La época de Voltaire no
solo fue revolucionaria en las ideas, sino libérrima en las costumbres. No es
de extrañar, pues, que la vida sentimental del autor de "Cándido"
resultara compleja y promiscua. Artículo publicado en El Viejo Topo 79, sep.
1994.
Voltaire y la marquesa de Châtelet
Hemeroteca
por Joseph Barry
EL VIEJO TOPO
9 junio, 2024
Gabrielle-Emilie
de Châtelet fue todo pasión, todo cerebro. Voltaire la consideraba genial y la
comparaba a Newton. Hasta que ella murió fueron amantes y compañeros, en una
unión bendecida por el más gentil de los soldados, el marqués de Châtelet,
esposo de Emilie.
Que se sepa, la
primera pasión de Emilie fue el estudio, no simplemente la lectura. Además del
latín, en el que no dejó de profundizar, y que se convertiría en su segunda
lengua, pudo -en gran medida gracias a su padre- aprender italiano y nociones
de inglés. Por el español se interesó menos, pues sospechaba que el libro por
el que era más conocido resultaba demasiado frívolo. Apenas llegada a la
adolescencia había traducido ya la Eneida. Y poco tardó en sumergirse -casi
literalmente- en las estrellas, estudiando Física y Astronomía,
familiarizándose trabajosamente con la geometría y el álgebra, hasta llegar a
ahondar en la alta matemática.
Emilie no tardó
mucho en descubrir su pasión por el teatro, especialmente por la ópera, el
canto, el ballet, así como por los pompons y los vestidos. Nada más casarse, se
despertó en ella una afición al juego que nunca logró superar.
Florent-Claude,
marqués de Châtelet, tenía treinta años y Emilie dieciocho cuando contrajeron
matrimonio. Él era coronel de regimiento y cabeza de un linaje que se remontaba
a Carlomagno y a los cruzados. Su residencia en Lorena era el desvencijado
castillo de Cirey. Sus fincas rentaban poco, pero su esposa aportó una hermosa
dote, además de rentas personales; una buena base para la igualdad en el
matrimonio, como a nadie escapaba. Esto era importante, porque el coronel
pasaba la mayor parte del tiempo en la guerra o acantonado con su guarnición.
Todos sus antepasados fueron soldados, y su padre, Mariscal. Pero él,
afortunadamente para su joven y ardiente esposa, era lo menos agresivo que
quepa imaginar. Además, los celos eran considerados, socialmente, de mala
educación. Básicamente era un hombre discreto y honesto, orgulloso de la
inteligencia de su esposa. Vivía su propia vida, pero dejaba que ella viviera
la suya, aunque no hasta el punto de prescindir de los hijos. Al año de
matrimonio tuvieron una hija, y un niño al segundo. Pasarían seis años sin
tener ninguno más, ya que las separaciones, aunque extraordinariamente
amistosas, eran cada vez más largas. El coronel pasaba la mayor parte del
tiempo con su regimiento en Semur y la marquesa en su residencia de París.
Mme de Châtelet
siguió estudiando Física y Matemática con distintos instructores. Pero también
tenía tiempo para jugar a las cartas, asistir a representaciones de ópera y
vivir su primer romance extra conyugal. Por entonces, las mujeres casadas
tenían amantes. En el período prerrevolucionario, las esposas de los nobles
estaban muy liberadas. Protorromántica toda su vida -era también la época de
Rousseau- se entregaba intensamente y pedía reciprocidad.
Monsieur de
Châtelet debió de mantenerse acaso demasiado fiel a la convencional distancia.
El temperamento de su esposa da crédito a la historia que siempre se contaba de
su «primer romance declarado». Maurepas, eterno enemigo de Voltaire, refiere
que «La marquesa de Chátelet, desesperada al verse abandonada por el marqués de
Guébriant, a quien idolatraba, le escribió una carta despidiéndose para
siempre, diciéndole que quería morir, puesto que él ya no vivía para ella.
Guébriant, que la sabía dada a tales arrebatos, corrió a su casa. Al no
franqueársele la entrada, la forzó, fue a su dormitorio y la encontró en la cama
dormida, bajo los efectos de una dosis de opio casi mortal. Pidió ayuda y le
salvó
a vida. Y ella,
al no poderlo retener después, pese a la prueba de amor que acababa de darle,
se consoló con otros.»
¿Otros? No hay
duda de que, por lo menos, hubo otro; el duque de Richelieu, sobrino-nieto del
Cardenal. Tenía treinta y tres años y, en ciertos aspectos, podía
considerársele el Don Juan de su tiempo, aunque con mejor corazón y capaz de
mantener amistad con las mujeres que había amado o que le amaron. Ciertamente,
el Duque conquistó a un buen ramillete de las mujeres más hermosas de la época.
Y, aunque Emilie no estuviese entre las más hermosas, el interés mostrado por
el Duque, y los varios retratos que de ella se conservan nos la muestran como
una mujer hermosa y atractiva, muy distinta a la bruja descrita por Mme du
Deffand: «grandona y ajada… con semblante de apopléjica, duras facciones y
nariz puntiaguda». Así es «la cara de la belle Emilie», añadía.
A los veintiún
años Voltaire era ya un hombre mimado por los círculos sociales, toda una
atracción de su época. Su talento para el baile le valía frecuentes
invitaciones a fiestas. Era estilizado, elegante y snob. Pero tenía una lengua
y una pluma aceradas que lo salvaban, sino de sí mismo, por lo menos para la
posteridad.
A los veintidós
años lo encerraron en la Bastilla por un libelo que escribió, en latín, contra
la Regencia que ocupó brevemente el Poder tras el reinado del Rey Sol. Durante
la atenuada prisión, que se aplicaba a privilegiados como él, terminó su Edipo,
que firmó con el que sería su seudónimo para toda la vida: Voltaire.
