martes, 16 de noviembre de 2021

Discurso de aceptación del Premio Nobel [José Saramago]

 

Tal día como hoy de 1922 nacía en Azinhaga el gran escritor portugués José Saramago. Hijo y nieto de agricultores, Premio Nobel de Literatura en 1998. Hombre comprometido con su tiempo, comunista convencido de que la verdad es siempre revolucionaria.


Discurso de aceptación del Premio Nobel 

José Saramago

El Viejo Topo

16 noviembre, 2021 

 


El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir. A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer.
Vivían de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del desmame eran vendidos a los vecinos de la aldea. Azinhaga era su nombre, en la provincia del Ribatejo. Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos, y eran analfabetos uno y otro. En el invierno, cuando el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a su cama.
Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalillos de una muerte cierta. Aunque fuera gente de buen carácter, no era por primores de alma compasiva por lo que los dos viejos procedían así: lo que les preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, era proteger su pan de cada día, con la naturalidad de quien, para mantener la vida, no aprendió a pensar mucho más de lo que es indispensable.
Ayudé muchas veces a éste mi abuelo Jerónimo en sus andanzas de pastor, cavé muchas veces la tierra del huerto anejo a la casa y corté leña para la lumbre, muchas veces, dando vueltas y vueltas a la gran rueda de hierro que accionaba la bomba, hice subir agua del pozo comunitario y la transporté al hombro, muchas veces, a escondidas de los guardas de las cosechas, fui con mi abuela, también de madrugada, pertrechados de rastrillo, paño y cuerda, a recoger en los rastrojos la paja suelta que después habría de servir para lecho del ganado.
Y algunas veces, en noches calientes de verano, después de la cena, mi abuelo me decía: «José, hoy vamos a dormir los dos debajo de la higuera». Había otras dos higueras, pero aquélla, ciertamente por ser la mayor, por ser la más antigua, por ser la de siempre, era, para todas las personas de la casa, la higuera.
Más o menos por antonomasia, palabra erudita que sólo muchos años después acabaría conociendo y sabiendo lo que significaba. En medio de la paz nocturna, entre las ramas altas del árbol, una estrella se me aparecía, y después, lentamente, se escondía detrás de una hoja, y, mirando en otra dirección, tal como un río corriendo en silencio por el cielo cóncavo, surgía la claridad traslúcida de la Vía Láctea, el camino de Santiago, como todavía le llamábamos en la aldea.
Mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con las historias y los sucesos que mi abuelo iba contando: leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un incansable rumor de memorias que me mantenía despierto, al mismo que suavemente me acunaba.
Nunca supe si él se callaba cuando descubría que me había dormido, o si seguía hablando para no dejar a medias la respuesta a la pregunta que invariablemente le hacía en las pausas más demoradas que él, calculadamente, le introducía en el relato: «¿Y después?».
Tal vez repitiese las historias para sí mismo, quizá para no olvidarlas, quizá para enriquecerlas con peripecias nuevas. En aquella edad mía y en aquel tiempo de todos nosotros, no será necesario decir que yo imaginaba que mi abuelo Jerónimo era señor de toda la ciencia del mundo.
Cuando, con la primera luz de la mañana, el canto de los pájaros me despertaba, él ya no estaba allí, se había ido al campo con sus animales, dejándome dormir. Entonces me levantaba, doblaba la manta, y, descalzo (en la aldea anduve siempre descalzo hasta los catorce años), todavía con pajas enredadas en el pelo, pasaba de la parte cultivada del huerto a la otra, donde se encontraban las pocilgas, al lado de la casa.
Mi abuela, ya en pie desde antes que mi abuelo, me ponía delante un tazón de café con trozos de pan y me preguntaba si había dormido bien. Si le contaba algún mal sueño nacido de las historias del abuelo, ella siempre me tranquilizaba: «No hagas caso, en sueños no hay firmeza».
Pensaba entonces que mi abuela, aunque también fuese una mujer muy sabia, no alcanzaba las alturas de mi abuelo, ése que, tumbado debajo de la higuera, con el nieto José al lado, era capaz de poner el universo en movimiento apenas con dos palabras. Muchos años después, cuando mi abuelo ya se había ido de este mundo y yo era un hombre hecho, llegué a comprender que la abuela, también ella, creía en los sueños.
Otra cosa no podría significar que, estando sentada una noche, ante la puerta de su pobre casa, donde entonces vivía sola, mirando las estrellas mayores y menores de encima de su cabeza, hubiese dicho estas palabras: «El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir». No dijo miedo de morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada.
Estaba sentada a la puerta de una casa, como no creo que haya habido alguna otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque el mundo era bonito, gente, y ése fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver.
