miércoles, 6 de mayo de 2015

UCRANIA


Un tumor que amenaza a Europa

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Rebelión
El viejo topo
04.05.2015


Si han cesado los combates en Ucrania gracias a Minsk II, la guerra de la propaganda sigue. La fantasía para devotos de la OTAN reza así: el sueño imperial de Putin, como muestra la anexión de Crimea, reclama esferas de influencia exclusivas en Europa y ha provocado la más grave crisis desde la desaparición de la URSS. En el paquete devocional va también el papel de Putin como agresor en la guerra, el derribo del avión malasio, la violación de las fronteras de Ucrania, el despliegue de tropas rusas en el Donbass, y la violación de la legalidad internacional. No importa que no se haya demostrado ninguna de esas acusaciones, aunque no hay duda de que las milicias del Este no habrían podido resistir sin la ayuda rusa en armas, suministros y vituallas. En la gigantesca campaña propagandística occidental tampoco faltan esfuerzos para que nadie recuerde el estímulo norteamericano y europeo para derribar a un gobierno, el de Yanukóvich, elegido por la población ucrania en comicios que ni Estados Unidos ni la Unión Europea consideraron ilegítimos; y se ha ocultado el apoyo occidental a la violencia desatada por las bandas fascistas (decenas de policías murieron por disparos de bala en el Maidán, por ejemplo) mientras se difundía la bondad de un supuesto “movimiento pacífico” que deseaba “unirse a Europa”, al igual que permanece en la sombra que, en los meses previos a la caída de Yanukóvich se organizó el entrenamiento militar de grupos de mercenarios y fascistas en Polonia para enviarlos después al Maidán de Kiev; ni que, por supuesto, apenas se hagan referencias a la paulatina expansión de la OTAN en el Este de Europa, a la guerra de provocación de Georgia, al escudo antimisiles, al intento de incorporar a Ucrania y Georgia a la OTAN, al golpe de estado en Kiev. Son patentes los endebles argumentos de Washington, así como su hipócrita indignación posterior por la ayuda rusa a las milicias, dado que si Putin hubiera iniciado el conflicto, ni siquiera se entendería la crisis ucraniana, porque ¿para qué iba Moscú a crearla si el gobierno de Yanukóvich mantenía buena relación con Rusia? Y, tras el golpe de estado prooccidental, ¿podía Moscú abandonar a su suerte a la población rebelada contra Kiev y que hubieran sido aplastada por el gobierno golpista? Pero, para esos expertos norteamericanos en el lanzamiento de gigantescas campañas publicitarias, el golpe de estado de Kiev ha quedado convertido en la “revolución de la dignidad”, y sus clientes ucranianos lo recuerdan cada día en la prensa. Un año después de la caída del gobierno de Yanukóvich, siguen sin aclararse los asesinatos cometidos por los misteriosos francotiradores que causaron una matanza en el Maidán, y que fueron la espoleta para el derrocamiento del gobierno. Ni el gabinete golpista de Kiev ni Estados Unidos han mostrado el menor interés en que se investigue, mientras los oligarcas se reparten el botín y el territorio: Igor Kolomoisky, uno de los millonarios más corruptos de Ucrania, financiador de grupos nazis, un personaje que ha llegado a utilizar grupos de matones para imponer sus deseos, que compra jueces y consigue sentencias o, si es necesario, las falsifica, es hoy gobernador de Dnepropetrovsk. El procurador general, Viktor Shokin, que descuida la lucha contra la corrupción y el crimen, que desdeña la investigación sobre los francotiradores del Maidán en los días del golpe contra Yanukóvich, y que no tiene la menor intención de aclarar la terrorífica matanza del edificio de los sindicatos de Odessa, trabaja, en cambio, para ilegalizar al Partido Comunista, la única fuerza política que intenta limitar el poder de los corruptos empresarios-ladrones; porque el Partido Comunista es también el único partido que denuncia el fascismo en Ucrania, que reclama la disolución de las bandas paramilitares nazis y pide, en vano, protección de monumentos y símbolos de la lucha contra los nazis durante la II Guerra Mundial. 