La obra la
había empezado a escribir a los dieciocho o diecinueve años, y el audaz título
apuntaba a la acusación de incesto que pesaba sobre el regente Felipe de
Orleans. Representada en la Comedie Française, constituyó el estreno más sonado
del siglo. El regente mostró su extraordinaria indulgencia concediéndole una
subvención de 1.200 libras.
Cuando, varios
años después, Luis XV sustituyó al Regente, Voltaire escribió el largo poema
histórico La Henriade, que lo situó entre los escritores de primera
fila. Oficialmente censurado, fue «secretamente» impreso en Rouen y circuló de
mano en mano por los salones y en la Corte, además de ser traducido a varios
idiomas. El jovencísimo príncipe Federico de Prusia comentó a sus amigos que le
gustaba más La Henriade que La Odisea. La
Iglesia vio la obra con peores ojos. El poema épico de Voltaire refería los
crímenes que, en nombre de la Religión, se habían cometido a lo largo de la Historia,
con especial énfasis en la Matanza del Día de San Bartolomé. Pero Voltaire
triunfó en París, la Reina le regaló 1.500 libras y se le permitió alternar en
la Corte, siempre y cuando moderase su lengua.
Voltaire tuvo
relaciones, más o menos serias, con la marquesa de Bernières, esposa del
Presidente
del Parlamento
de Rouen, y con Adrienne Lecouvre, la actriz más famosa de aquellos años, por
quien estuvo a punto de batirse en duelo con su amante oficial, el caballero de
Rohan-Chabot. Se libró del duelo gracias a otra temporadita en la Bastilla, que
se le permitió abandonar bajo la promesa de dejar Francia e instalarse en
Inglaterra.
En el país
vecino Voltaire encontró tal generosidad de espíritu, tal tolerancia hacia las
excentricidades y la libertad de pensamiento que, a partir de entonces,
Inglaterra pasó a ser su país de referencia. Durante casi tres años residió al
otro lado del canal. Allí profundizó en la física de Newton (a cuyo entierro
llegó a tiempo de asistir) y en el empirismo de Locke. Conoció a Pope, Gay,
Swift y Congreve.
Añoraba París,
la vida social en Francia, y la corte. Le encantaba la exquisita educación
inglesa, pero el clima le parecía horroroso y la comida… incomible.
En Inglaterra
cimentó una perdurable independencia económica. La edición inglesa de La
Henriade le reportó 150.000 francos que, sensatamente, invirtió al
otro lado del canal. Voltaire era un firme convencido de que había que hacer
dinero para poder escribir y no escribir para hacer dinero.
Las Cartas de
Voltaire fueron las primeras andanadas de la Ilustración contra la Iglesia y la
Corona. Y, en varias de ellas, ponía desafiantemente a Newton por encima de
Descartes, y a Locke por encima de la revelación divina, considerando la
experiencia humana como fuente de todo conocimiento. Pocos intelectuales había
en Francia con quienes pudiese mantener siquiera una conversación sobre temas
tan elevados. Los científicos y los filósofos eran de un rígido cartesianismo y
recelaban del nuevo pensamiento inglés.
Conocer a Mme
de Châtelet, en tales circunstancias, fue como encontrar un oasis en un
inexplorado desierto. Todavía joven y ardiente, aunque ya casi con veintisiete
años y tres hijos, la marquesa lo impresionó con su sorprendente capacidad de
penetración, con una mentalidad desusadamente metódica que sólo se regía por lo
racional y lo científicamente observable. No se trataba, solamente, de que ella
fuese capaz de comprender de qué hablaba, sino que estaba en condiciones de
avanzar ayudándolo con la Física y el análisis de los principios newtonianos,
que él profesaba de una manera más bien intuitiva. Ambos sentían la misma
avidez de conocimientos y, por lo tanto, de aprender del otro. Difícilmente
habría existido hasta entonces una pareja menos sexista.
Mme de Châtelet
era alta y dominante -algo que, por lo visto, gustaba a Voltaire- y al oírla
hablar de Newton y de Locke, de alta matemática y poesía latina, se enamoró de
ella. «¡Qué afortunado soy!, exclamaría. «¡Poder admirar a quien adoro!»
No fue, sin
embargo, un amor casto el suyo, aunque Voltaire nunca estaría a la altura de
Emilie en cuanto a ardor se refiere -salvo en el intestinal, un problema
crónico que no lo ayudaba mucho en este sentido-. En la primavera de 1733,
cuando le presentaron a Mme de Châtelet en la Opera, Voltaire sufría de fuertes
dolores. Semanas antes les escribió a unos amigos que se encontraba tan mal que
apenas tenia ánimo para escribir lo mal que se encontraba.
No tardó en
correr el rumor de que, ya aquella noche de primavera en la Ópera, la marquesa
se echó en brazos de Voltaire y lo besó apasionadamente en la boca. Él salió en
su defensa, hablando en todas partes de la divine Emilie, por quien suspiraba.
De lo que no cabe duda es de que en julio ya eran amantes, porque, en agosto,
se lamentaría de que Mme de Châtelet era ¡demasiado filosófica!
Se amaban, pero
el hecho de llevar vidas separadas abría la puerta a otras alternativas.
Pierre-Louis de Maupertuis, un atractivo joven de treinta y cinco años,
científico y formidable matemático, fue una de ellas. Voltaire, que admiraba su
trabajo, se lo presentó. Se citó con ambos en la Opera, quedando en que
Maupertuis pasase primero por casa de Mme de Châtelet.