Muchos años después, escribiendo por primera vez sobre éste mi abuelo Jerónimo y ésta mi abuela Josefa (me ha faltado decir que ella había sido, según cuantos la conocieron de joven, de una belleza inusual), tuve conciencia de que estaba transformando las personas comunes que habían sido en personajes literarios y que ésa era, probablemente, la manera de no olvidarlos, dibujando y volviendo a dibujar sus rostros con el lápiz siempre cambiante del recuerdo, coloreando e iluminando la monotonía de un cotidiano opaco y sin horizontes, como quien va recreando sobre el inestable mapa de la memoria, la irrealidad sobrenatural del país en que decidió pasar a vivir.
La misma actitud de espíritu que, después de haber evocado la fascinante y enigmática figura de un cierto bisabuelo berebere, me llevaría a describir más o menos en estos términos un viejo retrato (hoy ya con casi ochenta años) donde mis padres aparecen. «Están los dos de pie, bellos y jóvenes, de frente ante el fotógrafo, mostrando en el rostro una expresión de solemne gravedad que es tal vez temor delante de la cámara, en el instante en que el objetivo va a fijar de uno y del otro la imagen que nunca más volverán a tener, porque el día siguiente será implacablemente otro día.
Mi madre apoya el codo derecho en una alta columna y sostiene en la mano izquierda, caída a lo largo del cuerpo, una flor. Mi padre pasa el brazo por la espalda de mi madre y su mano callosa aparece sobre el hombro de ella como un ala. Ambos pisan tímidos una alfombra floreada. La tela que sirve de fondo postizo al retrato muestra unas difusas e incongruentes arquitecturas neoclásicas». Y terminaba: «Tendría que llegar el día en que contaría estas cosas. Nada de esto tiene importancia a no ser para mí. Un abuelo berebere, llegando del norte de Africa, otro abuelo pastor de cerdos, una abuela maravillosamente bella, unos padres graves y hermosos, una flor en un retrato ¿qué otra genealogía puede importarme? ¿en qué mejor árbol me apoyaría?».
Escribí estas palabras hace casi treinta años sin otra intención que no fuese reconstituir y registrar instantes de la vida de las personas que me engendraron y que estuvieron más cerca de mí, pensando que no necesitaría explicar nada más para que se supiese de dónde vengo y de qué materiales se hizo la persona que comencé siendo y ésta en que poco a poco me he convertido.
Ahora descubro que estaba equivocado, la biología no determina todo y en cuanto a la genética, muy misteriosos habrán sido sus caminos para haber dado una vuelta tan larga. A mi árbol genealógico (perdóneseme la presunción de designarlo así, siendo tan menguada la sustancia de su savia) no le faltaban sólo algunas de aquellas ramas que el tiempo y los sucesivos encuentros de la vida van desgajando del tronco central.
También le faltaba quien ayudase a sus raíces a penetrar hasta las capas subterráneas más profundas, quien apurase la consistencia y el sabor de sus frutos, quien ampliase y robusteciese su copa para hacer de ella abrigo de aves migratorias y amparo de nidos. Al pintar a mis padres y a mis abuelos con tintas de literatura, transformándolos de las simples personas de carne y hueso que habían sido, en personajes nuevamente y de otro modo constructores de mi vida, estaba, sin darme cuenta, trazando el camino por donde los personajes que habría de inventar, los otros, los efectivamente literarios, fabricarían y traerían los materiales y las herramientas que, finalmente, en lo bueno y en lo menos bueno, en lo bastante y en lo insuficiente, en lo ganado y en lo perdido, en aquello que es defecto pero también en aquello que es exceso, acabarían haciendo de mí la persona en que hoy me reconozco: creador de esos personajes y al mismo tiempo criatura de ellos.
En cierto sentido se podría decir que, letra a letra, palabra a palabra, página a página, libro a libro, he venido, sucesivamente, implantando en el hombre que fui los personajes que creé. Considero que sin ellos no sería la persona que hoy soy, sin ellos tal vez mi vida no hubiese logrado ser más que un esbozo impreciso, una promesa como tantas otras que de promesa no consiguieron pasar, la existencia de alguien que tal vez pudiese haber sido y no llegó a ser.
Ahora soy capaz de ver con claridad quiénes fueron mis maestros de vida, los que más intensamente me enseñaron el duro oficio de vivir, esas decenas de personajes de novela y de teatro que en este momento veo desfilar ante mis ojos, esos hombres y esas mujeres, hechos de papel y de tinta, esa gente que yo creía que iba guiando de acuerdo con mis conveniencias de narrador y obedeciendo a mi voluntad de autor, como títeres articulados cuyas acciones no pudiesen tener más efecto en mí que el peso soportado y la tensión de los hilos con que los movía.
De esos maestros el primero fue, sin duda, un mediocre pintor de retratos que designé simplemente por la letra H., protagonista de una historia a la que creo razonable llamar de doble iniciación (la de él, pero también, de algún modo, la del autor del libro, protagonista de una historia titulada «Manual de pintura y caligrafía», que me enseñó la honradez elemental de reconocer y acatar, sin resentimientos ni frustraciones, sus propios límites: sin poder ni ambicionar aventurarme más allá de mi pequeño terreno de cultivo, me quedaba la posibilidad de cavar hacia el fondo, hacia abajo, hacia las raíces.
