sábado, 30 de julio de 2011

DOCUMENTO DE DEMOCRACIA REAL YA (DRY)

Comisión de Debate – Democracia Real Ya.
Algunas hipótesis sobre el Estado del Bienestar y la crisis de deuda publica.



1. Surgimiento y consolidación del Estado del Bienestar. Desde finales del siglo XIX [Bismarck, Alemania] y, especialmente, a partir de la primera posguerra [Lord Beveridge, Reino Unido] empieza a cobrar importancia una configuración del Estado que tome en consideración las contingencias vitales de los ciudadanos y les proteja de éstas mediante la prestación de servicios públicos (educación y sanidad básicamente). Los primeros cien años de crecimiento económico moderno (1750-1850) hicieron ver cómo la miseria y la desigualdad iban de la mano de la creación de riqueza y, ante las amenazas y la presión que el trabajo organizado empieza a plantear (revoluciones democráticas de 1848, aparición y presencia política de los partidos comunistas y socialistas, anarquismo, consolidación de los sindicatos), se producen una serie de transformaciones en el modelo de Estado hasta entonces existente. Así, del Estado liberal clásico, en el que el papel de los poderes públicos quedaba circunscrito a asegurar el laissez-faire o la libre acción de los individuos en en el mercado, se llega al Estado social o, lo que es lo mismo, al Estado del Bienestar, que debe intervenir activamente en la vida ciudadana al objeto de promover el bienestar común. Esta ampliación del ámbito de actuación estatal es paralela cronológicamente, y queda justificada y reforzada, por otras dos tendencias características de la primera mitad del siglo XX: de un lado, la ampliación del concepto de derechos humanos – que pasa de referirse exclusivamente a las libertades civiles y políticas para incluir también los derechos sociales y económicos: el derecho al trabajo, el derecho a la educación, etc. – y, de otro, la aparición y consolidación del keynesianismo como doctrina económica dominante entre 1940 y 1980 aproximadamente – John M. Keynes, economista ingles, defiende la intervención del Estado en las situaciones de crisis económica y desempleo –. En resumen: (1) la lucha en favor de los derechos sociales y económicos, (2) la obra de Keynes y sus discípulos, y (3) la propia evolución del Estado liberal burgués crecientemente desafiado por la actuación política proletaria, crean el entorno perfecto para que, a partir de mitad del siglo XX, se pueda hablar de un Estado del Bienestar que actúa sobre la ciudadanía a través de dos instrumentos claves: la sanidad y la educación públicas. Sólo con el paso del tiempo se añadirán las pensiones y otras ayudas públicas (dependencia, etc.).

[Preguntas: Primero, ¿por qué hemos decidido que sea el Estado quien proporcione estos servicios y no el mercado o la autogestión? ¿Hay alternativas a esta provisión pública (es decir, ni privada ni comunal) de los servicios básicos? Segundo, ¿cuál es el fundamento, la razón de ser última, del Estado del Bienestar? ¿Mera cohesión social? ¿Despotismo ilustrado burgués (‘que todo cambia para que nada cambie’)? ¿Empatía sincera hacia los más desfavorecidos? ¿La idea de dignidad humana?]