Mientras
Voltaire seguía preocupado por su enfermedad y ocupado con los ensayos de una
obra, un libreto para una ópera de Rameau, y escribiendo una nueva tragedia, la
insatisfecha Mme de Châtelet siguió con entusiasmo las lecciones de álgebra,
con Maupertuis, durante todo aquel invierno y se prendó de su personalidad y
alegría de vivir tanto como de su buena salud. Y Maupertuis hizo todo lo
posible por enamorarla, retirándose en cuanto lo hubo conseguido, como era casi
proverbial en este tipo de relaciones.
Las apasionadas
cartas de amor que Emilie le dirigió a Maupertuis se han conservado y no, en
cambio, las
que escribió a
Voltaire, pero es muy probable que les escribiese a ambos.
Maupertuis no
estaba por la labor. Ya lo anticipó Voltaire en unos versos que dirigió a
Emilie. «Es un verdadero científico», le decía «a quien tengo en la mayor
estima. Puede desvelar los secretos de las estrellas y los misterios de la
Naturaleza. Pero, si no os ha enseñado el secreto de la felicidad, ¿qué ha
podido enseñaros realmente?»
En abril de
1734, Voltaire y Emilie fueron a Borgoña para asistir a la boda del duque de
Richelieu. Voltaire, que concertó el matrimonio, se consideró obligado a
aconsejar a los recién casados que no se amasen demasiado, que así su amor
duraría más. «Mejor ser amigos toda la vida que amantes unos días», les dijo.
Estas palabras reflejaban los sentimientos, cada vez más intensos, que le
inspiraba Emilie, allí en la placidez del campo, pasando muchas horas juntos,
hablando y descubriendo la similitud de sus objetivos, de sus principios y de
sus ambiciones.
Al partir el
Duque a ia guerra, a un acantonamiento en el que coincidiría con el marqués de
Châtelet, éste quedó muy relegado en su corazón. A finales de abril le
escribió al científico diciéndole que esperaba que hiciese un alto en el
castillo de Monjeu, de camino a Suiza, para darle unas lecciones que decía
necesitar mucho. Su tono era desenfadado: «Estoy aquí, en el más hermoso paraje
del mundo…Voltaire, que sabe que os escribo, me pide que os envíe recuerdos» Y,
luego añade: «Está preocupado, y con razón, por la reacción que puedan provocar
sus Cartas«.
Acababan de
encerrar a su editor, Jore, en la Bastilla, por haber editado las Lettres
philosophiques, y habían registrado la residencia de Voltaire en París. La
cárcel era una amenaza inminente, hasta el punto de que ya iban de camino a
Monjeu con una lettre de cachet. Voltaire salió de estampida, y
empezó a circular el rumor de que había salido del país. Puede que ni la propia
Mme de Châtelet supiese dónde se ocultaba. Angustiada, le pidió a Maupertuis
que él, como relevante académico, hiciese valer su influencia en la Corte.
Se ordenó al
Censor del Estado que hiciese quemar las Lettres philosophiques en
una plaza pública. Y él no quedó del todo libre de la amenaza de la cárcel. Al
final, iba a tener que refugiarse en el castillo de Cirey. Primero, fue a
visitar a su querido amigo Richelieu, herido en el sitio de Philippsburg… ¡en
duelo con otro oficial! Allí fue recibido con todos los honores, pero le dijeron
que la policía del Rey iba tras él y se marchó enseguida a Cirey.
Entre tanto,
Mme de Châtelet seguía siendo…. Mme de Châtelet. Tras regresar a París,
permaneció en la capital mientras Voltaire se ocupaba de las enormes reformas
necesarias para hacer, de aquel vacío castillo de Cirey, un lugar habitable
para los dos. Emilie reanudó su vida social. Volvió al juego y a las lecciones
con Maupertuis, y contrató a otro preceptor de Matemáticas: Claude Clairaut. No
sería justo silenciar, sin embargo, que Mme de Châtelet había perdido en
agosto, tras varias semanas de enfermedad, a su tercer hijo, nacido el año
anterior. Esto influyó en su retraso en reunirse con Voltaire.
Aquella
desgracia la afectó más de lo que ella creía, pero no le impidió escribir a
Maupertuis, la misma noche de la muerte de su hijo, diciéndole que sería un
consuelo poder tenerlo a su lado, porque estaba sola (lo que significa que el
marqués de Chátelet no estuvo junto al lecho de muerte de su hijo). Hasta
octubre, después de que Maupertuis partiese a Basilea, no llegó Emilie a Cirey.
Pero tampoco
Voltaire se había enclaustrado. Por de pronto, Cirey estaba situado en un
altozano de los bosques de Champagne, en un emplazamiento socorridamente
cercano a la frontera lorena. De tal manera Voltaire podía cruzarla con
facilidad a la menor señal de que fuese a presentarse la policía. El vecino
pueblo de Lorena no tenía más allá de veinte casas pero, como vivían allí
varios nobles, no tuvo dificultad para alternar en el ambiente que le era
propio y tener un público, especialmente femenino, que aplaudiese su ingenio. A
las mujeres, claro, las encontró más simpáticas que a los hombres. Dos de ellas
aprovecharon la oportunidad para enriquecer sus provincianas vidas con
Voltaire: la joven condesa de la Neuville y Mme de Champbonin, mayor que ella y
más gordita, pero también más divertida. Voltaire las cortejó a ambas,
quedándose con frecuencia en casa de la condesa, en donde se les unía Mme de
Champbonin (del conde no se dice ni una palabra) siempre que los albañiles
hacían demasiado ruido en Cirey. Y, cuando estaba en Cirey, eran ellas quienes
iban a verlo, obsequiándolo con fruta y caza.