Las mías, pero también las del mundo, si podía permitirme una ambición tan desmedida. No me compete a mí, claro está, evaluar el mérito del resultado de los esfuerzos realizados, pero creo que es hoy patente que todo mi trabajo, de ahí para adelante, obedeció a ese propósito y a ese principio.
Vinieron después los hombres y las mujeres del Alentejo, aquella misma hermandad de condenados de la tierra a que pertenecieron mi abuelo Jerónimo y mi abuela Josefa, campesinos rudos obligados a alquilar la fuerza de los brazos a cambio de un salario y de condiciones de trabajo que sólo merecerían el nombre de infames. Cobrando por menos que nada una vida a la que los seres cultos y civilizados que nos preciamos de ser llamamos, según las ocasiones, preciosa, sagrada y sublime.
Gente popular que conocí, engañada por una Iglesia tan cómplice como beneficiaria del poder del Estado y de los terratenientes latifundistas, gente permanentemente vigilada por la policía, gente, cuántas y cuántas veces, víctima inocente de las arbitrariedades de una justicia falsa. Tres generaciones de una familia de campesinos, los Mau-Tempo, desde el comienzo del siglo hasta la Revolución de Abril de 1974 que derrumbó la dictadura, pasan por esa novela a la que di el título de «Alzado del suelo» y fue con tales hombres y mujeres del suelo levantados, personas reales primero, figuras de ficción después, con las que aprendí a ser paciente, a confiar y a entregarme al tiempo, a ese tiempo que simultáneamente nos va construyendo y destruyendo para de nuevo construirnos y otra vez destruirnos.
No tengo la seguridad de haber asimilado de manera satisfactoria aquello que la dureza de las experiencias tornó virtud en esas mujeres y en esos hombres: una actitud naturalmente estoica ante la vida. Teniendo en cuenta, sin embargo, que la lección recibida, pasados más de veinte años, permanece intacta en mi memoria, que todos los días la siento presente en mi espíritu como una insistente convocatoria, no he perdido, hasta ahora, la esperanza de llegar a ser un poco más merecedor de la grandeza de los ejemplos de dignidad que me fueron propuestos en la inmensidad de las planicies del Alentejo. El tiempo lo dirá.
¿Qué otras lecciones podría yo recibir de un portugués que vivió en el siglo XVI, que compuso las «Rimas» y las glorias, los naufragios y los desencantos patrios de «Os Lusíadas», que fue un genio poético absoluto, el mayor de nuestra literatura, por mucho que eso pese a Fernando Pessoa, que a sí mismo se proclamó como el Super-Camoens de ella? Ninguna lección a mi alcance, ninguna lección que yo fuese capaz de aprender salvo la más simple que me podría ser ofrecida por el hombre Luis Vaz de Camoens en su más profunda humanidad, por ejemplo, la humildad orgullosa de un autor que va llamando a todas las puertas en busca de quien esté dispuesto a publicar el libro que escribió, sufriendo por eso el desprecio de los ignorantes de sangre y de casta, la indiferencia desdeñosa de un rey y de su compañía de poderosos, el escarnio con que desde siempre el mundo ha recibido la visita de los poetas, de los visionarios y de los locos.
Al menos una vez en la vida, todos los autores tuvieron o tendrán que ser Luis de Camoens, aunque no escriban las redondillas de «Sobolos rios». Entre hidalgos de la corte y censores del Santo Oficio, entre los amores de antaño y las desilusiones de la vejez prematura, entre el dolor de escribir y la alegría de haber escrito, fue a este hombre enfermo que regresa pobre de la India, adonde muchos sólo iban para enriquecerse, fue a este soldado ciego de un ojo y golpeado en el alma, fue a este seductor sin fortuna que no volverá nunca más a perturbar los sentidos de las damas de palacio, a quien yo puse a vivir en el teatro en el escenario de la pieza de teatro llamada «Que farei con este livro?» («¿Qué haré con este libro?»), en cuyo final resuena otra pregunta, aquélla que importa verdaderamente, aquélla que nunca sabremos si alguna vez llegará a tener respuesta suficiente: «¿Qué haréis con este libro?».
Humildad orgullosa fue ésa de llevar debajo del brazo una obra maestra y verse injustamente rechazado por el mundo. Humildad orgullosa también, y obstinada, esta de querer saber para qué servirán mañana los libros que vamos escribiendo hoy, y luego dudar que consigan perdurar largamente (¿hasta cuándo?) las razones tranquilizadoras que quizá nos estén siendo dadas o que estamos dándonos a nosotros mismos. Nadie se engaña mejor que cuando consiente que lo engañen otros.
Se aproxima ahora un hombre que dejó la mano izquierda en la guerra y una mujer que vino al mundo con el misterioso poder de ver lo que hay detrás de la piel de las personas. El se llama Baltasar Mateus y tiene el apodo de Siete-Soles, a ella la conocen por Bilmunda, y también por el apodo de Siete-Lunas que le fue añadido después porque está escrito que donde haya un sol habrá una luna y que sólo la presencia conjunta de uno y otro tornará habitable, por el amor, la tierra.
