martes, 8 de noviembre de 2022

Es cierto que la juventud «lo tiene todo»: más paro, más pobreza y un boom de problemas mentales

 

 

 Es cierto que la juventud «lo tiene todo»: más paro, más pobreza y un boom de problemas mentales

 

Por Ángel Munárriz

Rebelion/ España

 | 07/11/2022 |

 

Fuentes: Info Libre [Foto: Varios estudiantes se manifiestan en defensa de la salud mental de los estudiantes el 27 de ctubre de 2022 en Madrid (EP)]


«Quizás tengas 30 años y estés agotado. Es probable que, además, te sientas culpable por encontrarte así».

Quien así escribe es la –joven– periodista Sara Montero en el prólogo de Vidas low cost. Ser joven entre dos crisis (Catarata, 2021), un ensayo colectivo que apabulla con su colección de datos sobre la avería del ascensor social, el retroceso de la movilidad intergeneracional y las dificultades para encontrar condiciones dignas en el mercado laboral. Se trata de un libro que, leído por un joven en su sentido amplio, digamos entre 16 y 35 años, debe de dejar un poso de zozobra y preocupación por el futuro. Cuando no de reafirmación en el hartazgo. Y algo de todo ello había en el caso de Montero, de poco más de 30 cuando se publicó el libro, que decidió prologarlo ofreciendo pinceladas de su experiencia como miembro de una generación sometida a un bombardeo ideológico-cultural que se podría condensar en un doble mensaje. De un lado, el motivador: «Sí, vale, las cosas van mal. Pero si quieres, tú puedes». Del otro, su envés reprobatorio: «Si no puedes, es que no quieres, no lo intentas lo suficiente».

De ahí sale esa idea suya con la que arranca este texto: puede que siendo aún joven ya hayas perdido las fuerzas y es posible que además creas que es culpa tuya. Al fin y al cabo, siguiendo a Montero, es lo que cabe concluir de lo que se oye a todas horas. La periodista desgrana cómo en la televisión se suceden «superheroínas que se atrevieron a emprender y ahora son mamás y empresarias que sacan tiempo para autocuidarse»; talent shows en los que un donnadie cumple de golpe un sueño espectacular y reafirma que todo es posible; coaches e influencers que brindan «trucos» para tornar el fracaso en éxito sólo con evitar ese par de errores en los que no dejas de caer; tutoriales para mantener en perfecto estado de revista tu «marca personal» en las redes… «Es un mensaje que nos llega todo el rato», explica ahora Montero a infoLibre. «Si no consigues lo que quieres, si no logras evitar el fracaso, es porque no lo das todo. Si hay problemas para acceder a la vivienda, no es por un fallo del mercado, sino porque te lo gastas en cañas. ¿Qué tienes que hacer para conseguirlo? Esforzarte más para merecer el éxito. Y eso se traduce en aceptar lo que otro no aceptaría, en convertir toda tu vida en trabajo».

Hay, afirma Montero, toneladas de ideología individualista tras ese omnipresente «tú puedes», que invita a una carrera que uno sólo abandonará si no tiene suficiente «cultura del esfuerzo». Y aquí llegamos a un sintagma, «cultura del esfuerzo», que ha asomado esta semana en el debate público, lanzado a la arena por Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid (PP), quizás la voz ideológicamente más influyente de la derecha española. Los jóvenes, proclamó en un acto de su partido, «lo tienen todo» en «un país de oportunidades», pero les falta «cultura del esfuerzo».

Es un mensaje que rima con otros. Citemos dos recientes, los dos polémicos y en máxima audiencia, los dos representativos de un discurso de profundo calado social. 1) El economista Gonzalo Bernardos responde así en La Sexta a una joven que gasta «casi la mitad» de su sueldo en «una habitación» en Madrid: «No puedes aspirar a todo […]. En Móstoles se vive muy bien. Lo que no podemos hacer es que la hija viva al lado de la mamá». 2) Arturo Pérez-Reverte en Antena 3: «Estamos criando generaciones de jóvenes que no están preparados para cuando venga el iceberg del Titanic». Están «hiperprotegidos», pensando que «el mundo se soluciona haciendo así», dice mientras emula el gesto de pulsar el móvil. Pablo Motos asiente embelesado cuando el escritor habla de esos «chicos confortablemente instalados en un mundo irreal».

Pero no está nada claro que vivan en un «confortable mundo irreal». Es regla en los miembros de estos grupos de edad que toda la vida adulta, o incluso toda la vida consciente, la hayan pasado en crisis. Aunque todo puede variar dependiendo del corte de edad que se escoja –no es lo mismo 35 que 16, claro está–, el dibujo global que ofrecen las estadísticas es el de sucesivos cortes generacionales que sufren en porcentajes superiores al resto la privación y/o la incertidumbre. Al mismo tiempo, sus miembros oyen sin descanso cómo se pone en entredicho la capacidad de la educación pública para garantizar ascenso social, de la sanidad pública para asegurar atención adecuada, del trabajo para garantizar vida digna y de las pensiones para garantizar jubilación tranquila. Afrontan –o eso parece hoy– las perspectivas más oscuras en todos los terrenos clave: empleo, servicios públicos, pensiones, relaciones internacionales, clima…

infoLibre busca respuestas en cinco voces –de los campos de la sociología, la salud mental, el periodismo y el sindicalismo– a esta pregunta: ¿Como es posible que el sambenito de las generaciones caprichosas, mimadas e indolentes recaiga sobre las generaciones que objetivamente son más castigadas, postergadas e inestables que el resto? Los puntos de vista recabados son diversos, pero es posible identificar una conclusión dominante: el estereotipo –de fuerte tirón popular– constituye una herramienta perfecta para despolitizar los problemas estructurales de la juventud mediante la inoculación del sentimiento de culpa individual. Y una segunda conclusión: esta culpabilización añade una presión extra a unas generaciones que ya están dando muestras de un alarmante malestar psicológico.