Este era el
panorama al llegar Emilie en octubre. «¡Ya ha llegado!», le anunciaría Voltaire
a Mme de Champbonin, convertida en su devota esclava. El marqués de Châtelet
estaba orgulloso de que su esposa
hubiese elegido
un compañero intelectual tan eminente como Voltaire, y de que él la hubiese
elegido. Un
eminente
intelectual que, además, devolvía al castillo y a la finca su antiguo esplendor
(mediante un préstamo a largo plazo y bajo interés que Voltaire reclamaría a su
debido tiempo).
Con la amenaza
de la cárcel aún pendiente, Voltaire se quedó en Cirey, trabajando en Alzire,
en la casa, y en un nuevo y largo poema sobre Juana de Arco, La Pucelle,
que le atraería aún más iras por parte de las autoridades eclesiásticas. Sin
embargo, gracias a la tenacidad de Mme de Châtelet, ayudada por Richelieu y por
sus poderosos amigos de la Corte, Voltaire, después de repudiar sus Lettres y
retractarse de sus ataques a Pascal, fue autorizado a regresar a París y así
reintegrarse a la vida pública a finales de marzo de 1735.
El regreso a
París fue descorazonador. El exceso de banales distracciones le impedía
trabajar. Quizá influyó también que Mme de Châtelet le hablaba demasiado de
Maupertuis, asediado por una sociedad tan arrebatada por la nueva «ciencia»,
tal como la exponía el grand homme, que no tenía tiempo para el
teatro ni para la poesía. Pero Voltaire tenía algo propio que ofrecer: La
Pucelle, que asombraría a París por sus irreverentes exabruptos contra las
creencias religiosas, el patriotismo y el valor militar.
Así estaban las
cosas entre la pareja cuando, a finales de la primavera de 1735, se produjo un
brusco giro en sus relaciones. ¿Se instalaban ambos definitivamente en Cirey?,
como habían hablado de hacer, ¿o sólo él y, ocasionalmente, ella?
No fueron celos
de Maupertuis sino un cierto orgullo, la sensación de haber perdido el tiempo.
Se separarían durante unas semanas para reflexionar. A Emilie le cumplía
decidir: Voltaire y sus estudios o Maupertuis y su disipación. Impulsivamente,
Mme de Châtelet tomó su decisión -difícil y que, además, nunca la satisfaría
del todo-. Pero no cabe duda de su sinceridad. El 21 de mayo le escribió a
Richelieu, que se hallaba acantonado en Estrasburgo, lo siguiente: «Todo lo que
me es querido está en Lunéville y en Estrasburgo. No hago sino malgastar mi
vida lejos de lo que amo, en esta gran ciudad que, en veinticuatro horas, se ha
convertido para mí en un desierto». Lo que le faltaría en Cirey para que su
felicidad fuese completa sería tener a su lado a Richelieu… de vez en cuando.
A finales de
junio, Mme de Chátelet y Voltaire estaban en Cirey. Ambos sabían que no era
sólo para pasar el verano. Presentían que iba a ser para toda la vida, pese a
lo que dijesen a los demás. Tras seis semanas en Cirey con Emilie, Voltaire se
lo comunicó entusiasmado a todo el mundo. No se trataba solamente de que Mme de
Châtelet brindase un refugio seguro sino de que, al obrar así, Emilie desafiaba
a la opinión pública, que se lo hacía pagar con innobles murmuraciones. Pero,
oh prodigio, lo que lo ataba a ella y hacía que se olvidase del mundo era que,
cada día a su lado, significaba un nuevo descubrimiento, una nueva iluminación.
La vida en
Cirey se organizaba en función del trabajo de ambos, consagrados a estudiar y a
escribir. La decoración del castillo, la remodelación de los jardines y de la
terraza, en lo que tanta ilusión pusieron y tanto gusto mostraron, quedaron,
pese a todo, relegadas a un segundo plano. Voltaire seguía avanzando en El
siglo de Luis XIV, aunque tardaría veinte años en terminar la obra. Emilie
hizo rápidos progresos en Cálculo, Geometría y Física, enfocando todos los
problemas con tal precisión que Voltaire llegó a decir que, tanto a él como al
preceptor de su hijo, «les enseñaba a pensar».
Pronto, a los
amantes se les planteó otro problema: El regreso del marqués de Châtelet
después de la Paz de Nimega. «Cuento con que lleguéis aquí antes que él», le
escribió Emilie a su querido duque de Richelieu el mismo día en que se firmó la
paz (el 22 de setiembre) Y, efectivamente, el Duque llegó…y se marchó. Pero el
problema no era insuperable. Había habitaciones para el marqués, para la
marquesa y para Voltaire, enfrascado en habilitar toda un ala del castillo para
él y Emilie.
Cuando el
marqués estaba allí -algo que ocurría con menos frecuencia de la que Emilie
temió- comía con su hijo y eil preceptor, en tanto que ellos lo hacían a horas
irregulares, en función de su trabajo, y se acostaban temprano. El marqués
nunca interfirió. Es más, parecía existir entre los tres verdadero cariño. El problema
lo planteaban esencialmente las familias, tanto los Breteuil como los Châtelet,
por lo que pudiera afectar al esposo de Emilie.
Todo parecía ir
bien, hasta que no pudo resistir la tentación de dejar que, un nuevo
poema. Le Mondain, circulase en manuscrito. Era una ardiente
defensa del lujo como alimento de las artes, con algunas provocativas
afirmaciones, tales como que el Paraíso Terrenal no fue exactamente un paraíso
estético. Bastó eso para que la Iglesia reaccionase con nuevas condenas. «¡Pero,
en qué siglo vivimos!», exclamó Voltaire «¡Tratar a un hombre como si fuera un
delincuente, por haber dicho que Adán tenía las uñas largas, y considerarlo
seriamente como si fuese una herejía!»