Se aproxima también un padre jesuita llamado Bartolmeu que inventó una máquina capaz de subir al cielo y volar sin otro combustible que no sea la voluntad humana, ésa que según se viene diciendo, todo lo puede, aunque no pudo, o no supo, o no quiso, hasta hoy, ser el sol y la luna de la simple bondad o del todavía más simple respeto. Sontres locos portugueses del siglo XVIII en un tiempo y en un país donde florecieron las supersticiones y las hogueras de la Inquisición, donde la vanidad y la megalomanía de un rey hicieron levantar un convento, un palacio y una basílica que asombrarían al mundo exterior, en el caso poco probable de que ese mundo tuviera ojos bastantes para ver a Portugal, tal como sabemos que los tenía Bilmunda para ver lo que escondido estaba. Y también se aproxima una multitud de millares y millares de hombres con las manos sucias y callosas, con el cuerpo exhausto de haber levantado, durante años sin fin, piedra a piedra, los muros implacables del convento, las alas enormes del palacio, las columnas y las pilastras, los aéreos campanarios, la cúpula de la basílica suspendida sobre el vacío.
Los sonidos que estamos oyendo son del clavicornio del Doménico Scarlatti, que no sabe si debe reír o llorar. Esta es la historia del «Memorial del convento», un libro en que el aprendiz de autor, gracias a lo que le venía siendo enseñado desde el antiguo tiempo de sus abuelos Jerónimo y Josefa, consiguió escribir palabras como éstas, donde no está ausente alguna poesía: «Además de la conversación de las mujeres son los sueños los que sostienen al mundo en su órbita. Pero son también los sueños los que le hacen una corona de lunas, por eso el cielo es el resplandor que hay dentro de la cabeza de los hombres si no es la cabeza de los hombres el propio y único cielo». Que así sea.
De las lecciones de poesía, sabía ya alguna cosa el adolescente, aprendidas en sus libros de texto cuando, en una escuela de enseñanza profesional de Lisboa, andaba preparándose para el oficio que ejerció en el comienzo de su vida de trabajo: el de mecánico cerrajero. Tuvo también buenos maestros del arte poético en las largas horas nocturnas que pasó en bibliotecas públicas, leyendo al azar de encuentros y de catálogos, sin orientación, sin alguien que le aconsejase, con el mismo asombro creador del navegante que va inventando cada lugar que descubre.
Pero fue en la biblioteca de la escuela industrial donde «El año de la muerte de Ricardo Reis» comenzó a ser escrito. Allí encontró un día el joven aprendiz de cerrajero (tendría entonces 17 años) una revista – «Atena» era el título – en que había poemas firmados con aquel nombre y, naturalmente, siendo tan mal conocedor de la cartografía literaria de su país, pensó que existía en Portugal un poeta que se llamaba así: Ricardo Reis.
No tardó mucho tiempo en saber que el poeta propiamente dicho había sido un tal Fernando Nogueira Pessoa que firmaba poemas con nombres de poetas inexistentes nacidos en su cabeza y a quien llamaba heterónimos, palabra que no constaba en los diccionarios de la época, por eso costó tanto trabajo al aprendiz de las letras saber lo que ella significaba. Aprendió de memoria muchos poemas de Ricardo Reis («Para ser grande sê inteiro/Põe quanto és no mínimo que fazes»), pero no podía resignarse, a pesar de tan joven e ignorante, a que un espíritu superior hubiese podido concebir, sin remordimiento, este verso cruel: «Sábio é o que se contenta com o espectáculo do mundo». Mucho, mucho tiempo después, el aprendiz de escritor ya con el pelo blanco y un poco más sabio de sus propias sabidurías se atrevió a escribir una novela para mostrar al poeta de las «Odas» algo de lo que era el espectáculo del mundo en ese año de 1936 en que lo puso a vivir sus últimos días: la ocupación de la Renania por el Ejército nazi, la guerra de Franco contra la República española, la creación por Salazar de las milicias fascistas portuguesas. Fue como si estuviese diciéndole: «He ahí el espectáculo del mundo, mi poeta de las amarguras serenas y del escepticismo elegante. Disfruta, goza, contempla, ya que estar sentado es tu sabiduría».
«El año de la muerte de Ricardo Reis» terminaba con unas palabras elancólicas: «Aquí donde el mar acabó y la tierra espera». Por tanto no habría más descubrimientos para Portugal, sólo como destino una espera infinita de futuros ni siquiera imaginables: el fado de costumbre, la saudade de siempre y poco más. Entonces el aprendiz imaginó que tal vez hubiese una manera de volver a lanzar los barcos al agua, por ejemplo mover la propia tierra y ponerla a navegar mar adentro.
Fruto inmediato del resentimiento colectivo portugués por los desdenes históricos de Europa (sería más exacto decir fruto de mi resentimiento personal), la novela que entonces escribí – «La balsa de piedra» – separó del continente europeo a toda la Península Ibérica, transformándola en una gran isla fluctuante, moviéndose sin remos ni velas, ni hélices, en dirección al Sur del mundo, «masa de piedra y tierra cubierta de ciudades, aldeas, ríos, bosques, fábricas, bosques bravíos, campos cultivados, con su gente y sus animales», camino de una utopía nueva: el encuentro cultural de los pueblos peninsulares con los pueblos del otro lado del Atlántico, desafiando así, a tanto se atrevió mi estrategia, el dominio sofocante que los Estados Unidos de la América del Norte vienen ejerciendo en aquellos parajes.
