viernes, 31 de marzo de 2017

100 AÑOS DE LA REVOLUCIÓN RUSA, 4 DE 25


León Trotsky

HISTORIA DE LA REVOLUCION RUSA
Tomo II



 marxistsfr.org

Capitulo IV

El mes de la gran calumnia 

El 4 de julio, a hora ya avanzada de la noche, cuando doscientos miembros de los Comités ejecutivos -el de obreros y soldados y el de campesinos- languidecían entre dos sesiones igualmente estériles, llegó hasta ellos un rumor misterioso: acababa de descubrirse que Lenin estaba en relación con el Estado Mayor alemán; al día siguiente publicaría la prensa documentos reveladores. Los sombríos augures de la presidencia, al cruzar la sala para dirigirse a los pasillos, donde ni un instante cesan los conciliábulos, responden de mala gana y con evasivas a las preguntas, incluso a las que su misma gente les hace. En el palacio de Táurida, abandonado casi completamente ya por el público, reina el estupor. ¿Lenin al servicio del Estado Mayor alemán? La perplejidad, el asombro, el júbilo reúnen a los diputados en grupos animados. "Como es natural -advierte Sujánov, muy hostil a los bolcheviques en los días de julio-, ninguno de los hombres ligados realmente a la revolución duda lo más mínimo de que esos rumores son absurdos." Pero los hombres dotados de un pasado revolucionario constituían una minoría insignificante entre los miembros de los comités ejecutivos. Los revolucionarios de marzo, elementos casuales arrastrados por la primera ola, predominaban hasta en los órganos soviéticos dirigentes. Muchos de los diputados provinciales, reclutados entre los escribientes, tenderos, etc., tenían un espíritu francamente reaccionario. Esta gente dió, sin tardar, rienda suelta a su satisfacción: ¡Eso ya lo tenían previsto ellos! ¡Era de esperar!
Asustados por el sesgo inesperado y demasiado brusco que había tomado el caso, los jefes intentaron ganar tiempo. Cheidse y Tsereteli telefonearon a las redacciones de los periódicos aconsejando se abstuvieran de hacer públicas las sensacionales revelaciones hasta que estuvieran plenamente comprobadas. Las redacciones no se atrevieron a negarse a hacer el "favor" que se les pedía desde el palacio de Táurida. Pero hubo una excepción. Un periodicucho amarillo, publicado por Suvorin, el gran editor del Novoye Vremia, sirvió a sus lectores, al día siguiente por la mañana, un documento que tenía todo el carácter de oficioso, en el cual se denunciaba que Lenin recibía dinero e instrucciones del gobierno alemán. La prohibición había sido quebrantada y la sensacional noticia llenaba, un día más tarde, las columnas de toda la prensa. Así se inició el episodio más inverosímil de ese año, rico en acontecimientos: los jefes del partido revolucionario, que durante décadas enteras habían luchado contra los señores coronados y no coronados, eran presentados al país y al mundo entero como agentes a sueldo de los Hohenzoliern. La inaudita calumnia fue arrojada a las masas populares, cuya mayoría aplastante oía, por primera vez después de la revolución .,de Febrero, los nombres de los caudillos bolcheviques. La calumnia se convertía en su factor político de primer orden. Esto hace necesario un estudio más atento de su mecánica.
El sensacional documento tenía su origen en la declaración de un tal Yermolenko. He aquí, según los datos oficiales, quién era ese héroe: En el período comprendido entre la guerra con el Japón y el año 1913, estuvo al servicio del contraespionaje; en 1913, fue separado del ejército -en cuyas filas había llegado a tener el grado de alférez- por razones que se desconocen; en 1914, fue llamado a filas, hecho prisionero honrosamente y tuvo a su cargo la vigilancia policíaca de los prisioneros de guerra. Sin embargo, el régimen del campamento de concentración no era muy del gusto de este espía, y "a petición de los compañeros" -así lo declaró él mismo-, entró al servicio de los alemanes, con miras, ni que decir tiene, patrióticas. Abrióse con esto un nuevo capítulo en su vida. El 25 de abril, Yermolenko fue "trasladado" al frente ruso por las autoridades alemanas, con la misión de volar puentes, dedicarse al servicio de espionaje, luchar por la independencia de Ucrania y llevar a cabo una agitación en favor de la paz separada. Los capitanes alemanes Schiditski y Libers, contratados por Yermolenko para estos fines, le comunicaron, además, de pasada, sin ninguna necesidad práctica, únicamente para darle ánimos, por las trazas, que a más de él trabajaría en el mismo sentido en Rusia... Lenin. Tal era la base de todo el asunto.
¿Qué es lo que inspiró a Yermolenko, o mejor dicho, quién le movió a hacer esta declaración acerca de Lenin? De cualquier modo, no fueron los oficiales alemanes. Un simple cotejo de datos y hechos nos conduce al laboratorio mental del alférez. El 4 de abril, hizo públicas Lenin sus famosas tesis, que implicaban la declaración de guerra al régimen de febrero. El 20-21 tuvo lugar la manifestación armada contra la continuación de la guerra. La campaña contra Lenin se desencadenó como un huracán. El 25, Yermolenko pasó al frente, y en la primera mitad de mayo se puso en contacto con el contraespionaje en el Cuartel general. Los ambiguos artículos periodísticos que hacían ver que la política de Lenin era ventajosa para el káiser, movían a la gente a creer que Lenin fuera un agente alemán. En el frente, los oficiales y los comisarios, en lucha con el irresistible "bolchevismo" de los soldados, se mostraban aún menos escrupulosos en la elección de las expresiones cuando se trataba de Lenin. Yermolenko se sumergió inmediatamente en esa corriente. No tiene importancia saber si fue él mismo quien inventó esa frase absurda relativa a Lenin, si se la dijo algún inspirador o si la amañaron, junto con él, los agentes del contraespionaje. Era tan grande la demanda de calumnias contra los bolcheviques, que la oferta no podía dejar de aparecer. Denikin, jefe del Estado Mayor del Cuartel general y futuro generalísimo de los blancos en la guerra civil, hombre que personalmente no se elevaba muy por encima del horizonte de los agentes del contraespionaje zarista, concedió o fingió conceder gran importancia a la declaración de Yermolenko, y el 16 de mayo la mandó al ministro de la Guerra, acompañada de la carta correspondiente. Es de suponer que Kerenski cambió impresiones con Tsereteli o Cheidse, los cuales contuvieron, seguramente, su noble vehemencia; esto explica que las cosas no pasarán adelante. Kerenski ha dicho posteriormente que Yermolenko había denunciado las relaciones existentes entre Lenin y el Estado Mayor alemán, pero no "de un modo suficientemente fidedigno". Durante mes y medio el informe de Yermolenko-Denikin quedó sobre el tapete. El contraespionaje licenció a Yermolenko por no tener necesidad alguna de él, y el alférez se fue al Extremo Oriente a beberse el dinero que había recibido de dos procedencias diferentes.
Sin embargo, los acontecimientos de julio, que pusieron de manifiesto en toda su magnitud el amenazador peligro del bolchevismo, hicieron pensar de nuevo en las revelaciones de Yermolenko. Este fue llamado urgentemente a Blagoschensk, pero a causa de su falta de imaginación, a pesar de todas las insinuaciones, no pudo añadir ni una palabra más a su primitiva declaración. A pesar de ello, la justicia y el contraespionaje funcionaban a todo vapor. Políticos, generales, gendarmes, comerciantes, gentes de distintas profesiones, eran sometidos a interrogatorio sobre las posibles relaciones criminales de los bolcheviques. Los inconmovibles agentes de la Ocrana zarista observaban en estas indagaciones una prudencia mucho mayor de la que distinguía a los representantes de la justicia democrática. "La Ocrana -decía el ex jefe de la sección de Petrogrado, general Globachov- no tenía, al menos durante el tiempo en que yo estuve a su servicio, ningún dato fehaciente de que Lenin actuara en daño de Rusia y con dinero alemán." Otro agente de la Ocrana, llamado Yakubov, jefe de la sección de contraespionaje de la zona militar de Petrogrado, declara: "No sé nada respecto de las relaciones de Lenin y sus partidarios con el Estado Mayor alemán, como tampoco de lo que se refiere a los recursos utilizados por Lenin." Nada pudo sacarse, en este orden, de los órganos de la policía zarista encargada de vigilar la actuación del bolchevismo desde el momento mismo de su aparición.
Sin embargo, cuando la gente, sobre todo si tiene el poder en sus manos, busca obstinadamente, acaba por encontrar algo. Un tal Z. Burstein, considerado oficialmente como comerciante, abrió los ojos del gobierno provisional sobre la existencia de una "organización de espionaje alemán en Estocolmo, dirigida por Parvus", conocido socialdemócrata alemán de origen ruso. Según la declaración de Burstein, Lenin estaba en relación con la organización mencionada por mediación de los revolucionarios polacos Ganetski y Kozlovski. Kerenski ha escrito posteriormente: "Las informaciones, extraordinariamente importantes, pero por desgracia de carácter no judicial, sino policíaco, debían verse confirmadas de un modo incontestable con la llegada a Rusia de Ganetski, que había de ser detenido en la frontera y pasar a ser una pieza de convicción irrecusable contra los dirigentes bolchevistas." Kerenski sabía ya, de antemano, que todo ello tenía que suceder así.
Las declaraciones de Burstein se referían a las operaciones comerciales de Ganetski y Kozlovski entre Petrogrado y Estocolmo. Estas relaciones comerciales, correspondientes a los años de guerra, y en las que, por las trazas, se recurría un sistema de correspondencia convencional, no tenía nada que ver con la política, ni más ni menos que el partido bolchevique no tenía nada que ver con ese comercio. Lenin y Trotsky denunciaron en la prensa a Parvus, que combinaba el buen comercio con la mala política, e invitaron a los revolucionarios rusos a romper toda relación con él. Sin embargo, ¿quién tenía posibilidad de orientarse en todo esto, en el torbellino de los acontecimientos? Lo que parecía evidente era que había en Estocolmo una organización dedicada al espionaje. Y la luz, encendida con poca fortuna por la mano de Yermolenko, brilló desde el otro extremo. Verdad es que también en esto se tropezó con dificultades. El jefe de la sección de contraespionaje del Estado Mayor, príncipe Turkestanov, interrogado por el juez Alexandrov, encargado de aquellos procesos que ofrecían particular importancia, contestó que: "Z. Burstein es persona que no merece ninguna confianza. Burstein es un tipo de hombre de negocios un poco turbio, que no siente repugnancia por ninguna clase de ocupación." Pero, ¿podía la mala reputación de Burstein dar al traste con los manejos encaminados a acabar con el buen nombre de Lenin? No; Kerenski no vaciló en considerar como "extraordinariamente importantes" las declaraciones de Burstein. Las indagaciones rastreaban ahora las huellas de Estocolmo. Las revelaciones del alférez, que servía al mismo tiempo a dos Estados Mayores, y del hombre dedicado a negocios turbios, que no merecía ninguna confianza, sirvieron de base a la fantástica acusación lanzada contra un partido revolucionario al que un pueblo de ciento sesenta millones de almas se disponía a llevar al poder.
Sin embargo, ¿cómo fueron a parar a la prensa los materiales de las averiguaciones preliminares, justamente en el momento en que el fracaso de la ofensiva de Kerenski en el frente empezaba a convertirse en catástrofe, y la manifestación de julio ponía de manifiesto en Petrogrado el irresistible avance de los bolcheviques? Uno de los iniciadores de la empresa, el fiscal Besarabov, relató posteriormente en la prensa, con toda sinceridad, que cuando se vio que el gobierno provisional se encontraba, en Petrogrado, absolutamente falto de fuerza armada en la que pudiera confiar, el mando de la zona decidió realizar una tentativa destinada a provocar una transformación psicológica en los regimientos con ayuda de un medio de eficacia segura. "Se comunicó lo esencial de los documentos a los representantes del regimiento de Preobrajenski, en los que, como pudieron comprobar los presentes, produjo una impresión abrumadora. A partir de ese momento se vio claramente que el gobierno disponía de un arma poderosa." Después de este experimento, coronado por un éxito tan notable, los conspiradores del Departamento de Justicia, del Estado Mayor y del contraespionaje, se apresuraron a comunicar su descubrimiento al ministro de Justicia. Pereverzev contestó que no era posible proceder a una comunicación oficial, pero que los miembros del gobierno provisional "no opondrían ningún obstáculo a la iniciativa particular". Se reconoció, no sin fundamento, que los nombres de los funcionarios judiciales y del Estado Mayor no eran los más apropiados para avalar la cosa; para poner en circulación la sensacional calumnia hacía falta "un político". Valiéndose de la iniciativa particular, los conspiradores encontraron sin dificultad la persona que necesitaban en Alexinski, ex revolucionario, diputado en la segunda Duma, orador chillón e intrigante apasionado, situado un tiempo en la extrema izquierda de los bolcheviques. A sus ojos, Lenin era un oportunista incorregible. Durante los años de la reacción, Alexinski fundó un grupo de extrema izquierda, a cuyo frente se mantuvo en la emigración, hasta la guerra, para ocupar, tan pronto se declaró esta última, una posición ultrapatriotera y dedicarse inmediatamente a la especialidad de señalar a todo el mundo corno un agente al servicio del káiser. De acuerdo con los patrioteros rusos y franceses del mismo tipo, desarrolló en París una vasta actividad policíaca. La sociedad parisiense de periodistas extranjeros -esto es, de corresponsales de los países aliados y neutrales-, que era muy patriótica y nada retórica, se vio obligada a adoptar una resolución especial, declarando a Alexinski "calumniador impúdico" y a separarlo de sus filas. Alexinski, que llegó a Petrogrado con este atestado después de la revolución de Febrero, intentó, en su calidad de ex hombre de izquierda, colarse en el Comité ejecutivo. A pesar de toda su condescendencia, los mencheviques y los socialrevolucionarios, con su resolución del 11 de abril, le cerraron las puertas y le propusieron que intentara reivindicar su honorabilidad. Esto era fácil de decir. Alexinski, convencido de que deshonrar a los demás era más fácil que rehabilitarse a sí mismo, se puso en contacto con el contraespionaje y dio un gran vuelo a sus instintos de intrigante. Ya en la segunda mitad de julio, encerró en el círculo de su calumnia incluso a los mencheviques. El jefe de éstos, Dan, abandonando su actitud expectativa, publicó una carta de protesta en las Izvestia (22 de julio), órgano oficial de los soviets: "Es hora de poner término a las hazañas de un hombre que ha sido declarado oficialmente calumniador impúdico." ¿No se ve claramente que Fémida, inspirada por Yermolenko y Burstein, no podía hallar mejor intermediario entre ella y la opinión pública que Alexinski? Fue su firma la que adornó el documento acusador.
