martes, 9 de marzo de 2021

8 de Marzo, Día de La Mujer Trabajadora, feminismo. Pero si el feminismo es una cosa muy sencillita que se empieza a entender nada más que cuando los trabajadores (los-tra-ba-ja-do-res) empecemos a abrir las ojos y a despertar, hombres y mujeres, mujeres y hombres trabajadores, y empecemos a ver que la mujer, por el hecho de ser mujer trabajadora, el capitalismo la explota igual que al hombre trabajador, pero con un suplemento añadido de sobre explotación por el hecho de ser mujer. ¿Ven que sencillito es?

 


8 de marzo: día de la mujer trabajadora y revolucionaria; no de reinas ni explotadoras



Cecilia Zamudio

DIARIO OCTUBRE / 06.03.2021

El 8 de marzo se conmemora a la mujer trabajadora, revolucionaria. La comunista Clara Zetkin propuso la conmemoración en la conferencia de mujeres socialistas de 1910, para homenajear la lucha de las mujeres contra la explotación capitalista. Se recuerda el asesinato, a manos del Gran Capital, de 129 obreras en huelga quemadas vivas en una fábrica textil en EEUU: los dueños de la fábrica cerraron las puertas con ellas dentro y le prendieron fuego para hacerlas arder (como medida de “disuasión” para evitar que otras obreras siguieran su ejemplo de lucha). Se conmemora la lucha por la justicia social, por los derechos de la clase trabajadora, la lucha contra el patriarcado y el capitalismo, cuyos mecanismos se articulan el uno al otro a la perfección.

El 8 de marzo también quedó apuntalado como fecha eminentemente revolucionaria por los sucesos del 8 de marzo de 1917 en la Rusia tzarista: miles de mujeres salieron a las calles clamando por sus derechos, contra la explotación y las guerras que la burguesía imponía al pueblo: ellas detonaron la Revolución de Octubre. Tras la revolución de Octubre las mujeres conquistaron sus derechos económicos, sociales, sexuales y reproductivos: derecho al voto para todas las mujeres (no solo para las propietarias como en Gran Bretaña), derecho al divorcio, derecho al aborto, derechos plenos al estudio y trabajo, vivienda, sanidad y educación garantizadas, etc. Todos estos derechos todavía se siguen luchando en la inmensa mayoría de países capitalistas.

Las mujeres somos la parte más golpeada de la clase explotada. Somos víctimas de las guerras imperialistas, del saqueo capitalista que empobrece regiones y países enteros, de las privatizaciones y la precariedad, y además somos víctimas del machismo incesantemente promovido por los medios y toda la industria cultural del capitalismo. Porque el capitalismo se sustenta fragmentando y dividiendo a la clase explotada: por ello la industria cultural del capitalismo difunde incesantemente paradigmas de discriminación como el machismo y el racismo.

Somos las trabajadoras explotadas, estudiantes, artistas, paradas y jubiladas a quienes se nos está privando de una vida digna, en ocasiones hasta de la alimentación, la vivienda, el acceso a la salud, el acceso a la educación, etc. Somos privadas de condiciones de trabajo y de remuneración dignas por los capitalistas que sacan la plusvalía de nuestro trabajo. Somos las madres cuyo trabajo en el hogar no es reconocido, las que se quedan en absoluta precariedad sin pensión. Somos las mujeres migrantes empujadas a padecer las peores explotaciones: en maquilas de espanto, rociadas de veneno en el agro-industrial, abocadas a la explotación de la prostitución o a ser cosificadas y saqueadas como “vientres de alquiler”. Somos las niñas violadas y forzadas a parir. Somos designadas por este sistema como la diana de las frustraciones aberrantes que este sistema causa, de la misoginia que fomenta. Por ello el feminicidio galopa: porque los medios banalizan la tortura y toda discriminación alienante funcional al capitalismo, porque la violencia ejercida de manera estructural arrastra su odio contra nosotras. Somos vícimas del capitalismo y su barbarie, víctimas del machismo que el mismo Capital promueve; pero también somos mujeres luchadoras y revolucionarias.

El 8 de marzo no es el día de las princesas, ni de las empresarias explotadoras. Las mujeres opresoras, las Cristine Lagarde, las Thatcher, las Hillary Clinton y demás… las que se lucran de devastar selvas, de oprimir poblaciones, de esclavizar en fábricas de espanto a miles de trabajadoras, las que se lucran, también, de fomentar el machismo a través de sus medios de alienación masiva, son clase explotadora, al igual que los hombres de la clase explotadora.

Al Capital le interesa mantenernos atadas a la división sexual del trabajo, a labores de cuidado no remuneradas, a la discriminación salarial por ser mujeres. Al Capital le interesa una clase explotada pulverizada y golpeada, impedida de unidad por el machismo, el racismo, la xenofobia, el individualismo y demás alienaciones que la clase explotadora se encarga de cultivar. Frente a una realidad tan brutal, el reformismo, siempre sirviendo a impedir cuestionamientos profundos, pretende encapsular nuestra lucha y superficializarla, ocultando su carácter de clase, obviando la funcionalidad que para el capitalismo tiene el machismo.