Un discurso «injusto»

El sociólogo Mariano Urraco, especializado en juventud, cree que el discurso de la «generación de cristal» dada al capricho y a la queja es «injusto». En primer lugar, por su imprecisión: suele lanzarse contra «los jóvenes», ignorando su diversidad generacional y socioeconómica. En segundo lugar, porque es cuestionable que se quejen mucho. Incluso tomando como ejemplo el arquetipo del joven quejoso –pongamos un veinte o treintañero precario que empieza a transformar su impaciencia en cabreo–, la experiencia investigadora de Urraco indica que suele ser tan dado al pataleo en las redes sociales como «dócil ante a las imposiciones del sistema y el mercado«. En tercer lugar, es «injusto» porque la situación de los jóvenes es «objetivamente» complicada.

Urraco, profesor de la Universidad a Distancia de Madrid (UDIMA) y autor de numerosos trabajos sobre sociología de la juventud [ver aquí y aquí], cree que las generaciones mayores a menudo confunden el acceso a una mayor oferta de ocio, sobre todo digital, con una vida mejor y más cómoda. Y añade que existe cierta incapacidad para entender «el fondo» del problema de esas generaciones jóvenes a las que se reprocha políticamente que no tuvieron que luchar por la democracia y culturalmente que no tuvieron que vivir con sólo dos canales de televisión. Ese «fondo» del problema, datos en mano, se sintetiza en una afirmación: ser joven es un factor de riesgo de desempleo y de pobreza, por mucho que el joven parado y pobre gaste smartphone.

La última Encuesta de Población Activa (EPA) conocida hace unos días muestra que la tasa de paro juvenil, es decir, de menores de 25 años que buscan trabajo y no lo logran, está en el 31% tras subir casi 2,5 puntos desde la anterior, mientras para el conjunto de la población ha pasado del 12,48% al 12,67%. El dato era peor para los jóvenes y su empeoramiento es más grave.

Las tablas del INE por franja de edad arrojan una conclusión: la pobreza es un mal que se va curando con el tiempo. Veamos. Tasa de riesgo de pobreza en menores de 16 años: 28,7%; de 16 a 29: 24,6%; de 30 a 44: 21,1%; de 45 a 64: 19,7%; de 65 en adelante: 17,5%. La Red Europea de Lucha contra la Pobreza, en su informe de este mismo mes, señala que los jóvenes de entre 16 y 29 años son el grupo con peor evolución comparada desde 2008. Cáritas apunta en la misma dirección. A principios de años alertó de tasas de exclusión disparadas, con los mayores porcentajes de todas las franjas.

Tasas de exclusión social y exclusión social severa por generaciones en 2018 y 2021.


¿Y los ingresos? Entre 2011 y 2020 el salario medio entre quienes tienen menos de 30 años pasó de 1.025 a 973 euros netos, según un informe del Consejo de la Juventud de España. El golpe de la Gran Recesión sigue caliente. Pero no todo empezó en 2008. La Fundación de Estudios de Economía Aplicada (Fedea), al analizar la evolución de los ingresos por edad a lo largo de todo el periodo democrático, observó que en 2019 la mediana del salario mensual real –descontando la inflación– de los jóvenes entre 18 y 35 años era menor que en 1980, con caídas que van desde el 26% para aquellos con edades entre 30 y 34 años hasta el 50% para los de 18 a 20 años. Como es lógico, es difícil irse de casa. La tasa de emancipación de 16 a 29 años en 2021 se situó en el 16,75%, el peor dato desde hace más de 20 años, según el Observatorio de Provivienda.

Evitar la responsabilidad política

Dos características de los jóvenes ayudan a entender el trato que les da la política. La primera es que son menos. Cada una de las franjas de cinco años por debajo de 35 tienen menos de 3 millones de individuos. Cada franja de 35 a 65 tiene más de 3 millones. Así que hay mayor incentivo para prometer políticas a los que tienen entre 50 y 54 años (3,73 millones) que a los que tienen entre 20 y 24 (2,42 millones). La segunda característica es que votan menos. Según el último barómetro del CIS, los dos grupos con mayor inclinación a la abstención son los de 18-24 y 25-34.

El sociólogo Mariano Urraco cree que el discurso de la «cultura del esfuerzo» se invoca para eludir responsabilidades políticas ante unas generaciones que están más desatendidas que otras. Así lo explica: los mensajes «si quieres, puedes», «sálvese quien pueda», «búscate tu nicho» o «sólo puede quedar uno», todos ellos conectados con mitos neoliberales como «el triunfador hecho a sí mismo», desplazan los problemas a la esfera «individual», descargando de responsabilidad a lo público. «No me sorprende que una dirigente política diga que los jóvenes no se esfuerzan, porque eso la desresponsabiliza«, señala Urrraco, que afirma que a la postre se trata de un discurso «funcional al statu quo» porque llega incluso a disuadir de la manifestación: «Al que protesta se lo llama llorón y blandito. Así que los jóvenes desarrollan estrategias mentales y discursivas para negar la propia frustración, porque frustrarse equivale a fracasar y fracasar es tabú». El que puede por apoyo familiar, desarrolla Urraco, sigue una incierta estrategia de «acumulación de titulaciones» para «distraer la frustración», aunque el problema de fondo permanece.

