viernes, 5 de febrero de 2016

EL ESTADO ESPAÑOL, ¿DEMOCRÁTICO?


REY REINANDO CON EL MAZO
 DANDO. UN ANÁLISIS DE LA
MONARQUÍA Y LA CONSTITUCIÓN
ESPAÑOLA DE 1978
3/7
Lorenzo Peña
Sociología Crítica
02.02.2016

Sumario

 Consideraciones Preliminares
  1. La monarquía, Forma perdurable del Estado español
  2. El carácter parlamentario de la Monarquía española
  3. El poder real y la necesidad del refrendo
  4. La potestad real de nombrar al presidente del Gobierno
  5. La potestad regia de vetar decretos y leyes
  6. El poder constituyente del soberano
  7. Conclusión

Apartado 3.– El poder real y la necesidad del refrendo

Los apologistas de la Constitución del 78 quieren hacernos creer que la misma anula, o casi, el poder real, concediendo todo el poder político a los representantes elegidos por el pueblo. No es así, según lo vamos a ver. Ante todo, hay que considerar aquí lo que se invoca, de manera general, a favor de la lectura aquí criticada, a saber: que el artículo 56.3 dice que los actos del monarca «estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo, salvo lo dispuesto en el artículo 55, 2». Pues bien, leamos el artículo 64:

1. Los actos del Rey serán refrendados por el Presidente del Gobierno y, en su caso, por los ministros competentes. La propuesta y el nombramiento del Presidente del Gobierno, y la disolución prevista en el artículo 99, serán refrendados por el Presidente del congreso.
2. De los actos del Rey serán responsables las personas que los refrenden.
Ante todo resulta obvio –y dan, por ello, ganas de abstenerse de señalarlo– que un requisito legal de refrendo únicamente se aplica a actos que puedan ser refrendados por su propia naturaleza. Por consiguiente, no se aplica a omisiones, sino sólo a acciones; y, más concretamente, a acciones consistentes en dictar un mandamiento de una u otra índole, de uno u otro rango. En cambio, caen enteramente fuera del requisito del refrendo los demás actos del monarca. En particular, y por su propia naturaleza, no han de ser refrendados actos como el de no decretar esto o aquello, no sancionar ni promulgar esta o aquella ley. Lo veremos más abajo. Pero ya en este punto está claro que no hay nada que pueda constituir un refrendo de una omisión. El refrendo es una firma estampada en una orden, en un mandamiento, firma en virtud de la cual el mandamiento tiene validez constitucional, a la vez que conlleva una responsabilidad del firmante (e.d., del otro firmante, porque la firma del Rey no acarrea responsabilidad alguna, ya que –artículo 56.3– «la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad»).
El rey es, pues, irresponsable. Nadie le puede pedir cuenta alguna por sus actos ni por sus omisiones. Sólo que, para que posean validez constitucional, sus mandamientos han de llevar la firma refrendante prevista por el artículo 64. La ausencia de tal firma refrendante no anula los mandamientos regios, sino que meramente los priva de validez constitucional. Ahora bien, ya sabemos que una cosa es el orden intraconstitucional –de vigencia limitada en el tiempo, y, además, siempre supeditada a la más alta norma supraconstitucional que es la permanencia de España como Monarquía– y otra es el orden jurídico general del estado. La Constitución, para el período de su propia vigencia, deroga disposiciones anteriores (del régimen franquista) contrarias a lo en ella regulado; pero nunca dice la Constitución –ni han dicho nunca los redactores y aplicadores de la misma– que las disposiciones anteriores hayan sido nulas. Por el contrario, todavía hoy siguen en vigor muchísimas leyes franquistas. Ello marca un gran contraste con lo sucedido, p.ej., en Francia, en el momento de la liberación, en 1944, cuando el general De Gaulle declaró nulas todas las disposiciones del régimen pro-nazi del mariscal Pétain. Jurídicamente la no validez es muy distinta de la nulidad. Un mandamiento no-válido es un mandato que no cumple ciertos requisitos dentro de un determinado orden jurídico, pero que puede que sí se ajuste, en cambio, a requisitos de una norma jurídica de rango superior. La elección, pues, de esa expresión (la «no validez» de los actos regios no refrendados) en el artículo 56.3 es una prueba de que no se está quitando a tales actos (o sea, ni siquiera a los mandamiento reales sin refrendo) la fuerza de obligar, sino que meramente se nos dice que esa fuerza de obligar no la tendrían en aplicación de la Co nstitución, o sea que no se trataría de una práctica conforme con lo regulado en ésta. Mas, como la Constitución misma se supedita explícitamente a otra norma jurídica más alta (la existencia y conservación de la Monarquía), y como a ella sí se ajustarían tales actos, está claro que, en ese orden supraconstitucional, los mismos tendrían fuerza y habrían de ser obedecidos, por mucho que carecieran de «validez» [constitucional].
A quienes se figuren que todo esto no son más que minucias terminológicas y que el artículo 56.3 no tiene el sentido que aquí estoy desentrañando, invítolos: por un lado, a considerar el distingo jurídico entre la invalidez y la nulidad, que se aplica también en muchos otros terrenos –p.ej. en lo tocante al matrimonio–; y, por otro lado y sobre todo, a comparar el citado artículo de la Constitución del 78 con el artículo 84 de la Constitución de la II República del 9-12-1931, a saber: «Serán nulos y sin fuerza alguna de obligar los actos y mandatos del Presidente que no estén refrendados por un Ministro». De que así fuera era responsable el Presidente de la República, cuya persona no era inviolable, sino que su destitución estaba expresamente prevista (artículo 82 de la Constitución de 1931; el artículo 85 dice explícitamente: «El Presidente de la República es criminalmente responsable de la infracción delictiva de sus obligaciones constitucionales»; y articula tal responsabilidad; la destitución prevista por el artículo 82 va más lejos, pudiendo producirse aun sin que el Presidente hubiera incurrido en ninguna violación de sus deberes constitucionales).
Vemos, pues, cuán distinto es el poder del Presidente de una República democrática del de un monarca como el que coloca en la cúspide del estado la actual Constitución. Cuando el primero ha de ajustar sus actos y mandamientos a un refrendo, tales actos carecen de fuerza de obligar –e.d. son nulos– sin el mismo, al paso que un monarca como el que ratifica en su trono la actual Constitución puede mandar, sin merma de la fuerza de obligar de sus órdenes, lo que desee, sólo que, sin el refrendo, el mandamiento ya no se ajustaría al orden intraconstitucional, sino que conllevaría un devolver el ejercicio del poder político al orden supraconstitucional.
Los exégetas de la Constitución que nos la quieren pintar de color de rosa no se arredran por esas dificultades, sino que aducen que, si bien el artículo 56.3 dice que la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad, eso se aplica a la persona únicamente, no al cargo. Tan peregrino argumento parece mentira que se haya propuesto seriamente. Porque, si el monarca no está inviolablemente en su cargo de tal, si puede ser destituido o forzado a abdicar, entonces su persona no es tampoco inviolable, sino que está sujeta a responsabilidad, toda vez que, habiendo sido arrojado del trono, ya no sería rey, sino un vasallo del nuevo rey, un súbdito más, como otro cualquiera. Hemos visto cómo la Constitución de la II República preveía tanto la destitución del Presidente cuanto el castigo de eventuales infracciones de la Constitución que el mismo cometiera. Nada similar prevé, ni por asomo, la actual Constitución monárquica. Ni puede hacerlo. Porque, mientras que en una República el Presidente de la misma carece de legitimidad propia anterior o superior a la vigencia de la Constitución y sólo de ésta brota su autoridad, en cambio, a tenor de la Constitución del 78, el monarca posee una autoridad y una legitimidad propias que son anteriores y superiores a la Constitución. Ésta puede ser válida sólo en tanto en cuanto acate la suprema autoridad y prerrogativa regias.