Una visión dos veces utópica entendería esta ficción política como una metáfora mucho más generosa y humana: que Europa, toda ella, deberá trasladarse hacia el Sur a fin de, en descuento de sus abusos coloniales antiguos y modernos, ayudar a equilibrar el mundo. Es decir Europa finalmente como ética. Los personajes de «La balsa de piedra» – dos mujeres, tres hombres y un perro – viajan incansablemente a través de la Península mientras ella va surcando el océano. El mundo está cambiando y ellos saben que deben buscar en sí mismos las personas nuevas en que se convertirán (sin olvidar al perro que no es un perro como los otros). Eso les basta. Se acordó entonces el aprendiz que en tiempos de su vida había hecho algunas revisiones de pruebas de libros y que si en «La balsa de piedra» hizo, por decirlo así, revisión del futuro, no estaría mal que revisara ahora el pasado inventando una novela que se llamaría «História do Cerco de Lisboa», en la que un revisor trabajando un libro del mismo título, aunque de historia, y cansado de ver cómo la citada historia cada vez es menos capaz de sorprender, decidió poner en lugar de un «sí» un «no», subvirtiendo la autoridad de las «verdades históricas».
Raimundo Silva, así se llamaba el revisor, es un hombre simple, vulgar, que sólo se distingue de la mayoría por creer que todas las cosas tienen su lado visible y su lado invisible y que no sabremos nada de ellas, mientras no les hayamos dado la vuelta completa. De eso precisamente trata una conversación que tiene con el historiador. Así: «Le recuerdo que los revisores ya vieron mucho de literatura y vida, Mi libro, se lo recuerdo, es de historia. No es propósito mío apuntar otras contradicciones, profesor, en mi opinión todo cuanto no sea vida es literatura.
La historia también. La historia sobre todo, sin querer ofender. Y la pintura, y la música. La música va resistiéndose desde que nació, unas veces va y otras viene, quiere librarse de la palabra, supongo que por envidia, pero regresa siempre a la obediencia. Y la pintura, mire, la pintura no es más que literatura hecha con pinceles. Espero que no se haya olvidado de que la humanidad comenzó pintando mucho antes de saber escribir. Conoce el refrán, si no tienes perro caza con el gato, o dicho de otramanera, quien no puede escribir, pinta, o dibuja, es lo que hacen los niños. Lo que usted quiere decir, con otras palabras, es que la literatura ya existía antes de haber nacido, sí señor, como el hombre, con otras palabras, antes de serlo ya lo era.
Me parece que usted equivocó la vocación, debería ser historiador. Me falta preparación profesor, qué puede un simple hombre hacer sin preparación, mucha suerte he tenido viniendo al mundo con la genética organizada, pero, por decirlo así, en estado bruto, y después sin más pulimento que las primeras letras que se quedaron como únicas. Podía presentarse como autodidacta producto de su digno esfuerzo, no es ninguna vergüenza, antiguamente la sociedad estaba orgullosa de sus autodidactas.
Eso se acabó, vino el desarrollo y se acabó, los autodidactas son vistos con malos ojos, sólo los que escriben versos o historias para distraer están autorizados a ser autodidactas, pero yo para la creación literaria no tengo habilidad. Entonces métase a filósofo. Usted es un humorista, cultiva la ironía, me pregunto cómo se dedicó a la historia, siendo ella tan grave y profunda ciencia. Soy irónico sólo en la vida real. Ya me parecía a mí que la historia no es la vida real, literatura sí, y nada más. Pero la historia fue vida real en el tiempo en que todavía no se le podía llamar historia. Entonces usted cree, profesor, que la historia es la vida real. Lo creo, sí.
Que la historia fue vida real, quiero decir. No tengo la menor duda. Qué sería de nosotros si el deleatur que todo lo borra no existiese, suspiró el revisor». Escusado será añadir que el aprendiz aprendió con Raimundo Silva la lección de la duda. Ya era hora.
Fue probablemente este aprendizaje de la duda el que le llevó, dos años más tarde, a escribir «El Evangelio según Jesucristo». Es cierto, y él lo ha dicho, que las palabras del título le surgieron por efecto de una ilusión óptica, pero es legítimo que nos interroguemos si no habría sido el sereno ejemplo del revisor el que, en ese tiempo, le anduvo preparando el terreno de donde habría de brotar la nueva novela. Esta vez no se trataba de mirar por detrás de las páginas del «Nuevo Testamento» a la búsqueda de contradicciones, sino de iluminar con una luz rasante la superficie de esas páginas, como se hace con una pintura para resaltarle los relieves, las señales de paso, la oscuridad de las depresiones.