Adrià Junyent, que a sus 28 años es secretario de Juventud de CCOO, también emplea la palabra «distracción». El cuestionamiento del «esfuerzo» de los jóvenes y la promoción del «individualismo más rancio» son estrategias para «distraer y ocultar problemas» como la «falta estructural de oportunidades» y que «el ascensor social se ha roto», señala Junyent, que recalca que quienes usan el tópico del joven indolente ignoran el descenso de eso que se dio en llamar «ninis», jóvenes que ni estudian ni trabajan, cuya tasa entre 2014 y 20121 cayó del 20,7% al 14,1%, según datos del Ministerio de Educación.

Al igual que Junyent y Urraco, el profesor de Sociología de la Universidad de Barcelona Xavier Martínez Celorrio cree que la retórica individualista tiene un fin político. «Se trata –dice– de borrar del análisis la influencia de las desigualdades sociales«. Martínez Celorrio está especializado en el campo educativo, precisamente en el que puso énfasis Ayuso en su alusión a esa falta de «cultura del esfuerzo» causada –dijo– por sucesivas leyes educativas para «regalar los aprobados» e «igualar a la baja». A juicio de Martínez Celorrio, autor de una amplia producción académica sobre educación e igualdad, el discurso según el cual las nuevas generaciones están ablandadas por un sistema educativo que ha bajado el listón «carece de cualquier base empírica».

Las palabras de Ayuso se insertan en un discurso de fuerte tirón popular que apela a la nostalgia de la etapa escolar de los adultos para enaltecer la repetición de curso, soslayando que se trata de una medida demostradamente cara e injusta de la que España, en términos comparados, abusa sin más resultado que agravar desigualdades«Es una retórica neocón ya vieja, que viene de Margaret Thatcher y sus black papers, con los que pretendía desacreditar la educación para la igualdad. Siempre es la misma lógica: culpar al individuo. Lo decía Thatcher: ‘La sociedad no existe. Hay individuos, hombres y mujeres, y hay familias‘».

Malestar psicológico

A los problemas materiales se suman los mentales. El cóctel de decepción por las metas incumplidas e incertidumbre ante un mundo tan volátil, agitado por la pandemia y ahora por la guerra, ha detonado ya un claro deterioro psíquico no sólo entre adultos jóvenes, sino también entre adolescentes y menores, cuyos trastornos mentales se han triplicado, según Save the Children. Un 24% de los jóvenes de 16 a 29 años dicen tener problemas de salud mental con cierta o mucha frecuencia, lo que supone un marcado incremento con respecto a 2021 (8,6%) y 2019 (6,2%, según un reciente estudio del Centro Reina Sofía sobre Adolescencia y Juventud de la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción.

Precisamente en calidad de subdirectora de este centro, Ana Sanmartín dispone de un excepcional mirador: los barómetros anuales Salud y bienestar. Y lo que ve le causa inquietud. La percepción en la juventud de tener un buen estado propio de salud ha pasado entre 2019 y 2021 del 77,5% al 54,6%, un caída que Sanmartín vincula con el malestar psicológico. La «ideación suicida» de «alta frecuencia» ha pasado en dos años del 5,8% al 8,9%.

Percepción de tener un buen estado de salud entre los 15 y los 29 años.


Ideación suicida de alta frecuencia entre los 15 y los 29 años.


Sanmartín cree que los datos tienen dos causas. En primer lugar, hay más trastornos por la pandemia y otras razones objetivas de sufrimiento, sobre todo por dificultades laborales. «Son generaciones a las que les damos una nefasta incorporación al trabajo. Muchos viven en crisis desde que tienen uso de razón», afirma. Además, «ahora se verbaliza más» el problema. Aquí coincide con la periodista Sara Montero, que de hecho observa cómo se ha roto lo que era un tabú y ahora las redes se llenan de llamamientos a admitir en público los problemas mentales y de invitaciones a ir al psicólogo.

A Montero, para quien esta apertura de compuertas es una buena noticia, le preocupa eso sí que ese aluvión de mensajes –que a ojos de la población no joven vendría a ser una muestra de debilidad de las «generaciones de cristal»– no vaya suficienemente acompañado del cuestionamiento de los problemas estructurales. Dicho de otro modo, Montero cree que se empieza a exteriorizar el síntoma, pero no tanto el problema. Y cuando habla de «problema» se refiere, por ejemplo, a un mercado inmobiliario prohibitivo para millones de jóvenes sin respaldo familiar. Y que seguramente seguirá siendo prohibitivo por mucho que se esfuercen.