Como de
costumbre, Mme de Cháteíet y unos cuantos amigos de la Corte tocaron todas las
teclas que pudieron en su favor. Y la tormenta pudo haber pasado, y
vuelto la paz a su vida en Cirey, de no ocurrir algo que constituyó la mayor
amenaza que hasta entonces había tenido que hacer frente la pareja. La noticia
les llegó en un francés mediocre -tirando a malo-, a mediados de agosto de
1736. Era la primera carta que recibía Voltaire de un admirador de veinticuatro
años: el príncipe heredero de Prusia, el futuro
Federico II el
Grande. Tras varias páginas elogiosas, en las que Voltaire se embebió con un
placer ayuno de objetividad, Federico vino a plantear lo que sería el problema
de la pareja en los doce años siguientes: ¿Quién iba gozar del privilegio de
tener a Voltaire a su lado? ¿El Príncipe Heredero y futuro rey de uno de los
más poderosos estados de Europa, que podría brindarle un lujoso refugio,
libertad para escribir y un continuo baño de regia adulación, o Mme de Châtelet
?
Federico
terminaba su extensa carta con estas palabras: «Si no estoy destinado a teneros
junto a mí, confío en que, por lo menos, un día podré ver al hombre que hace
tanto tiempo admiro a distancia, y afirmaros en persona que soy, con toda la
estima y el respeto que me inspiran quienes, guiados por la antorcha de la
verdad, consagran sus esfuerzos al bien público, Monsieur, su afectuosísimo
amigo, Federico, Príncipe Heredero de Prusia.»
Voltaire le
contestó en consonancia y extensamente, iniciándose así una correspondencia que
produjo casi un millar de cartas a lo largo de su vida. A través de sus
agentes, Federico se mantenía informado de la vida de Voltaire en Cirey, de sus
problemas y de la importancia que para él tenía Mme de Châtelet, y actuaba
inteligentemente en consonancia. Quería a Voltaire sin Emilie, pero nunca lo
decía abiertamente sino que lo disimulaba -o trataba de disimularlo- mediante
la adulación. «Decidle por favor a Mme de
Châtelet «, le
escribió, «que ella es la única por quien no me pesaría verme privado de M
Voltaire, porque es la única que os merece»
Con todo, la
amenaza más inmediata seguía siendo el posible encarcelamiento, a causa
de Le Mondain. Y, un día de diciembre de 1736, los pusieron
sobre aviso. A pesar de la nieve y del intenso frío, Voltaire y Mme de Châtelet
salieron aquella misma noche y se alojaron en una posada en Vassy. El plan era
que, desde allí, Voltaire seguiría viaje solo hasta Holanda para ir después
ambos a Prusía. Voltaire pasó toda aquella noche en Vassy escribiendo cartas,
antes de seguir viaje a las cuatro de la madrugada. Que se alegraba, dijo, de
marchar al fin a un país libre.
En la frontera
belga escribió a Emilie, comunicándole que había llegado sano y salvo, y su
melancólico estado de ánimo. A la hora de la verdad, sin embargo, Voltaire no
pasó de Amsterdam. Federico aún no era Rey. Voltaire podía esperar. Entretanto,
se centró en sus publicaciones, siguió escribiéndose con su príncipe prusiano
(«más grande ya que Sócrates») y, tras permitírselo las autoridades francesas,
regresó a Cirey a finales del invierno.
Finalmente, a
la muerte de su padre, ocurrida el 31 de mayo de 1740, el Príncipe Heredero fue
coronado Rey. El 6 de junio volvió a escribir, encareciéndole a Voltaire que
aceptase su invitación solo. Y, en julio, le envió unos versos impregnados de
arrebatada pasión. Si se decidía Voltaire a acudir, escribió Federico, podría,
al fin, mirar «aquellos claros y penetrantes ojos» a los que la naturaleza no
podía ocultar sus secretos, y «besar mil veces esa elocuente boca…toujours
également enchanteresse et charmante».
Voltaire le dio
largas. Contestó a su invitación diciéndole que Mme de Châtelet, cual Reina de
Saba, querría también conocer a Salomón-Federico II. Ni hablar, respondería
Federico, dos divinidades podían resultar demasiado cegadoras. Entretanto, le
encarecía a Voltaire que saliese de inmediato hacia La Haya, para impedir que
se imprimiese su Contra Maquiavelo, escrito en su juventud.
Ahora que el
Príncipe se convertía en Rey veía El Príncipe de otra manera.
Voltaire fue a
Holanda sin Emilie, recelosa de que se tratase de una maniobra, pero él regresó
enseguida junto a ella a Bruselas. Comoquiera que Federico se hallaba de viaje
por Prusia, no lejos de la frontera belga, los invitó a ambos para verse en
Amberes. Pero volvió a escribir casi de inmediato, diciendo que había caído
enfermo y que invitaba sólo a Voltaire. Que estaba demasiado enfermo para ver a
una mujer, decía.
Aunque seguía
recelando, Emilie transigió en «prestarle» a Voltaire al rey prusiano por unos
días, según le escribió a Maupertuís, que estaba en la corte de Federico
(gracias a Voltaire llegaría a ser Presidente de la Academia de las Ciencias de
Berlín)
El Federico que
Voltaire conoció en setiembre de 1740 era un hombrecillo con un holgado batín
azul, que estaba realmente enfermo y temblaba de fiebre. Pero Federico se
levantó y cenaron con Maupertuis y otros. Pasaron tres días y Federico hubo de
regresar a Berlín, pero le rogó a Voltaire que no dejase de ir a Holanda, para
solucionar lo de su Contra Maquiavelo, en lugar de ir a Bruselas,
donde Emilie lo aguardaba con impaciencia.