Fue así como el aprendiz, ahora rodeado de personajes evangélicos, leyó, como si fuese la primera vez, la descripción de la matanza de los Inocentes y, habiendo leído, no comprendió. No comprendió que pudiese haber mártires de una religión que aún tendría que esperar treinta años para que su fundador pronunciase la primera palabra de ella, no comprendió que no hubiese salvado la vida de los niños de Belén precisamente la única persona que lo podría haber hecho, no comprendió la ausencia, en José, de un sentimiento mínimo de responsabilidad, de remordimiento, de culpa o siquiera de curiosidad, después de volver de Egipto con su familia.
Ni se podrá argumentar en defensa de la causa que fue necesario que los niños de Belén murieran para que pudiese salvarse la vida de Jesús: El simple sentido común, que a todas las cosas, tanto a las humanas como a las divinas, debería presidir, está ahí para recordarnos que Dios no enviaría a su hijo a la Tierra con el encargo de redimir los pecados de la humanidad, para que muriera a los dos años de edad degollado por un soldado de Herodes. En ese Evangelio escrito por el aprendiz con el respeto que merecen los grandes dramas, José será consciente de su culpa, aceptará el remordimiento en castigo de la falta que cometió y se dejará conducir a la muerte casi sin resistencia, como si eso le faltase todavía para liquidar sus cuenta con el mundo.
«El Evangelio» del aprendiz no es, por tanto, una leyenda edificante más de bienaventurados y de dioses, sino la historia de unos cuantos seres humanos sujetos a un poder contra el cual luchan, pero al que no pueden vencer. Jesús, que heredará las sandalias con las que su padre había pisado el polvo de los caminos de la tierra, también heredará de él el sentimiento trágico de la responsabilidad y de ella la culpa que nunca lo abandonará, incluso cuando levante la voz desde lo alto de la cruz: «Hombres, perdonadle, porque él no sabe lo que hizo», refiriéndose al Dios que lo llevó hasta allí, aunque quien sabe si recordando todavía, en es última agonía, a su padre auténtico, aquel que en la carne y en la sangre, humanamente, lo engendró.
Como se ve, el aprendiz ya había hecho un largo viaje cuando en el herético evangelio escribió las últimas palabras del diálogo en el templo entre Jesús y el escriba: «La culpa es un lobo que se come al hijo después de haber devorado al padre, dijo el escriba, Ese lobo de que hablas ya se ha comido a mi padre, dijo Jesús, Entonces sólo falta que devore a ti, Y tú, en tu vida, fuiste comido, o devorado, No sólo comido y devorado, también vomitado, respondió el escriba».
Si el emperador Carlomagno no hubiese establecido en el norte de Alemania un monasterio, si ese monasterio no hubiese dado origen a la ciudad de Münster, si Münster no hubiese querido celebrar los 1.200 años de su fundación con una ópera sobre la pavorosa guerra que enfrentó en el siglo XVI a protestantes anabaptistas y católicos, el aprendiz no habría escrito la pieza de teatro que tituló «In Nomine Dei». Una vez más, sin otro auxilio que la pequeña luz de su razón, el aprendiz tuvo que penetrar en el oscuro laberinto de las creencias religiosas, ésas que con tanta facilidad llevan a los seres humanos a matar y a dejarse matar.
Y lo que vio fue nuevamente la máscara horrenda de la intolerancia, una intolerancia que en Münster alcanzó el paroxismo demencial, una intolerancia que insultaba la propia causa que ambas partes proclamaban defender. Porque no se trataba de una guerra en nombre de dos dioses enemigos sino de una guerra en nombre de un mismo dios. Ciegos por sus propias creencias, los anabaptistas y los católicos de Münster no fueron capaces de comprender la más clara de todas las evidencias: en el día del Juicio Final, cuando unos y otros se presenten a recibir el premio o el castigo que merecieron sus acciones en la tierra, Dios, si en sus decisiones se rige por algo parecido a la lógica humana, tendrá que recibir en el paraíso tanto a unos como a otros, por la simple razón de que unos y otros en El creían.
La terrible carnicería de Münster enseñó al aprendiz que al contrario de lo que prometieron las religiones nunca sirvieron para aproximar a los hombres y que la más absurda de todas las guerras es una guerra religiosa, teniendo en consideración que Dios no puede, aunque lo quisiese, declararse la guerra a sí mismo. Ciegos.El aprendiz pensó «Estamos ciegos», y se sentó a escribir el «Ensayo sobre la ceguera» para recordar a quien lo leyera que usamos perversamente la razón cuando humillamos la vida, que la dignidad del ser humano es insultada todos los días por los poderosos de nuestro mundo, que la mentira universal ocupó el lugar de las verdades plurales, que el hombre dejó de respetarse a sí mismo cuando perdió el respeto que debía a su semejante.
Después el aprendiz, como si intentara exorcizar a los monstruos engendrados por la ceguera de la razón, se puso a escribir la más simple de todas las historias: Una persona que busca a otra persona sólo porque ha comprendido que la vida no tiene nada más importante que pedir a un ser humano. El libro se llama «Todos los nombres». No escritos, todos nuestros nombres están allí. Los nombres de los vivos y los nombres de los muertos.
Termino. La voz que leyó estas páginas quiso ser el eco de las voces conjuntas de mis personajes. No tengo, pensándolo bien, más voz que la voz que ellos tuvieron. Perdonadme si os pareció poco esto que para mí es todo.