Fuente: https://www.infolibre.es/politica/jovenes-dice-ayuso-si-paro-pobreza-boom-problemas-mentales_1_1349567.html

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La herejía de la Revolución rusa


Publicado el 8 de noviembre de 2022 / Por Otros medios/kaosenlared


Este 7 de noviembre se cumplen 104 años de la Revolución de Octubre, una mezcla de fechas que se debe a la discrepancia entre el calendario gregoriano usado hasta hoy y el juliano que regía en la Rusia de los zares. El paso de más de un siglo amerita comenzar por la pregunta: ¿por qué seguimos discutiendo sobre ella? Ángulos para ensayar una respuesta hay muchos pero acá nos interesa el más, si se quiere, “general”: la Revolución Rusa partió en dos la historia mundial. Si la Gran Guerra de 1914 había sido un golpe decisivo a la idea de “progreso”, tan cara al relato capitalista, la Revolución de Octubre expuso algo mucho más peligroso: una alternativa. Por primera vez, clases explotadas y oprimidas, despojadas del poder económico, del acceso a la cultura, pasaban a convertirse en clases dominantes a través de los Consejos de diputados obreros y campesinos (soviets), los cuales expresaban una inédita capacidad de autoorganización de las masas. La característica fundamental “semifantástica” –decía Trotsky en la Historia de la Revolución rusa– de esta revolución consistió en la enorme madurez de la clase trabajadora rusa respecto a todas las antiguas masas urbanas que habían protagonizado revoluciones hasta entonces. El partido bolchevique, que agrupaba sus sectores más perspicaces y decididos, lograba conducir con éxito la toma del poder, y aquellos soviets se constituían en el pilar de una democracia de otra clase, donde los “desarrapados” ahora estaban llamados a definir no solo el rumbo político de la sociedad sino la planificación de la economía sobre la base de la propiedad estatal de los medios de producción. Nacía la primera república de los trabajadores de la historia.

De esta forma, en 1917 las trabajadoras y trabajadores de Rusia desmentían la pretensión “universalista” de la burguesía que postulaba sus intereses particulares como intereses de “toda la humanidad”. Quedaba expuesto aquello que decía Marx sobre que, bajo el capitalismo, “la aplicación práctica del derecho humano de la libertad es el derecho humano de la propiedad privada”. Léase fábricas, bancos, empresas y demás medios de producción –sociales– en manos de un puñado de capitalistas, y frente a ellos, masas de trabajadores y trabajadoras “libres” de vender su fuerza de trabajo o morirse de hambre. Un “universalismo” nutrido también de la expoliación y opresión del resto de los pueblos del mundo, desde África hasta los confines de Asia y América. El mismo que bajo las banderas de la “civilización” había llevado a aquella Gran Guerra Mundial en la que cada potencia pugnaba por aumentar su parte de botín. La mayor matanza de historia de la humanidad hasta entonces, que luego quedaría relegada al lugar de “Primera” y superada en toda su barbarie por la “Segunda”.

En ese contexto, la “Declaración de los derechos del pueblo trabajador y explotado”, convertida en texto constitucional de la nueva república soviética en 1918, proclama: “como misión esencial abolir toda explotación del hombre por el hombre”, “hacer triunfar el socialismo en todos los países”, “declara patrimonio de todo el pueblo trabajador toda la tierra”, “ratifica el paso de todos los bancos a propiedad del Estado obrero y campesino”, plantea la “completa ruptura con la bárbara política de la civilización burguesa, que basaba la prosperidad de los explotadores de unas pocas naciones elegidas en la esclavitud de centenares de millones de trabajadores” de todo el mundo. También el derecho a la autodeterminación de los pueblos que antes se encontraban bajo el yugo del imperio zarista con el “propósito de crear una alianza efectivamente libre y voluntaria” y por lo tanto el derecho de los obreros y campesinos de cada nación a decidir si deseaban unirse o no y en qué condiciones a la federación. A su vez, bajo la nueva república los derechos dejan de ser de “el hombre”, se instaura la igualdad legal entre hombres y mujeres, se reconocen las uniones de hecho, se establece el derecho al divorcio y al aborto, se crean guarderías, lavanderías y comedores comunitarios, se elimina la criminalización de la homosexualidad y la persecución a las mujeres en situación de prostitución.

Estos gestos imperdonables abrieron una verdadera caja de pandora, y con ella una oleada revolucionaria internacional. Uno de sus grandes centros fue Alemania, que a diferencia de la decadente Rusia zarista, era una de las principales potencias mundiales. La idea que movilizó a Lenin y Trotsky fue que el triunfo de la revolución alemana, con su poderosa clase obrera, su industria y tecnología, uniéndose a la vasta Rusia soviética, podría constituir el pivote de la revolución mundial. De hecho, los destinos de la revolución alemana y la rusa, estuvieron estrechamente ligados. Un vínculo que a la historia oficial le conviene olvidar. Pero lo cierto es que a partir de octubre/noviembre de 1918, con la insurrección de los marinos de Kiel –que simplemente se negaban a morir por el “honor” del Káiser–, la lucha de clases se extendió como reguero de pólvora por Alemania erigiendo a su paso Consejos de Obreros y Soldados por todo el país. Pero una burocracia, anterior a la stalinista, salvó a la burguesía: la de la socialdemocracia alemana encabezada por Friedrich Ebert. Personaje a quién Carl Schorske, el gran historiador de la socialdemocracia, bautizó “el Stalin de la socialdemocracia”, aunque hasta hoy presta su ilustre nombre a una tradicional fundación promotora de los “valores democráticos”. Claro que tampoco había en aquel país un partido como el bolchevique. Los grandes líderes revolucionarios como Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht fueron masacrados a instancias de Ebert y aquellos “valores” de la democracia.