Estados Unidos se debate entre una mayor implicación en la guerra y el envío de armas. Influyentes fundaciones privadas y sectores del Pentágono y del gobierno se inclinan por enviar armamento, aunque son conscientes de que ello no convertiría al ejército ucraniano en una fuerza capaz de ganar la guerra civil, y podría crear una difícil situación con Moscú. Sin embargo, otros sectores de la administración norteamericana, aunque aceptan los riesgos de desafiar a Rusia, un país dotado de un enorme arsenal nuclear, apuestan por armar a Kiev confiados en que una guerra de desgaste acabará por dañar la economía rusa y, eventualmente, podría hundir a Putin, o, al menos, hacer inviable el esfuerzo de recomposición en la Unión Euroasiática que proyecta Moscú. Todo ello, en Washington, en medio de absurdas discusiones sobre si deben enviarse a Ucrania armas “ofensivas” o “defensivas”, cuando lo cierto es que una escalada en la guerra tendría una difícil salida, y que la tentación de anular a Rusia y amarrar más a la Unión Europea a través de una guerra continental está muy presente en los estrategas del Pentágono y la Casa Blanca. Del estado de opinión generado en Washington pueden dar idea los comentarios de uno de los analistas del CSIS, Center for Strategic and International Studies, el más importante “laboratorio de ideas” de la capital norteamericana para asuntos de política exterior. Andrew C. Kuchins, director del programa para Rusia y Eurasia del CSIS, presentaba al asesinado Boris Nemtsov como un patriota y demonizaba a Putin, señalando que el discurso del presidente ruso en el parlamento en abril de 2014 tal vez indica el “punto de inflexión de Rusia en un estado fascista”. Es obvio que, para quienes así piensan, estaría más que justificada la intervención militar abierta en Ucrania, aunque sea por actores interpuestos, mercenarios o soldados de los países más agresivos, como Polonia o los bálticos. Después de todo, siempre pueden argüirse los peligros de un “inminente ataque ruso” o pretextos semejantes a los que llevaron a la agresión norteamericana en Iraq.

El extraño asesinato de Boris Nemtsov (quien, hoy, era un personaje irrelevante en Rusia) puede tener implicaciones ligadas a la crisis ucraniana, y no puede descartarse la larga mano de Nuland y de los círculos más rusófobos del gobierno norteamericano, sobre todo ante la evidencia de que la desaparición de Nemtsov no beneficia precisamente a Putin. Convertido el presidente ruso en un espantajo pendenciero, Washington no quiere reconocer su propia responsabilidad en el aumento de la tensión internacional: hay que recordar que Putin inició su presidencia intentando acomodarse a un mundo unipolar dirigido por Estados Unidos, reclamando respeto y reconocimiento de los intereses rusos. El patente desprecio hacia el presidente ruso, la evidencia de que Estados Unidos sigue especulando y alentando una hipotética partición de Rusia, como hizo con la Unión Soviética, levantaron todas las alarmas en Moscú, y llevaron a Putin, todavía bajo la presidencia de George W. Bush, a su discurso de febrero de 2007 en Múnich, donde denunció el expansionismo norteamericano y el incumplimiento de todos los acuerdos, suscritos o tácitos, entre Moscú y Washington tras la desaparición de la Unión Soviética. Desde entonces, y pese a gestos teatrales como el del botón de “reinicio” ofrecido por Hillary Clinton (que no se concretó en ningún cambio en la política exterior norteamericana), Estados Unidos ha continuado aproximando su dispositivo militar a las fronteras rusas.

Francia y Alemania se han implicado en la búsqueda de una solución política para Ucrania, pero su margen de maniobra es escaso, porque predominan en sus gobiernos las obligaciones como miembros de la OTAN, y Washington y el cuartel general aliado de Bruselas han elaborado un discurso que, en lo esencial, ha sido impuesto a todos los miembros y ha sido adoptado también por París y Berlín, que, aunque sigan a regañadientes el discurso belicista, se ven obligados a imponer sanciones económicas a Moscú y a discutir sobre hipótesis más peligrosas, donde no se descarta el envío de armamento e, incluso, de fuerzas militares, aunque por el momento, esa posibilidad se discuta en secreto. Atrapados en su propia propaganda, los países de la OTAN son incapaces de asumir que la crisis ucraniana no estalló por unas “protestas ciudadanas” (por lo demás, instigadas y financiadas en buena parte por países occidentales), sino por el apoyo a un golpe de Estado y un cambio de régimen que pretende incorporar a Ucrania a una alianza militar abiertamente hostil con Moscú. Si te muestras agresivo con los demás, no puedes esperar que te reciban con los brazos abiertos.