Entre bastidores, los ministros socialistas, lo mismo que los dos ministros burgueses, Nekrasov y Tereschenko, protestaban de que se hubieran entregado documentos a la prensa. El mismo día en que fueron publicados, el 5 de julio, Pereverzev -del que ya antes de entonces no tenía ningún inconveniente el gobierno en librarse- se vio obligado a presentar la dimisión. Los mencheviques indicaban que esto era una victoria suya. Kerenski afirmaba posteriormente que el ministro había sido depuesto por la excesiva precipitación con que había hecho públicas las revelaciones, con lo cual dificultó la marcha de la instrucción. Con su salida, ya que no con su permanencia en el poder, Pereverzev, en todo caso, satisfizo a todo el mundo.
Ese mismo día se presentó Zinóviev a la mesa del Comité ejecutivo, que estaba reunido, y en nombre del Comité central de los bolcheviques exigió que se tomaran inmediatamente medidas para rehabilitar a Lenin y evitar las posibles consecuencias de la calumnia. La mesa no pudo negarse a que se nombrara una comisión investigadora. Sujánov escribe: "La misma comisión comprendía que lo que había que investigar no era la cuestión de la venta de Rusia por Lenin, sino únicamente las fuentes de que había salido la calumnia." Pero la comisión tropezó con la celosa rivalidad de los órganos judiciales y del contraespionaje, que tenían motivos fundados para no desear intromisiones ajenas en la esfera de su actividad. Cierto es que, antes de esa época, los órganos soviéticos prescindían sin dificultad de los gubernamentales cuando lo consideraban necesario. Pero los acontecimientos de julio imprimieron al poder una notable evolución hacia la derecha; además, la comisión soviética no se daba ninguna prisa a realizar una misión que se hallaba en contradicción manifiesta con los intereses políticos de sus representados. Los jefes conciliadores más serios, los mencheviques, se preocuparon únicamente de salvaguardar formalmente su participación en la calumnia, pero no iban más allá. En todos aquellos casos en que no se podía eludir la contestación directa, se apresuraban en pocas palabras a manifestar que ellos eran ajenos a la acusación; pero no daban ni un paso para apartar el puñal envenenado que se cernía sobre la cabeza de los bolcheviques. El patrón popular de esta política lo había dado en otros tiempos el procónsul romano Pilatos. Pero, ¿es que sin traicionarse a sí mismos podían obrar de otro modo? Sólo la calumnia contra Lenin apartó de los bolcheviques, en los días de julio, a una parte de la guarnición. Si los conciliadores hubieran luchado contra la calumnia, el batallón del regimiento de Ismail habría interrumpido verosímilmente la ejecución de La Marsellesa en honor del Comité ejecutivo y se hubiera vuelto a su cuartel, por no decir al palacio de Kchesinskaya.
En consonancia con la orientación general de los mencheviques, el ministro de la Gobernación, Tsereteli, que tomó sobre sí la responsabilidad de las detenciones de los bolcheviques efectuadas poco después, juzgó necesario, es verdad, bajo la presión de la minoría bolchevista, declarar, en la reunión del Comité ejecutivo, que personalmente no sospechaba que los jefes bolchevistas fueran culpables de espionaje, pero que les acusaba de complot y de levantamiento armado. El 13 de julio, Líber, al presentar la resolución que, en el fondo, ponía al partido bolchevique fuera de la ley, consideró necesario hacer la siguiente reserva: "Personalmente, considero que la acusación lanzada contra Lenin y Zinóviev no tiene fundamento alguno." Estas declaraciones eran acogidas por todo el mundo silenciosa y sobriamente; a los bolcheviques les parecían de un carácter evasivo indigno, y los patriotas las juzgaban superfluas, pues eran desventajosas.
El 17 de julio, Trotsky, en su discurso pronunciado en la reunión de ambos Comités ejecutivos, decía: "Se crea una atmósfera insoportable, en la cual os asfixiáis lo mismo que nosotros. Se lanzan sucias acusaciones contra Lenin y Zinóviev. (Una voz: "Es verdad".) (Rumores. Trotsky prosigue.) Por lo visto, en la sala hay gente que ve con agrado esas acusaciones. Aquí hay gente que se ha acercado a la revolución por ser el sol que más calienta. (Rumores. El presidente intenta durante largo rato restablecer el orden a campanillazos.) Lenin ha luchado por la revolución durante treinta años. Yo lucho desde hace veinte contra la opresión de las masas populares, y no podemos dejar de sentir odio al militarismo alemán... Sólo puede abrigar sospechas contra nosotros a ese respecto quien no sepa lo que es un revolucionario. He sido condenado por un tribunal alemán a ocho meses de cárcel, por mi lucha contra el militarismo germánico... Y esto lo sabe todo el mundo. No permitáis que nadie de los que están en esta sala diga que somos agentes a sueldo de Alemania, porque ésa no es la voz de unos revolucionarios convencidos, sino la voz de la vileza. (Aplausos.)." Así aparece descrito este episodio en la prensa antibolchevista de aquel entonces. Los periódicos bolchevistas habían sido ya suspendidos. Sin embargo, es necesario aclarar que los aplausos partían únicamente del sector izquierdista, muy reducido; parte de los diputados lanzaba aullidos de odio, la mayoría guardaba silencio. Así y todo, nadie, ni aun los agentes directos de Kerenski, subió a la tribuna para sostener la versión oficial de la acusación o a lo menos encubrirla de un modo indirecto.
En Moscú, donde la lucha entre los bolcheviques y los conciliadores tenía, en general, un carácter suave, para tomar en octubre formas más duras, la reunión de ambos soviets, el de obreros y el de soldados, acordó el día 10 de julio "publicar y fijar por las calles un manifiesto con el fin de indicar que la acusación de espionaje lanzada contra la fracción de los bolcheviques, es una calumnia y una intriga de la contrarrevolución". El Soviet de Petrogrado, que dependía más directamente de las combinaciones gubernamentales, no dio ningún paso, en espera de las conclusiones de la comisión investigadora, la cual, sin embargo, ni siquiera tuvo tiempo de iniciar su actuación.
El 5 de julio, Lenin, conversando con Trotsky, preguntó a éste: "¿No cree usted que nos fusilarán?" Sólo en el caso de existir este propósito, podía explicarse que se hubiera puesto el sello oficial a la monstruosa calumnia. Lenin consideraba a sus enemigos capaces de llevar hasta el fin la empresa que habían iniciado, y llegaba a esta conclusión: había que hacer todo lo posible para no caer en sus manos. El 6 por la tarde llegó Kerenski del frente, imbuido del estado de espíritu de los generales, y exigió que se adoptasen medidas decisivas contra los bolcheviques. Cerca de las dos de la madrugada, el gobierno tomó el acuerdo de encausar a todos los dirigentes del "levantamiento armado" y disolver los regimientos que habían participado en el motín. El destacamento de soldados mandado al domicilio de Lenin, para proceder a la detención de éste y a un registro domiciliario, hubo de limitarse a lo último, pues el dueño de la casa no estaba ya en ésta. Lenin no se había movido aún de Petrogrado, pero se ocultaba en el domicilio de un obrero, y exigió que la comisión investigadora soviética les oyera a él y a Zinóviev, en condiciones que excluyeran una encerrona por parte de la contrarrevolución. En la instancia remitida a la comisión, Lenin y Zinóviev decían: "En la mañana del viernes 7 de julio, se comunicó a Kámenev, desde la Duma, que la comisión se presentaría hoy en el lugar convenido, a las doce del día. Escribimos estas líneas a las seis y media de la tarde del 7 de julio, y hacemos constar que hasta ahora la comisión no se ha presentado ni nos ha hecho saber nada... La responsabilidad por el aplazamiento del interrogatorio no recae en nosotros."
La actitud de la comisión soviética al evitar la investigación prometida, dejó a Lenin definitivamente convencido de que los conciliadores se lavaban las manos, reservando a los guardias blancos la tarea de acabar con nosotros. Los oficiales y los "junkers", que entretanto habían devastado ya la imprenta del partido, agredían y detenían en la calle a todo aquel que protestaba de la acusación de espionaje lanzada contra los bolcheviques. Entonces Lenin tomó resueltamente la decisión de ocultarse, para escapar, no a la investigación, sino a posibles medidas de violencia.
El 15, Lenin y Zinóviev explicaban en el periódico bolchevista de Cronstadt -que las autoridades no se habían atrevido a suspender- por qué no consideraban hacedero ponerse en manos del poder: "De la carta del ex ministro de Justicia, Pereverzev, publicada en el número del domingo de Novoye Vremia, se desprende de un modo evidente que el "proceso" relativo al espionaje de Lenin y de otros, ha sido tramado por el partido de la contrarrevolución. Pereverzev reconoce con toda franqueza haber puesto en circulación acusaciones no probadas, con el fin de provocar el furor (expresión literal) de los soldados contra nuestro partido. Esto lo confiesa el que hace dos días era ministro de Justicia. En el momento actual, la Justicia no ofrece en Rusia ninguna garantía. Entregarse a las autoridades significaría entregarse a los Miliukov, a los Alexinski, a los Pereverzev, a los contrarrevolucionarios enfurecidos, para quienes las acusaciones lanzadas contra nosotros no son más que un simple episodio de la guerra civil." Para comprender ahora el sentido de las palabras referentes al "episodio" de la guerra civil, bastará recordar la suerte de Karl Liebknecht y de Rosa Luxemburg. Lenin sabía ver en el futuro.
Al mismo tiempo que los agitadores del campo enemigo contaban en todos tonos que Lenin había salido de Alemania en un torpedero, según unos, en submarino, según otros, la mayoría del Comité ejecutivo se apresuraba a condenar la actitud de Lenin al negarse a comparecer ante los jueces. Los conciliares, al prescindir del fondo político de la acusación y de las circunstancias en ésta había sido formulada, se presentan como los defensores de la justicia pura. Era ésta la posición menos desventajosa que aún podían disponer. La decisión adoptada por el Comité ejecutivo el 13 de julio, no sólo consideraba "completamente inadmisible" la conducta de Lenin y Zinóviev, sino que exigía de la fracción bolchevista que condenara a sus jefes "de un modo inmediato, categórico y claro". La fracción rechazó unánimemente la exigencia del Comité ejecutivo. Sin embargo, entre los bolcheviques, por lo menos en las esferas dirigentes, había quien vacilaba a cuenta de la actitud adoptada por Lenin, de eludir la instrucción. Entre los conciliadores, aun entre los que se hallaban más a la izquierda, la desaparición de Lenin provocó una indignación general, no siempre hipócrita, como puede apreciarse en el ejemplo de Sujánov. A éste, como es sabido, el carácter calumnioso de las informaciones del contraespionaje no le ofreció la menor duda desde el principio. "La absurda acusación -escribía- se ha disipado como el humo. Nadie ha podido probarla y la gente ha dejado de creer en ella." Pero para Sujánov eran un enigma las causas que habían inducido a Lenin a eludir la instrucción. "Eso era algo incomprensible, sin precedentes. Aun en las condiciones más desfavorables, cualquier otro hubiera exigido la instrucción y el juicio." Sí, cualquier otro hubiera podido hacerlo. Pero ese "cualquier otro" no hubiera podido convertirse en blanco del odio furioso de las clases dirigentes. Lenin no era "cualquier otro", y ni un solo momento olvidó la responsabilidad que sobre él pesaba. Lenin sabía sacar todas las consecuencias de la situación y hacer caso omiso de las oscilaciones de la "opinión pública" en aras de los fines a que estaba subordinada toda su vida. El quijotismo y la "pose" le eran igualmente ajenos.
Lenin vivió unas semanas con Zinóviev, en las afueras de Petrogrado, cerca de Sestroreztk, en el bosque. La noche, hasta cuando llovía, debían pasarla en un montón de heno. Lenin atravesó como fogonero la frontera finlandesa en una locomotora, y se ocultó en el domicilio del jefe de policía de Helsingfors, que era un ex obrero de Petrogrado; luego se acercó más a la frontera rusa, a Viborg. Desde fines de septiembre residió secretamente en Petrogrado, para aparecer de nuevo en público, después de casi cuatro meses de ausencia, el día de la insurrección.