El aislamiento internacional producto de esta derrota fue un duro revés para la República de los Soviets. Meses antes había arrancado la guerra civil en Rusia con el levantamiento de la Legión Checoslovaca en mayo de 1918. Pronto los revolucionarios se verán enfrentados a 14 ejércitos imperialistas coaligados con las fuerzas contrarrevolucionarias de la vieja sociedad. Para la defensa de la revolución, los bolcheviques, con Trotsky a la cabeza, pondrán en pie un ejército de más de 5 millones de obreros y campesinos. La guerra civil se prolongará por más de treinta meses hasta que en noviembre de 1920 la derrota de las tropas al mando del barón Wrangel decidirá el resultado de la guerra a favor de los revolucionarios. Mientras tanto, la revolución alemana tendría nuevos capítulos. Ya creada la Internacional Comunista en 1919, uno de sus grandes partidos será justamente el alemán. En 1923 se abrirá un nuevo proceso revolucionario, cuya derrota marcará un punto de inflexión, no solo en Alemania sino también en Rusia. Será uno de los elementos que contribuya al fortalecimiento en la URSS de una burocracia que con los años se convertirá en casta gobernante y se valdrá del poder del Estado para conservar sus privilegios, dando lugar al fenómeno del stalinismo.

Lenin, que muere en 1924, había dedicado los últimos tiempos de su vida a la lucha contra esta burocracia que comenzaba a enquistarse en el Estado de los soviets y el partido bolchevique. Trotsky continuará esta pelea, con diversas alianzas a través de los años; su biografía va a quedar asociada a la lucha sin cuartel contra el stalinismo para recuperar el poder para los soviets en Rusia y extender la revolución a nivel internacional. Recuerda Christopher Hitchens que “Winston Churchill, en un ácido retrato de Grandes contemporáneos, describió a Trotsky, incluso en un exilio impotente, como el ‘ogro’ de la subversión internacional”. Se trataba –una vez más– de activar el “freno de emergencia”, como diría Walter Benjamin, para detener la marcha hacia el abismo de la barbarie capitalista. Finalmente la derrota del largo proceso de la revolución alemana que había comenzado allá por 1918 solo pudo llegar de la mano de Hitler en 1933. El triunfo de nuevas revoluciones hubiera podido ahorrarle a la humanidad la barbarie de Auschwitz y el gulag, y evitar la masacre a gran escala que tuvo lugar con la Segunda Guerra Mundial, pero el capitalismo, para desgracia de la humanidad, sobrevivió.

De la caída del muro de Berlín a la caída del muro de Wall Street

La gran herejía de la República de los Soviets fue, nada más ni nada menos, que mostrar la posibilidad de otra historia y que no había ningún “interés general”, ni nada “natural” en que un puñado de capitalistas concentre la propiedad de los medios de producción y reproducción sociales, en que toda la sociedad tenga que estar organizada en función de sus ganancias, o en que la mayor parte de los pueblos del mundo estén oprimidos por un selecto grupo de potencias para que se puedan mover los engranajes del capitalismo “global”. Desde luego, cuando una verdad así se encarna en la historia, es difícil ocultarla. Tomó casi todo el resto del siglo XX. Fueron necesarios Hitler y Stalin, las bombas atómicas del imperialismo “democrático” norteamericano en Hiroshima y Nagasaki, los bombardeos masivos sobre la población civil en Dresde a la salida de la Segunda Guerra Mundial. También las diferentes burocracias que emularon al stalinismo en las revoluciones de posguerra, la derrota decenas y decenas de procesos revolucionarios, en las colonias y semicolonias, en los centros imperialistas, y de aquellas que se levantaron contra las burocracias al otro lado de la “Cortina de Hierro”. A su vez, frente a la lucha de clases en “Occidente” y especialmente en Europa, el capitalismo ensayó la idea un “Estado de bienestar” para aminorar el contraste, y en la periferia, ante las enormes luchas de los pueblo oprimidos, el llamado proceso de “descolonización” allanándose a la independencia formal de múltiples países para tratar de atemperar las rebeliones contra la dominación imperialista.

Difícil entender algo de todo esto sin dimensionar la relevancia histórica de la Revolución rusa. De allí la euforia que trajo la Restauración burguesa, con mayúscula, a partir de la última década del siglo pasado. Tiempos en que Francis Fukuyama decretara el “fin de la historia” (de la lucha de clases), que vino con “el fin” de la clase obrera, del trabajo, de las ideologías, de los Estados nacionales, etc., y el prefijo “post” despegará a la popularidad para designar todo, desde el “posmodernismo” hasta, como no podía ser de otra manera, el “posmarxismo”. Toneladas de propaganda se utilizaron para identificar al “comunismo” como proyecto emancipatorio con las dictaduras burocráticas parasitarias de los ex Estados obreros. La historiografía liberal-conservadora, Orlando Figes, Richard Pipes, Robert Service, etc., gastó ríos de tinta para darle entidad a ese planteo. Una vez “ordenada” nuevamente la historia y supuestamente exorcizada la herejía de la Revolución de Octubre, el capitalismo, en modo “neo” liberal, se sintió en condiciones –y ante la necesidad determinada por sus requerimientos de acumulación– de desmantelar los muros de contención del viejo “Estado de bienestar” y volver a ajustar las cadenas de los países de la periferia con el llamado “Consenso de Washington”.