Los reformistas, que pretenden seguir engañándonos con la cínica fábula de un supuesto e imposible “capitalismo con rostro humano”, buscan ocultar que no lograremos cambiar la cultura profundamente machista que impera en el mundo entero, a menos que nos tomemos los medios de producción y por lo tanto los de difusión y educación. En este sistema toda una artillería de sometimiento ideológico es implementada por la clase burguesa; los paradigmas de opresión son activamente martilleados desde múltiples flancos: desde las instituciones religiosas históricamente funcionales a las clases dominantes, pasando por la gran industria audiovisual, hasta los nada ‘inocuos’ videojuegos. Para contrarrestar esa alienación a gran escala, que tanto sufrimiento causa, se necesitan obviamente medidas que subviertan el actual orden social; abolir el patriarcado no será posible sin abolir el capitalismo.

Los caballos de Troya de la burguesía intentan hacer creer que las mujeres explotadoras son nuestras hermanas, cuando ellas también participan de perpetuar este sistema que devora a la naturaleza, explota a los seres humanos (a la clase trabajadora), y perpetúa al machismo, al racismo, al individualismo, comportamientos y discriminaciones fundamentales para el mantenimiento de este sistema putrefacto.

Las mujeres revolucionarias sabemos que la sociedad de clases se perpetúa sobre la violencia: esa violencia ejercida por la clase explotadora (la que posee los medios de producción) contra las mayorías explotadas y precarizadas, y sabemos también el lastre que significa el machismo para la unidad de la clase explotada. Luchamos también por un feminismo revolucionario, para poder oponerlo a la infame recuperación que el sistema está intentando hacer de la lucha feminista, con sus aberrantes Caballos de Troya y su discurso de “sororidad interclasista” (¡cómo si tuviéramos que tener “sororidad” con una capitalista explotadora, una proxeneta o una ficha del complejo militar-industrial por el mero hecho de ser mujer!).

Luchamos contra toda explotación, y nuestra lucha contra la opresión de la mujer trabajadora, la adelantamos luchando día a día contra el machismo, contra la clase burguesa, contra un orden social de explotaciones concatenadas; luchando contra la raíz que sostiene las desigualdades sociales: luchando contra un sistema que fomenta la opresión de la mujer porque necesita esta opresión como mecanismo de dominación y división de la clase explotada; luchando contra un sistema que fomenta la violencia machista a modo de control social (como pérfida válvula de escape de las frustraciones que tal sistema crea); luchando contra un sistema en el que un puñado de multimillonarios capitaliza moliendo humanidades y rebanando el planeta.

El Feminicidio galopante es parte de la barbarie de un sistema económico, político, social y cultural, el capitalista, violento en esencia y perverso en su lógica. Un sistema basado en la explotación de las y los trabajadores y en el saqueo de la naturaleza, es un sistema que necesita banalizar la explotación, la injusticia social y la tortura.

La lucha por la emancipación de la mujer y la lucha contra el capitalismo son inseparables. Por un feminismo revolucionario, que no es foto de portada sino lucha cotidiana, que lucha contra toda explotación.

 

El Feminismo vasco avanza

 



El feminismo vasco recoge sus frutos y desborda expectativas

Más de 180 convocatorias tuvieron lugar ayer en Euskal Herria con un lema que ha crecido: de 'Gora borroka feminista' (viva la lucha feminista) a 'Gora borroka feminista, antirrazista eta antikapitalista' (viva la lucha feminista, antirracista y anticapitalista).


Cabecera de la manifestación de este 8M en Bilbao. GESSAMÍ FORNER

Gessamí Forner

@GessamiForner

 EL SALTO / 9 MAR 2021 


Quien siembra recoge. Y el movimiento feminista vasco ha sembrado con ahínco a lo largo de cuatro décadas. El discurso político está articulado y el engranaje organizativo —con cientos de colectivos— funciona a pesar de la pandemia y las asambleas por videoconferencia: mujeres de todas las edades salieron juntas ayer en sus municipios —había más de 180 convocatorias—, se pasaron el micro y se apoyaron unas a otras. Por un sistema antirracista y anticapitalista, tejiendo resistencias feministas y por unos cuidados público-comunitarios han sido los lemas de este año, que recogen las bases del último Encuentro del Movimiento Feminista de Euskal Herria y enraízan en un año pandémico que ha cargado aún más las espaldas de las mujeres, siempre cuidando, siempre trabajando. 

La jornada empezó fuerte en Llodio (Araba), cogió vuelo en Iruña (Navarra) y, un año más, Bilbao rompió todas las expectativas: las cuatro columnas de los barrios (Bilbao la Vieja, Errekalde, Deusto y Uribarri) bajaron a la Gran Vía. Todo el centro de la ciudad estaba cortado. Ellas colocadas en cuatro filas dispuestas desde la plaza Moyua hasta el Sagrado Corazón, cuidadas por más de cien voluntarias ataviadas con chaleco amarillo. “Pero lo más increíble ha sido ver a las mujeres que salían del metro e iban organizándose casi solas. Se me saltaban las lágrimas”, reconoce Elena García, de la red Bilbao Feminista Saretzen, tras la tensión acumulada por participar en la organización de una manifestación de este tamaño bajo medidas sanitarias —7.500 mujeres, según la Policía Municipal; 30 minutos separaban la salida de la cabecera y la de la cola—.