Julio fue el mes de la calumnia desenfrenada, descarada y victoriosa; en agosto empezó ya a decrecer. Un mes, exactamente, después de haber sido puesta en circulación la calumnia, Tsereteli, fiel a sí mismo, consideró necesario repetir en la reunión del Comité ejecutivo: "Al día siguiente de las detenciones, al contestar públicamente a las preguntas de los bolcheviques, dije: no sospecho que los líderes bolcheviques acusados de ser instigadores de la insurrección de los días 3-5 de julio estén en relación con el Estado Mayor alemán." Decir menos era imposible; decir más, desventajoso. La prensa de los partidos conciliadores no fue más allá de las palabras de Tsereteli. Pero como éste, al mismo tiempo, denunciaba encarnizadamente a los bolcheviques como auxiliares del militarismo alemán, la voz de los periódicos conciliadores se fundía políticamente con el resto de la prensa, que trataba a los bolcheviques no de "auxiliares" de Ludendorff, sino de agentes a sueldo del mismo. Las notas más altas, en ese coro, correspondían a los kadetes. El periódico de los profesores liberales moscovitas, Ruskie Viedomosti, comunicaba que al efectuarse el registro en la redacción de la Pravda, se había encontrado una carta alemana en la cual un barón, Gaparanda, "saluda la actuación de los bolcheviques" y prevé "la alegría que esto producirá en Berlín". El barón alemán de la frontera finlandesa sabía muy bien las cartas de que tenían necesidad los patriotas rusos. La prensa de la sociedad ilustrada, que se defendía contra la barbarie bolchevista, aparecía llena de noticias análogas. ¿Daban crédito los profesores y abogados a sus propias palabras? Admitirlo, al menos por lo que se refiere a los jefes de las capitales, significaría tener un concepto excesivamente pobre de su sentido político. Ya que no las consideraciones psicológicas y de principio, las consideraciones prácticas y, ante todo, las financieras, habían de hacer aparecer ante ellos lo absurdo de la acusación. El gobierno alemán podía, evidentemente, ayudar a los bolcheviques no con ideas, sino con dinero. Pero era precisamente de dinero de lo que carecían los bolcheviques. El centro del partido en el extranjero luchó durante la guerra con grandes apuros; un centenar de francos se le antojaba una gran suma, el órgano central salía una vez cada mes, cada dos meses, y Lenin contaba cuidadosamente las líneas de la composición para no salirse del presupuesto. Los gastos de la organización de Petrogrado durante la guerra representaron unos pocos miles de rubios, que fueron empleados principalmente en la impresión de hojas clandestinas; en dos años y medio se imprimieron sólo en Petrogrado 300.000 ejemplares de estas últimas. Después de la revolución, la afluencia de miembros y de recursos aumentó, ni que decir tiene, extraordinariamente. Los obreros contribuían de muy buena gana a las suscripciones a favor del Soviet y de los partidos soviéticos. "Los donativos, las cuotas de toda clase y las colectas a favor del Soviet -decía en el primer congreso de los soviets el abogado Bramson, trudovik-, empezaron a afluir al día siguiente de estallar nuestra revolución... Era verdaderamente conmovedor la constante romería de gente que acudía con esos donativos al palacio de Táurida, desde las primeras horas de la mañana hasta muy avanzada la noche. "Más adelante, los obreros ayudaron materialmente a los bolcheviques, con mejor voluntad todavía. Sin embargo, a pesar del rápido incremento del partido y de los donativos recibidos, la Pravda era, por sus dimensiones, el periódico más pequeño de todos los órganos de partido. Poco después de su llegada a Rusia, escribía Lenin a Radek, que se hallaba en Estocolmo: "Escriba usted artículos para la Pravda sobre política exterior, archibreves y dentro del espíritu de nuestro periódico (tenemos muy poco, muy poco espacio; tropezamos con grandes dificultades para aumentar el formato del periódico)." A pesar del espartano régimen de economía instituido por Lenin, el partido no podía salir de su situación económicamente difícil. La asignación de dos o tres mil rubios, de los tiempos de guerra, para la organización local, seguía siendo para el Comité central un serio problema. Para el envío de periódicos al frente había que hacer continuas colectas entre los obreros. Así y todo, los periódicos bolchevistas llegaban a las trincheras en cantidad incomparablemente menor que la prensa de los conciliadores y liberales. Con este motivo, se recibían quejas constantemente. En abril, la conferencia local del partido hizo un llamamiento a los obreros de Petrogrado para que recogieran en tres días los 75.000 rubios que faltaban para la adquisición de una imprenta. Esta suma fue cubierta con creces, y el partido adquirió al fin una imprenta propia, la misma que destruyeron en julio los "junkers". La influencia de las consignas bolchevistas crecía, como un incendio en la estepa. Pero los recursos materiales de la propaganda seguían siendo muy reducidos. La vida privada de los bolcheviques daba aún menos pasto a la calumnia. ¿Qué quedaba, pues? Nada, en fin de cuentas, como no fuera el paso de Lenin por Alemania. Pero precisamente este hecho, presentado con frecuencia ante auditorios poco preparados, como prueba de la amistad de Lenin con el gobierno alemán, demostraba prácticamente lo contrario: un agente habría atravesado el país enemigo secretamente y fuera de todo peligro; sólo un revolucionario que tuviera una confianza completa en sí mismo, podía decidirse a pisotear abiertamente las leyes del patriotismo durante la guerra.
Sin embargo, el ministerio de Justicia no reparaba en cumplir una misión ingrata: no en vano había recibido como herencia del pasado ciertos elementos educados en el último período de la autocracia, cuando el asesinato de diputados liberales por miembros de los "cien negros", cuyo nombre conocía todo el país, quedaba sistemáticamente impune y, en cambio, se acusaba a un dependiente judío de Kiev de haberse bebido la sangre de un muchacho cristiano. Firmado por el juez Alexandrov y el fiscal Karinski, se publicó el 21 de julio un edicto en virtud del cual se entregaba a los tribunales, bajo la acusación de traición al Estado, a Lenin, Zinóviev, la Kolontay y una serie de otras personas, entre ellas el socialdemócrata alemán Helfand-Parvus. Los mismos artículos 51, 100 y 108 del Código Penal, fueron aplicados luego a Trotsky y Lunacharski, detenidos el 23 de julio por unos destacamentos de soldados. Según el texto del edicto, los lideres de los bolcheviques, "ciudadanos rusos, mediante acuerdo establecido previamente entre sí y otras personas, con el fin de prestar ayuda a los Estados que se hallaban en guerra con Rusia, se habían puesto en connivencia con los agentes de los mencionados Estados para contribuir a la desorganización del ejército ruso y de la población civil y debilitar así la capacidad combativo del ejército. Para ello, con los recursos en metálico recibidos de esos Estados, organizaron la propaganda entre la población y las tropas, incitándolas a renunciar inmediatamente a toda acción militar contra el enemigo, y con los mismos fines organizaron en Petrogrado, en el período comprendido entre el 3 y el 5 de julio, una insurrección armada". A pesar de que nadie ignoraba (al menos los que sabían leer) en qué condiciones había llegado Trotsky de Nueva York a Petrogrado, pasando por Cristianía y Estocolmo, el juez le acusó de haber pasado por Alemania. La justicia, por lo visto, no quería dejar ninguna duda sobre el valor de los materiales de acusación, que le había suministrado el contraespionaje.
En ninguna parte es esta institución un modelo de moralidad. En Rusia, el contraespionaje era la cloaca del régimen rasputiniano. Los cuadros de esta institución inepta, vil y omnipotente, estaban formados por los desechos de la policía, de la gendarmería y de los agentes de la Ocrana, expulsados del servicio. Los coroneles, capitanes y tenientes ineptos para las hazañas militares, sometían a su dominio la vida social y del Estado en todos sus aspectos, creando en todo el país un sistema de feudalismo con el contraespionaje como exponente. "La situación se convirtió directamente en catastrófica -se lamenta el ex director de policía Kurlov- cuando empezó a intervenir en los asuntos de la administración civil el famoso contraespionaje." Imputábanse al propio Kurlov no pocos manejos turbios, entre ellos la complicidad indirecta en la ejecución del primer ministro Stolipin. Sin embargo, la actuación del contraespionaje hacía que se estremeciera hasta la imaginación del mismo Kurlov, curado de espanto. Al mismo tiempo que "la lucha contra el espionaje enemigo... se llevaba a cabo de un modo muy defectuoso" -escribe-, surgían constantemente asuntos deliberadamente hinchados, de los cuales eran víctimas personas completamente inocentes y que no perseguían otro fin que el chantaje. Kurlov tropezó con uno de estos asuntos. "Con gran estupor por mi parte -dice-, oí el seudónimo de un agente secreto, a quien conocía por haber servido antes en el Departamento de Policía, de donde fue expulsado por chantaje." Uno de los jefes provinciales del contraespionaje, un tal Ustinov, que antes de la guerra era notario, describe en sus Memorias las costumbres de contraespionaje aproximadamente con los mismos rasgos que Kurlov: "Los agentes del contraespionaje, a falta de asuntos, los creaban ellos mismos." Por esto, es tanto más instructivo comprobar el nivel de la institución acudiendo al propio acusador. "Rusia se ha hundido -escribe Ustinov, hablando de la revolución de Febrero-, víctima de una revolución provocada con oro germánico por agentes alemanes." No es necesario aclarar la actitud del patriótico notario frente a los bolcheviques. "Las denuncias del contraespionaje sobre la actuación anterior de Lenin, sobre sus relaciones con el Estado Mayor alemán, sobre el dinero recibido por él de Alemania eran tan convincentes, que bastaba con ellas para hacerle ahorcar inmediatamente." Resulta que si Kerenski no lo hizo, fue porque él mismo era un traidor. "Asombraba de un modo particular e incluso provocaba simplemente la indignación, la supremacía ejercida por Sascha Kerenski, el adocenado picapleitos." Ustinov da fe de que Kerenski era "muy conocido como provocador, que había traicionado a sus compañeros". Por lo que más tarde se supo, si el general francés Anselme abandonó, en marzo de 1919, Odesa, no fue por presión de los bolcheviques, sino por haber recibido una fuerte cantidad. ¿De los bolcheviques? No; "los bolcheviques no tuvieron nada que ver con ello. Fue cosa de los masones". Tal era el mundo en que se movían esos personajes.
Poco después de la revolución de Febrero, se confió el control de esa institución, compuesta de bribones, falsificadores y chantajistas, al socialrevolucionario y patriotero Mironov, que acababa de regresar de la emigración y al que caracteriza el "socialista popular" Demiánov, subsecretario de Justicia, en los términos siguientes: "Mironov producía una buena impresión..., pero no me causaría ningún asombro saber que no era un hombre completamente normal." Puede darse crédito a estas palabras; es poco probable que un hombre normal hubiera accedido a ponerse al frente de una institución, con la que lo único que podía hacerse era disolverla y rociar después las paredes con sublimado. A consecuencia de la confusión administrativa provocada por la revolución, el contraespionaje quedó subordinado al ministro de Justicia, Pereverzev, hombre de una ligereza inconcebible y que no reparaba en medios. El propio Demiánov dice en sus Memorias, que su ministro "no gozaba casi de ningún prestigio en el Soviet". Protegidos por Mironov y Pereverzev, los agentes del contraespionaje, asustados por la revolución, volvieron pronto en sí y adaptaron su antigua actuación a la nueva situación política. En junio, hasta el ala izquierda de la prensa gubernamental empezó a publicar datos sobre los timos y otros delitos cometidos por los ex funcionarios superiores del contraespionaje, inclusive los dos dirigentes de la institución, Schukin y Broy, auxiliares inmediatos del infeliz de Mironov. Una semana antes de la crisis de julio, el Comité ejecutivo, bajo la presión de los bolcheviques, se dirigió al gobierno con la demanda de que se procediera inmediatamente a una revisión del contraespionaje, con la cooperación de representantes soviéticos. Los agentes del contraespionaje tenían motivos fundados o, mejor dicho, interesados, para asestar un golpe a los bolcheviques, cuanto más pronto y con cuanta mayor fuerza, mejor. El príncipe Lvov firmó, para ayudarles, una ley que daba al contraespionaje derecho a tener en la cárcel a los detenidos durante tres meses.
El carácter de la acusación y de los propios acusadores, suscita inevitablemente la pregunta: ¿Cómo era posible que una gente normal pudiera dar crédito o fingir que lo daba a una falsedad deliberada y absurda a todas luces? El éxito del contraespionaje no hubiera sido, en efecto, posible, sin la atmósfera general creada por la guerra, las derrotas, el desastre económico, la revolución y el encarnizamiento de la lucha social. A partir del otoño de 1914, a las clases dominantes de Rusia todo les salía mal; el suelo vacilaba bajo sus pies, todo se les iba de las manos, una calamidad sucedía a otra. ¿Era posible que no se buscase al culpable? El ex fiscal de la Audiencia, Zavadski, recuerda que "en los días inquietos de la guerra, gente completamente normal se inclinaba a sospechar la existencia de la traición allí donde indudablemente no existía. La mayoría de los procesos de ese género, instruidos durante el período en que ejercí la fiscalía, resultaron completamente faltos de fundamento". Quien iniciaba esos procesos, paralelamente con el agente malintencionado, era el ciudadano neutro, que había perdido la cabeza. Pero muy pronto vino a unirse a la psicosis de la guerra la fiebre política prerrevolucionaria, y esta combinación empezó a dar frutos aún más absurdos. Los liberales, de concierto con los generales fracasados, buscaban por todas partes la mano alemana. La camarilla era considerada como germanófila. Los liberales estimaban que el grupo de Rasputin obraba de acuerdo con las instrucciones recibidas de Postdam. La zarina era acusada públicamente de espionaje: se le atribuía la responsabilidad, aun en los círculos palatinos, del hundimiento del buque en que el general Kitchener se dirigía a Rusia. Los elementos de la derecha, ni que decir tiene, no se quedaban atrás. Zavadski cuenta que el subsecretario del Interior, Bieletski, intentó, a principios de 1916, tramar un proceso contra Guchkov, la industria liberal, acusándole de "actos que, en tiempo de guerra, lindaban con la traición al Estado"... Al denunciar las hazañas de Bieletski, Kurlov, que había sido también subsecretario del Interior, pregunta a su vez a Miliukov: "¿Con destino a qué trabajo honrado, útil a la patria, fueron recibidos por él doscientos mil rublos "finlandeses", remitidos por correo a nombre del portero de su casa?"
Las comillas sobre la palabra "finlandeses" deben de indicar que se trataba de dinero alemán. Y, sin embargo, Miliukov gozaba de la reputación, completamente merecida, de germanófilo. En los círculos gubernamentales se consideraba probado que todos los partidos de oposición obraban con ayuda del dinero alemán. En agosto de 1915, cuando se esperaban disturbios con motivo de la proyectada disolución de la Duma el ministro de Marina, Grigorovich, considerado casi como liberal, decía en la reunión del gobierno: "Los alemanes realizan una campaña intensa y llenan de dinero a las organizaciones antigubernamentales." Los octubristas y los kadetes, que se indignaban ante esas insinuaciones, no reparaban, sin embargo, en desviarlas hacia la izquierda. El presidente de la Duma, Rodzianko, decía con ocasión del discurso semipatriótico, pronunciado por el menchevique Cheidse, en los comienzos de la guerra: "Los hechos demostraron más tarde la proximidad de Cheidse, respecto a los círculos alemanes." En vano se hubiera esperado, aunque no fuera más que una sombra de prueba.
Miliukov dice en su Historia de la segunda revolución: "El papel desempeñado por la "mano oculta" en la revolución del 27 de febrero, no aparece claro; pero a juzgar por todos los acontecimientos posteriores, es difícil negarlo." Pedro von Struve, ex marxista y actualmente eslavófilo reaccionario, se expresa de un modo más decidido: "Cuando la revolución, preparada por Alemania, fue un hecho, Rusia abandonó de hecho la guerra." Para Struve, como para Miliukov, se trata, no de la revolución de Octubre, sino de la de Febrero. Rodzianko, hablando del famoso "decreto número 1", la Carta Magna de la Libertad de los soldados, elaborada por los delegados de la guarnición de Petrogrado, escribía: "No dudé ni un momento del origen alemán del decreto número l." El general Barkovski, jefe de una de las divisiones, contó a Rodzianko que del decreto número 1 "se mandó a sus tropas una enorme cantidad de ejemplares desde las fronteras alemanas". Guchkov, acusado en tiempos del zar de traición al Estado, al convertirse en ministro de la Guerra, se apresuró a endosar esta acusación a la izquierda. En una orden del día al ejército, dictada por Guchkov en abril, se decía: "Gente que odia a Rusia y que, indudablemente, se halla al servicio de nuestros enemigos, se ha infiltrado en el Ejército de operaciones, y con la insistencia característica del enemigo y, por las trazas, cumpliendo la misión que éste le ha encomendado, predica la necesidad de poner fin a la guerra lo más pronto posible." Con respecto a la manifestación de abril contra la política imperialista, escribe Miliukov: "La eliminación de los dos ministros [Miliukov y Guchkov], había sido dictada directamente por Alemania." Los obreros que participaron en la manifestación recibieron de los bolcheviques quince rubios diarios. El historiador liberal abría con la llave del oro alemán todos los enigmas con que tropezaba como político.