Pero aquella euforia no era solo espiritual sino bien material. La restauración capitalista en aquellos Estados donde se había expropiado a la burguesía abrirá enormes espacios “nuevos” para la valorización del capital. A Rusia, ex segunda potencia mundial, le correspondió el desmantelamiento de buena parte de su industria y pasar a depender de las exportaciones de gas y petróleo. Pero el caso de China fue muy diferente. Se transformará en un motor central del capitalismo que explica buena parte del devenir de la economía mundial hasta hoy. A su vez, la incorporación de cientos de millones de nuevos trabajadores al mercado mundial con muy bajos salarios va posibilitar el avance sobre las condiciones de vida de la clase trabajadora a nivel global y el aumento de la plusvalía absoluta obtenida por el capital para contrarrestar la caída de su tasa de ganancia. La paradoja es que China debe su existencia actual a la unificación e independencia del país conquistada por la revolución de 1949 que expropió a la burguesía y avanzó en la planificación (burocrática) de la economía. Es decir, que solo gracias a haberse apropiado mediante la restauración capitalista de aquello que se generó en contra suya, la burguesía imperialista logró una de sus principales fuentes de desarrollo del último tiempo, basada en enormes niveles de explotación y precarización, que poco tienen que envidiarle a los de dos siglos atrás.

Todo este fin de la historia es el que está llegando, valga la redundancia, a su fin desde la caída del “muro de Wall Street” con la crisis de 2008. China pasó a ser parte de la disputa por los mercados internacionales. Los cientos de millones de trabajadores incorporados en su momento al mercado mundial para bajar los salarios ya no impiden la escasez de inversiones rentables. Estos límites cada vez más estrechos a la valorización del capital están en la base de los desequilibrios geopolíticos. La financiarización de la economía que oficia de válvula de escape llevó el estallido de la burbuja inmobiliaria en 2008, cuya “salida” fue inyectar más y más dinero para salvar a los bancos y las corporaciones. Como resultado tenemos un salto enorme en términos de desigualdad, a niveles comparables a los existentes durante las primeras décadas del siglo XX, que está en la base de los ciclos de revueltas que vienen atravesando gran parte del globo desde aquel entonces. La dinámica ecodestructiva del capitalismo tiene como uno de sus grandes símbolos en la actualidad a la pandemia del covid-19, y ha dado lugar a una situación completamente inédita para la humanidad: la tendencia hacia la descomposición de sus condiciones naturales de producción y reproducción. Por si faltaba una muestra de la crisis de la “globalización” capitalista, el llamado “gran atasco” de las cadenas de producción globales está allí para ratificarla.

Dicho esto, podemos volver a la pregunta inicial sobre la vigencia de la Revolución de Octubre.

La actualidad de una herejía contra el capitalismo

En contraste con todo este escenario del fin del “fin de la historia”, pareciera “más fácil imaginar el fin del mundo que el final del capitalismo”, como dijera alguna vez Fredric Jameson. Entonces ¿qué amerita seguir discutiendo la Revolución de Octubre pasado más de un siglo? O dicho de otra manera, ¿por qué el ataque al comunismo sigue siendo uno de los caballitos de batalla de la derecha que van desde Trump a Bolsonaro hasta personajes de reparto como Milei? En primer lugar, porque muestra –y nos recuerda– que no es “natural” que un puñado de milmillonarios que acumule la riqueza equivalente a la que posee la mitad de la humanidad; que vivamos en el “planeta de los slums” (villas miseria, favelas), como lo llamó Mike Davis, que alberga a alrededor de 1 de cada 6 habitantes del mundo; que el Mediterráneo se haya convertido de una gigantesca fosa común para migrantes que huyen de la guerra y la miseria; entre otras maravillosas postales de la “globalización” contemporánea.

Ahora bien, las grandes revoluciones –empezando por la Revolución rusa– que han logrado triunfar durante el siglo pasado, lo han hecho en países atrasados, semicoloniales o coloniales. Misteriosamente para el capitalismo que se ufana de ser la gran vía de “desarrollo”, solo dos países pasaron de aquella situación a estar entre las principales potencias mundiales en el siglo XX y lo que va del siglo XXI: Rusia y China, en los cuales casualmente hubo revoluciones que expropiaron los medios de producción a la burguesía. Sin embargo, el comunismo propiamente dicho no puede surgir dentro de los límites de los países atrasados, ya que no consiste en una mejor distribución de la escasez, que no hace más que reavivar la lucha por la subsistencia y el hobbesiano “todos contra todos” al que nos tiene acostumbrados el capitalismo. La burocracia que se erigió por sobre la clase trabajadora en aquellos procesos, en última instancia, fue hija de aquella lucha por la subsistencia producto del atraso y el aislamiento; por eso resaltábamos el especial entrelazamiento de los destinos de la Revolución rusa y la alemana. El siglo XX ya demostró la inviabilidad de la utopía reaccionaria del estalinismo de construir el “socialismo en un solo país”. Dicho esto, podemos preguntarnos: si bajo la bota de aquella burocracia la sustitución de la propiedad privada y de la anarquía capitalista por la propiedad estatal de los medios de producción y la planificación económica permitieron que la URSS pasara de ser un país capitalista atrasado con resabios semifeudales a convertirse en la segunda potencia mundial, cuán enormes son las posibilidades que se abrirían hoy para la construcción del comunismo si el aparato tecnológico y la enorme riqueza de países como Estados Unidos, Alemania o Japón fuesen tomados en sus manos por los trabajadores.