Fue un día largo con meses de trabajo previo y a cada mujer preguntada camino a la icónica explanada del Ayuntamiento la respuesta para este artículo era la misma: “No esperaba tanta gente”. Nadie la esperaba. El Gobierno vasco, el Colegio de Médicos y otros organismos habían sugerido o incluso pedido quedarse en casa, que esto año no tocaba llenar las calles.

El movimiento feminista no les escuchó. Tienen un mensaje que dar. Alto, claro y largo, porque el lema crece junto con el movimiento. Este año ha pasado del clásico Gora borroka feminista (viva la lucha feminista) a otro más transversal: Gora borroka feminista, antirrazista eta antikapitalista (viva la lucha feminista, antirracista y anticapitalista).

Si en 2018 las calles estaban llenas de mujeres, también de mujeres que contratan a otras mujeres en su mayoría racializadas para los cuidados del hogar, de las criaturas y de las personas mayores, en 2021 las mujeres blancas han sido interpeladas. El discurso feminista siempre se sitúa a la vanguardia y camina dos pasos antes que la sociedad. “Frente a la necropolítica del poder, las feministas insistimos en que la vida [todas las vidas] hay que cuidarla y esta es una apuesta radical incompatible con un modelo apropiador y mercantilizador de la existencia”, afirmaron en el discurso final en el que apostaron por “colectivizar de forma urgente los cuidados en un sistema público-comunitario que asegure calidad, universalidad y condiciones dignas para todas las personas”.

Más de 7.500 mujeres participaron en la manifestación de Bilbao, según los cálculos de la Policía Municipal, caminando en cuatro filas por la Gran Vía en un acto que terminó en la icónica explanada del Ayuntamiento con una actuación de La Basu

El movimiento feminista secundó la clásica concentración de los lunes al mediodía del movimiento pensionista. GESSAMÍ FORNER

Los actos en la capital vizcaína durante la mañana, mucho menos concurridos al no estar convocada una huelga feminista, marcaron el tono político de la jornada: a las 11h en la sede de Extranjería (contra la ley de Extranjería), a las 12h para acompañar la clásica concentración del Movimiento Pensionista y tejer redes feministas y a las 13h en la torre Iberdrola para denunciar la pobreza energética y el modelo extractivista que practica esta compañía en países de América Latina. Capital, racismo y patriarcado. 

Pero, ¿las manifestantes que iban por libre comulgaban con el eslogan de las activistas? “Sí, el feminismo es compañerismo y el racismo deja de lado a compañeras”, resumían Katalin Gaztelu y Eva Verholst”, estudiantes de 20 años. “Todos creemos en esa vaga idea de que estamos mejor, pero los pasos dados son pequeños y no podemos acostumbrarnos a ellos”, consideró Vanesa Centeno, de 43 años y acompañada por su hija pequeña. “Si eres de otro país o tienes otro color de piel, las cosas se ponen mucho más feas”, añadía Ana Bakinsun, de 29 años, madre vasca y padre nigeriano. “Queda mucho por hacer y juntas se puede”, agregaba Ana Belinchón, de 39. No se conocen, no militan en colectivos feministas, no conciben 2018 como el final de una época, sino como el principio de otra. 

En el Encuentro Feminista de Euskal Herria de noviembre de 2019 las mujeres racializadas alzaron la voz e interpelaron a las blancas para que se cuestionaran sus privilegios. En 2020, la asociación de mujeres gitanas Amuge fue la encargada de dar el discurso final del 8M. Este año, se ha sumado el colectivo de mujeres gitanas Sin romi, Mujeres Feministas de Nicaragua, Plataforma Saharaui, Munduko Emakumeen Martxa, Galtzagorri, Feministalde, Bilgune Feminista y Bilbao Feminista Saretzen. Juntas portaron la cabecera y leyeron un discurso atravesado por el antirracismo, el anticapitalismo y la necesidad de unos cuidados público-comunitarios. La cantante La Basu puso por sorpresa punto final a un acto que terminó con bailes y un agradable sabor de boca. 

Con las trabajadoras en huelga

En Euskal Herria, las redes sociales se calentaron de buena mañana: a las 7h el movimiento feminista, a través de Aiaraldeko Mugimendu Feminista, acudió a la fábrica Tubacex de Llodio (Araba) para apoyar a las trabajadoras en su vigésimo sexta jornada de huelga por el ERE: tan solo el 12% de la plantilla son mujeres, pero el 34% de las despedidas son trabajadoras. Juntas lograron parar el autobús que traía a la directiva de la empresa, escoltada por un cordón policial de la Ertzaintza. Por un día, el capital reculó.

En Iruña, a media mañana la Policía Foral de Navarra dejó la foto de la jornada: varios agentes empujaron hacia la calzada a las mujeres que portaban la pancarta con el lema Feminismotik dena aldatu sistema arrakalatu (Cambiarlo todo desde el feminismo) y detuvieron a una manifestante por un presunto delito de atentado a la autoridad. La manifestante precisó de atención hospitalaria por dolor en un brazo tras la caída sufrida durante el arresto llevado a cabo por cinco agentes. 