Los socialistas patrióticos que acusaban a los bolcheviques, si no de agentes de aliados involuntarios de Alemania, se vieron envueltos en la misma acusación por parte de los elementos de la derecha. Ya hemos visto la opinión de Rodzianko sobre Cheidse. El propio Kerenski no encuentra misericordia ante él: "Fue indudablemente él, por su secreta simpatía hacia los bolcheviques, o acaso por otras consideraciones, quien indujo al gobierno provisional" a permitir la entrada de los bolcheviques en Rusia. Esas "otras consideraciones" no podían significar más que el oro alemán. En sus curiosas Memorias, que han sido traducidas a varios idiomas, el general de la gendarmería, Spiridovich, después de señalar la abundancia de judíos en los círculos socialistas revolucionarios dirigentes, añade: "Entre ellos brillaban también nombres rusos, tales como el del futuro ministro de Agricultura y espía alemán Víctor Chernov." No era sólo a ese gendarme a quien infundía sospechas el jefe del partido socialrevolucionario. Después de la represiones emprendidas en julio contra los bolcheviques, los kadetes, sin pérdida de tiempo, iniciaron una campaña contra el ministro de Agricultura, Chernov, como sospechoso de tener relaciones con Berlín, y el infortunado patriota no tuvo más remedio que dimitir su cargo para librarse de la acusación. En otoño de 1917, Miliukov, desde la tribuna del Preparlamento, hablando de las instrucciones que había dado el Comité ejecutivo patriótico al menchevique Skobelev para la participación en la Conferencia socialista internacional, demostraba, mediante un escrupuloso análisis sintáctico del texto, el evidente "origen alemán" del documento. Hay que decir que, en efecto, el estilo de las instrucciones, así como de toda la literatura conciliadora, era pésimo. Esa democracia retrasada, huérfana de pensamientos y de voluntad, que miraba asustada en torno suyo, acumulaba en sus escritos reserva sobre reserva y los convertía en una mala traducción de un idioma extranjero, de la misma manera que toda ella no era más que la sombra de un pasado ajeno. Ludendorff, claro está, no tenía la menor culpa de ello.
El viaje de Lenin a través de Alemania abrió posibilidades inagotables a la demagogia patriotera. Pero como para demostrar de un modo más patente el papel secundario del patriotismo en su política, la prensa burguesa, que en el primer momento había acogido a Lenin con falsa benevolencia, emprendió una campaña desenfrenada contra su "germanofilia" únicamente cuando se dio cuenta claramente de su programa social: ¿"La tierra, el pan y la paz"? Esas consignas no podía haberlas traído más que de Alemania. En aquel entonces, nadie había hablado aún ni por asombro de las revelaciones de Yermolenko.
Después de la detención en Halifax de Trotsky y otros emigrantes que regresaban de América, por el control militar del rey, la embajada británica en Petrogrado dio a la prensa una comunicación oficial en un inimitable lenguaje angloruso: "Los ciudadanos rusos que iban en el vapor Christianiafjord fueron detenidos en Halifax, porque, según noticias del gobierno inglés, estaban complicados en un plan subvencionado por el gobierno alemán, que se proponía como fin derribar el gobierno provisional ruso..." La comunicación de sir Buchanan llevaba la fecha del 14 de abril; en aquel entonces, ni Burstein ni Yermolenko habían aparecido todavía en el horizonte. Sin embargo, Miliukov, en su calidad de ministro de Estado, se vio obligado a pedir al gobierno inglés, por mediación del embajador ruso Nabokov, que se pusiera en libertad a Trotsky y se le permitiera dirigirse a Rusia. "El gobierno inglés, que conocía la actuación de Trotsky en los Estados Unidos -escribe Nabokov-, no salía de su asombro: "¿Qué es esto, malignidad o ceguera?" Los ingleses se encogieron de hombros, comprendieron el peligro, nos lo advirtieron." Lloyd George, sin embargo, tuvo que ceder. En contestación a la pregunta que formuló Trotsky al embajador británico en la prensa de Petrogrado, Buchanan retiró, confundido, su acusación y declaró: "Mi gobierno retuvo en Halifax a un grupo de emigrantes, únicamente hasta que el gobierno ruso aclarara su personalidad. A esto se reduce la detención de los emigrantes rusos." Buchanan era, no sólo un gentleman, sino también un diplomático.
En la reunión de los miembros de la Duma del Estado, celebrada a principios de junio, Miliukov, arrojado del gobierno por la manifestación de abril, exigió la detención de Lenin y Trotsky, aludiendo de un modo inequívoco a las relaciones de los mismos con Alemania. Al día siguiente, Trotsky declaró en el Congreso de los Soviets: "Mientras Miliukov no confirme o no retire esta acusación, quedará grabado en su frente el estigma de calumniador indigno." Miliukov contestó en el periódico Riech que, en efecto, esté "descontento de que los ciudadanos Lenin y Trotsky se paseen libremente", pero que la necesidad de su detención la motivaba "no en el hecho de que sean agentes de Alemania, sino en el de que han pecado suficientemente contra el Código." Miliukov, que no tenía nada de gentleman, era, en cambio, un diplomático. La necesidad de la detención de Lenin y Trotsky se le aparecía de un modo completamente claro antes de las revelaciones de Yermolenko: la trama jurídica de la detención la consideraba como una simple cuestión de técnica. El jefe de los liberales se había servido de la acusación mucho antes ya de que fuera puesta en circulación en forma "jurídica".
Donde aparece de un modo más elocuente el papel desempeñado por el mito del oro alemán es en el pintoresco episodio relatado por el administrador del gobierno provisional, el kadete Nabokov (al que no hay que confundir con el embajador ruso en Londres, citado anteriormente). En una de las reuniones del gobierno, Miliukov observó incidentalmente: "Para nadie es un secreto que el dinero alemán fue uno de los factores que contribuyeron a la revolución." Esto se parece mucho a lo de Miliukov, aunque la fórmula esté evidentemente atenuada. "Kerenski, según el relato de Nabokov, se puso literalmente fuera de sí; cogió su cartera y, golpeando con ella la mesa, dijo a grandes gritos: "Después que el ciudadano Miliukov se ha atrevido a calumniar en mi presencia la sagrada causa de la gran revolución rusa, no tengo el menor deseo de permanecer aquí ni un minuto más." Esto tiene todas las trazas de ser de Kerenski, aunque los gestos aparezcan acaso un tanto recargados. Hay un refrán ruso que aconseja no escupir en el pozo cuya agua tendrá uno acaso que beber un día u otro. Ofendido por la revolución de Octubre, Kerenski no ha encontrado cosa mejor que dirigir contra esa revolución el mito del oro alemán. Lo que en Miliukov era "calumnia contra una causa sagrada", en Burstein-Kerenski se convirtió en la sagrada causa de la calumnia contra los bolcheviques.
La cadena interrumpida de sospechas de germanofilia y espionaje que, partiendo de la zarina, de Rasputin, de los círculos palaciegos y pasando por los ministerios, el Estado Mayor, la Duma, las redacciones liberales, llegaba hasta Kerenski y parte de los círculos soviéticos dirigentes, sorprende más que nada por su uniformidad. Los adversarios políticos parecían haber decidido ahorrar todo esfuerzo a su imaginación, y se limitaban a pasar una misma acusación de un sitio a otro, preferentemente de derecha a izquierda. La calumnia lanzada en julio contra los bolcheviques no cayó del ciclo sin más ni más, sino que era el fruto natural del pánico y del odio, el último eslabón de una cadena ignominiosa, la transmisión de la fórmula calumniosa preparada con un nuevo y definitivo destino que reconciliaba a los acusadores y acusados de ayer. Todas las ofensas de los dirigentes, todo su miedo y su rencor se dirigían contra aquel partido, situado en la extrema izquierda, que era la máxima encarnación de la fuerza irresistible de la revolución. ¿Podían, en efecto, las clases dirigentes ceder el sitio a los bolcheviques sin hacer una última y desesperada tentativa para hundirlos en la sangre y en el cieno? La calumnia debía caer fatalmente sobre la cabeza de los bolcheviques. Las revelaciones del contraespionaje no eran más que la materialización del delirio de las clases poseedoras, que se veían en una situación sin salida. De ahí que la calumnia adquiriese una fuerza tan terrible.
El espionaje alemán, ni que decir tiene, no era ningún delirio. El espionaje alemán en Rusia estaba incomparablemente mejor organizado que el ruso en Alemania. Bastará recordar que el ministro de la Guerra, Sujomlinov, fue ya detenido bajo el antiguo régimen como hombre de confianza de Berlín. Es asimismo indudable que los agentes alemanes procuraban infiltrarse no sólo en los círculos palatinos y monárquicos, sino también en los de la izquierda. Las autoridades austríacas y alemanas, ya desde los primeros días de la guerra, se dedicaron a coquetear asiduamente con las tendencias separatistas, empezando por la emigración ucraniana y caucásica. Es curioso que Yermolenko, reclutado en abril de 1917, fuera destinado a la lucha por la separación de Ucrania. Ya en el otoño de 1914, tanto Lenin como Trotsky habían incitado desde la prensa, en Suiza, a romper con los revolucionarios que se dejaban coger en el anzuelo del militarismo austroalemán. A principios de 1917, repitió Trotsky, en Nueva York, esta advertencia respecto de los socialdemócratas de izquierda, partidarios de Liebknecht, con los que habían intentado entablar relaciones los agentes de la embajada británica. Pero al hacer el juego de los separatistas con el fin de debilitar a Rusia y de asustar al zar, el gobierno alemán se hallaba muy lejos de pensar en el derrocamiento del zarismo. La mejor prueba de esto la tenemos en la proclama distribuida por los alemanes, después de la revolución de Febrero, en las trincheras rusas, y leída el 11 de marzo en la reunión del Soviet de Petrogrado. "En un principio, los ingleses marcharon juntos con vuestro zar; ahora se han levantado contra él, porque no está de acuerdo con sus exigencias interesadas. Han derribado del trono al zar que os había dado Dios. ¿Por qué ha sucedido así? Porque el zar había comprendido y denunciado la política falsa y pérfida de Inglaterra." Tanto la forma como el contenido de este documento son garantía de su autenticidad. Es tan imposible falsificar al teniente prusiano como su filosofía histórica. Hoffman, teniente general prusiano, consideraba que la revolución rusa había sido planeada en Inglaterra. Semejante suposición, con todo, es menos absurda que la teoría de Miliukov-Struve, pues Postdam siguió confiando hasta el último instante en la paz separada con Tsarskoie-Selo, mientras que en Londres lo que más se temía era esa misma paz. únicamente cuando se vio claramente la imposibilidad de la restauración del zar, el Estado Mayor alemán cifró sus esperanzas en la fuerza desmoralizadora del proceso revolucionario. Pero ni siquiera en la cuestión del viaje de Lenin a través de Alemania partió la iniciativa de los círculos alemanes, sino del propio Lenin, y en su forma primitiva, del menchevique Mártov. El Estado Mayor alemán no hizo más que aceptar la iniciativa, aunque, con toda seguridad, no sin vacilaciones. Ludendorff se dijo: "A ver si van un poco mejor las cosas por ese lado."
Durante los acontecimientos de julio, los propios bolcheviques buscaban la acción de una mano extraña y criminal en ciertos excesos inesperados y evidentemente deliberados. Trotsky escribía por aquellos días: "¿Qué papel han desempeñado en esto la provocación contrarrevolucionaria o el espionaje alemán? Ahora es difícil decir nada en concreto sobre el particular... Habrá que esperar los resultados de una verdadera investigación... Pero desde ahora puede ya decirse con seguridad que los resultados de una tal investigación puede arrojar una viva luz sobre la labor de las bandas reaccionarias y el papel subrepticio del oro, alemán, inglés o simplemente ruso, o de todo él junto. Sin embargo, ninguna investigación judicial puede modificar la significación política de los acontecimientos. Las masas de obreros y soldados de Petrogrado no han sido ni podían ser comparadas, Dichas masas no están al servicio ni de Guillermo, ni de Buchanan, ni de Miliukov... El movimiento fue preparado por la guerra, el hambre inminente, la reacción que levantaba la cabeza, la incapacidad del gobierno, la ofensiva aventurera, la desconfianza política y la inquietud revolucionaria de los obreros y soldados..." Todos los materiales, documentos y memorias conocidos después de la guerra y de las dos revoluciones, atestiguan, de un modo incontestable, que la participación de los agentes alemanes en los acontecimientos revolucionarios de Rusia no salió ni un momento de la esfera militar y policíaca para elevarse a la de la alta política. ¿Es necesario, por otra parte, insistir en ello después de la revolución ocurrida en la propia Alemania? ¡Cuán mísero e impotente apareció en el otoño de 1918, frente a los obreros y soldados alemanes, ese servicio de espionaje, que se suponía todopoderoso, de los Hohenzollern! "Los cálculos de nuestros enemigos al mandar a Lenin a Rusia, eran completamente acertados", dice Miliukov. Ludendorff aprecia de un modo completamente distinto los resultados de la empresa: "Yo no podía suponer -dice, justificándose-, que la revolución rusa se convertiría en la tumba de nuestro poderío." Esto no significa otra cosa sino que de los dos estrategas (Ludendorff, que autorizó el viaje de Lenin, y éste, que aceptó la autorización), Lenin veía mejor y más lejos.
"La propaganda enemiga y el bolchevismo -se lamenta Ludendorff en sus Memorias- perseguían los mismos fines en los límites de la nación alemana. Inglaterra dio a China el opio, nuestros enemigos nos dieron la revolución." Ludendorff atribuye a la Entente lo mismo de que Miliukov y Kerenski acusaban a Alemania. ¡Con tanto rigor se venga el sentido histórico ofendido! Pero Ludendorff no paró aquí. En febrero de 1931 anunció al mundo entero que detrás de los bolcheviques estaba el capital financiero internacional, sobre todo el judío, unido por la lucha contra la Rusia zarista y la Alemania imperialista. "Trotsky llegó de América a Petersburgo a través de Suecia, provisto de grandes recursos materiales procedentes de los capitalistas de todo el mundo. Las otras sumas de los bolcheviques las recibieron del judío Solmsen, de Alemania." (Ludendorff Volksswarte, 15 de febrero de 1931.) Por muy diferentes que sean las declaraciones de Ludendorff de las de Yermolenko, coinciden en un punto: una parte del dinero resulta que llegó de Alemania, aunque, a decir verdad, no procedía de Ludendorff, sino de su enemigo mortal Solmsen. Lo único que faltaba era este testimonio para rematar la cuestión de un modo estético.