Y acá entra otro problema fundamental “naturalizado” por la burguesía: qué entendemos por “riqueza”. En el capitalismo la producción está organizada y tiene como fin no la satisfacción de las necesidades sociales, sino la ganancia. La misma surge del tiempo de trabajo no pago que le roba el capitalista al trabajador, de esa diferencia –“plusvalía”– entre el valor de la fuerza de trabajo y lo que esta efectivamente produce en determinada jornada laboral. Así, los avances actuales de la ciencia, de la tecnología y de la cooperación del trabajo que posibilitan producir lo mismo en menor tiempo, no se traducen en mayor tiempo de ocio, en una reducción progresiva del tiempo dedicado al trabajo como imposición, sino en crecientes fortunas de “milmillonarios” en un polo, y en el otro polo, en desocupación, subocupación y “masas marginales” por un lado, y sobreocupación, jornadas extenuantes y trabajadores “rotos” por el otro. Es que si bien la fuerza de trabajo para el capitalista es un “costo”, no puede prescindir de ella porque es su única fuente de ganancia genuina, y tampoco de la desocupación que le es indispensable para presionar a la baja de los salarios. Por eso, como señala Marx, el capitalismo pone al tiempo de trabajo como única medida y fuente de la riqueza.

Pero esta forma de medir la riqueza no es más que una imposición miserable que solo se sostiene por la persistencia del capitalismo. No hay nada “inevitable” en la apropiación por el capital del tiempo disponible en forma de plusvalía. Tampoco hay nada “natural” en la producción y el uso por parte del capital de una población excedente (desocupada) que ofrece tiempo de trabajo disponible como palanca para asegurar que la oferta y la demanda de fuerza de trabajo sean siempre favorables al capital. La alternativa a esto, como decía Marx, pasa porque la masa de trabajadores se apropie ella misma de su propio trabajo excedente, convertirlo en “tiempo libre”, en tiempo de ocio, una palabra que por obvias razones la “ética” del capitalismo siempre buscó degradar pero que incluye –y de hecho es lo único que hace posible–, entre otras cosas, el desarrollo de la cultura, la ciencia y el arte e incluso el propio ejercicio democrático de la política para las y los trabajadores. Y allí está para atestiguarlo la incomparable efervescencia en todos estos terrenos durante los primeros años de la Revolución rusa, la experimentación artística de todo tipo, las disputas entre vanguardistas y proletkultistas, el “soviet teatral”, los encendidos debates sobre la educación, sobre psicología, sobre ciencia, sobre derecho y todo tipo de debates que siguen despertando el interés hasta hoy. Todo esto, cabe agregar, en un país atrasado, que atravesaba una situación dificilísima, venía de la guerra mundial y estaba bajo el ataque de 14 ejércitos imperialistas.

Solo hace falta algo de imaginación histórica para proyectar una idea aproximada de la potencialidad para liberar las facultades creadoras del ser humano y conquistar una relación más armónica con la naturaleza que tendría esta otra forma de medir la riqueza por el tiempo de ocio y no por el tiempo de trabajo con el actual estado de la ciencia, de la tecnología y de las fuerzas productivas. Retomando la frase de Jameson, podríamos resumir nuestra respuesta al por qué seguir discutiendo la Revolución de Octubre 104 años después en pocas palabras: porque nos permite pensar el fin del capitalismo en lugar del fin del mundo. Esa es su gran herejía. Claro que solo se trata su aspecto más general, también dejó enormes conclusiones sobre el camino para hacerla realidad –que hemos abordado en otros lugares–, pero en tiempos donde los discursos neorreformistas, “populistas de izquierda”, “posneoliberales” no se cansan de apelar a la miseria de lo (im)posible –seguir con el capitalismo hasta el precipicio–, es un buen lugar por donde empezar.

Matías Maiello

 

Fuente: Izquierda Diario

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Vox, PP y la nueva Ley de Memoria Democrática

 

Las heridas del pasado serán heridas del futuro: seguirán siempre abiertas. Pero al PP y Vox les da igual la historia. Eso dice Cervera, y es una verdad fácilmente constatable. Quizás los que quieren ignorar la historia querrían que se repitiera.


Vox, PP y la nueva Ley de Memoria Democrática

 

Alfons Cervera

El Viejo Topo

8 noviembre, 2022 


Hace unos días se puso en marcha la nueva 
Ley de Memoria Democrática. Ha costado aprobarla. Qué difícil resulta en nuestro país hablar del pasado más cercano. Podemos hablar tranquilamente de la Edad Media o de cuando se paseaban a sus anchas por el monte las aves gigantes y los dinosaurios. Pero cuando se intenta hablar de la guerra civil y sus alrededores, la cosa ya no es tan sencilla. O se guarda silencio o lo que es peor: nos hinchamos a contar mentiras.

Siempre estamos con la misma canción: hay que olvidar ese pasado y cerrar sus heridas. Y ya está. Ésa es la lección. Cuando en un Instituto de Enseñanza Secundaria se llegue (si se llega) a ese periodo histórico, hay que saltárselo. Y a otra cosa, mariposa. Y ojo con lo que se diga en las clases porque ahí estará la vigilancia de algunas familias (sobre todo ahora, con la aprobación de la nueva Ley y la negativa del PP y Vox a aceptarla) para protestar si su prole llega a casa diciendo que en clase han dicho que la guerra en España vino por un golpe de Estado contra la República. Y que después de la guerra llegó la dictadura franquista, con sus cárceles y sus miles de muertos y que muchos de esos muertos aún siguen en las cunetas o en las fosas comunes que se están descubriendo todos los días para que sus familias puedan descansar, aunque sea un poco y tan tarde, después de tanto sufrimiento. Son años de angustia esperando ese momento. Y el silencio lo único que hace –como escribía Mario Benedetti– es añadir más angustia a la angustia de la espera interminable.