Varias compañeras se encadenaron a las rejas del Parlamento: “Basta ya de simbolismos. Estamos hartas de sus lazos y sus manos moradas. Menos lazos morados y más dinero para cuidados”, expresaron su hartazgo a políticos que “desatienden a la infancia y los barrios, desmantelan y privatizan los recursos públicos, cierran y criminalizan a los equipos de prevención”.

No es amor, es violación

Este no ha sido el año de las pancartas caseras, por ello destacaron las de Sara Gómez, de 19 años, que volvían a colocar la mirada hacia la violencia patriarcal: Si el maltrato hubiese sido físico, ya estarías en la cárcel, Si la ves borracha, dale agua no “amor”. Gómez explicó que descubrió el feminismo “hace poco”, cuando estaba “enganchada a una relación de maltrato, abusos y violaciones”. Violaciones en la pareja, ese gran invisible incluso para las sentencias judiciales de violencia machista de largo recorrido. Se recoge el psicológico, se recoge el físico, pero jamás el sexual: es una palabra contra la otra. 

En Bilbao, la joven Sara Gómez, de 19 años, entre sus amigas, quiso denunciar públicamente un tema aún tabú en las relaciones de malos tratos: la violencia sexual en la pareja.. GESSAMÍ FORNER

“No tengo pruebas ni testimonios, pero a mí me vale con saber que yo no soy culpable”, sostiene la joven. Le ocurrió cuando tenía 17 años; él tenía la misma edad. “No tengo miedo de denunciarlo públicamente, mis amigas y mi familia lo saben y lo que desearía ahora es que ninguna mujer pasase por lo que yo he tenido que pasar, que me acompañará el resto de mi vida”. 

Se refiere a que su novio la violó cuando estaba borracha y a sexo no consentido cuando estaba sobria. “Me manipulaba, le tenía miedo”, explica esta mujer joven con nombre y apellido en la plaza Pío Baroja de Bilbao un 8 de marzo tres años después de aquel 8 de marzo histórico. “Por supuesto que el feminismo me ha empoderado”, concluye poniendo voz a una historia vivida por muchas mujeres anónimamente año tras año y rompiendo tabúes desde la juventud. Quien siembra recoge.

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Las cloacas del Estado

 

MIRADA A LAS CLOACAS DEL ESTADO


Félix Diez / lhortola@gmail.

Partido del Trabajo de España

La Unión del Pueblo / diciembre 2020

Las clavegueres del estat (cloacas del estado) no son algo nuevo que hayan nacido para atacar a Pablo Iglesias, Irene Montero, etc., en definitiva, a Unidas Podemos, sino que existen desde la misma transición, siendo parte intrínseca de la misma.

Los grupos que formaron parte de las clavagueres fuero el Ejército Vasco Español, también conocido como Alianza Apostólica Anticomunista o «Triple A», que desarrolló su actividad entre los años 1975 y 1981, Los Grupos Antiterroristas de Liberación, más conocidos por las siglas «GAL» que estuvieron activos durante dos mandatos de Felipe González, 1983-1987, sin olvidar a los abogados de Atocha, asesinados en 1977 por fascistas, pertenecientes o vinculados a la FET de las JONS o el asesinato de la dominicana Lucrecia Pérez, asesinada en 1993 en Madrid por un guardia civil neonazi. Todos de una u otra forma son parte de las cloacas del estado español.

Las clavegueres en catalán y las cloacas en castellano son los restos de los desagües pestilentes del franquismo, que, a estas alturas, ya deberíamos haber olvidado y limpiado, sin embargo su hedor y suciedad se extienden por la amplia piel de toro.

También Cataluña ha sufrido las consecuencias de las clavegueres en la llamada operación Cataluña, donde, además del comisario Villarejo, estaba implicado el gobierno español de entonces: Mariano Rajoy, María Dolores de Cospedal y Soraya Sainz de Santamaría, pero que hasta la fecha no ha tenido consecuencias. Sin olvidar que también en Cataluña las clavegue[1]res han funcionado.

En estos días se están juzgando los atentados de Barcelona y Cambrils, perpetrados el 17 de agosto de 2017 que se cobró 15 muertos, entre ellos dos niños y 131 heridos, pero que no hay ninguna esperanza de que los hechos sean esclarecidos. Hablaba anteriormente de las cloacas, porque, en este juicio, uno de los testigos, un guardia civil, ha testificado que Solimán, imán en Bélgica, declaró a las autoridades belgas que sorprendió a Abdel[1]baky, imán de Ripol, hablando en castellano y le dijo que «los que llamaban eran del servicio secreto o algo parecido».

 Las víctimas, ya que el juez Alfonso Guevara, junto a la fiscalía, no tiene intención de aclarar algunos aspectos de este atentado, se siguen preguntando por el vínculo entre el CNI y el imán de Ripol y porque no ha habido una comisión de investigación en el congreso para abordar este tema.