Pero ni Ludendorff, ni Miliukov, ni Kerenski inventaron la pólvora, aunque el primero la utilizó en gran escala. Solmsen tuvo en la historia muchos predecesores, tanto en calidad de judío como de agente alemán. El marqués Fersen, embajador sueco en Francia durante la gran revolución y partidario apasionado del poder real, del rey y, sobre todo, de la reina, mandó más de una vez a su gobierno de Estocolmo denuncias de este género: "El judío Efraín, emisario del señor Herzberg, de Berlín (ministro prusiano de Estado), les proporciona (a los jacobinos),dinero; hace poco recibieron 600.000 libras." El periódico moderado Las Revoluciones de París expresaba la suposición de que durante la transformación republicana "los emisarios de la diplomacia europea, tales como, por ejemplo, el judío Efraín, agente del rey de Prusia, se infiltraban en la masa movediza y variable"... El mismo Fersen denunciaba: "Los jacobinos... habrían caído ya sin la ayuda de la chusma comprada por ellos." Si los bolcheviques hubieran pagado diariamente a los que tomaban parte en las manifestaciones, no habrían hecho más que seguir el ejemplo de los jacobinos, con la particularidad de que el dinero empleado en ambos casos en comprar-a la "chusma" hubiera sido de origen berlinés. La analogía existente en el modo de obrar de los revolucionarios de los siglos XX y XVIII sería asombrosa si no se viera superada por la coincidencia, todavía más asombrosa, en la calumnia, por parte de sus enemigos. Pero no hay necesidad de limitarse a los jacobinos. La historia de todas las revoluciones y guerras civiles atestigua invariablemente que la clase amenazada o depuesta se inclinaba a buscar la causa de sus desventuras, no en ella misma, sino en los agentes y emisarios extranjeros. No sólo Miliukov, en calidad de sabio historiador, sino el mismo Kerenski, como lector superficial, no pueden dejar de ignorar esto. En cuanto políticos, sin embargo, se convierten en víctimas de su propia función contrarrevolucionaria.
A pesar de esto, las teorías relativas al papel revolucionario de los agentes extranjeros, lo mismo que todos los extravíos colectivos típicos, tienen una base histórica indirecta. Consciente e inconscientemente, cada pueblo, en los períodos críticos de su existencia, se apropia audaz y ampliamente los tesoros de los demás pueblos. Además, a menudo desempeñan un papel dirigente en el movimiento progresivo hombres que viven en el extranjero o emigrantes que regresan a su país. Por esta razón, las nuevas ideas e instituciones aparecen a los sectores conservadores, ante todo, como productos exóticos, extranjeros. La aldea contra la ciudad , los pueblecillos contra las capitales, el pequeño burgués contra el obrero, se defienden, en calidad de fuerzas nacionales, contra las influencias extranjeras. El movimiento de los bolcheviques era presentado por Miliukov como "alemán", en definitiva, obedeciendo a los mismos motivos por los que durante siglos consideraba el campesino ruso como alemán a toda persona vestida como en las ciudades. La diferencia consiste únicamente en que el campesino procede de buena fe.
En 1918 y, por tanto, con posterioridad a la revolución de Octubre, la oficina de prensa del gobierno norteamericano dio solemnemente a la publicidad una colección de documentos sobre las relaciones de los bolcheviques con los alemanes. Muchas personas ilustradas y perspicaces concedieron crédito a esa grosera falsificación, que no resistía a la más leve crítica, hasta que se descubrió que los originales de los documentos, que, según se decía, proceden de distintos países, estaban escritos en una misma máquina. Los falsarios no se mostraban muy escrupulosos para con los consumidores de sus documentos: por lo visto, estaban persuadidos de que la necesidad política de poner al desnudo a los bolcheviques ahogaría la voz de la crítica. Y no se equivocaban, pues por los documentos se les pagó bien. Sin embargo, el gobierno norteamericano, al que separaba de la arena de la lucha el océano, sentía solamente un interés secundario por el asunto.
Pero, sea como sea, ¿por qué aparece tan indigente y uniforme la calumnia política? Porque la psicología social es económica y conservadora. No hace más esfuerzos de los que necesita para sus fines, prefiere tomar prestado lo viejo cuando no se ve obligada a construir algo nuevo y aun, en este último caso, combina los elementos de lo viejo. Las nuevas religiones no han creado nunca una mitología propia, sino que se han limitado a transformar las supersticiones del pasado. De la misma manera se han creado los sistemas filosóficos, las doctrinas del Derecho y de la moral. Los hombres, aun los criminales, se desarrollan de un modo tan armónico como la sociedad que los educa. La fantasía audaz convive dentro de un mismo cráneo con la tendencia servil a las fórmulas hechas. Las audacias más insolentes se concilian con los prejuicios más groseros. Shakespeare alimentaba su obra creadora con argumentos que habían llegado hasta él desde la profundidad de los siglos. Pascal demostraba la existencia de Dios con ayuda del cálculo de probabilidades. Newton describió las leyes de la gravedad y creía en el Apocalipsis. Desde que Marconi instaló la telefonía sin hilos en la residencia del Papa, el representante de Cristo difunde por medio de la radio la bendición mística. En tiempos normales, estas contradicciones no salen del estado latente. Pero durante las catástrofes adquieren una fuerza explosiva. Cuando se trata de una amenaza a los intereses materiales, las clases ilustradas ponen en movimiento todos los prejuicios y extravíos que la Humanidad arrastra en pos de sí. ¿Se puede ser muy exigente con los dueños derribados de la antigua Rusia por haber elaborado la mitología de su caída mediante lo que, poco escrupulosamente, habían tomado prestado a las clases derribadas anteriormente? Hay que reconocer, sin embargo, que el hecho de que Kerenski, muchos años después de los acontecimientos, resucite en sus Memorias la versión de Yermolenko, parece, en todo caso, superfluo.
La calumnia de los años de guerra y revolución, ya lo hemos dicho, asombra por su monotonía. Sin embargo, hay una diferencia. De la cantidad acumulada se obtiene una nueva calidad. La lucha de los demás partidos entre sí parecía casi una disputa de familia en comparación con su campaña común contra los bolcheviques. En las reyertas entre sí parecía como si se entrenaran únicamente para otra lucha, de carácter decisivo. Aun al lanzarse mutuamente la acusación de estar en contacto con los alemanes, nunca llevaban las cosas hasta las últimas consecuencias. Julio nos ofrece otro espectáculo. En su ataque contra los bolcheviques, todas las fuerzas dominantes: gobierno, justicia, contraespionaje, Estados Mayores, funcionarios, municipios, partidos de la mayoría soviética, su prensa, sus oradores, constituyen un todo único y grandioso. Las mismas divergencias entre ellos, al igual que la diversidad de instrumentos en una orquesta, no hacen más que aumentar el efecto general. La invención absurda de dos sujetos despreciables se convierte en un factor de importancia histórica. La calumnia se despeña como el Niágara. Si se toma en consideración la situación de entonces -la guerra y la revolución- y el carácter de los acusados, caudillos revolucionarios de millones de hombres que conducían a su partido al poder, puede decirse sin exageración que julio de 1917 fue el mes de la mayor calumnia que ha conocido la historia del mundo.

jueves, 30 de marzo de 2017

100 AÑOS DE LA REVOLUCIÓN RUSA,3 DE 25


León Trotsky

HISTORIA DE LA REVOLUCION RUSA
Tomo II



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Capitulo III

¿Podían los bolcheviques tomar el poder en julio?



La magnitud de la manifestación prohibida por el Comité ejecutivo era enorme; el segundo día participaron en la misma no menos de quinientas mil personas. Sujánov, que no encuentra bastantes palabras con que calificar las jornadas "sangrientas e ignominiosas" de julio, dice sin embargo: "Si se prescinde de los resultados políticos, hay que reconocer que era imposible contemplar sin embeleso aquel admirable movimiento de las masas populares. Era imposible, aun considerándolo ruinoso, dejar de entusiasmarse ante sus gigantescas proporciones." Según los cálculos de la Comisión investigadora hubo 29 muertos y 114 heridos, distribuidos aproximadamente por partes iguales entre los dos bandos.
En los primeros momentos, los conciliadores reconocían todavía que el movimiento había surgido desde abajo, sin intervención de los bolcheviques y hasta cierto punto contra su voluntad. Pero ya en la noche del 3 de julio, y sobre todo el día siguiente, la apreciación oficial se modifica. El movimiento es calificado de insurrección y se presenta a los bolcheviques como organizadores de ésta. "Bajo la divisa de "Todo el poder a los soviets" -decía posteriormente Stankievich, afín a Kerenski- se desarrolló una verdadera insurrección de los bolcheviques contra la mayoría de los soviets de aquel entonces, formada por los partidos adeptos de la defensa nacional." La acusación de insurrección no era sólo un procedimiento de lucha política: esa gente había podido persuadirse con creces en el mes de julio de la fuerza de la influencia de los bolcheviques entre las masas, y ahora no se resignaba sencillamente a creer que el movimiento de los obreros y soldados hubiera podido desbordar a los bolcheviques. En la reunión del Comité ejecutivo, Trotsky intentó aclarar la situación: "Se nos acusa de haber creado el estado de espíritu de masas; no es cierto; lo único que nosotros hacemos es intentar formularlo." En los libros publicados por los adversarios después de la revolución de Octubre y, en particular, en el de Sujánov, se puede tropezar con la afirmación de que los bolcheviques sólo ocultaron los verdaderos fines que perseguían después de derrotada la insurrección de Julio, escudándose en el movimiento espontáneo de las masas. Pero ¿es que puede ocultarse, como si fuera un tesoro, un plan de levantamiento llamado a arrastrar en su torbellino a centenares de miles de hombres? ¿Acaso en vísperas de Octubre los bolcheviques no se vieron obligados a incitar abiertamente a la insurrección y prepararse para la misma a los ojos de todo el mundo? Si en julio nadie descubrió ese plan fue sencillamente porque no existía. La entrada de los soldados de ametralladoras y de la gente de Cronstadt en la fortaleza de Pedro y Pablo, con el consentimiento de la guarnición permanente de la misma -los conciliadores insistían especialmente en este acto de "violencia"- no era, ni mucho menos, un acto de insurrección. El edificio situado en la isla y que tenía más de cárcel que de posición militar, podía acaso servir de refugio para los que se retiraran, pero no ofrecía ventaja alguna a los atacantes. Los manifestantes, que no perseguían otro fin que el de llegar al palacio de Táurida, pasaban indiferentes ante las instituciones gubernamentales más importante, para cuya ocupación hubiera bastado con un destacamento de la guardia roja de Putilov. La fortaleza de Pedro y Pablo la ocuparon como habían ocupado las calles y plazas. A ello coadyuvaba la proximidad del palacio de la Kchesinskaya, en cuyo auxilio se hubiera podido acudir desde la fortaleza en caso de peligro.
Los bolcheviques hicieron todo lo posible para reducir el movimiento de julio a una manifestación. Pero ¿no rebasó estos límites, a pesar de todo, por la lógica de las cosas? Es más difícil contestar a esta pregunta política que a la acusación criminal. Lenin, juzgando las jornadas de Julio inmediatamente después de ocurrir, decía: "Los acontecimientos podrían ser calificados formalmente de manifestación contra el gobierno. Pero, en realidad, no ha sido una manifestación ordinaria, sino algo mucho más importante que una manifestación y menos que una revolución." Las masas, cuando se asimila una idea cualquiera, quieren llevarla a la práctica. Los obreros, y aún más los soldados, si bien tenían confianza en los bolcheviques, no habían podido llegar todavía a formarse la convicción de que sólo respondiendo al llamamiento del partido, y bajo su dirección, debían lanzarse a la calle. Las enseñanzas que se desprendían de la experiencia de febrero y abril eran más bien otras. Cuando Lenin decía en mayo que los obreros y campesinos eran cien veces más revolucionarios que nuestro partido, sacaba indudablemente una conclusión general de la experiencia de febrero y abril. Pero las masas, que, a modo, sacaban asimismo una conclusión de esta experiencia, se decían: "Hasta los bolcheviques dan largas al asunto y nos contienen." En julio, los manifestantes estaban completamente resueltos -si preciso era- a barrer el poder oficial. En caso de resistencia por parte de la burguesía, estaban dispuestos a hacer uso de las armas. En este sentido, puede decirse que había un elemento de insurrección armada. Si ésta no llegó, no sólo hasta el fin, sino ni tan siquiera hasta la mitad, fue porque los conciliadores enredaron las cosas.
En el primer tomo de esta obra hemos caracterizado detalladamente la paradoja de la revolución de Febrero. Los demócratas pequeñoburgueses, los mencheviques y los socialrevolucionarios recibieron el poder de manos del pueblo revolucionario. Pero no perseguían este fin; habían conquistado el poder, y si lo ocupaban era contra su voluntad y faltando a la de las masas se esforzaron en transmitirlo a la burguesía imperialista. El pueblo no tenía confianza en los liberales, pero sí en los conciliadores, los cuales, por su parte, no tenían confianza en sí mismos. Y, a su manera, tenían razón. Aun cediendo enteramente el poder a la burguesía, los demócratas se quedaban con algo. Si hubieran tomado el poder en sus manos, habrían quedado reducidos a la nada. De los demócratas, el poder se hubiera deslizado casi automáticamente a manos de los bolcheviques. Esto era inevitable, porque radicaba en la insignificancia orgánica de la democracia rusa.
Los manifestantes de julio querían entregar el poder a los soviets. Mas, para ello, era preciso que éstos accedieran a tomarlo. Ahora bien, aun en la capital, donde la mayoría de los obreros y los elementos activos de la guarnición estaban con los bolcheviques, la mayoría del Soviet, en virtud de la ley de la inercia propia de toda presentación, seguía perteneciendo a los partidos pequeñoburgueses, los cuales consideraban que todo atentado al poder de la burguesía era un ataque contra ellos. Los obreros y soldados tenían la sensación viva de la contradicción existente entre su estado de espíritu y la política de los soviets, esto es, entre el presente y el pasado. A levantarse en favor del poder a los soviets, no manifiestan, ni mucho menos, su confianza en la mayoría conciliadora. Pero no sabían cómo librarse de ella. Derribarla por la fuerza hubiera significado disolver los soviets en vez de entregarles el poder. Los obreros y, soldados, antes de encontrar el camino que había de conducir a la renovación de los soviets, intentaban someterlos a su voluntad mediante el método de la acción directa.
