que normaliza una deriva política, una transición que se intenta presentar como una simple continuidad. Dicho de otra forma, la democracia liberal, aquí y ahora, no sería solo un concepto académico sino un programa, una estrategia discursiva que le pone nombre a algo que se está ya haciendo en la práctica.

Intento explicarme. Desde el punto de vista histórico, las democracias europeas surgidas después de la derrota del fascismo en la II Guerra Mundial se basaban en un tipo de Estado y en un sistema político diferenciado y alternativo a las democracias liberales. No se trata de un juego de palabras, se consideraba que estas últimas habían sido culpables de los grandes conflictos sociales, de las guerras civiles y de las emergencias de los Estados autoritarios. ¿Qué significaba en este contexto las democracias liberales? Un tipo de régimen político basado en el predominio de una sólida y maciza oligarquía financiera, empresarial y terrateniente que no reconocía la autonomía política y organizativa de las clases trabajadoras y que rechazaba el conflicto de clases. La República de Weimar fue el intento, fallido, para superar un viejo sistema de poder, una determinada configuración de unas clases dominantes que siempre vieron a la democracia de masas como un peligro, una amenaza sus privilegios y creencias.

El “constitucionalismo social” fue la gran propuesta de una Europa que había cambiado las relaciones de fuerzas existentes y, sobre todo, que tenía miedo a la revolución. Hoy se tiende a olvidar que, en muchos países europeos, la II Guerra Mundial fue una guerra civil que unió estrechamente a las derechas con los ocupantes y que la resistencia fue protagonizada esencialmente por la izquierda socialista y comunista. La presencia de los tanques soviéticos en Berlín y el protagonismo popular en la resistencia crearon las condiciones para superar los viejos regímenes liberales y autoritarios. El pacto keynesiano fue el intento de crear un tipo de capitalismo organizado que superara las crisis recurrentes, promoviera el pleno empleo y una más justa redistribución de la renta. De aquí surge el concepto Estado social, cuyo centro fue hacer compatible capitalismo y democracia.

Sin embridar al capitalismo, sin regular los mercados y sin reconocer la autonomía de las clases trabajadoras, el Estado social no sería posible. Se partía –es bueno subrayarlo aquí y ahora– de que existía una contradicción sustancial entre el capitalismo y su lógica de poder, y la sociedad democráticamente organizada. Los “treinta años gloriosos” tienen mucho que ver con este específico modo de relacionarse la economía con la sociedad y el Estado con la ciudadanía.

La contrarrevolución neoliberal se puede explicar como una estrategia bien planificada para romper todos los controles que el Estado y la sociedad impusieron al capitalismo histórico. El objetivo político fue desde el principio demoler sistemáticamente lo que fue el Estado social y democrático de derecho. No es casualidad que el modelo se pusiera en práctica contra el Chile de Allende, a través y por medio del golpe de Estado de Augusto Pinochet. Conviene no perder el hilo. En los países europeos la contrarrevolución tendría que ser más lenta, con otros ritmos y aprovechando la coyuntura histórica que empezaba a ser favorable. La derrota del movimiento obrero organizado en los años 70 y 80 y la caída de la URSS abrieron una ventana de oportunidad que fue aprovechada a fondo.

El proyecto europeo de Maastricht fue la gran iniciativa. Una izquierda sin programa y una socialdemocracia sin identidad convirtieron la integración europea en una nueva frontera para adaptarse a la hegemonía indiscutida e indiscutible de EEUU y lo que era su gran proyecto: la globalización neoliberal. Integración europea y globalización siempre han ido de la mano. El objetivo, ser parte del nuevo mundo post socialista en construcción. Von Hayek dedicó su libro Camino de servidumbre a los socialistas de todos los partidos. Hoy habría que decir, desde la victoria ideológica, a los neoliberales de todos los partidos. El papel de la socialdemocracia y de una buena parte del movimiento obrero organizado fue hacer del vicio virtud: aceptar el neoliberalismo como el único horizonte de lo posible, convertir el europeísmo en la nueva ideología que permitía diferenciarse, justificar ajustes salariales permanentes e ir desmontado poco a poco, pieza a pieza, el Estado social.

La idea central del modelo Maastricht de integración europea era clara y distinta: despolitizar la economía, constitucionalizar las reglas neoliberales básicas e imponer un tipo de democracia limitada y subalterna. La clave es la conformación del sistema jurídico-político de la Unión Europea como un ordenamiento superior a las constituciones de cada uno de los países individualmente considerados en todo aquello que se oponga a las reglas comunitarias o a las sentencias del Tribunal de Justicia. Para que la operación pudiese funcionar hacía falta cuartear la soberanía popular, fragmentarla para poderla ceder a organismos no democráticos y sin responsabilidad. Lo que se buscaba era evidente: impedir el reformismo keynesiano, debilitar el poder contractual de las clases trabajadoras, erosionar la fuerza de los sindicatos. ¿Qué queda de la democracia? Un conjunto de procedimientos formales para elegir a la clase política, el sometimiento a una constitución cada vez más nominal y el predomino de unos poderes económico-financieros que imponen sus reglas a la soberanía popular.

La norteamericanización de la vida pública europea como realidad y la democracia liberal como programa: menos Europa y más Estados Unidos. Ahora la parábola se cierra: el constructo Unión Europea ha sido el medio para poner fin a la soberanía popular, erosionar el papel de las clases trabajadoras e impedir el reformismo en cualquiera de sus acepciones. La crisis de nuestras democracias, los fenómenos de involución social y de autoritarismo político tienen su origen en la victoria de un capitalismo monopolista-financiero que usa al Estado para imponer su modelo social, que no admite controles y que quiere hacerse irreversible; insisto, irreversible. Margaret Thatcher ganó cuando Tony Blair respetó su legado y lo siguió en lo fundamental.

Hay que coger con decisión los cuernos de la contradicción y hacerla productiva: capitalismo contra la democracia constitucional; capitalismo contra el Estado social; capitalismo contra soberanía popular; capitalismo contra el autogobierno democrático de las poblaciones. Esta democracia ya no es nuestra democracia, es una democracia oligárquica, una democracia dirigida y sometida a los poderes económicos-financieros y mediáticos. Hay que distinguir: una cosa es la defensa intransigente de las libertades públicas, de los derechos sociales, del uso alternativo del derecho y otra muy diferente es defender esta democracia plutocrática como nuestra democracia.

De esta crisis de las democracias realmente existentes aparecen dos salidas: una, autoritaria, liberal-conservadora que es la que se está imponiendo con fuerza en este periodo; otra, democrático-socialista que propone ir más allá del Estado Social, que defiende la soberanía popular y una economía al servicio de las necesidades básicas de las personas; es decir, una democracia económica que limite, contenga y supere las reglas de hierro del mercado monopolista-financiero dominante. Lo dicho, hacer productiva la contradicción impulsando la democracia social, desmercantilizando las relaciones sociales, ampliando y garantizando los derechos sociales fundamentales.

Las poblaciones exigen seguridad, orden, justicia y una democracia real y efectiva. Este es el territorio de la verdadera confrontación política; para ello se requieren ideas claras, programa y fuerza social organizada. Dicho al modo de Karl Polanyi, las clases trabajadoras y asalariadas necesitan protegerse de la economía de mercado capitalista, limitar el poder omnímodo de los empresarios para sentirse protagonistas del futuro, sujetos activos de una política entendida como proyecto de liberación.

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