El juicio no propiciará que queden esclarecidos los hechos, puesto que el juez Guevara no ha dejado realizar su labor a los abogados de las víctimas, abroncándolos las más de las veces ¿Se está tapando algo?

s curioso que cuando el procés estaba en su máxima incandescencia se produjeran los atentados en Cataluña, próximos a la diada y al 1 de octubre, fecha del referéndum. ¿Clavegueres, imaginaciones, conspiranoia? El tiempo dirá, aun[1]que para muchos será demasiado tarde.

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El control privado de las vacunas y la sindemia del Covid-19 (La ideología del miedo)

 

El control privado de las vacunas y la sindemia de Covid-19

La ideología del miedo


Por Daniel Gatti 

Fuentes: Brecha/Rebelión

08/03/2021 

En un mundo aquejado por la búsqueda del beneficio, las pandemias amenazan con hacerse interminables. La incertidumbre dificulta pensar en salidas a la crisis global.

La historia la cuenta el diario italiano Il Manifesto en una muy breve crónica. Transcurre en el municipio de Ascoli Piceno, en la región italiana de Las Marcas. Allí, a las puertas de una planta del laboratorio Pfizer, representantes de centros sociales de la zona se plantaron con carteles reclamando la expropiación por el Estado de las vacunas contra el covid-19. Protestaban contra la mercantilización de la salud, contra la impunidad con que se mueven las transnacionales, en general, y las del sector farmacéutico, en particular, especialmente durante las crisis sanitarias, muy especialmente en esta crisis sanitaria. Un sindicato los apoyaba. No todos, sólo el de la sección de la Confederación General Italiana del Trabajo, la confederación obrera mayoritaria, que muchos años atrás era considerada la central «del Partido Comunista». El sindicato reclamaba, además, contra los despidos directos e indirectos en esa fábrica a pesar de que las ganancias globales de la Pfizer en estos meses han crecido a mayor ritmo que la propia pandemia, que Ascoli era considerado tradicionalmente por la propia megaempresa como uno de sus «polos más productivos» en Europa y que la producción en la usina de Las Marcas no había caído.

En Ascoli no se fabrican vacunas, pero sí antivirales que se utilizan en el tratamiento del covid-19. La planta italiana tuvo su mayor gloria cuando abastecía a casi toda Europa de Viagra y del antidepresivo Xanax. Una metáfora perfecta de Las Marcas, una provincia bipolar que se mueve alternativamente entre la euforia y la depre, apunta Il Manifesto. Hoy tira francamente a la depre, y también a la resignación, que domina hasta a los propios trabajadores de la fábrica de Pfizer. Perdieron 500 compañeros en poco tiempo, ellos deberán trabajar más para suplirlos y, mientras, los ingresos de sus patrones globales aumentaron. Pero las protestas vienen sobre todo de fuera, de unos grupos de jóvenes que plantean cosas medio locas, como que la salud no puede ser un territorio de lucro como cualquier otro. A Pfizer le resulta hoy mucho más rentable deslocalizar: le sobra gente. Algunos de los sindicatos lo entienden. «Son las reglas del mercado», dijeron los directivos de la empresa cuando algunos periodistas les preguntaron por qué despedían en Ascoli. Y lo mismo dijeron cuando les preguntaron por qué consideraban tan disparatado que esa gente de los centros sociales que manifestaba en las afueras de su fábrica planteara que en tiempos de pandemia una vacuna que podría curar debería ser considerada un bien social y que las patentes de Pfizer, de Astrazeneca, de Moderna, de las empresas todas, sobre esos productos, deberían ser suspendidas, expropiadas por los Estados. Que si es cuestión de leyes, las leyes se cambian.

Pero ¿en qué mundo vivimos? ¿Cómo se puede pensar así?, razonaron los ejecutivos. ¿Qué empresa invertiría en innovación y en tecnología si no pudiera tener una buena y justa ganancia? Si ese es el motor que mueve el mundo. Los de los centros sociales planteaban, en cambio, que cómo era posible que se naturalizara a tal punto el descaro, decían que no se podía desligar los despidos en Ascoli de las ganancias exorbitantes de la Pfizer, que la lógica en un caso y en otro era la misma aunque a primera vista no lo pareciera: «Que las vacunas deben pagarse y que los trabajadores, si son inútiles, deben quedar por el camino», resumió Il Manifesto. Decían que se trata de cambiar esa lógica. Y escribían en un volante que las vacunas son hoy «un campo de batalla político», y que quienes las poseen «tienen una influencia directa sobre el conjunto de la producción económica y la reproducción social» y fijan reglas ante las cuales los Estados son impotentes, entre otras cosas, porque quienes los manejan, en casi todo el mundo, son quienes han creado las actuales reglas del juego y están muy lejos de querer modificarlas. Que es muy común que las mismas personas –o sus amigos, o sus parientes, o sus colegas, o sus socios en el país y en el exterior– estén de ambos lados del mostrador. El viejo sistema de las puertas giratorias.

Y decían también los de los centros sociales que cómo no va a influir la ideología en el manejo de las vacunas, y de la pandemia, y de las salidas a la pandemia, y de la entrada al nuevo mundo pospandémico. Que la naturalización de unas reglas del juego nada tiene de natural, y todo de construcción cultural, de construcción política. En fin, de ideología.