Ni la Unión Europea, ni, mucho menos, Estados Unidos, quieren reconocer que la apuesta por integrar a Ucrania en la OTAN es una verdadera provocación contra Rusia (¿imagina alguien la hipótesis de que México o Canadá se integrasen en una alianza militar agresiva contra Washington?), que, además de innecesaria, ha traído una guerra civil, ha destruido la economía ucraniana, ha abierto un peligroso frente en Europa y ha dinamitado a medio plazo la posibilidad de una convivencia amistosa y pacífica en el continente. Que la guerra ucraniana haya sido producto del cálculo o una consecuencia imprevista del golpe de Estado, no mitiga la responsabilidad estadounidense. La guerra que la aventurera política exterior norteamericana ha encendido se presenta ahora como responsabilidad exclusiva de Moscú y como la prueba del peligroso “expansionismo” ruso, pero olvida que tras la disolución del Pacto de Varsovia, el destino manifiesto de la OTAN no fue iniciar su desmantelamiento sino una acelerada expansión hacia las fronteras rusas que le ha llevado a instalarse en ocho países (Polonia, Estonia, Letonia, Lituania, República Checa, Eslovaquia, Rumania, Bulgaria) e intentar hacerlo con Georgia y Ucrania, sin olvidar sus instalaciones en algunas de las viejas repúblicas soviéticas de Asia central. Ese ha sido el verdadero expansionismo militar de las dos últimas décadas. Porque Washington no quiere entender que la seguridad ha de ser un principio compartido, y que llevar el dispositivo militar de la OTAN a las propias fronteras rusas no es sólo una provocación sino también la ruptura de los inestables equilibrios internacionales.

Las acusaciones y alarmas, siempre sin pruebas, lanzadas contra Rusia por el norteamericano Philip M. Breedlove, comandante de las fuerzas de la OTAN en Europa, o la visita secreta a Kiev, en enero de 2015, del general James R. Clapper, director de la Inteligencia Nacional norteamericana, entre otras, son el reflejo de la visión de los halcones de Washington. El secretario de defensa, Chuck Hagel, y el jefe del Estado Mayor conjunto, general Martin Dempsey, también apoyan el envío de armamento a Kiev, y las alarmas lanzadas por el duro Zbigniew Brzezinski sobre un hipotético ataque de Rusia a los países bálticos, van en la misma dirección: quieren enviar armas a Ucrania, emponzoñar la situación y hacer irreversible una guerra europea, tal vez global, y eso puede hacerse a través de diferentes vías, porque los halcones de Washington no tienen demasiados escrúpulos: no hace mucho, el general Wesley Clark, declaraba a la CNN sobre los nuevos islamistas que degüellan ante las cámaras: "Creamos el Estado Islámico con financiación de nuestros aliados".

La reciente declaración del Partido Comunista ucraniano, principal fuerza de la oposición, ahora perseguida y reducida, se cerraba con una preocupante proclama dirigida a ucranianos y europeos: decid no a la guerra y al fascismo. Porque ese es el riesgo, el tumor que amenaza a Ucrania y Europa. Hay otros problemas para Europa, desde luego, añadidos a la severa crisis económica y a las grietas en la zona del euro: desde la imprevista rebelión griega, que Bruselas pretende doblegar; hasta la respuesta de los poderes reales ante la hipotética emergencia de un movimiento opositor que, aunque de manera confusa, impugne en diferentes países la construcción neoliberal de la Unión Europea; pasando por el reforzamiento de la extrema derecha, que no preocupa tanto por su modelo social como porque puede hacer retroceder a las formaciones conservadores hoy dominantes; o incluso las artimañas del poco fiable socio británico, cabeza de puente norteamericana en Europa, junto con los revanchistas gobiernos polacos y bálticos; y, en fin, los retos del terrorismo que la propia Europa y Estados Unidos han contribuido a crear, pero ninguno de esos problemas es tan grave como la guerra en Ucrania y la posibilidad de que se extienda al resto del continente si no se consolida la vía diplomática. El pragmatismo de Angela Merkel, impulsando los acuerdos de Minsk, tiene una doble interpretación: por un lado, sabe que no puede vencerse a Rusia en una guerra global y, por eso, camina por el alambre de la diplomacia; por otro, aunque quisiera poner de rodillas a Moscú, sabe que esa victoria no sería alemana, sino norteamericana, y eso empuja a Berlín a los equilibrios entre la obligada sumisión a Washington (la OTAN, ata), el interés propio por la estabilidad europea, y los siempre presentes recelos germanos hacia el gran país eslavo que se niega a aceptar la supremacía occidental. Por su parte, Estados Unidos quiere una Rusia débil, y no renuncia a su fragmentación, que haría posible el control norteamericano de los yacimientos de hidrocarburos, y, en ese escenario, no es casual que Estados Unidos no participe en la solución pacífica a la crisis ucraniana: una guerra abierta sometería a Moscú a una dura prueba, le impediría la reconstrucción de los lazos entre las antiguas repúblicas soviéticas y bloquearía su modernización económica. Al mismo tiempo, para la Unión Europea, la extensión de la guerra ucrania supondría un nuevo clavo en el ataúd de la impotencia estratégica y de la sumisión con que Washington quiere encerrar a Bruselas: un enfrentamiento entre Rusia y la Unión Europea en Ucrania, una herida abierta y sangrante en el continente, es la mejor hipótesis norteamericana para fortalecer su propio poder a través de la OTAN, arrinconar a Rusia, y para aprestarse a la gran batalla de las décadas próximas: China.  