Ya sé que buena parte del profesorado no se salta la realidad de los hechos históricos. También sé que otra parte de ese profesorado sí que lo hace. He sido testigo de esa anomalía en alguna ocasión. Una vez lo escuché en directo: “El profesorado ha de ser neutral”. O sea, que si se habla en clase de que hubo un golpe de Estado contra la legitimidad de la Segunda República, por ejemplo, es que falla la neutralidad. Así que mejor callárselo. Lo que tiene que haber en la enseñanza de la historia no es neutralidad ni gaitas. Lo que tiene que haber en esa enseñanza es sólo una cosa: el rigor más exigente a la hora de contarla.

Los de Vox son una plaga contra la memoria del sufrimiento. Ellos no sufren. Al revés, quieren que vuelva la dictadura, hacen lo que pueden para que las fosas comunes sigan cerradas a cal y canto. No les interesa que salgan los nombres de los verdugos. Seguro que bastantes de esos nombres les resultan conocidos. Y cercanos. Mejor el silencio, por lo tanto. Mejor las mentiras que aseguran que Franco salvó a España de la «barbarie» republicana. Mejor seguir contando que la dictadura franquista fue lo mejor que le ha pasado a España en los últimos años de nuestra historia. Los únicos muertos buenos son los suyos. A los demás que se los sigan comiendo los gusanos en sus tumbas, muchas de ellas aún desconocidas. Menuda plaga. Digo de

¿Pero qué dice el PP en estos asuntos? Pues que si gobierna, ya tiene dispuesta la derogación de la Ley de Memoria Democrática y escrita su Ley de Concordia. Como si la democracia estuviera contra la concordia. Son excusas de mal pagador. En estos asuntos, dicen más o menos lo mismo que Vox. Que la historia se calle, que sigamos con las mentiras. Lo acabamos de ver hace unos días en Teulada y Alfafar, dos pueblos valencianos gobernados por el Partido Popular. En el primero, el consistorio gobernado por el PP y dos concejales exsocialistas había denegado la ayuda a un proyecto del alumnado de Secundaria: un estudio sobre personas de la comarca alicantina de la Marina Alta que sufrieron el horror de Mauthausen. El proyecto incluía la realización de un viaje al campo nazi, también de un documental y la edición de un libro. Después de negar la ayuda solicitada, han rectificado ante la avalancha de críticas que cayeron sobre esa negativa. Una negativa que venía calcada de la de Rajoy cuando presumió, orgulloso él, de que no había destinado un solo euro de los presupuestos del Estado a la Memoria Histórica. El ilusionante trabajo estudiantil lo había asumido el ejecutivo municipal de Benitatxell. Cuando ha llegado la rectificación, ya se había perdido una subvención por llegar la solicitud fuera de plazo. En todo caso, parece que al final la cosa pinta bien y el consistorio en pleno ha aprobado respaldar el proyecto sobre las personas de la comarca que sufrieron los horrores de Mauthausen. Desde la propia alcaldía aseguran que no saben quién o quiénes del equipo de gobierno negaron su apoyo en nombre del ejecutivo local. Todo líos. Con lo fácil que es decir sí o no y dejar de marear la perdiz cuando se trata de algo que tenga que ver con la Memoria Democrática.

Y muy cerquita de València, en Alfafar, más de lo mismo. Una exposición, preparada por los historiadores Joan Josep Baixauli y Josep Mª Tarazona sobre la represión franquista en el pueblo, ha sido prohibida por el gobierno local del PP. Finalmente, como pasara en Teulada, ha sido acogida por el ayuntamiento de la vecina Benetússer. Y otra vez la cantinela de siempre para las excusas: “queremos mirar al futuro cerrando heridas del pasado”. Las heridas del pasado se cierran contándolas. Si no se cuentan seguirán donde siempre: en la invisibilidad, en la más cruel de las inexistencias. Las heridas del pasado serán heridas del futuro: seguirán siempre abiertas. Pero al PP y Vox les da igual la historia, el derecho al duelo que nos exige una memoria machacada, el sufrimiento de quienes no son los suyos. Sólo quieren que las heridas del pasado sigan abiertas, que las víctimas del franquismo sigan silenciadas, que la victoria de los suyos en 1939 siga siendo la misma victoria tantos años después de aquel horror, que no salgan a la luz pública los nombres de los asesinos. Lo tienen bien claro y lo dicen bien claro: ellos ganaron la guerra y la van a seguir ganando por mucha Ley de Memoria que apruebe la propia democracia. Entre dictadura y democracia no tienen ninguna duda: dictadura.

Entre la palabra y el silencio también lo tienen claro. Eligen el silencio. Los versos de la inmensa Paca Aguirre: “Callar. No decir lo que abrasa”. Y lo que les abrasa, al PP y a Vox, es la verdad. Esa palabra les quema en la garganta. La única historia que les interesa que se cuente es la que a ellos les gusta, aunque esté llena de mentiras. Sólo con gritar emocionados “¡Viva Franco!” tienen bastante. Ese grito resume la historia que les gustaría que se contara en las escuelas. Sólo ese grito. Sólo.

Fuente: Infolibre.

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