* * *

«Por ahora la vacuna no ha hecho mucho más que desnudarnos», escribe en su blog Cháchara el escritor y periodista argentino Martín Caparrós. «Hacía mucho que nada mostraba con tanta claridad cómo está organizado –dividido– el mundo en que vivimos. Las cifras son brutales: al 7 de febrero se habían aplicado 131 millones de dosis: 113 millones en Estados Unidos, China, Europa, Inglaterra, Israel y los Emiratos Árabes; 18 millones en todos los demás. Unos países que reúnen 2.200 millones de habitantes, el 28 por ciento de la población del mundo, se habían dado el 86 por ciento de las vacunas. O, si descontamos a China y concentramos: el 10 por ciento de la población del mundo se aplicó el 60 por ciento de las vacunas.» Y, si hablamos de muertos por la pandemia, es América Latina la que los pone proporcionalmente mucho más que el resto: una cuarta parte del total de fallecidos, con 8 por ciento de la población del planeta.

El miércoles 24, la Organización Mundial de la Salud (OMS) y Unicef informaban que Ghana estaba recibiendo las primeras dosis de vacunas gratuitas entregadas en el marco del programa multilateral Covax, previsto para los países de ingresos bajos y medios. Seguirán otros países africanos y latinoamericanos, incluido Uruguay. Pero en total este año Covax no podrá ir más allá de las 2.000 millones de dosis, que darán para unos 1.000 millones de personas. Una enormidad quedará sin vacunar. Hay países, sobre todo africanos, muchos asiáticos, algunos latinoamericanos, que no podrán pagar ni un centavo por hacerse de los frasquitos presentados como milagrosos. Si nada cambia, deberán esperar hasta 2022, tal vez hasta 2023 para que les lleguen las dosis vía Covax. Canadá, mientras tanto, reservó una canasta de vacunas que da para inocular a entre cinco y nueve veces a toda su población, según la fuente que se tome: la agencia Bloomberg habla de cinco, el inmunólogo irlandés Luke O’Neill, de nueve. Por los mismos andariveles juegan Estados Unidos, Reino Unido y la mayoría de los países de la Unión Europea.

En África no se sabe ni de cerca cuántos enfermos de covid-19 hay, como no se saben tantas otras cosas. Las cifras oficiales están absolutamente por debajo de la realidad, porque los test que se realizan son muy pocos. Pero sí se sabía que hasta mediados de enero sólo se había vacunado a 7.000 de sus más de 1.200 millones de habitantes. Organismos internacionales calcularon en 2017 que una cuarta parte de los enfermos por diversas dolencias en el planeta se concentran en ese continente, recordaron las periodistas Séverine Charon y Laurence Soustras en la edición de diciembre del mensuario francés Le Monde Diplomatique. Son pacientes de enfermedades que en otros lares se curan más o menos fácilmente y de las que los ricos no mueren, tampoco en la propia África. De esas enfermedades seguirán muriendo probablemente los africanos pobres, es decir, buena parte de la población del continente, cuando el covid-19 pase, porque importa poco a los laboratorios destinar dinero a intentar curarlas. África representa apenas el 2 por ciento del gasto sanitario mundial, que en 2015 se estimaba en cerca de 10 billones de dólares anuales (El País de Madrid, 4-VI-19). En muchos de los países de lo que alguna vez se llamó tercer mundo, «las vacunas se devoran los presupuestos de salud para que, una vez que pase la tormenta, hospitales y quirófanos queden igual de maltrechos [que] como estaban antes», apunta en la revista argentina Mu la psicóloga y feminista boliviana María Galindo.

* * *

India, Sudáfrica, Pakistán, Mozambique y la ex-Suazilandia plantearon a fines del año pasado en la Organización Mundial del Comercio que los fabricantes de las vacunas renunciaran por un tiempo a sus patentes de propiedad intelectual. Por un tiempo –insistieron, remarcaron–, hasta que lo más grave de la pandemia pase. Después, podrán seguir haciendo sus negocios as usual. Pero no hubo caso (véase «Militar la patente», Brecha, 15-I-21). Se opusieron fundamentalmente los países centrales, que salieron en defensa de «sus» empresas a pesar de ser ellos mismos rehenes de esas transnacionales (ahí están los retrasos, las promesas incumplidas, los precios al alza), a las que además financiaron chichamente para que pudieran producir sus fármacos.

Un informe de BBC Mundo, difundido el 15 de diciembre, a partir de un trabajo de la empresa de análisis de datos científicos Airfinity, señala que hasta esa fecha los gobiernos llevaban invertidos 8.600 millones de dólares en la búsqueda y el desarrollo de vacunas y que otros 1.900 millones habían provenido de organizaciones sin fines de lucro. La inversión propia de las empresas se había limitado a 3.400 millones, pero la plata de los Estados, en vez de ir prioritariamente hacia los laboratorios públicos, fue para los privados. «Sólo cuando los gobiernos y las agencias intervinieron con promesas de financiación [las grandes farmacéuticas] se pusieron a trabajar», señaló el medio británico. Hasta entonces no veían el negocio. Ahora sí lo ven, sobre todo a futuro: pocas inversiones propias y, cuando el covid-19 se cronifique y puedan volver al mercado normalmente, venderán sólo al que pague lo que ellas exijan.