El Rey estaba
más resuelto que nunca a atraerse a Voltaire. Pero Mme de Chátelet no carecía
de recursos para impedirlo. Muerta ya su madre en París, fue a Fontainebleau,
en donde se hallaba Luis XV con su cortejo. Contraatacaría ante su rival
devolviéndole a Voltaire el favor de Luis XV e instalándolo en la corte
francesa, bastante más atractiva que los miméticos guiños prusianos. Recurrió
al primer ministro Fleury e incluso recabó el apoyo del propio Federico -que, abiertamente,
no podía negarse-. Voltaire puso de su parte, y encantado. Le escribió a Fleury
diciéndole que, puesto que tenía que volver a ver al rey prusiano, acaso
pudiera entregarle algún mensaje personal del primer ministro.
Por afortunada
coincidencia para los conspiradores, Europa se hallaba sumida en una gran
confusión, tras la muerte casi simultánea de los gobernantes de Prusia, Rusia y
Austria en sólo unas semanas. ¿Qué se proponía el nuevo rey de Prusia? Eso es
lo que Francia quería saber, le contestó Fleury a Voltaire. ¿Podría sondear, a
su amigo el rey prusiano, para averiguarlo? Voltaire tuvo que marchar
directamente a Berlín muy a su pesar, porque hacía tiempo que no veía a Emilie.
En Berlín,
Federico II jugó con aquel emisario aficionado como el gato con el ratón -pues
se dio enseguida cuenta de sus propósitos- y no le dijo nada distinto a lo que
le decía al embajador francés, o lo que le escribía al propio Fleury. Entre
tanto, se visitaban, charlaban y se intercambiaban versos, llamándose entre sí
coquette y mistress. Federico no disimuló su homosexualidad ni la de su círculo
de amigos. Pero lo que decepcionó a Voltaire -esencialmente pacifista- fue que
disimulase sus intenciones militares. El mismo día que dio un baile de
máscaras, sus tropas invadían Silesia (el 13 de diciembre).
Transcurrieron
unos años sin grandes cambios, aunque con continuos rumores sobre los pasajeros
caprichos de Mme de Châtelet, los esfuerzos de Voltaire por entrar en la
Academia, y los de Federico para ampliar sus conquistas (con la de Voltaire, a
ser posible). Intermitentemente, el Rey conseguía que Voltaire pasase
temporadas en Berlín, provocando la exasperación de Emilie. Pero Voltaire
siempre
regresaba.
Antes de volver
a instalarse en Cirey, Voltaire y Emilie pasaron una temporada en París,
deteniéndose antes en Lille para ver a la sobrina de Voltaire, Mme Denis, y a
su esposo. Ya en París, mientras Voltaire trabajaba, Mme de Châtelet se
dedicaba a jugar a las cartas y a perder, hasta el punto de verse obligada a
pedirle un préstamo de cincuenta luises de oro. El juego era para ella una de
las fuentes de la felicidad… si jugaba uno grandes sumas. «El alma», no
tardaría en escribir en un ensayo sobre la felicidad, «necesita de la conmoción
de la esperanza o del temor. Sólo aquello que la hace sentir intensamente su
existencia la hace feliz, como el juego, que perpetuamente nos atenaza entre
ambas pasiones».
Aunque no se
encontró nada bien de salud durante todo aquel invierno, parece ser que
Voltaire tuvo un romance con una actriz del que, por lo visto, Mme de Châtelet
estaba al corriente. Sin embargo, al escribirle su esposo con cierta
impaciencia desde Cirey, pidiéndole que regresase, y rogarle ella, a su vez, a
Voltaire que fuese con ella, Voltaire accedió. Y, como de costumbre, Mme de
Châtelet fue por delante. Además, Voltaire tenía que escribir el libreto para
una ópera de Rameau, un compositor difícil, como Voltaire sabía por
experiencia. En Cirey encontraría la tranquilidad que necesitaba para escribir.
Llegaron allí en
abril de 1744. Casi nada más llegar, recibieron la noticia de la enfermedad de
Monsieur Denis y, a los pocos días, la de su muerte. Voltaire invitó entonces a
su sobrina a pasar un mes con ellos en Cirey: «Os hablo de pasar un mes a
vuestro lado, mi querida sobrina, aunque lo que me gustaría es pasar la vida
entera». ¿Sin Mme de Châtelet? Es poco probable, pero también lo es que Mme de
Châtelet llegase a ver la carta. Esto no fue óbice para que Voltaire siguiese
escribiendo sobre lo feliz que era con
Emilie, y de
grabarlo en la puerta de su teatrillo. (Es siempre un error llegar a
conclusiones simplistas acerca de personas complejas, y puede que incluso
acerca de las «simples». «Tío y sobrina ya habían hecho el amor», asegura
Theodore Besterman, casi en tono adulatorio, y que Voltaire «con toda
probabilidad», había utilizado a la actriz de París, y sus charlas sobre
«asuntos escénicos» con ella, «como tapadera para verse con Mme Denis»).
En otoño,
Voltaire y Mme de Châtelet fueron a París, en donde Mme Denis había fijado su
residencia. A partir de ese momento, ya no hay lugar a dudas. Las cartas de
amor entre Voltaire y su sobrina, descubiertas en nuestro siglo, las disipan
por completo: su intenso cariño familiar se había convertido en apasionado
amor. Sus eróticas cartas, generalmente en italiano, son explícitas (lástima
que las que, sin duda, le escribió a Emilie, por lo menos durante los primeros
años, fuesen destruidas a su muerte) «baccio
il vostro
gentil culo et tutta la vostra vezzozza persona». Pero su pasión, como de
costumbre, tenía que vérselas con su mala salud…que fue siempre «una gran
nemica del píacere».