En la proclama lanzada por ambos Comités ejecutivos con ocasión de las jornadas de julio, los conciliadores apelaban, indignados, a los obreros y soldados contra los manifestantes que, "por la fuerza de las armas, intentan imponer su voluntad a los representantes elegidos por vosotros". ¡Como si manifestantes y electores no fueran la denominación de los mismos obreros y soldados! ¡Como si los electores no tuvieran el derecho de imponer su voluntad a los elegidos! ¡Y como si esta voluntad expresara otra cosa que la exigencia de que se cumpliera con el deber de adueñarse del poder en interés del pueblo! Las masas concentradas alrededor del palacio de Táurida gritaban en los oídos del Comité ejecutivo aquella misma frase que un obrero anónimo había lanzado al rostro de Chernov, enseñándole su puño calloso: "¡Toma el poder, puesto que te lo dan!" Como respuesta, los conciliadores llamaron a los cosacos. Los señores demócratas preferían la guerra civil con el pueblo a hacerse cargo incruentamente del poder. Los primeros que dispararon fueron los guardias blancos; pero la atmósfera política de la guerra civil la crearon los mencheviques y los socialrevolucionarios.
Los obreros y soldados, al tropezar con la resistencia armada precisamente del órgano al cual querían dar el poder, quedaron desorientados con respecto al fin que perseguían. El potente movimiento de las masas se vio privado de su eje político. El ataque de julio quedó reducido a una manifestación realizada, en parte, con los recursos propios del levantamiento armado. Con el mismo derecho se puede decir que fue una semiinsurrección por un fin que no permitía otros métodos que la manifestación.
Los conciliadores, al mismo tiempo que renunciaban al poder, no lo cedían enteramente a los liberales, y un ministerio puramente kadete hubiera sido derribado inmediatamente por las masas, porque aquellos les temían -el pequeño burgués teme al gran burgués- y porque temían por ellos. Es más: como dice acertadamente Miliukov: "En la lucha contra las acciones armadas, el Comité ejecutivo del Soviet se reserva el derecho, proclamado durante los días agitados del 20 y del 21 de abril, de disponer, según su criterio, de las fuerzas armadas de la guarnición de Petrogrado." Los conciliadores siguen robándose el poder de debajo la almohada. Para resistir con las armas contra los que inscriban en sus cartelones la divisa "Todo el poder a los soviets", el soviet se ve obligado a concentrar de hecho el poder en sus manos.
El Comité ejecutivo va aún más allá; en esos días proclama formalmente su soberanía. "Si la democracia revolucionaria considerase necesario que todo el poder pasara a manos de los soviets -decía la resolución del 4 de julio-, sólo a la reunión plenaria de los Comités ejecutivos correspondía resolver esta cuestión." El Comité ejecutivo, al mismo tiempo que calificaba de levantamiento contrarrevolucionario la manifestación, se constituía en poder supremo y decidía la suerte del gobierno.
Cuando en la madrugada del 5 de julio las tropas "leales" entraron en el palacio de Táurida, el jefe que las mandaba declaró que sus fuerzas se ponían enteramente a las órdenes del Comité ejecutivo. ¡Ni una palabra sobre el gobierno! Pero el caso es que los rebeldes accedían asimismo a someterse al Comité ejecutivo en calidad de poder. Al rendirse la fortaleza de Pedro y Pablo, bastó con que la guarnición de la misma se declarara dispuesta a someterse al Comité ejecutivo. Nadie exigió la sumisión al poder oficial. Las propias tropas llamadas del frente se pusieron asimismo enteramente a disposición del Comité ejecutivo. ¿Por qué, entonces, se vertió la sangre?
Si la lucha hubiera tenido lugar en las postrimerías de la Edad Media, ambos bandos, al matarse mutuamente, habrían citado los mismos versículos de la Biblia. Los historiadores formalistas habrían llegado más tarde a la conclusión de que la lucha se desarrollaba alrededor de la interpretación de los textos: como es sabido, los artesanos y los campesinos analfabetos de la Edad Media tenían una afición especial a dejarse matar por ciertas sutilezas filológicas de las revelaciones de San Juan, de la misma manera que los raskolniki rusos se dejaban exterminar por la cuestión de saber si había que persignarse con dos dedos o con tres. En realidad, en la Edad Media no menos que ahora, bajo las fórmulas simbólicas se ocultaba la lucha de unos intereses vitales que hay que saber descubrir. El mismo versículo evangélico significaba para unos la servidumbre y para otros la libertad.
Pero hay analogías mucho más recientes y próximas. Durante las jornadas de junio de 1848, en Francia, en ambos lados de la barricada resonaba un mismo grito: "¡Viva la República!" A los idealistas pequeñoburgueses, los combates de junio les parecían, por este motivo, un equívoco provocado por la negligencia de unos y el acaloramiento de otros. En realidad, los burgueses querían la República para sí, los obreros querían la República para todos. A menudo, las consignas políticas sirven más bien para disimular intereses que para designarlos por su nombre.
A pesar de todo, lo que tenía de paradójico el régimen de Febrero, cubierto, por añadidura, con jeroglíficos marxistas y populistas por los conciliadores, la correlación real de las clases era harto diáfana. Lo único que no hay que perder de vista es la doble naturaleza de los partidos conciliadores. Los pequeños burgueses ilustrados se apoyaban en los obreros y campesinos, pero fraternizaban con los terratenientes y azucareros de alcurnia. El Comité ejecutivo, que formaba parte del sistema soviético, a través del cual las exigencias de abajo llegaban hasta el Estado oficial, servía, al mismo tiempo, de mampara política para la burguesía. Las clases poseedoras se "sometían" al Comité ejecutivo en la medida en que éste ponía el poder de su parte. Las masas se sometían al Comité ejecutivo en la medida en que confiaban que éste se convertiría en el órgano de dominación de los obreros y campesinos. En el palacio de Táurida se entrecruzaban las tendencias antagónicas de clase, con la particularidad de que la una y la otra se cubrían con el nombre del Comité ejecutivo: la una, por inconsciencia y credulidad, la otra, por cálculo frío. La lucha se desarrollaba nada menos que en torno a la cuestión de quién había de dirigir el país: la burguesía o el proletariado.
Pero si los conciliadores no querían adueñarse del poder y la burguesía no tenía fuerza suficiente para ello, ¿es que acaso en julio los bolcheviques hubieran podido coger el timón? Durante dos días críticos, en Petrogrado el poder se les iba completamente de las manos a las instituciones gubernamentales. El Comité ejecutivo tuvo por primera vez la sensación de su completa impotencia. En estas ocasiones, no les hubiera costado ningún trabajo a los bolcheviques tomar el poder. Era asimismo posible adueñarse del mismo en algunos puntos de provincias. ¿Tenía razón, en este caso, el partido bolchevique al renunciar a la insurrección? ¿No podía, haciéndose fuerte en la capital y en algunas regiones industriales, extender luego su dominio a todo el país? Es ésta una cuestión importante. Nada contribuyó tanto en las postrimerías de la guerra, al triunfo del imperialismo y de la reacción en Europa, como aquellos pocos meses de régimen de Kerenski, que dejaron exhausta a la Rusia revolucionaria y ocasionaron un prejuicio incalculable a su prestigio moral a los ojos de los ejércitos beligerantes y de las masas trabajadoras europeas, que esperaban confiadas una nueva palabra de la revolución. Al reducir en cuatro meses -¡un plazo enorme!- los dolores del parto de la revolución proletaria, los bolcheviques se hubieran encontrado con un país menos exhausto y con el prestigio de la revolución en Europa menos quebrantado. Esto no sólo habría dado a los soviets enormes ventajas en las negociaciones de paz con Alemania, sino que hubiera ejercido una influencia inmensa sobre el curso de la guerra y de la paz en Europa. La perspectiva era demasiado seductora. Y, sin embargo, la dirección del partido tenía completa razón al no adoptar el camino de la insurrección. No basta con tomar el poder. Hay que sostenerlo. Cuando en Octubre los bolcheviques juzgaron que había llegado su hora, los peores tiempos para ellos empezaron después de la toma del poder. Fue necesario someter las fuerzas de la clase obrera a la máxima tensión para soportar los innumerables ataques de los enemigos. En julio, ni siquiera los obreros de Petrogrado estaban dispuestos a sostener esa lucha abnegada. Tenían la posibilidad de tomar el poder y, sin embargo, lo ofrecieron al Comité ejecutivo. El proletariado de la capital, cuya aplastante mayoría se inclinaba ya del lado de los bolcheviques, no había roto todavía el cordón umbilical de Febrero, que le unía con los conciliadores. Existían todavía no pocas ilusiones en el sentido de que con la palabra y la manifestación se podía obtener todo; de que, intimidando un poco a los mencheviques y a los socialrevolucionarios, se les podía incitar a una política común con los bolcheviques. Incluso la parte avanzada de la clase no tenía una idea clara de cómo se podía llegar al poder. Lenin decía poco después de aquellos días: "El verdadero error de nuestro partido en los días 3 y 4 de julio, puesto ahora de manifiesto por los acontecimientos, consistió en que... consideraba aún posibles las transformaciones políticas por la vía pacífica, mediante la modificación de los soviets, cuando, en realidad, los mencheviques y los socialrevolucionarios, gracias a su espíritu de conciliación, se hallaban ya tan atados con la burguesía y ésta se había convertido, hasta tal punto, en contrarrevolucionaria, que no se podía ni siquiera pensar en una solución pacífica.
Si el proletariado era políticamente heterogéneo y poco decidido, el ejército campesino lo era aún más. Con su conducta en los días 3 y 4 de julio, la guarnición daba a los bolcheviques la posibilidad completa de tomar el poder. Sin embargo, en la guarnición había también unidades neutrales, las cuales ya al atardecer del 4 de julio se inclinaban decididamente hacia los partidos patrióticos. El 5 de julio, los regimientos neutrales se colocaron al lado del Comité ejecutivo, y los que se inclinaban hacia los bolcheviques tendieron a tomar un barniz de neutralidad. Esto dejó las manos del poder mucho más libres que la llegada, con retraso, de las tropas del frente. Si los bolcheviques se hubieran decidido a tomar el poder el 4 de julio, la guarnición de Petrogrado, no sólo no lo hubiera sostenido, sino que habría impedido que los obreros lo defendieran al ser atacado inevitablemente desde el exterior.
Menos favorable se presentaba aún la situación en el ejército de operaciones. La lucha por la paz y la tierra, sobre todo después de la ofensiva de junio, hacía que dicho ejército estuviera muy preparado para asimilarse las consignas de los bolcheviques. Pero, en general, el llamado bolchevismo "espontáneo" no se identificaba en su conciencia con ni partido determinado, con su Comité central y sus jefes. Las cartas de soldados de esa época expresan, con mucho relieve, este estado de espíritu del ejército. "Acordaos, señores ministros y todos los dirigentes principales -escribe desde el frente la mano torpe de un soldado-, de que no entendemos gran cosa de partidos, pero no está lejos el futuro y el pasado: el zar os desterraba a Siberia y os metía en la cárcel, nosotros os ensartaremos en las bayonetas." La exasperación extrema contra los dirigentes se combina en estas líneas con la confesión de la propia impotencia: "No entendemos gran cosa de partidos." El ejército se rebelaba constantemente contra la guerra y la oficialidad utilizando, para ello, consignas del vocabulario bolchevista. Pero no estaba preparado, ni mucho menos, para sublevarse con el fin de entregar el poder al partido bolchevique. Las fuerzas de confianza para sofocar el movimiento de Petrogrado, el gobierno las sacó de las tropas más próximas a la capital, sin que los otros regimientos ofrecieran resistencia, y las transportó a la capital sin que se opusieran a ello los ferroviarios. El ejército, descontento, revoltoso, fácilmente inflamable, seguirá siendo políticamente indefinido; los núcleos bolcheviques compactos, capaces de dar una dirección homogénea a los pensamientos y a las acciones de aquella masa inconsistente de soldados, eran excesivamente escasos.
Por otra parte, los conciliadores, para oponer el frente a Petrogrado y a los campesinos del interior, utilizaban, no sin éxito, un arma envenenada, que la reacción había intentado inútilmente emplear en marzo contra los soviets. Los socialrevolucionarios y los mencheviques decían a los soldados en el frente: "La guarnición de Petrogrado, bajo la influencia de los bolcheviques, no quiere relevaros; los obreros se niegan a trabajar para satisfacer las necesidades del frente; si los campesinos escuchan a los bolcheviques y se apoderan ahora de la tierra, no quedará nada para los que están en el frente. Los soldados tenían todavía necesidad de una experiencia complementaria para comprender a quién reservaba la tierra el gobierno: si a los combatientes del frente o a los grandes propietarios.
Entre Petrogrado y el ejército de operaciones había la provincia. La repercusión que tuvieron en ella los acontecimientos de julio puede servir a posteriori de criterio muy importante para resolver la cuestión de saber si los bolcheviques obraron o no bien en julio al eludir la lucha inmediata por el poder.
En Moscú, el pulso de la revolución era ya incomparablemente más débil que en Petrogrado. En las reuniones del Comité local de los bolcheviques se desarrollaron discusiones vivísimas. Algunos militantes pertenecientes a la extrema izquierda, tales, por ejemplo, como Bubnov, proponían ocupar los edificios de Correos, Telégrafos, Teléfonos, la redacción de la Ruskoye-Slovo, esto es, lanzarse a la insurrección. El Comité, que, por su espíritu general, era muy moderado, rechazaba decididamente estas proposiciones, por considerar que las masas de Moscú se hallaban lejos de estar preparadas para semejantes acciones. Sin embargo, a pesar de la prohibición del Soviet, decidióse organizar una manifestación. Masas considerables de obreros afluyeron a la plaza de Skobelev con las mismas consignas que en Petrogrado, pero no con el mismo entusiasmo, ni mucho menos. La guarnición distó mucho de responder de un modo unánime, adhiriéndose a la manifestación unidades aisladas, y sólo una de ellas completamente armada y equipada. El soldado de artillería Davidovski, llamado a tener una participación importante en los combates de Octubre, atestigua en sus Memorias que en las jornadas de julio Moscú no estaba preparado y que el fracaso de la manifestación dejó "una mala impresión en sus organizadores".
En Ivanovo-Vosnesensk, la capital textil, donde el Soviet se hallaba ya bajo la dirección de los bolcheviques, la noticia de los acontecimientos de Petrogrado llegó a la vez que el rumor de que el gobierno provisional había caído. En la sesión nocturna del Comité ejecutivo se acordó, como medida preparatoria, instaurar el control sobre el telégrafo y el teléfono. El 6 de julio se paralizó el trabajo en las fábricas; en las manifestaciones tomaron parte hasta 40.000 obreros y obreras, muchos de ellos armados. Cuando se supo que la manifestación de Petrogrado no había conducido a la victoria, el Soviet de Ivanovo-Vosnesensk ordenó apresuradamente la retirada.