Mientras tanto, alguna que otra condicioncita impusieron a sus compradores. Más aún a los que menos pueden pagar pero tienen menor capacidad de negociación y presión. Pfizer ha destacado por su voracidad. Brecha reveló el mes pasado que la transnacional estadounidense les reclamó a los países latinoamericanos con los que negoció que pusieran activos soberanos –sedes diplomáticas, bases militares y reservas en el exterior, entre otros– como garantía ante eventuales causas legales (véase «Leoninas», Brecha, 29-I-21). A Perú le pidió renunciar a su inmunidad soberana en materia jurídica y eximir a la empresa de responsabilidad ante posibles efectos adversos y retrasos en las entregas. Argentina no aceptó las vacunas en esas condiciones. Tampoco Brasil (demasiado es demasiado hasta para Jair Bolsonaro). De acuerdo con un artículo publicado esta semana por el Bureau of Investigative Journalism y la asociación peruana Ojo Público, un cuarto país de la región, no mencionado «porque sigue negociando», manifestó, al parecer, reticencias a algunas cláusulas. Pfizer ya tiene acuerdos de suministro con nueve países de esta región: Chile, Colombia, Costa Rica, República Dominicana, Ecuador, México, Panamá, Perú. Y Uruguay. Los términos de esos acuerdos son confidenciales. Así es con los acuerdos con las transnacionales. Llámense Pfizer o UPM. Y así es con muchos gobiernos.

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El inmunólogo irlandés O’Neill les dijo a los países ricos que era de su propio interés donar sus sobrantes de vacunas a los más pobres. No acepten suspender ninguna patente. No. Hagan como Bill Gates, como Elon Musk: sean filántropos, donen algo de lo mucho que les sobre. Esa es la condición, afirmó, para que ustedes mismos, señores ricos de los países ricos, puedan en relativamente poco tiempo recuperar su libertad de viajar para hacer negocios o turistear, de volver a salir, de volver a vivir la vida, porque los pobres del mundo seguirán migrando aunque les pongan mil vallas, les levanten mil muros o los traten de aventar con cañoneras en el Mediterráneo o en otras aguas. Y si no se vacunan, los contaminarán. Y ustedes volverán a necesitar que los ciudadanos de los países «de afuera» de su cortina de dinero los visiten, que vayan a trabajar a sus países, que hagan hijos en sus países para que la población crezca. Cual José Mujica a los empresarios yoruguas (no sean nabos, mijos, denles algunas migajas a sus trabajadores, así pueden seguir ganando sin que los molesten), O’Neill les dijo a los países ricos: piensen en ustedes y verán que es buen negocio la filantropía.

Pero parece que ni con eso la gula vacunística encontrará un coto, porque no se avizora por el momento reacción alguna en esa dirección. En enero, el director general de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, fue bastante más duro que su colega europeo (ambos son inmunólogos) al denunciar la voracidad de los países ricos. Habló de «nacionalismo de las vacunas» y lo calificó como «moralmente indefendible, epidemiológicamente negativo y clínicamente contraproducente». Y se metió un poquito más con el sistema que genera ese tipo peculiar de «nacionalismo». Se refirió, por ejemplo, explícitamente a los «mecanismos de mercado». Dijo que son «insuficientes para conseguir la meta de detener la pandemia logrando inmunidad de rebaño con vacunas» y defendió el papel de la sanidad pública, la necesidad de reforzarla, y se refirió a la decadencia en que se encontraba incluso en el primer mundo como consecuencia de recortes y ni que hablar en el resto del planeta. «Tengo que ser franco: el mundo está al borde de un catastrófico fracaso moral, y el precio de este fracaso se pagará con vidas y medios de subsistencia en los países más pobres», clamó igualmente el jefe de la OMS.

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Pero es de apostar que no habrá colas para seguir de manera estable los consejos del bueno de Tedros. Es cierto que en los primeros meses de la pandemia hubo amagos de que el Estado retornaba –buenamente– por sus fueros tras décadas de neoliberalismo. Se habló de neokeynesianismo y asomó alguna lucecita de que se pudiera estar pergeñando alguna salida que no nos retrotrajera a lo de antes. Y es cierto que muchos países –no Uruguay, precisamente– invirtieron lo que nunca en ayudas sociales. Estados Unidos se salió de las cuadraturas del credo y el muy liberal de Donald Trump hasta forzó a la General Motors a fabricar respiradores para los pacientes con covid-19 que comenzaban a morir por trojas en los CTI mientras la megaempresa retaceaba los aparatos. Pero sucede así en las crisis: parece que un cambio radical se dibuja casi que a la vuelta de la esquina, pero luego se vuelve al casillero de partida, porque «los reflejos de clase, los intereses de quienes detentan el poder en la mayoría de los países, en las transnacionales, pueden mucho más que los efímeros respingos de los momentos más duros», se dijo en Ascoli. Y aunque las «condiciones objetivas sobran» para un cambio radical, las subjetivas sufren una anemia profunda y porfiada.