Desde luego
Voltaire no era el amante ideal para una mujer joven, pero era rico, famoso y
generoso, y todo parece indicar que Mme Denis era astutamente interesada. Se
complementaba con otros amantes (protegidos de Voltaire), evitó volver a
casarse y esperó. Voltaire se lo agradecería, porque con Mme Denis llegaba a la
erección y con Mme de Châtelet, por lo visto, ya no. Pese a lo apasionada que
fue la relación de Voltaire con su sobrina, siguió en segundo plano con
respecto a su lazo con Mme de Châtelet, como si se tratase de algo sagrado e
intocable, hasta el punto de mantener en el más absoluto secreto, para todos,
sus encuentros con Mme Denis. No obstante, la relación se mantuvo como
omnipresente trasfondo
de sus últimos
años.
La ópera de
Voltaire fue un éxito, se le nombró Historiador de la Corte y se le cedió una
pequeña habitación en Versalles (la 114) para su uso privado. Con la mayor discreción,
invitaría a Mme Denis a su habitación (en marzo de 1745) advirtiéndole que
estaba «junto a la más hedionda letrina» de Palacio.
Sin embargo,
nunca se separaría de Emilie. Iban juntos a todas partes y en todas partes se
les recibía («como hombre y esposa», señalaría Federico, tan sarcástica como
acertadamente). Parece casi increíble que Voltaire lograse mantener el secreto
del amor con su sobrina, pese a lo manifiesto de sus encuentros. Lo que
ocurría, simplemente, es que Mme de Châtelet no sabía de qué iba. Ella y
Voltaire seguían con su
trabajo y con
su vida en común. Voltaire creándose, y solucionando, continuos problemas con
las autoridades; y, ella, jugando, como de costumbre. Una noche perdió en la
mesa de la Reina lo que ahora vendrían a ser más de diez millones de pesetas.
Voltaire, que estaba a su lado, no pudo contenerse y le gritó en inglés:
«¡Estáis jugando con tramposos!». Al percatarse de inmediato de que lo habían
entendido, se levantaron, hicieron el equipaje y se marcharon de Fontainebleau
aquella misma noche. Se les averió el
carruaje y
tuvieron que pedir dinero prestado a un conocido que dio en pasar. Finalmente
se refugiaron en el castillo de la duquesa de Maine, viuda del hijo bastardo
favorito de Luis XIV, y, por lo mismo, mujer muy poderosa. Incluso después de
que lograsen capear el temporal, Voltaire y Emilie pasaron largas temporadas
con la duquesa de Maine, en Sceaux o en Anet, su casa de campo en Normandía.
Durante aquel
verano, en Anet, Mme de Châtelet abordó aquello para lo que había estado
preparándose durante casi toda su vida: la traducción, anotada y comentada,
de Principia Mathematica de Newton, la obra científica más
ardua e importante que se había escrito en muchos siglos (su concepción del
Sistema Solar sigue esencialmente vigente). Pero el colosal trabajo de Mme de
Châtelet sobre la obra se vio interrumpido y casi totalmente paralizado. Y no
se debió a las renovadas disputas con Voltaire, de que
nos habla
Longchamp en sus Memorias. La fatal interrupción se debió, más bien,
a que, encontrándose en la Corte de Lunéville, Mme de Châtelet se enamoró del
marqués de Saint-Lambert.
El marqués
tenía treinta y dos años y ella cuarenta y uno, y era abuela. La fatalidad no
estribaba en la diferencia de edad, pues ni él ni ella podían considerarse
excesivamente jóvenes ni demasiado mayores. El affaire empezó
con un coqueteo por parte de él -oficial del Ejército, conquistador y poeta no
exento de talento, que llegó a ser miembro de la Academia- sólo para darle
celos a la inconstante Mme de Boufflers, favorita del rey Estanislao y buena
amiga de Emilie. Pero el inicial escarceo tomó enseguida las proporciones de un
devastador incendio, de una incontrolable pasión… por parte de Mme de Châtelet.
Hicieron el amor en un cuartito secreto, fuera de Palacio, que en principio
estaba reservado para Mme de Boufflers, al corriente del romance y que se lo
tomaba a risa (incluso le dio a Emilie la llave del cuartito en el que iban a
encontrarse). Voltaire, que también lo sabía, no lo tomó a risa, sino que más
bien sintió cierto alivio. Por entonces le escribió las más eróticas cartas,
desde la propiciadora distancia, a Mme Denis. Pero tampoco esta vez
consideraron Voltaire y Emilie en peligro la profundidad de su amor. Con su
habitual desparpajo, Mme de Châtelet invitó a Saint-Lambert para que fuese con
ella, su esposo y
Voltaire a
Cirey (abril de 1748).
Aunque el
marqués no acudió, parece que estuvo enamorado de ella, si cabe amar
fugazmente, y si podemos dar crédito a la única carta que se conserva de las
que pudiera dirigirle. «Amor querido», le dice. «Corazón mío». Que sólo ella
puede hacerlo feliz, le asegura. Pero hay un pasaje que ilustra sobre su
abismal diferencia de temperamento: «Cuidad de vuestra salud», le aconseja.
«Refrescaos con frecuencia. Recordad el gran principio de Mme…: todo lo que
acalora, envejece; todo lo fresco, permanece joven».
