domingo, 19 de octubre de 2025

Un Nobel desprestigiado

 

Pues sí, esta vez el Nobel de la Paz se lo han dado a otra “pacifista”, la sionista María Corina Machado, la ferviente aliada de Washington que ha participado en los intentos de derrocar al gobierno bolivariano. El Comité del Nobel se retrata una vez más.


Un Nobel desprestigiado

Nikos Mottas

El Viejo Topo

19 octubre, 2025



PREMIO NOBEL DE LA PAZ O CÓMO ENMASCARAR EL IMPERIALISMO

Cuando el Comité Noruego del Nobel otorgó el Premio Nobel de la Paz 2025 a María Corina Machado, líder de la oposición venezolana, respaldada por Estados Unidos, los periódicos occidentales expresaron su aprobación unánime. La llamaron un «faro de la democracia», un «símbolo de la resistencia pacífica».

Pero tras el coro de autocomplacencia moral se esconde una verdad bien establecida: el Premio Nobel de la Paz nunca ha sido un galardón neutral. Ha funcionado como un arma ideológica, un instrumento ceremonial para legitimar el imperio, santificar a sus agentes y desacreditar a quienes se le oponen. De Marshall a Kissinger, de Sájarov y Gorbachov a Lech Walesa, Obama y Al Gore, el Comité Nobel ha recompensado sistemáticamente a representantes del poder imperialista y a sus secuaces ideológicos. El premio Nobel de la Paz 2025 a Machado no es una discontinuidad; al contrario, es una continuación de esta práctica, que comenzó tempranamente. En 1953, el Comité otorgó el Premio Nobel de la Paz al general George C. Marshall, jefe del Estado Mayor del Ejército estadounidense y entonces secretario de Estado, por el llamado Plan Marshall. En la narrativa oficial, el Plan se presentó como un acto benéfico: Estados Unidos reconstruyó con magnanimidad una Europa devastada.

En realidad, el Plan Marshall fue un acto de guerra económica: una transferencia masiva de capital diseñada para consolidar la dependencia de Europa Occidental de las finanzas estadounidenses, revivir el capitalismo bajo la supervisión estadounidense y aislar al bloque socialista. Fue la primera gran ofensiva de la Guerra Fría, un mecanismo para prevenir la influencia comunista en Francia, Italia y otros países, al tiempo que sometía la base industrial europea a los dictados de Washington.

Al otorgarle a Marshall el Premio Nobel de la Paz, el Comité Nobel santificó el brazo económico del imperialismo. Un general cuya estrategia transformó a Europa en un protectorado capitalista fue reinterpretado como un visionario humanista. A partir de ese momento, el Premio dejó de representar la paz y se convirtió en una herramienta para adornar la conquista imperialista.

Si el premio otorgado a Marshall fue cínico, el otorgado en 1973 a Henry Kissinger fue escandaloso. Como Asesor de Seguridad Nacional y Secretario de Estado, Kissinger orquestó algunos de los crímenes más sangrientos del siglo XX: el bombardeo masivo de Vietnam, Camboya y Laos; el golpe de Estado en Chile, respaldado por Estados Unidos, que llevó al poder a la dictadura fascista de Pinochet; la masacre en Indonesia y Timor Oriental; la subversión de los movimientos de liberación africanos; y el apoyo a regímenes genocidas desde Pakistán hasta Argentina, entre otros.

El hecho de que un hombre así fuera declarado paladín de la paz revela el verdadero propósito del Comité Nobel. El premio de Kissinger no fue un reconocimiento a la diplomacia, sino un intento de encubrir acciones despreciables con moralidad. El Comité absolvió al imperialismo, reescribió el genocidio como una negociación y transformó a un criminal de guerra en un estadista. Le Duc Tho, el vietnamita co-ganador del premio, lo rechazó con disgusto: un acto de integridad que expuso toda la farsa.

Incluso hoy, el premio de 1973 sigue siendo uno de los ejemplos más grotescos de inversión moral en la historia política moderna: el Premio de la Paz como un trofeo sangriento de la victoria imperialista.

Dos años después, el Comité Nobel encontró otro ícono útil en Andrei Sajarov. Ex físico soviético, Sajarov fue encumbrado por los medios occidentales como un profeta de los derechos humanos, pero solo porque su disidencia servía a los intereses imperialistas. Su crítica a la Unión Soviética fue explotada por el mundo capitalista como prueba de que el socialismo en sí mismo era una tiranía.

Occidente honró a Sajarov no porque se opusiera a la represión, sino porque rechazaba el socialismo. Su elevación a la santidad proporcionó una cobertura moral para la violencia global del imperialismo, desde el napalm lanzado sobre Vietnam hasta los golpes de Estado en América Latina y las masacres en Indonesia. La aceptación de Sajarov del Comité Nobel no se trataba de libertad, sino de usar la disidencia como arma. Se transformó en la figura espiritual del anticomunismo, una demostración viviente de que traicionar al socialismo podía ser el camino más corto hacia la canonización occidental.

La misma lógica guió al Comité Nobel cuando coronó a Mijaíl Gorbachov en 1990. Las élites occidentales lo aclamaron como el hombre que trajo la «paz» al poner fin a la Guerra Fría. Pero el verdadero papel histórico de Gorbachov fue desmantelar el primer estado socialista del mundo y abrir su territorio al saqueo capitalista.