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La COP26 finaliza como era de esperar…. un estrepitoso fracaso. [Elemental mi querido Watson, Guason o Guasón, que en estos casos tanto da leche como caldo teta, de modo que como le venía diciendo, esto de la democracia representativa que representa el representante del representado tiene estas cosas: si hicen que higan que mientras no hagan el negocio de la representación queda representado, eso sí, en nombre del representado, que estas cosas de la democracia representativa tiene sus formas y no podemos dejar de cumplirlas, no por nada, sino para que el representado siga representado, que a mí a esto de representar no me gana nadie, ni siquiera el que inventó la representación, fíjese si le digo]

 



La COP26 finaliza como era de esperar…. un estrepitoso fracaso

Por Diego Lotito Elías Lavín /KAOSENLARED

Tras un día de prórroga para cerrar la COP26 reunida en Glasgow, el acuerdo final no da solución a ninguno de los problemas planteados al comienzo de la conferencia. Como dijo Greta Thunberg: el acuerdo de la COP26 es puro “bla, bla, bla”.

Los representantes de los casi 200 países que participan en la 26º Conferencia de las partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP26) cerraron este sábado por la noche, un día después de lo previsto, un acuerdo por unanimidad en Glasgow, lleno de ambigüedades y sin tomar medidas urgentes contra el cambio climático.

La denominada por la prensa como la edición “más importante hasta el momento”, a pesar de enmarcarse en un contexto de recrudecimiento de la crisis climática y las alarmantes evidencias científicas recogidas en el Panel Intergubernamental de Expertos para el Cambio Climático de la ONU (IPCC), termina sin proponer ninguna medida de fondo contra la catástrofe ambiental global a la que nos aboca el capitalismo.

El acuerdo alcanzado es un claro retroceso incluso en relación a otras declaraciones. El documento pide a los países que “reduzcan” el consumo de carbón, pero no establece la imperiosa necesidad de eliminarlo. A su vez, elimina la referencia a acabar con los combustibles fósiles y no fija plazos consecuentes para impedir el aumento de 1,5ºC de la temperatura global antes de 2030, como ha recomendado hasta el hartazgo el IPCC.

Pero no podía ser de otra manera en una cumbre dominada por los principales estados imperialistas del mundo, en representación de sus respectivas corporaciones, que son los principales emisores de CO2 del planeta. El vigesimosexto fracaso de la COP no más que el reflejo de la incapacidad del sistema capitalista para dar una salida a la crisis ecológica que ha generado.

Un acuerdo que es puro “bla, bla, bla”

Las palabras de la joven activista climática Greta Thunberg sobre el acuerdo de la COP26 resumen perfectamente su contenido: es puro “bla, bla, bla”. Si algo puede sacarse en claro del acuerdo, es el reconocimiento por parte de los países que participan de la cumbre de que no están logrando nada de lo que se han propuesto.

El documento afirma que están “fallando” y que necesitan aumentar sus planes de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero, pero la cumbre no ha tomado ninguna medida en este sentido. Pero ni siquiera podía tomarlo, ya que los acuerdos y resoluciones de la Convención no son vinculantes para los países miembros.

Asistimos a una verdadera farsa. Desde el Protocolo de Kioto en 1997 se han lanzado a la atmósfera el 50% de las emisiones totales de CO2 que han tenido lugar desde el inicio de la era industrial (en 1750), y solo en los últimos siete años se ha emitido el 10%. Tras la Cumbre de París (2015) se registraron los mayores incrementos en las emisiones de CO2 de la historia del capitalismo. Y mientras se celebraba la cumbre, Europa votaba la inversión de 13.000 millones de euros en subsidios públicos para proyectos de gas.

Previamente al acuerdo, el borrador llamaba a los Gobiernos a acelerar la desinversión de combustibles fósiles y planteaba acabar con el carbón. Se reconocía por primera vez en un texto de la ONU que la quema de combustibles era la principal causa del calentamiento global. Esta parte del texto, demasiado problemática para los principales países exportadores de petróleo y carbón, se ha eliminado en el acuerdo final, y se ha sustituido por una “exhortación” a los Estados a aumentar el uso de energías renovables. Asimismo, ya no se habla de eliminar las subvenciones a la exploración y producción de combustibles fósiles, sino de eliminar las subvenciones a los combustibles “ineficientes”, un recurso para que las empresas energéticas sigan destruyendo el planeta con tal de continuar con sus negocios.

En 2020 la inversión mundial en combustibles fósiles fue de 350.000 millones de dólares, según la Agencia Internacional de Energía (dependiente de la OCDE) y el Fondo Monetario Internacional. Una cantidad que, si se compara con la inversión en energías renovables, en torno a 100.000 millones, muestra las prioridades de los capitalistas: energías baratas para obtener grandes beneficios y, ya de paso, cargarse el planeta.

¿Justicia climática?

El acuerdo final tampoco representa ningún avance en términos de justicia climática. Ni las propias compensaciones económicas acordadas en cumbres anteriores entre los países capitalistas se cumplen. Las principales potencias económicas del planeta siguen sin aportar los 100.000 millones de dólares anuales al Fondo Verde de Adaptación, una cifra que habían acordado para 2020. Estos acuerdos económicos son solo medidas cosméticas insuficientes que no acaban con la situación de expolio de los estados imperialistas sobre los países semicoloniales y dependientes, pero ni siquiera son capaces de cumplir con ellos.

Los países capitalistas más poderosos del mundo son los que más contribuyen a las emisiones de CO2 y a la crisis climática. El 1% más rico de la población mundial tiene una huella ecológica 175 veces mayor que el 10% más pobre. Las emisiones de CO2 del 1% de la población de Estados Unidos, Luxemburgo y Arabia Saudí son 2000 veces superiores a las la población pobre de Honduras, Mozambique y Ruanda.

Quienes más padecen esta “deuda climática” en forma de catástrofes ambientales son los países y pueblos pobres del mundo. Una deuda que se suma a las deudas económicas que estrangulan sus economías. El compromiso no vinculante de los Estados imperialistas de destinar cerca de 40.000 millones de dólares a la adaptación de los países pobres en 2025 es una verdadera infamia.