La historia de
Emilie con el marqués de Saint-Lambert estaba destinada a un desenlace
singular. El marqués terminó por acceder a los requerimientos de Mme de
Châtelet, hasta el punto de dejarla encinta. Mme de Châtelet se lo dijo a
Voltaire quien, lejos de enfadarse, le aconsejó que llamase a Saint-Lambert y
pensasen entre los tres en una solución, que no fue otra que cargarle el
hijo.., al marqués de Châtelet. Y, una noche, Emilie se vistió del modo más
insinuante, cenaron todos juntos y bebieron lo suyo, para terminar
retirándose los marqueses al dormitorio conyugal. Pasaron tres semanas como
recién casados, al
término de las
cuales Emilie le anunció al marqués la buena nueva de que iba a ser padre otra
vez. Y todos celebraron cumplidamente el acontecimiento, y se separaron… salvo
Voltaire y Emilie que marcharon juntos a París.
En la capital,
Voltaire reanudó su relación con su sobrina, y su frenética vida habitual. Mme
de Châtelet se volcó en el trabajo. Siguieron viviendo en su casa de la rue
Traversiére. Las cartas de Emilie a Saint-Lambert eran tan ardientes como
siempre y sus reproches más airados aún. Él había reemprendido sus relaciones
con Mme Boufflers y trataba de que el Ejército le concediera un destino fuera
de Lorena, algo que Emilie interpretó como un medio de alejarse aun más de
ella. Pero las cartas, siempre muy extensas, llenan los intervalos de su
trabajo sobre Física, Fisicomatemática y los Principia.
Sin embargo, lo
que más preocupa a Mme de Châtelet por entonces, conforme avanza su estado, es
dónde va a tener el niño. Se decidió por Lunéville, pues allí estaría cerca de
Saint-Lambert y lejos de las murmuraciones de la corte francesa. Incluso le
dirigió una carta a Mme Boufflers, solicitándole su ayuda ante el rey
Estanislao para que la invitase y pudiera disponer del pequeño aposento de la
Reina para dar a luz.
El esfuerzo la
estaba matando, pero nada parecía poder detener su afán por terminar el
trabajo. Quizá si Saint-Lambert hubiese estado a su lado… «Ya no disfruto nada
que no pueda compartir con vos, porque a Newton no lo amo. Estoy terminando el
trabajo porque es razonable y honorable hacerlo así, pero es a vos a quien
amo.»
Naturalmente,
fue al fin Voltaire quien acompañó a Mme de Châtelet a Lunéville, pasando por
Cirey, en donde Saint-Lambert había quedado en reunirse con ellos. No se
presentó, aunque luego estuvo bastante atento y gentil en Lunéville. Pero, a
los pocos días marchó, a Haroué, porque la tensión se le hacía insoportable.
«Tengo la barriga horriblemente caída», le escribió Emilie «me duelen muchísimo
los riñones, y
estoy muy triste esta noche». ¡Por qué noestaría con ella! Al día siguiente,
Mme de Châtelet envió a la Biblioteca Real de París (la actual Bibliothéque
Nationale) un voluminoso manuscrito titulado Commentaires á propos des
Principia Mathematica de Newton, que constituía la gran obra de su vida. La
carta que acompañaba al manuscrito fue la última que escribió.
Dos días
después dio a luz a una niña. Sorprendentemente para todos, fue un parto fácil.
Saint-Lambert ya había regresado a Lunéville y todo pareció ir bien durante
varios días. De pronto, Emilie tuvo un acceso de fiebre. Pidió un refresco
helado y se lo dieron. Bebió una cantidad considerable y empezó a tener
convulsiones. Murió al día siguiente.
Todos lloraron.
Se hizo un silencio sobrecogedor. Sacaron del dormitorio al marqués y, uno a
uno, siguieron los demás, quedando sólo Voltaire, su valet y Saint-Lambert.
Voltaire, presa de la mayor aflicción, salió trastabillando a la terraza, cayó
y se dio un golpe en la cabeza. El valet y Saint-Lambert corrieron a ayudarlo a
levantarse y, al ver a Saint-Lambert le dijo sollozando, con voz patética: «Ah,
amigo mío, vos la habéis matado». Y, súbitamente furioso, exclamó «¡Pero, por
Dios, Monsieur, cómo se os ocurrió embarazarla!». Saint-Lambert salió del
dormitorio sin decir palabra.
Voltaire les
escribió a sus amigos hablando de su gran aflicción. Y lo creemos. Respecto de
las hipócritas palabras de consuelo de Federico se mostró sumamente frío. Mme
de Châtelet había compartido y alimentado su vida; él había compartido su
agonía. Cirey ya no tenía sentido. Haría el equipaje y lo expediría a París.
Pero, antes de pasar por Cirey con el marqués de Châtelet, que así se lo pidió,
y con su hijo, Voltaire le escribió a Mme Denis, el mismo día de la muerte de
Emilie:
«Mi querida
niña, acabo de perder a una amiga de veinte años. Como sabéis, ya hace mucho
tiempo que no veía a Mme de Châtelet como una mujer, y estoy seguro de que os
unís a mi aflicción. ¡Verla morir, y en tales circunstancias, y por semejante
causa! Es horrible. No voy a abandonar al marqués sino a compartir con él
nuestra mutua congoja. Debo ir a Cirey. Hay allí importantes documentos. Desde
Cirey iré a París, para abrazaros y encontrar en vos mi consuelo, la única
esperanza de mi vida.»
Y, desde Cirey,
escribió Voltaire: «Lloradme, un día, como lloro a Madame de Châtelet «.
No se dio mucha
prisa en regresar a París. Tardó un mes en llegar «enfermo, triste y perdido».
No quiso ver a nadie. Apenas salía de casa. Nada lo consolaba de la muerte de
Mme de Châtelet. «De noche se despertaba sobresaltado y, en su torturada mente,
creía verla, gritaba, y vagaba como alma en pena de habitación en habitación,
buscándola.»
Traducción de
Víctor Pozanco
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