Resulta evidente que, para que el Estado pueda prestar estos servicios públicos, son necesarios una serie de recursos económicos que permitan pagarlos. Es decir, el Estado del Bienestar implica un gasto público importante y se hace necesaria una fuente de ingresos para mantenerlo. Durante lo que podemos llamar la etapa clásica del Estado del Bienestar (entre 1950 y 1980 aproximadamente), los ingresos procedían de los impuestos recaudados por el propio Estado: tanto las clases trabajadoras como las clases medias y altas pagaban impuestos al Estado que luego revertían, en forma de sanidad y educación, en favor de todos aunque, especialmente, de las clases populares. Esta estructura fiscal era razonablemente progresiva: es decir, los estratos sociales con mayor capacidad adquisitiva aportaban a las arcas públicas una proporción mayor de sus rentas que las clases populares. La solidaridad y redistribución eran patentes: las clases medias y altas estaban dispuestas a contribuir al sostenimiento del Estado del Bienestar a pesar de que los más beneficiados por la actuación redistributiva no eran tanto ellos, que disponían de recursos para acudir a unos servicios privados todavía poco desarrollados, sino las clases populares. En definitiva: existía un consenso social implícito entre las clases trabajadoras y las clases medias y altas (consenso que, a veces, fue explícito, como la participación del Partido Comunista Francés en el Gobierno de De Gaulle) por el que las primeras atenuaban sus aspiraciones revolucionarias a cambio de que el Estado les proporcionase servicios públicos que mejorasen sus condiciones de vida y las segundas subvencionaban dichos servicios a cambio de paz social y estabilidad política. Ése es el ‘consenso socialdemócrata’, propio de Europa Occidental desde 1945 hasta 1980 [Advertencia: En la Europa meridional – Portugal, España y Grecia sobre todo, aunque también Italia – ese consenso es inexistente o, como mínimo, tenue y muy retrasado en el tiempo: la fortaleza política de terratenientes, ejército e Iglesia es tan intensa que permite obviar los intereses de las clases populares, no es necesario llegar a acuerdos con ellos y por tanto no surge una estructura redistributiva. Es por eso por lo que gente como Vicenç Navarro afirma que, en el sur de Europa, tenemos un ‘bienestar insuficiente’: sólo a partir de las transiciones democráticas en los años 70 y 80 se logra en estos países empezar a poner en marcha la maquina impositiva y redistributiva del Estado del Bienestar, maquinaría que, en comparación con los países europeos de nuestro entorno, arroja en todo caso valores por debajo de la media].
2. La crisis del ‘consenso socialdemócrata’. Este consenso que estaba en la base del sostenimiento financiero del Estado del Bienestar se rompe a finales de los años 70 y, con él, la propia estructura redistributiva. ¿Cuáles son las razones de esta ruptura? Se podrían mencionar varios acontecimientos.
1. Primero, en los círculos académicos económicos, el keynesianismo deja de ser el paradigma dominante para dar paso a la contrarrevolución neoclásica que recupera muchas de las ideas del liberalismo clásico (Smith, Stuart Mill) y de los autores marginalistas de finales del siglo XIX (Marshall, Jevons, Walras): básicamente, el dogma de esta escuela es que ‘la libre interacción de los agentes individuales en pos de su bienestar individual permite alcanzar el bienestar común’. A ojos de estos autores, el Estado deja ya de ser necesario pues el mercado permitirá alcanzar resultados óptimos.

2. Segundo, la desaparición del bloque comunista a partir de los años 80. El ‘consenso socialdemócrata’ descansaba, en parte, en el fuerte poder de negociación social de que gozaban las clases populares, los sindicatos y los partidos políticos de izquierdas; a su vez, este poder de negociación se alimentaba del miedo de las clases medias y altas a la ‘amenaza comunista’ (‘si no prestáis atención a lo que os pedimos, os montamos una revolución de octubre como hicieron en la URSS’). Cuando el bloque soviético empieza a desmoronarse, las clases populares occidentales se quedan sin una herramienta importante de presión y, por tanto, a las clases medias y altas les resulta mucho más fácil abandonar ese consenso sobre el que descansa el Estado del Bienestar.

3. En segundo lugar, el despegue industrial del Este asiático a partir de los años 60, y especialmente de China a partir de los 80 y 90, y su acceso a los mercados internacionales erosiona la competitividad occidental: los ‘tigres asiáticos’ son capaces de producir a un coste menor y vender a precios también menores, lo que reduce las ganancias de las empresas industriales occidentales. La respuesta por parte de los gobiernos occidentales, especialmente el estadounidense, ante la pérdida de competitividad industrial es la de potenciar el sector financiero: los mercados financieros y de capitales se liberalizan, se abren nuevos espacios de beneficio para las empresas financieras occidentales, y el sector financiero se convierte en el nuevo pilar de la economía. Evidentemente, las altas rentabilidades que se obtienen en el sector financiero van a parar a aquellos con capacidad y voluntad de invertir considerables ahorros: las clases altas y medias. Las rentas del capital (financiero), por tanto, experimentan un crecimiento muy importante.

4. Tercero y muy relacionado con lo anterior: el acceso de la mano de obra asiática, especialmente la china, en los mercados internacionales empuja a la baja las rentas del trabajo de la mano de obra occidental. A corto y medio plazo, la forma de competir en el mercado mundial frente a una mano de obra muy barata y políticamente reprimida es, precisamente, reducir a la baja el coste de la mano obra occidental (dentro del coste de la mano de obra se incluyen tanto los salarios directos como los salarios diferidos – cotizaciones sociales – y los derechos sociales y laborales). Sólo de esa manera es posible evitar que las empresas occidentales deslocalicen su producción y se vayan allí donde la mano de obra es más barata. En consecuencia, las rentas del trabajo experimentan una caída o, como mínimo, se mantienen estables aunque cada vez más alejadas de las rentas del capital.