Vía libre a continuar con el timo de los mercados de carbono

Otro de los puntos del debate ha sido el de los mercados de carbono. Esto es, qué ocurriría con el mecanismo de intercambio de derechos o unidades de emisiones de gases entre países. Un mercado de unidades de emisiones de CO2 que permita a los Estados más industrializados seguir quemando combustibles fósiles a costa de las regiones más empobrecidas del planeta.

El Protocolo de Kyoto generó este sistema que permite desde hace más de dos décadas evadir los intrascendentes objetivos de reducciones gracias a “mecanismos de flexibilidad”, que permitían ganar el derecho a emitir todavía más dióxido de carbono mediante la compra y venta de “bonos de carbono”. Sí, el capitalismo imperialista se las ingenió para crear un nuevo mercado: una bolsa mundial de gases de decenas de miles de millones de dólares. Pues bien, la COP26 ha decidido, ratificando el artículo 6 del Acuerdo de París, que se podrán seguir con este timo.

Palabras vacías y hechos dramáticos“Las cumbres mundiales sobre el calentamiento global no son realmente efectivas sino más bien ejercicios de diplomacia teatral”, escribió hace tiempo el filósofo y ecologista Jorge Riechmann. La puesta en escena de la cumbre de Glasgow no ha sido la excepción. Una mezcla de comedia y farsa, pero que es el preludio de la tragedia que nos depara el capitalismo.

Si por algo se caracterizan las cumbres climáticas, y esta tampoco ha sido la excepción, es por hacer todo tipo de promesas a largo plazo que en ningún caso se cumplirán. Los integrantes de la COP26 han prometido que para mediados de siglo alcanzarán las denominadas emisiones netas cero, esto es, que solo emitirán la misma cantidad de gases que la que puedan capturar con sumideros de gases de efecto invernadero como los bosques. Esta medida impediría que el aumento de la temperatura global supere los 1,5 grados centígrados respecto a los niveles preindustriales. Pero no hay ninguna medida concreta ni acuerdo vinculante que garantice que estos objetivos se cumplan. Un nuevo brindis al sol. Eso sí, cada vez más caliente.

Las promesas a largo plazo, para 2050 o más adelante, no cuadran con los planes a corto plazo que han presentado oficialmente ante la ONU los distintos países. La declaración final de Glasgow se centra en esos planes a corto plazo, conocidos por las siglas en inglés NDC, los cuales resultan igualmente insuficientes. Para cumplir la meta que señalábamos de 1,5 grados que fija el Acuerdo de París, es preciso que las emisiones de dióxido de carbono, entre otros gases de efecto invernadero, caigan un 45% en 2030 respecto a los niveles de 2010. Nada más lejos de la realidad, los NDC presentados hasta ahora llevarán a que las emisiones globales sean un 13,7% mayores en 2030 que en 2010.

Pero incluso estos planes son una burla. Porque la realidad es que, en el marco de la crisis energética mundial que estamos transitando, los planes de los 15 principales productores de combustibles fósiles del mundo son producir más del doble de petróleo, gas y carbón hasta 2030.

Una estrategia revolucionaria para enfrentar la catástrofe ambiental

Las grandes corporaciones capitalistas y los gobiernos de las principales potencias contaminantes del planeta, los verdaderos actores de las cumbres, son impotentes para frenar la crisis climática, porque para hacerlo es necesario intervenir despóticamente en el terreno de la propiedad privada capitalista y establecer un plan democrático y racional de la economía que pueda restablecer un equilibrio entre la sociedad y la naturaleza.

La solución a la crisis climática no va a venir, por lo tanto, desde las entrañas del propio sistema que nos lleva a la catástrofe. Ni tampoco de los partidos y movimientos políticos que creen que este sistema es reformable, como quienes promueven Planes de descarbonización o grandes acuerdos de la mano de las corporaciones, como los que promueven en el Estado espaolo el Gobierno del PSOE y Unidas Podemos, o Más País.

Es necesario imponer medidas drásticas y urgentes para activar el “freno de emergencia” que pare la irracionalidad capitalista y evitar así la catástrofe ambiental que nos amenaza. Esto solo puede ser posible si la planificación económica y los planes de transición energética se encuentra en manos de la única clase que por su situación objetiva y sus intereses materiales tiene la capacidad de hegemonizar una alianza con el resto de los sectores oprimidos que son los que más sufren la crisis ecológica: la clase trabajadora.

La clase obrera, en toda su heterogeneidad –que incluye a sus diferentes nacionalidades, pueblos originarios y la lucha de las mujeres contra la opresión patriarcal– cuenta con la fuerza social para llevar adelante una alianza obrera, popular y juvenil para terminar con la doble alienación del trabajo y la naturaleza que impone el capitalismo y avanzar hacia una planificación realmente democrática y racional de la economía.

Como dice la declaración impulsada por jóvenes, estudiantes y trabajadores de las juventudes y agrupaciones anticapitalistas, socialistas y revolucionarias impulsadas por la Fracción Trotskista – Cuarta Internacional (FT-CI) en la pasada Huelga Mundial por el Clima del 24 de septiembre: ¡Si el capitalismo y sus gobiernos destruyen el planeta, destruyamos al capitalismo!

https://www.izquierdadiario.es/La-COP26-finaliza-como-era-de-esperar-un-estrepitoso-fracaso

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Su Excelencia, discurso final de Cantinflas