Bajo la bandera de la perestroika y la glásnost, Gorbachov desarmó a la clase obrera soviética, desmanteló la propiedad colectiva y entregó la URSS a los oligarcas y financieros occidentales. La supuesta «paz» que logró fue en realidad la paz de la sumisión, el silencio de una revolución derrotada. Al otorgarle el premio, el Comité Nobel celebró el mayor triunfo geopolítico del imperialismo desde 1945: la destrucción del campo socialista. La medalla de Gorbachov no se otorgó por salvar a la humanidad del conflicto, sino por asegurar el dominio indiscutible del capitalismo.

En 1983, el Premio Nobel de la Paz fue otorgado a Lech Walesa, líder del movimiento Solidaridad en Polonia. Los comentaristas occidentales lo describieron como un humilde héroe obrero que se enfrentó a la «tiranía comunista». Sin embargo, la dirección de Solidaridad, fuertemente financiada y dirigida por la CIA, el Vaticano y las redes de inteligencia occidentales, se convirtió en un ariete contra el socialismo.

La política de Walesa no era el internacionalismo proletario, sino el nacionalismo clerical; su ascenso no marcó la liberación de los trabajadores, sino su incorporación a la cruzada anticomunista. El Premio Nobel de Walesa, al igual que el de Sájarov, fue una intervención ideológica, un mensaje a la clase trabajadora de Europa del Este de que su camino hacia la dignidad no residía en la renovación del socialismo, sino en su destrucción. Sus últimos años como político neoliberal confirmaron este punto: había sido un vehículo para la restauración imperialista, no para la emancipación obrera.

Cuando Barack Obama recibió el Premio de la Paz en 2009, la farsa era total. Acababa de asumir el cargo, pero el Comité del Nobel lo declaró la personificación de la esperanza. Poco después, su administración expandió la guerra con drones, destruyó Libia bajo el pretexto de una intervención humanitaria y armó a representantes reaccionarios en todo Oriente Medio. El Premio Nobel de Obama fue una medida preventiva, una excusa moral para la continuación de la guerra imperialista bajo la retórica liberal.

Aún más significativo fue el premio otorgado en 2007 a Al Gore por su activismo ambiental. El Comité lo elogió por concienciar a la opinión pública sobre el cambio climático, olvidando convenientemente que, como vicepresidente de Estados Unidos, Gore había sido cómplice directo del bombardeo de Yugoslavia por la OTAN en 1999, que condujo a la destrucción de un estado soberano en los Balcanes. El hombre que una vez justificó la «guerra humanitaria» desde el podio del Pentágono fue reinterpretado como el salvador del planeta. Su premio marcó el giro ecológico en la ideología imperialista: la devastación de la tierra por el capitalismo disfrazada de cruzada para salvarla.

En 2012, el Comité alcanzó nuevos niveles de absurdo al otorgar el Premio Nobel de la Paz a la Unión Europea. No se trataba de una persona, sino de una institución imperialista, responsable del empobrecimiento de millones de personas mediante la austeridad, el fortalecimiento de regímenes racistas en sus fronteras y la guerra económica contra la periferia global. La «paz» de la UE es la paz de banqueros y burócratas: la disciplina de la deuda, el silencio del desempleo, la quietud de las tumbas de los migrantes en el Mediterráneo.

Otorgar el premio a la UE significó canonizar al propio capitalismo, presentando el mecanismo de explotación como un logro humanitario: un himno al orden imperialista, no a la paz.

En todos estos casos, la función del Premio Nobel de la Paz se vuelve inconfundible. No es un reconocimiento de la conciencia, sino un mecanismo de propaganda imperialista. Recompensa a quienes se oponen a la revolución, pero nunca al capitalismo, a quienes sirven a la jerarquía global hablando el lenguaje de la virtud. Rehabilita a criminales de guerra, eleva a colaboradores y coopta a disidentes cuya oposición permanece inofensiva para la agenda imperialista.

A través de estos íconos cuidadosamente seleccionados, el Comité Nobel define la paz como sumisión, el mantenimiento ordenado del dominio capitalista. El Premio transforma la violencia del imperialismo en moralidad y a sus cómplices en santos.

El Premio Nobel de 2025, otorgado a María Corina Machado, continúa esta tradición sin fisuras. Ferviente aliada de Washington y la burguesía venezolana, Machado participó activamente en los intentos de derrocar al gobierno bolivariano mediante sanciones, golpes de Estado e injerencia extranjera. Presentar a una figura así como defensora de la paz es un insulto al pueblo venezolano y al concepto mismo de soberanía nacional.

Su Premio Nobel no se trata de democracia. Se trata de la reafirmación del dominio ideológico del imperialismo sobre América Latina. El mensaje del Comité es claro: quienes sirvan a los intereses imperialistas serán canonizados; quienes se resistan, demonizados. El proceso bolivariano iniciado por Chávez, con todos sus méritos y defectos, debe ser deslegitimado, no con bombas esta vez, sino con medallas.

El Premio Nobel de la Paz no es un instrumento de paz, sino de poder de clase. Pertenece a la superestructura ideológica del imperialismo, a la red de instituciones que fabrican el consentimiento para la explotación y la guerra. Le dice al mundo que la paz es lo que el imperialismo decide que sea: la calma de las naciones subyugadas, el silencio de las revoluciones aplastadas, el orden de los mercados y los monopolios.

Pero la verdadera paz, la paz de la liberación, no la puede garantizar el imperialismo. Se forjará en la lucha: en el desafío de los trabajadores, campesinos y naciones que se niegan a doblegarse ante el orden capitalista.

En la gran mayoría de los casos, el Premio Nobel de la Paz recompensa a quienes se reconcilian con el imperialismo. La historia recompensará a quienes lo derroquen.

Nikos Mottas es el editor jefe de En Defensa del Comunismo.

Fuente: Resistenze

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