Y no vale como argumento en contra de la tesis aquí sustentada el de que el artículo 59.2 prevé la inhabilitación del monarca. Leámoslo:
Si el rey se inhabilitare para el ejercicio de su autoridad y la imposibilidad fuere reconocida por las Cortes generales, entrará a ejercer inmediatamente la regencia el príncipe heredero de la Corona, si fuere mayor de edad. Si no lo fuere, se procederá de la manera prevista en el apartado anterior, hasta que el príncipe heredero alcance la mayoría de edad.
La inhabilitación no viene aquí definida, pero siempre ha sido identificada con una imposibilidad de ejercer funciones de poder a causa de enfermedad, y nada más. Cierto es que hay un precedente en otro sentido, que es el de Bélgica, donde se ha utilizado una cláusula así para suspender la autoridad real durante las 24 horas necesarias a la promulgación de una ley vetada por el monarca (sobre la cuestión del veto regio volveré más abajo). Ha sido una flagrante violación de la letra y el espíritu de la Constitución monárquica belga, y además un procedimiento ridículo que ha suscitado el descontento y hasta la mofa de muchos. Sea como fuere, no sólo nada prueba que en España pasarían las cosas así, sino que todo conduce a suponer lo contrario, por el principio mismo que anima e inspira a toda la Constitución española de 1978. El rey de los belgas no tenía ni tiene ningún título a ocupar la corona de ese estado que no proceda de la propia Constitución belga; no era heredero legítimo de ninguna dinastía; ni lo conceptúa como tal la Constitución belga; ni nadie lo pretende; ni la Constitución belga remite para nada a ningún orden supraconstitucional en el que prevalecería la autoridad del monarca; ni esa Constitución ha sido sancionada por el monarca, ni por ningún antepasado de éste. Ya sabemos que todo lo contrario sucede con nuestra presente Constitución. De ahí que no sirva de nada como argumento el invocar el precedente de lo recientemente sucedido en Bélgica.
Tampoco vale invocar (ni nadie lo ha hecho, por otra parte) el que las Cortes declarasen la locura momentánea de Fernando VII en 1823, ante el avance de la invasión francesa de los cien mil hijos de San Luis, que venían a restaurar la plenitud del poder monárquico. Fernando VII no estaba loco, pero las Cortes pueden siempre decir que sí, o que el día es noche. En una situación así se salva una apariencia de legalidad con una mentira. Cosas de ésas pueden pasar con cualquier régimen; pero nadie nos puede hacer creer que, porque pueden pasar, y gracias a ello, esta Constitución establece una cortapisa al poder real. Porque, en ese sentido, cualquier regulación permite cualquier cosa, con tal de que se mienta suficientemente. (Nadie pensará que, diciendo esto, estoy criticando la declaración de nuestros liberales de 1923, ¿verdad? Sólo que a triquiñuelas así se ven llevados quienes quieren conciliar la libertad del pueblo con el poder monárquico. Más precavidos –y menos entusiastas de la libertad–, los autores de nuestra actual Constitución ha previsto expresamente que, en caso de conflicto, prevalezca incondicionalmente la autoridad regia.)
Es más, el tenor del artículo 59.2, aunque muy vago, da a entender que la iniciativa de la inhabilitación le corresponde al propio monarca: sería él quien se inhabilitaría (y el reflexivo ahí no puede ser una pasiva pronominal, porque ésta en nuestro idioma no se usa –al menos no en lenguaje correcto– para sujetos de persona, sino sólo «de cosa»: «Se regalan plátanos», pero no «Se matan comunistas», sino «Se mata a los comunistas» –salvo en el sentido del «se» recíproco o reflexivo, p.ej. que los comunistas se suiciden). A las Cortes les toca meramente reconocer esa inhabilitación que el monarca tome la iniciativa de declarar con respecto a sí mismo.
Pero es que, aunque todo ello no fuera así –que sí lo es–, la inhabilitación no podría conseguir que prevaleciera la voluntad popular –ni siquiera entendiendo por tal la de la representación parlamentaria– por sobre la de los miembros de la casa real. Porque supongamos que el monarca da un mandamiento sin el refrendo previsto por el artículo 64.1. Y supongamos que las Cortes juzgan y declaran que, haciéndolo, se ha inhabilitado (aunque es seguro que nunca declararían cosa tal, pues no faltaría nunca una abrumadora mayoría de diputados y senadores que alegaran, con sobrada razón por lo demás, que esa declaración sería atentatoria contra la letra y el espíritu de la Constitución). Entonces el rey seguiría reinando, pero no ejercería autoridad; ejerceríala el regente: éste sería, si fuere mayor de edad, el príncipe heredero. Supongamos que éste ratifica el mandamiento del reinante. ¿Se inhabilita por ello? Nada dice la Constitución sobre la inhabilitación del regente. Y, mientras no esté nombrado un regente ni esté ejerciendo su plena autoridad el rey reinante, no puede promulgarse ley alguna, ni expedirse ningún decreto, ya que todo eso corresponde al rey (artículo 62, sobre el cual volveré más abajo); o, en ausencia del mismo, al regente, que, sin embargo, sólo puede ejercer su autoridad en nombre del rey (artículo 59.1). Pero, así y todo, supongamos que también se inhabilita el regente. Éste no puede ser destituido, ya que la destitución del rey o del regente sería contraria a la Constitución, que para nada prevé cosa semejante. Pero es que, aunque sí pudiera declararse la inhabilitación del regente, se pasaría, según lo dispuesto por el artículo 59.1, «al pariente mayor de edad má s próximo a suceder en la Corona, según el orden establecido en la Constitución». Conque, si todos ellos ratifican, uno tras otro, el mandamiento real, no hay escapatoria, salvo la de, tras haber agotado toda la parentela, proceder, según el artículo 59.3, al nombramiento por las Cortes de una Regencia colectiva. Pero es seguro que no se llegaría a eso, pues están de por medio las numerosas ramas de la familia borbónica; y pasarían años y años y años en las gestiones de nombramiento de uno de sus miembros como regente, proclamación del mismo, ratificación por él del contencioso mandamiento real, supuesta inhabilitación del regente y vuelta a empezar. Al cabo de varios siglos no se habría conseguido anular dicho mandamiento.
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