El resultado de todos estos hechos es el incremento de la desigualdad – las clases medias y altas se apropian de una porción cada vez mayor de la renta nacional mientras que las clases populares ven reducida su porción – y una mayor debilidad política de las clases populares. Las clases altas ya no tienen incentivos a permanecer en ese pacto social y, por tanto, dejan de contribuir al sostenimiento del Estado del Bienestar. Se produce la ruptura del ‘consenso socialdemócrata’, materializada explícitamente en las victorias electorales de M. Thatcher en Reino Unido y R. Reagan en Estados Unidos a fines de los 70 y principios de los 80. Empiezan a aprobarse, al amparo de ciertos razonamientos teóricos (curva de Laffer, teorema de Tiebout), políticas fiscales que reducen la progresividad y la presión fiscal sobre las clases altas y medias. Por tanto, estas clases reducen su contribución para el mantenimiento de la sanidad y la educación públicas. Por su parte, las clases populares, dadas tanto su menor participación en el total de la renta del país como la puesta en marcha de medidas fiscales que también reducen su aportación a las arcas públicas (‘bajar impuestos es de izquierdas’), dejan también de generar ingresos públicos suficientes. En última instancia, la financiación del Estado del Bienestar vía recaudación se ve comprometida y se hace necesario recurrir a otras vías. Es aquí donde aparece la deuda.
3. Estado del Bienestar, deuda y mercados financieros. Puesto que el Estado del Bienestar quiere ser, en mayor o menor medida, preservado y, por tanto, el gasto público que exige sigue siendo relevante, se busca una financiación de tales servicios públicos que complemente a la cada vez menor aportación vía impuestos.

[Preguntas: ¿Quién esta más interesado en la preservación del Estado del Bienestar? ¿Una ciudadanía convertida en clase media que empieza a optar por los servicios privados? ¿Unos políticos que ven en la maquinaria estatal la justificación de su poder, su prestigio y su renta? ¿Las clases populares? ¿A quién beneficia realmente, hoy en día, el Estado del Bienestar? ¿Es realmente el Estado del Bienestar un instrumento en favor de los más desfavorecidos y un corrector de las desigualdades?]

Al legítimo sostenimiento financiero del Estado del Bienestar, hay que añadir, cuando se trata de explicar por qué los Estados han ido endeudándose de manera creciente, la ausencia de mecanismos efectivos de auditoria y supervisión de la gestión pública por los ciudadanos: al estamento político le ha resultado fácil endeudarse porque la ciudadanía no ha podido

[Pregunta: ¿ni ha querido? Es aquí donde se introduciría el tema de la ‘deuda odiosa’ y de la falta de legitimad de los representantes políticos para contraer deudas públicas tan elevadas y, a la postre, insostenibles]