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SINDICALISMO



Si los trabajadores de Movistar pueden, ¿por qué nosotros no?

Rebelión
eldiario.es
04.05.2015


Como es Primero de Mayo, un, dos, tres, responda otra vez: tú, trabajador, trabajadora, ¿por qué no luchas por tus derechos? “Soy precario, si protesto me despiden o no me renuevan”. “Necesito este sueldo de mierda, no puedo arriesgarme a que me echen”. "Con lo que me ha costado encontrar trabajo, y todo el paro que hay, calla, calla". “Hay muy poca solidaridad, siempre habrá alguien que haga tu trabajo si decides plantarte”. “Los sindicatos ya no sirven para nada”. “Las huelgas son cosa del pasado”. “A mí que me cuentas, yo soy autónomo, bastante tengo con lo mío”.

Así es. Muchos hemos asumido que la lucha obrera, el sindicalismo, la solidaridad, la protesta, la negociación o la huelga son cosas del pasado, un lujo que ya muy pocos trabajadores pueden permitirse.

Hasta que aparecen los técnicos de Telefónica-Movistar, y nos rompen los esquemas. Trabajadores que están mal, muy mal, peor que la mayoría de nosotros. Trabajadores que tienen todo en contra: sin vínculo con la empresa, trabajando no ya para contratas, sino para subcontratas de las propias contratas, forzados además a ser autónomos. Ve y háblales de precariedad a ellos, contratados por horas, trabajando muchas más de las que cobran, sin descanso. Ve y háblales de salarios de miseria a ellos, que encima de cobrar poco están sometidos a penalizaciones, y obligados a pagarse vehículo, gasolina, uniforme y hasta herramientas. Ve y háblales de solidaridad y sindicalismo a un colectivo de miles pero atomizados en innumerables subcontratas. Por si fuera poco, tienen enfrente a una de las multinacionales más poderosas de España.

Y sin embargo, se han plantado. Están luchando por sus derechos. Se han organizado en sindicatos. Sí, sindicatos. Han recurrido a la huelga, esa que creíamos que ya no valía. Nada menos que una huelga indefinida. Han creado cajas de resistencia. Y han encontrado solidaridad, en otros trabajadores de Movistar, pero también en el resto de la sociedad.

¿Por qué los trabajadores de Movistar pueden y nosotros no? ¿No quedamos en que la lucha, la huelga, el sindicalismo, la solidaridad, eran un lujo al alcance de una menguante aristocracia trabajadora? ¿Por qué las luchas más radicales de los últimos años las están protagonizando precisamente aquellos trabajadores que en peores condiciones están para defender sus derechos? ¿Es porque ya no tienen nada que perder, porque han caído tanto que solo les quedaba alzarse? ¿O quizás deberíamos revisar nuestras convicciones?

Hoy son los de Movistar, ayer los de Coca-Cola (que mantienen el pulso mientras la empresa no cumpla la sentencia), dentro de unas semanas los trabajadores de recogida de basura en Madrid. Son ráfagas, esporádicas, pero suficientes para iluminar y hacernos ver que sigue siendo cierto el viejo lema: la única lucha que se pierde es la que se abandona. Y tal vez hemos abandonado antes de tiempo.

Mucha fuerza, ánimo y suerte a los trabajadores de Movistar en huelga. Y nosotros, a presionar como clientes a Movistar, difundir su lucha y llenarles la caja de resistencia.


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