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Por el medio, además, pasó el miedo. Pasa el miedo. La contracara del retorno por sus fueros de la defensa de lo público es el reforzamiento de los controles, de los mecanismos de represión: que la urgencia securitaria se haya incluso adelantado a la urgencia sanitaria. «A primera vista hay como una paradoja: la primera respuesta de los Estados a la crisis sanitaria es securitaria», escribía allá por los primeros tiempos pandémicos, en la edición de mayo de Le Monde Diplomatique, el investigador francés Félix Tréguer. «Incapaces por el momento de oponer un tratamiento al virus, mal equipados en camas de reanimación, en test de rastreo y en mascarillas de protección, es a su propia población a la que los gobiernos erigen como una amenaza. Pero la paradoja es sólo aparente. A través de los siglos, las epidemias marcan episodios privilegiados en la transformación y la amplificación del poder del Estado y la generalización de nuevas prácticas policiales, como el fichaje de las poblaciones.» Y ahí vemos a las grandes tecnológicas como Google, como Facebook, como Amazon, como Tesla, estableciendo acuerdos con las farmacéuticas –ambos están entre los sectores más ganadores de esta crisis– y con los Estados, supuestamente por buenas causas. Da para temer en estos tiempos de exacerbación del «capitalismo de vigilancia» (véase «Orwellianas», Brecha, 16-I-21), pero eso también lo naturalizamos y ponemos el acento en lo bueno de los avances tecnológicos. «Preferimos no ver lo otro», escribía Caparrós en su columna. Cuando el terremoto de Haití de 2010, que mató a un cuarto de millón de personas, vimos con naturalidad desembarcar en la pobre isla a cientos y cientos de marines. En los informativos en bucle de los canales de televisión vimos decenas de veces la llegada de los aviones con sus soldados armados a guerra, sin preguntarnos qué iban a hacer, el porqué de una respuesta securitaria a una crisis sanitaria, humanitaria, social. Las brigadas de médicos cubanos pasaron, en cambio, desapercibidas. Cuestión de focos.

Hoy no se trata de decir que no hay que cuidarse. No es eso, escribe Galindo en Mu. No hacerlo no te hace más libre, sino menos empático. Pero estamos naturalizando todo un «léxico pandémico» que tiene una carga simbólica particularmente pesada. Y cita: Cuarentena, confinamiento, distanciamiento social, aislamiento, toque de queda, bioseguridad. El encierro. Hasta el propio teletrabajo, que viene para quedarse y supone toda una revolución en las relaciones laborales. O la noción de actividades esenciales, que coloca a quienes las ejercen en los primeros planos, pero no les da más derechos (¿han aumentado sus ingresos las cajeras de los supermercados, los pibes de los deliveries? Acaso sí los trabajadores de los frigoríficos, porque en muchos lados tienen sindicatos fuertes, y ahí el acento acaso habría que ponerlo en eso: porque tienen sindicatos fuertes…).

«La pandemia es un hecho político no porque sea inventada, inexistente o haya sido producida artificialmente en un laboratorio. La pandemia es un hecho político porque está modificando todas las relaciones sociales a escala mundial y es por eso legítimo y urgente pensarla y debatirla políticamente», piensa la boliviana. Algo así decía también el filósofo español Santiago Alba Rico en una columna reciente en Rebelión. Partiendo de una idea de Richard Horton, un científico británico de alto nivel que es jefe de redacción de la revista The Lancet, hoy ya de moda, Alba Rico decía que el mundo no está hoy ante una pandemia, sino ante una sindemia, es decir «ante una pandemia en la que los factores biológicos, económicos y sociales se entreveran de tal modo que hacen imposible una solución parcial o especializada y menos mágica y definitiva. El problema no es, pues, el coronavirus. El problema es un capitalismo sindémico en el que ya no es fácil distinguir entre naturaleza y cultura ni, por lo tanto, entre muerte natural y muerte artificial».

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Ante la magnitud de estos cambios, de la rapidez pandémica de estos cambios, estamos hoy inertes, desconcertados, a la intemperie. «Los sujetos sociales están siendo diluidos por fatiga, por falta de ideas, por luto, por incapacidad o imposibilidad de reacción», apuntaba Galindo. Decía también que «hay personas despojadas que se están reconstituyendo como sujetos sociales con capacidad interpeladora. Aquellas personas que se vuelcan sobre los animales para reintegrarse como animales, o las que producen salud, alimentos o justicia con sus colectividades son quienes no han sido paralizadas por el miedo». Cree que de ahí puede venir algo. Tal vez. Pero ella misma aclara desde el principio de su nota que no escribe «desde Bolivia, sino desde un territorio que se llama incertidumbre». Y ahí, en la incertidumbre, está otra de las claves. Cómo hacer para cambiar un mundo que se sabe que va al abismo cuando nos abruman las dudas. Una certeza, una grande, hay entre quienes en serio quieren salir de «esto»: «La pandemia es el capitalismo». Es el título de su nota, es la esencia de la de Alba Rico, acaso el pensamiento de Caparrós y el de muchos otros que andan por ahí, a menudo aislados, a veces juntos. «La velocidad de los cambios es la velocidad de una metamorfosis profunda. Interpretarla a riesgo de equivocarnos es nuestra apuesta», termina Galindo.

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