ejercer un control efectivo sobre las finanzas públicas. Sea cual sea la razón, recurrir a la deuda parece, por tanto, una opción muy razonable: los Estados emiten en los mercados primarios de deuda pública sus bonos y obligaciones, y los inversores, con un exceso de ahorro, compran tales títulos, de modo que los Estados obtienen financiación inmediata y, a cambio, los inversores, al final del periodo de maduración, recuperan sus préstamos junto con unos intereses fijos.
El recurso a la deuda pública no es sólo una hipótesis teórica sino una posibilidad real dada la situación económica y financiera desde los años 80. Por un lado, con la liberalización de los mercados de capitales y financieros puesta en marcha a nivel mundial, el acceso a la financiación es mucho más fácil: los mercados y productos financieros están más desarrollados y es menos costoso poner en contacto a inversores (agentes que disponen de un exceso de dinero ocioso) y a prestatarios (agentes que sufren una escasez de fondos, entre ellos los Estados). Se asume que los mercados financieros son perfectamente eficientes y que, por tanto, resulta muy difícil que se invierta dinero en sitios equivocados. Por otro lado, existe una gran cantidad de dinero ocioso en la economía que busca un destino en el que ser invertido: durante los años 70 y 80, ese dinero era el derivado del superávit comercial de los miembros de la OPEP (por la venta de petróleo) y, posteriormente, a partir del los 80, es el dinero derivado del superávit comercial chino (por la venta de manufacturas de bajo contenido tecnológico). A estos fondos procedentes de Oriente Medio y del Este asiático, se unen gran parte de las rentas del capital occidentales que, al tributar menos que antes, también han quedado ociosas.
¿Hacia dónde dirigir todo este dinero? Pues, entre otros destinos, hacia los títulos y bonos emitidos por los Estados para financiar el Estado del Bienestar. Además, las agencias de calificación, aparentemente simples intermediarios independientes que ahorran a los inversores un largo proceso de búsqueda y comprobación de inversiones seguras, afirman que comprar deuda pública es una inversión óptima para aquellos agentes que buscan rendimientos seguros, lo que incentiva tales movimientos financieros. La circulación de esta enorme masa de dinero en busca de inversión es acelerada todavía más por algunas de las políticas puestas en marcha por los propios Estados, en concreto, por una política monetaria de tipos de interés bajos (como la seguida en Estados Unidos durante el mandato de Alan Greenspan en la Reserva Federal). Si los tipos de interés de una economía son bajos, pedir prestado dinero a las instituciones financieras por parte de familias, empresas y entidades públicas es barato y, por tanto, todo el mundo, también el Estado, se lanza a endeudarse.

[Pregunta: ¿qué responsabilidad tenemos la ciudadanía, entre ella las clases populares, en este endeudamiento creciente? ¿Hemos querido ser los nuevos ricos? ¿Es aquí donde radica parte de la famosa crisis de valores?]

Si, además, los esquemas de incentivos de las entidades financieras (bonus, etc.) tienen como efecto, directo o colateral, una concesión creciente y abusiva de préstamos y créditos, esta situación todavía se agrava más. Básicamente, este doble fenómeno de una gran cantidad ociosa de dinero y una política de tipos de interés bajos es el causante de la enorme deuda pública y privada acumulada en los últimos diez o quince años y, unida a ella, de los fenómenos de burbujas en algunos mercados (en la Bolsa, en el mercado inmobiliario, etc.).
4. Crisis de la deuda y austeridad. El escenario con el que nos encontramos, por tanto, al inicio de esta crisis es uno caracterizado por: (i) un Estado del Bienestar que exige un elevado gasto público, (ii) una estructura fiscal que, sumada a la creciente desigualdad en la distribución de la renta, es insuficiente para generar ingresos públicos, (iii) unos mercados e instituciones financieras que ofrecen un exceso de liquidez a bajo coste, (iv) familias y empresas crecientemente endeudadas al objeto de mantener un nivel de vida pero con serios problemas para devolver lo prestado.
Cuando la crisis financiera se inicia a mediados de 2007 con las primeras dudas sobre el valor real de los activos de muchas instituciones financieras (hipotecas subprime, crisis ‘ninja’), Estados Unidos y muchos países miembros de la Unión Europea ponen en marcha programas de ayudas con el fin de evitar que tales instituciones quiebren, que el sistema financiero colapse, el crédito se congele y la economía real, formada por esas empresas y familias que dependen del crédito para mantener sus actividades de consumo e inversión, se hunda. Se argumenta que estas instituciones son ‘demasiado grandes para caer’, de modo que los Estados, endeudados ya, ven comprometidos todavía más sus recursos públicos. Por otro lado, y para evitar que la recesión degenere en una depresión, los Estados ponen en marcha paquetes de estímulo fiscal y monetario (obras públicas como el Plan E en España, desgravaciones fiscales, tipos de interés muy reducidos) para evitar que la actividad económica y el empleo se paralicen. El gasto público aumenta y los impuestos se reducen con lo que los desequilibrios fiscales de los Estados, ya existentes a consecuencia de las demandas de gasto procedentes de la educación y la sanidad públicas, todavía se agravan más. En resumen: lo que empezó siendo una crisis de deuda privada (empresas y familias muy endeudadas incapaces de devolver los préstamos a los bancos) empieza a transformarse, a través de las primeras medidas tomadas por los gobiernos cuando estalla la crisis, en una crisis de deuda pública (Estados muy endeudados a consecuencia de las medidas tomadas para salvar al sector financiero y reactivar la economía). Esta crisis de deuda pública estalla de manera muy importante en Europa aunque también en Estados Unidos, donde la Administración Obama ha mantenido unas políticas de expansión del gasto público mucho más intensas que en Europa, empiezan a aparecer tensiones muy importantes.
Los prestamistas internacionales – fondos de inversión, fondos de alto riesgo, fondos de pensiones, bancos internacionales – que hasta entonces han estado prestando alegremente a los Estados empiezan a darse cuenta de lo muy elevado que es el volumen de deuda de éstos, y empiezan a ponerse nerviosos: ¿vamos a poder recuperar todo el dinero que hemos prestado? Hay que matizar que los prestamistas, quienesquiera que sean éstos, no sólo se fijan en cuál es el volumen total de deuda que tiene el prestatario sino, sobre todo, cuál es el volumen de deuda en relación con su patrimonio, con su capacidad para devolver lo que se le ha prestado. Es precisamente por esta razón por la que los prestamistas internacionales se ponen más nerviosos cuando tienen que prestar a España que cuando tienen que hacerlo, por ejemplo, a Reino Unido: aunque la deuda total española sea menor que la británica, la capacidad de España para devolver sus préstamos es también menor pues las expectativas sobre crecimiento de su renta y de sus exportaciones, que es de donde se saca el dinero para pagar la deuda, son mucho peores que las expectativas que existen sobre la economía británica. De la misma manera, Alemania puede estar también muy endeudada, que lo está, pero como su crecimiento económico y sus exportaciones son relativamente elevados, es bastante seguro pensar que no tendrá ningún problema para ir devolviendo la deuda. Cosa que no pasa con Grecia a pesar de que la deuda griega sea menor que la alemana.
Los prestamistas internacionales que tienen en su poder letras, bonos y obligaciones de países como Grecia, Portugal, Irlanda o España empiezan, por tanto, a tener dudas sobre si ese título del que son propietarios les va a permitir recuperar lo prestado. Como anticipan que no va a ser así