En Riga, bajo la influencia de las noticias relativas a los acontecimientos de Petrogrado, en la noche del 6 de julio se produjo una colisión entre la infantería letona, cuyo estado de espíritu era bolchevista, y el "batallón de la muerte", con la particularidad de que el batallón patriótico se vio obligado a batirse en retirada. Aquella misma noche el Soviet adoptó una resolución en favor del poder a los soviets.
Dos días después fue adoptada una resolución idéntica en la capital de los Urales, Yekaterinburg. El hecho de que la consigna del Poder soviético, que en los primeros meses se propugnaba sólo en nombre del partido, se convertiera ahora en el programa de distintos soviets locales, significaba, incontestablemente, un gran paso hacia adelante. Pero entre las resoluciones en favor del poder a los soviets y la insurrección bajo la bandera de los bolcheviques quedaba todavía un camino considerable por recorrer.
En algunos puntos del país los acontecimientos de Petrogrado dieron impulso a agudos conflictos de carácter parcial. En Nijni-Novgorod, donde los soldados evacuados se habían resistido tenazmente a ir al frente, los "junkers" enviados de Petrogrado provocaron, con sus violencias, la indignación de dos regimientos locales. Después de un tiroteo, durante el cual hubo muertos y heridos, los "junkers" se rindieron y fueron desarmados. Las autoridades desaparecieron. De Moscú fue enviada una expedición punitiva, formada por tropas de todas las armas. Iban al frente de la misma el impulsivo coronel Verjovski, jefe de las fuerzas militares de la región de Moscú y futuro ministro de la Guerra de Kerenski, y el presidente del Soviet de Moscú, el viejo menchevique Jinchuk, hombre de espíritu poco bélico, futuro dirigente de la cooperación y después embajador soviético en Berlín. Sin embargo, su acción represiva no tuvo objeto, pues el Comité elegido por los soldados sublevados había ya restablecido completamente el orden.
A la misma hora aproximadamente, e impulsados asimismo por la negativa a ir al frente, se sublevaban en Kiev, en número de 5.000, los soldados del regimiento que llevaba el nombre del atamán Polubotko, se apoderaban de los depósitos de armas, ocupaban el fuerte, adueñábanse del mando militar de la región, detenían al comandante y al jefe de la milicia. El pánico en la ciudad duró algunas horas, hasta que, gracias a los esfuerzos mancomunados de las autoridades militares, del Comité de las distintas asociaciones y de los órganos de la Rada central ucraniana, se puso en libertad a los detenidos y una buena parte de los sublevados fue desarmada.
En el lejano Krasnoyarsk, los bolcheviques se sentían tan firmes, gracias al estado de espíritu de la guarnición, que, a pesar de la ola de reacción que se habla iniciado ya en el país, el 9 de julio organizaron una manifestación en la cual participaron de ocho a diez mil personas, en su mayoría soldados. Desde Irkutsk fue mandado contra Krasnoyarsk un destacamento de 400 hombres con artillería, bajo la dirección del socialrevolucionario Kraskovetski, comisario militar de la región. En el transcurso de dos días de conferencias y negociaciones, trámites indispensables en el régimen de poder dual, el destacamento punitivo quedó tan desmoralizado a consecuencia de la agitación realizada por los soldados, que el comisario se apresuró a hacerle volver a Irkutsk. Pero Krasnoyarsk constituía más bien una excepción.
En la mayoría de las poblaciones provinciales la situación era incomparablemente menos favorable. En Samara, por ejemplo, la organización bolchevista ,de la localidad, al recibir la noticia de los combates de la capital, decidió "esperar la señal, aunque no se podía contar casi con nadie". Uno de los miembros del partido cuenta: "Los obreros empezaban a simpatizar con los bolcheviques, pero no se podía confiar en que se lanzaran al combate; todavía se podía contar menos con los soldados; por lo que a la organización de los bolcheviques se refiere, las fuerzas eran completamente débiles, no éramos más que un puñado; en el Soviet de diputados obreros no había más que unos pocos bolcheviques, y en el de soldados, si no ando equivocado, no había ninguno, lo que, por otra parte, no tiene nada de sorprendente si se considera que estaba compuesto casi exclusivamente de oficiales."
La causa principal de la débil repercusión que los acontecimientos de Petrogrado tuvieron en el país consistía en que la provincia, que había recibido sin combate la revolución de Febrero de las manos de la capital, se asimilaba mucho más lentamente que ésta los nuevos hechos e ideas. Era preciso un plazo suplementario para que la vanguardia pudiera arrastrar tras de sí a las reservas pesadas.
Por tanto, el estado de la conciencia de las masas populares, que eran la instancia inapelable de la política revolucionaria, excluía la posibilidad de la toma del poder por los bolcheviques en julio. Al mismo tiempo, la ofensiva en el frente incitaba al partido a oponerse a las manifestaciones. El fracaso de la ofensiva era completamente inevitable. De hecho, se había iniciado ya. Pero el país lo ignoraba. El peligro consistía en que si el partido no obraba prudentemente, el gobierno hiciera recaer sobre los bolcheviques la responsabilidad por las consecuencias de la propia insensatez. Había que dar a la ofensiva el tiempo necesario para que sus resultados aparecieran claros. Los bolcheviques no dudaban que el cambio que se operaría en el estado de espíritu de las masas sería muy radical. Entonces, se vería lo que era preciso hacer. El cálculo era completamente acertado. Sin embargo, los acontecimientos tienen su lógica, que no toma en cuenta los cálculos políticos, y. en esta ocasión, la lógica de los acontecimientos cayó duramente sobre la cabeza de los bolcheviques.
El fracaso de la ofensiva en el frente tomó un carácter catastrófico el 6 de julio, día en que las tropas alemanas rompieron el frente ruso en una extensión de 12 verstas de ancho y 10 de profundidad. La noticia llegó a la capital el 7, cuando las acciones represivas se hallaban en su apogeo.
Muchos meses después, cuando las pasiones debían ya de haberse apaciguado o, por lo menos, tomado un carácter más razonado, Stankievich, que no era de los adversarios más rencorosos del bolchevismo, hablaba aún de la "enigmática sucesión lógica de los acontecimientos", bajo la forma de derrota militar en Tarnopol, después de las jornadas de julio en Petrogrado. Esa gente no veía, o no quería ver, la sucesión lógica real de los acontecimientos, que consistía en que la ofensiva iniciada por imposición de la Entente y condenada de antemano al fracaso no podía dejar de conducir a una catástrofe ni de provocar al mismo tiempo una explosión de cólera de las masas engañadas por la revolución. Pero ¿qué importaba la realidad de los hechos? El establecer una conexión entre los acontecimientos de Petrogrado y el fracaso en el frente, era demasiado seductor. La prensa patriótica no sólo no ocultó la derrota, sino que, al contrario, la exageró con todas sus fuerzas. Sin detenerse ante la revelación de los secretos militares, se nombraban las divisiones y los regimientos y se indicaba la disposición de los mismos. "A partir del 8 de julio -confiesa Miliukov-, los periódicos empezaron a publicar telegramas del frente en los cuales no se ocultaba la verdad, y estos telegramas cayeron como una bomba sobre la opinión pública rusa." Este era precisamente el fin que se perseguía: conmover, asustar, aturdir, para que fuera más fácil acusar a los bolcheviques de estar en relación con los alemanes.
Es indudable que, tanto en los acontecimientos del frente como en los de las calles de Petrogrado, la provocación desempeñó su papel. Después de la revolución de Febrero, el gobierno había mandado al Ejército de operaciones a un gran número de ex gendarmes y policías. Ninguno de ellos, naturalmente, quería combatir. Temían más a los soldados rusos que a los alemanes. Para hacer olvidar su pasado, se presentaban como los elementos más extremos del ejército, azuzaban a los soldados contra los oficiales, gritaban más que nadie contra la disciplina y la ofensiva y, con frecuencia, se proclamaban incluso bolcheviques. Apoyándose recíprocamente por el lazo natural de la complicidad, crearon una especie de orden, muy original, de la cobardía y de la abyección. Por su mediación, penetraban entre las tropas y se difundían rápidamente los rumores más fantásticos, en los cuales el ultrarrevolucionarismo se daba la mano con el reaccionarismo más oscurantista. En los momentos críticos, estos sujetos eran los primeros que daban la señal de pánico. La prensa había hablado repetidas veces de la labor desmoralizadora de policías y gendarmes. En los documentos secretos del propio ejército se alude a ello con no menos frecuencia. Pero el mando superior se hacía el sordo, y prefería identificar a los provocadores reaccionarios con los bolcheviques. Después del fracaso de la ofensiva, se legalizaba este procedimiento, y el periódico de los mencheviques hacía lo imposible por no quedarse atrás con respecto a las hojas chauvinistas más indecentes. Con sus vociferaciones sobre los "anarcobolcheviques", los agentes alemanes y los ex gendarmes, los patriotas ahogaron por algún tiempo la cuestión detestado general del Ejército y de la política de paz. "El profundo descalabro que hemos infligido al frente de Lenin -se jactaba abiertamente el príncipe Lvov- tiene, estoy firmemente convencido de ello, una importancia incomparablemente mayor para Rusia que un descalabro de los alemanes en el frente sudoccidental..." El honorable jefe del gobierno se parecía al chambelán Rodzianko en el sentido de que no sabía distinguir el momento en que era preciso callar.
Si el 3 y el 4 de julio se hubiera conseguido evitar la manifestación, la acción habríase inevitablemente desarrollado como consecuencia del descalabro de Tarnopol. Sin embargo, este aplazamiento de algunos días habría determinado modificaciones importantes en la situación política. El movimiento hubiera tomado inmediatamente proporciones más vastas, extendiéndose no sólo a las provincias, sino también, en gran parte, al frente. El gobierno hubiera quedado al desnudo políticamente, y le habría sido infinitamente más difícil hacer recaer la culpa sobre los "traidores" del interior. La situación del partido bolchevique hubiera sido más ventajosa desde todos los puntos de vista. Sin embargo, aun en este caso, no se hubiera podido ir a la conquista inmediata del poder. Lo único que se puede afirmar sin vacilación es que si el movimiento se hubiera desencadenado una semana más tarde, la reacción no habría podido desenvolverse en julio de un modo tan victorioso. Era precisamente la "enigmática sucesión lógica" de las fechas de la manifestación y del descalabro en el frente lo que se volvía por completo contra los bolcheviques. La ola de indignación y de desesperación que llegaba del frente, choca con la ola de esperanzas frustradas que partía de Petrogrado. La lección recibida por las masas en la capital había sido demasiado dura para que se pudiera pensar en la reanudación inmediata de la lucha. Con todo ello, el sentimiento agudo provocado por la absurda derrota reclamaba una salida. Y los patriotas consiguieron hasta cierto punto dirigirlo contra los bolcheviques.
En abril, en junio y en julio, los actores fundamentales del drama eran los mismos: los liberales, los conciliadores, los bolcheviques... En todas estas etapas, las masas tendían a arrojar a la burguesía del poder. Pero la diferencia en las consecuencias políticas de la intervención de las masas en los acontecimientos era inmensa. El resultado de las "jornadas de Abril" fue malo para la burguesía: la política anexionista fue condenada, al menos, verbalmente; el partido kadete fue humillado, se le quitó la cartera de Estado. En junio, el movimiento no condujo a nada: se amenazó a los bolcheviques, pero no se asestó el golpe decidido. En julio, el partido de los bolcheviques fue acusado de traición, destruido, privado del agua y el fuego. Si en abril, Miliukov tuvo que salir del gobierno, en julio, Lenin hubo de pasar a la clandestinidad.
¿Qué fue lo que determinó un cambio tan brusco en el transcurso de diez semanas? Es de una evidencia absoluta que en los círculos dirigentes se produjo un cambio serio en el sentido de la orientación hacia la burguesía liberal. Ahora bien, fue precisamente en este período de abril a julio cuando el estado de espíritu de las masas se modificó reciamente en favor de los bolcheviques. Estos dos procesos antagónicos se desarrollaron en una estrecha dependencia mutua. Cuando más íntimamente se unían los obreros y soldados alrededor de los bolcheviques, más decididamente tenían los conciliadores que apoyar a la burguesía. En abril, los jefes del Comité ejecutivo, preocupados de conservar su influencia, podían aún dar un paso para ir al encuentro de las masas y arrojar por la borda a Miliukov, es verdad, provisto de un salvavidas sólido. En julio, los conciliadores, unidos a la burguesía y a la oficialidad, se dedicaron a atacar a los bolcheviques. Por consiguiente, en esa ocasión la modificación de la correlación de fuerzas fue determinada por el cambio de frente efectuado por la fuerza política menos consistente, la democracia pequeñoburguesa, gracias a su brusco viraje hacia la contrarrevolución burguesa.
Pero si es así, ¿obraron acertadamente los bolcheviques al adherirse a la manifestación y tomar sobre sí la responsabilidad de la misma? El 3 de julio, Tomski comentaba del siguiente modo el pensamiento de Lenin: "En el momento actual, no se puede hablar de acción si no se desea una nueva revolución." ¿Cómo se explica, en este caso, que el partido, ya unas horas después, se pusiera al frente de la manifestación armada sin incitar por ello a una nueva revolución? El doctrinario verá en esto una inconsecuencia o algo peor aún: una prueba de ligereza política. Así enfoca la cosa, por ejemplo, Sujánov en sus Memorias, en las cuales dedica no pocas líneas irónicas a las vacilaciones de la dirección bolchevista. Pero las masas no intervienen en los acontecimientos por las órdenes doctrinarias que se les den desde arriba, sino cuando estas órdenes encajan en su propio desarrollo político. La dirección bolchevique comprendía que sólo una nueva revolución podía modificar la situación todavía. La dirección bolchevista veía claramente que era preciso dar a las reservas pesadas el tiempo necesario para sacar conclusiones de su acción aventurada. Pero los sectores avanzados sentían el impulso de lanzarse a la calle precisamente bajo la acción de dicha aventura. Al mismo tiempo, el profundo radicalismo de sus fines se combinaba en ellos con ilusiones respecto a los métodos. Las advertencias de los bolcheviques no surtían efecto alguno. Los obreros y soldados de Petrogrado podían sólo contrastar la situación con ayuda de la, propia experiencia. La manifestación armada sirvió de prueba. Pero ésta, contra la voluntad de las masas, podía convertirse en combate general, y por ello mismo, en combate decisivo. En esas circunstancias, el partido no se atrevió a quedarse al margen. Lavarse las manos en el agua de las reflexiones estratégicas hubiera equivalido a entregar a los obreros y soldados a merced de sus enemigos. El partido de las masas debía colocarse en el mismo terreno en que se colocaban las masas, para, sin compartir en lo más mínimo sus ilusiones, ayudarlas con el mínimo de pérdidas a asimilarse las conclusiones necesarias. Trotsky contestaba en la prensa a las críticas innumerables de aquellos días: "No juzgamos necesario justificarnos ante nadie de no haber permanecido al margen en actitud expectante, cediendo al general Polovsiev la misión de "hablar" con los manifestantes; en todo caso, nuestra intervención no podía, en ningún modo, aumentar el número de víctimas ni convertir la manifestación armada caótica en insurrección política."