[Pregunta: aquí entra el problema de las expectativas autocumplidas, ¿qué pasaría si los prestamistas internacionales mantuviesen la calma y no empezasen a pensar que no va a recuperar sus inversiones?],

empiezan a desembarazarse de los mismos, es decir, a vendérselos a aquellos que quieran comprarlos. Esta actividad de compra y venta de deuda pública entre entidades privadas se desarrolla en los mercados secundarios de deuda pública (los mercados primarios son los mercados de emisión, en los que los Estados venden a prestamistas). A medida que más y más prestamistas desean vender sus títulos en los mercados secundarios, se genera un exceso de oferta que empuja a los precios de los títulos a la baja y a la rentabilidad al alza (no hay que confundir el precio y la rentabilidad de un activo, son cosas distintas: entre el precio y la rentabilidad de un activo existe una relación inversa, no directa). Por tanto, un bono español, griego o portugués, al ser percibido de manera creciente como una inversión arriesgada y de dudoso cobro, cada vez vale menos y cada vez tiene un tipo de interés más y más alto. La prima de riesgo (la diferencia entre el tipo de interés de cualquier bono y el tipo de interés del bono alemán a diez años) de los países periféricos se dispara o, lo que es lo mismo, cuando estos países emiten su deuda en los mercados primarios quedan obligados a ofrecer a sus prestamistas un tipo de interés cada vez más alto si desean que se les compre la deuda. Y aquí es donde surge el problema principal: ¿Cómo vamos a financiar el gasto público que el Estado del Bienestar y la Administración Pública conllevan si cada vez se nos exigen intereses mayores cuando pedimos prestado en los mercados internacionales? Puesto que los mercados financieros se muestran cada vez más reticentes a prestar dinero y los ingresos fiscales hace tiempo que han sido descartados como una vía de financiación, la alternativa parece clara: es necesario reducir el gasto, recortar el Estado del Bienestar. La austeridad ha llegado y, con ella, la resistencia social de quienes se muestran reacios a ver recortados unos derechos sociales y económicos.


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PARA BANKEROS Y MERCADOS FINANCIEROS, SUS PRIMOS, TERRORISTAS SOCIALES ELLOS QUE SE HACEN MAS RICOS CON LAS GUERRAS



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COSAS NATURALES Y NO NATURALES

La politica, la ideologia y la economía no son cosas naturales.


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