En todas las antiguas revoluciones se halla el prototipo de las "jornadas de julio", por regla general, con un resultado distinto, desfavorable, muchas veces catastrófico. Esta etapa reside en la mecánica inferior de la revolución burguesa, por cuanto la clase que más se sacrifica por el éxito en esa última y más esperanzas cifra en ella, es la que menos obtiene de la misma. La regularidad del proceso es completamente clara. La clase poseedora que ha llegado al poder mediante una revolución se inclina a considerar que con ello la revolución ha cumplido ya su misión, y de lo que más se preocupa es de demostrar su buena fe a las fuerzas de la reacción. La burguesía "revolucionaria" provoca la indignación de las masas populares con las mismas medidas con cuya ayuda aspira a granjearse la buena disposición de las clases destronadas. El desengaño de las masas se produce muy pronto, antes aun de que la vanguardia de las mismas haya tenido tiempo de enfriarse de los combates revolucionarios. El pueblo cree que con un nuevo golpe puede completar o corregir los que ha hecho antes con insuficiente decisión. De aquí el impulso hacia una nueva revolución, sin preparación, sin programa, sin tener en cuenta las reservas, sin pensar en las consecuencias. De otra parte, el sector de la burguesía que ha llegado al poder, parece no esperar más que el impetuoso impulso de abajo para intentar acabar con el pueblo. Tal es la base social y psicológica de esa semirrevolución complementaria, que más de una vez en la historia se ha convertido en el punto de partida de la contrarrevolución triunfante.
El 17 de julio de 1791 Lafayette ametralló en el campo de Marte a una manifestación pacífica de republicanos que intentaba dirigirse con una petición a la Asamblea nacional que amparaba la perfidia del poder real, del mismo modo que, ciento veintiséis años después, los conciliadores rusos amparaban la perfidia de los liberales. La burguesía realista confiaba liquidar, mediante una oportuna represión sangrienta, al partido de la revolución para siempre. Los republicanos, que no se sentían aún suficientemente fuertes para la victoria, eludieron la lucha, lo cual era muy razonable, y se apresuraron incluso a afirmar que nada tenían que ver con los que habían participado en la petición, lo cual era, desde luego, indigno y equivocado. El régimen de terrorismo burgués obligó a los jacobinos a mantenerse quietos durante algunos meses. Robespierre buscó refugio en casa del carpintero Duplay, Desmoulins se ocultó, Dantón pasó algunas semanas en Inglaterra. Pero, a pesar de todo, la provocación realista fracasó: las matanzas del campo de Marte no impidieron al movimiento republicano llegar al poder. Así, pues, la Revolución francesa tuvo sus "jornadas de julio" tanto en el sentido político de la palabra como desde el punto de vista del calendario.
Cincuenta y siete años después, las "jornadas de julio" tuvieron lugar en Francia en junio y tuvieron un carácter incomparablemente más grandioso y trágico. Las llamadas "jornadas de junio" de 1848 surgieron de la revolución de Febrero con una fuerza irresistible. La burguesía francesa proclamó en las horas de su victoria el "derecho al trabajo", de la misma manera que a partir de 1789 proclamara muchas cosas excelentes y que en 1914 juró que la guerra desencadenada aquel año era su última guerra. Del rimbombante "derecho al trabajo" surgieron los míseros talleres nacionales, donde 100.000 obreros, que habían conquistado el poder para sus patronos, percibían 23 sueldos diarios. Pocas semanas después, la burguesía republicana, generosa en frases pero avara en dinero, no encontraba ya palabras suficientemente ofensivas para los "holgazanes" que vivían de la ración de hambre que les suministraba la nación. En la abundancia de las promesas de febrero y en el carácter consciente de las provocaciones que precedieron a las jornadas de julio, aparecen los rasgos nacionales característicos de la burguesía francesa. Pero aun sin esto, los obreros de París, que se hallaban con el fusil al brazo desde febrero, no podían dejar de reaccionar ante las contradicciones existentes entre el programa pomposo y la mísera realidad, ante aquel contraste insoportable que repercutía diariamente en su ago y en su conciencia. Con frío cálculo, que casi no se preocupaba de disimular, Cavaignac dejaba que la insurrección creciera a los ojos de los dirigentes, a fin de poderla ahogar en sangre de un modo más decidido. La burguesía republicana mató a más de doce mil obreros y metió en la cárcel a no menos de veinte mil, para que los demás perdieran la fe en el "derecho al trabajo" que se les había prometido. Sin plan, sin programa, sin dirección, las jornadas de junio de 1848 se parecen a una poderosa e inevitable acción refleja del proletariado, cohibido en sus necesidades más elementales y ofendido en sus elevadas esperanzas. Los obreros insurreccionados no sólo fueron aplastados, sino calumniados. El demócrata de izquierda Flocon, correligionario de Ledru-Rollin, predecesores ambos de Tsereteli, aseguraba a la Asamblea nacional que los sublevados habían sido comprados por los monárquicos y los gobiernos extranjeros. Los conciliadores de 1848 no tenían ni tan siquiera necesidad de la atmósfera de la guerra para descubrir el oro inglés y ruso en los bolsillos de los revolucionarios. Era así como los demócratas preparaban el camino al bonapartismo.
La gigantesca explosión de la Comuna era al golpe de Estado de septiembre de 1870 lo que las jornadas de junio a la revolución de febrero de 1848. La insurrección del proletariado de París en marzo no obedeció, ni mucho menos, a un cálculo estratégico. Dicha insurrección fue el resultado de una trágica combinación de circunstancias, completada por una de esas provocaciones en las cuales es maestra la burguesía francesa cuando el miedo estimula su malignidad. Contra los planes de la camarilla dirigente, que aspiraba ante todo a desarmar al pueblo, los obreros querían defender París, intentando convertirlo por primera vez en "su" París. La Guardia Nacional les daba una organización armada, muy afín al tipo soviético, y una dirección política, personificada en su Comité central. Como consecuencia de condiciones objetivas desfavorables y de errores políticos, París se vio divorciado de Francia, incomprendido, no apoyado, en parte directamente traicionado por las provincias, y cayó en manos de los versalleses desmandados que tenían tras de sus espaldas a Bismarck y Moltke. Los oficiales depravados y derrotados de Napoleón III resultaron unos verdugos insustituibles al servicio de la tierna Mariana, a quien la bota de los prusianos acababa de librar de las caricias del falso Bonaparte. En la Comuna de París, la protesta refleja del proletariado contra el engaño de la revolución burguesa elevóse por primera vez hasta el nivel de la revolución proletaria, pero para caer en seguida.
En el momento en que se escriben estas líneas -principios de mayo de 1931-, la revolución "incruenta, pacífica, gloriosa" (la lista de estos adjetivos es siempre la misma) de España prepara ante nuestros ojos sus "jornadas de junio", si contamos por el calendario revolucionario de Francia, o las de "julio", si nos fijamos en el de Rusia. El gobierno provisional de Madrid, bañándose en frases que muy a menudo parecen una traducción del ruso, promete amplias medidas contra el paso forzoso y la carencia de tierras, pero no se atreve a tocar ni una sola de las viejas llagas sociales. Los socialistas del bloque gubernamental ayudan a los republicanos a sabotear los objetivos de la revolución. El jefe del gobierno de Cataluña, la parte más industrial y revolucionaria de España, predica un reino milenario sin naciones ni clases oprimidas, pero sin decidirse a mover ni un dedo para ayudar al pueblo a librarse, aunque no sea más que de una parte de sus odiadas cadenas. Maciá se esconde detrás del gobierno de Madrid, el cual, a su vez, se esconde detrás de las Cortes constituyentes. ¡Como si la vida se hubiera detenido para esperarlos! ¡Y como si no fuera claro ya de antemano que las próximas Cortes no serán más que una reproducción ampliada del bloque republicanosocialista, preocupado principalmente de que todo quede como antes! ¿Es difícil prever un incremento febril de la indignación de los obreros y campesinos? La desproporción entre la marcha de la revolución de las masas y la política de las nuevas clases dirigentes es la fuente del conflicto irreconciliable que, en su desarrollo, o enterrará la primera revolución, la de abril, o conducirá a la segunda.
Si bien la masa fundamental de los bolcheviques rusos comprendía, en julio de 1917, que no se podía ir más allá de un determinado límite, el estado de espíritu no era homogéneo. Muchos obreros y soldados se inclinaban a considerar la acción que se desarrollaba como el desenlace decisivo. En sus Memorias, escritas cinco años después, Metelev se expresa del modo siguiente con respecto al sentido de los acontecimientos: "En esa insurrección, nuestro error principal consistió en haber propuesto al Comité ejecutivo conciliador que tomara el poder. Lo que había que hacer no era proponer el poder, sino tomarlo. El segundo error consistió en que durante casi dos días enteros desfilamos por las calles, en vez de ocupar inmediatamente todas las instituciones, los palacios, los Bancos, las estaciones, el telégrafo, de detener al gobierno provisional", etc. Con respecto a la insurrección, esto es incontestable, pero convertir el movimiento de julio en insurrección, hubiera significado, de un modo casi seguro, enterrar la insurrección.
Los anarquistas, que incitaban a la lucha, argüían que "la revolución de Febrero se había producido sin la dirección del partido". Pero el lanzamiento de Febrero contaba con objetivos claros, precisos, elaborados por una lucha de varias generaciones, y sobre la revolución se elevaba la sociedad liberal de oposición y la democracia revolucionaria, dispuestas a hacerse cargo de la herencia del poder. Por el contrario, el movimiento de julio pretendía abrir un cauce histórico muy distinto. Toda la sociedad burguesa, la democracia soviética inclusive, le era irreconciliablemente adversa. Los anarquistas no veían 0 no comprendían esta diferencia radical entre las condiciones de la revolución burguesa y las de la revolución obrera.
Si el partido bolchevique, obstinándose en apreciar de un modo doctrinario el movimiento de julio como "inoportuno", hubiera vuelto la espalda a las masas, la semiinsurrección habría caído bajo la dirección dispersa e inorgánico de los anarquistas, de los aventureros que expresaban accidentalmente la indignación de las masas, y se hubiera desangrado en convulsiones estériles. Y, al contrario, si el partido, al frente de los ametralladoras y de los obreros de Putilov, hubiera renunciado a su apreciación de la situación y se hubiera deslizado hacia la senda de los combates decisivos, la insurrección hubiera tomado indudablemente un vuelo audaz, los obreros y soldados, bajo la dirección de los bolcheviques, se hubieran adueñado del poder para preparar luego,, sin embargo, el hundimiento de la revolución. A diferencia de Febrero, la cuestión del poder en el terreno nacional no habría sido resuelta por la victoria en Petrogrado. La provincia no hubiera seguido a la capital. Los ferrocarriles y los teléfonos se hubieran puesto al servicio de los conciliadores contra los bolcheviques. Kerenski y el cuartel general habrían creado un poder para el frente y las provincias. Petrogrado se habría visto bloqueado. En la capital se hubiera iniciado la desmoralización. El gobierno habría tenido la posibilidad de lanzar a masas considerables de soldados contra Petrogrado. En estas condiciones, el coronamiento de la insurrección hubiera significado la tragedia de la Comuna petrogradesa.
Cuando en el mes de julio se cruzaron los caminos históricos, sólo la intervención del partido de los bolcheviques evitó que se produjeran las dos variantes que extrañaban el peligro fatal, tanto en el espíritu de las jornadas de julio de 1848 como en el de la Comuna de París de 1871. El partido, al ponerse audazmente al frente del movimiento, tuvo la posibilidad de detener a las masas en el momento en que la manifestación empezaba a convertirse en colisión en la cual los contrincantes iban a medir sus fuerzas con las armas. El golpe asestado en julio a las masas y al partido fue muy considerable. Pero no fue un golpe decisivo. Las víctimas se contaron por docenas, y no por docenas de miles. La clase obrera no salió decapitada y exagüe de esa prueba, sino que conservó completamente sus cuadros de combate, los cuales aprendieron mucho en esa lección.
En los días de la revolución de Febrero se puso de manifiesto toda la labor realizada anteriormente por los bolcheviques, durante muchos años, y hallaron un sitio en la lucha los obreros avanzados educados por el partido; pero no hubo aún una dirección inmediata por parte de este último. En los acontecimientos de abril, las consignas del partido pusieron de manifiesto su fuerza dinámica, pero el movimiento se desarrolló espontáneamente. En junio se exteriorizó la inmensa influencia del partido, pero las masas entraban en acción todavía dentro del marco de una manifestación organizada oficialmente por los adversarios. Hasta julio, el partido bolchevique, impulsado por la fuerza de presión de las masas, no se lanza a la calle contra todos los demás partidos y define el carácter fundamental del movimiento, no sólo con sus consignas, sino también con su dirección organizada. La importancia de una vanguardia compacta aparece por primera vez con toda su fuerza durante las jornadas de julio, cuando el partido evita, a un precio muy elevado, la derrota del proletariado y garantiza el porvenir de la revolución y el propio.
"Como prueba técnica -decía Miliukov, refiriéndose a la importancia de las jornadas de julio para los bolcheviques- la experiencia fue sin ningún género de duda extraordinariamente útil para ellos. Les mostró con qué elementos había que tratar; cómo había que organizar a estos últimos y, finalmente, qué resistencia podían oponerles el gobierno, el Soviet y las tropas... Era evidente que cuando se presentara la ocasión de repetir el experimento, la realizarían de un modo más sistemático y consciente." Estas palabras valoran acertadamente la importancia del experimento de julio para el desarrollo ulterior de la política de los bolcheviques. Pero antes de poder utilizar las lecciones de julio, el partido hubo de pasar por unas cuantas semanas duras, durante las cuales los miopes enemigos se imaginaban que habían quebrantado definitivamente la fuerza del bolchevismo.