El teatro de la paz: el último acto de la guerra en Ucrania
Rebelión
04/12/2025
Fuentes: El tábano economista [Imagen: Lindsay Kemp es Salomé en 1978 en Toronto.
Reg Innell/Toronto Star/Getty Images]
Solo quedan “algunos puntos de desacuerdo” antes de poder cerrar un marco
preliminar de paz, que es, la propia Ucrania (El Tábano Economista)
Existe en Japón
una antigua forma de drama clásico llamada Noh, un teatro de
máscaras donde actores varones, ocultos tras rostros tallados en madera,
encarnan fantasmas, dioses, demonios y mujeres, tejiendo narrativas soñadoras
sobre la vida, la muerte y la ilusión. La analogía con el proceso que hoy se
desarrolla bajo el eufemismo de «acuerdos de paz» para Ucrania resulta
escalofriantemente precisa.
Nos hallamos
ante un elaborado teatro de máscaras geopolítico, un Noh moderno
repleto de absurdos e irregularidades tan grotescos que desafían cualquier
lógica diplomática convencional. En este escenario, la máscara de la
negociación oculta el rostro de la rendición, y el diálogo para terminar la
guerra presenta una paradoja sin precedentes en la historia de los conflictos:
por primera vez, el bando militarmente derrotado intenta, a través de sus
patrocinadores occidentales, imponer condiciones al ejército triunfante. Pero
esta inversión de la realidad bélica es sólo el primer acto de una farsa cuyas
reglas han sido escritas para beneficiar exclusivamente a quienes nunca pisaron
el campo de batalla.
Las
negociaciones, si es que pueden llamarse así, no se celebran en las salas
austeras de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, ni en
los bunkers diplomáticos de Ginebra, ni siquiera en una dependencia oficial del
Gobierno estadounidense. El lugar elegido para decidir el destino de Europa y
reconfigurar el equilibrio de poder global es el Shell Bay Club de Hallandale
Beach, un exclusivo campo de golf en Florida. Este enclave no es neutral, es
propiedad de Steve Witkoff, el enviado especial personal del presidente
estadounidense, un magnate inmobiliario sin credenciales diplomáticas formales
que ahora actúa como anfitrión y canal extraoficial. Aquí, las delegaciones de
Estados Unidos y Ucrania se reúnen bajo la mirada —no como mediador, sino como
curioso «veedor» invitado— del Secretario de Estado, Marco Rubio, el halcón de
Florida cuya cartera debería, en teoría, liderar el proceso.
La imagen es
surrealista: la suerte de un conflicto que ha consumido cientos de miles de
millones de dólares y redefinido la seguridad continental se discute
entre putts y drives, en el patio trasero político
de uno de los principales operadores del partido gobernante. Este escenario no
es una casualidad, es un mensaje en sí mismo. Señala el desprecio por el
protocolo multilateral, la privatización de la diplomacia de alto riesgo y la
subordinación de un asunto de seguridad global a los circuitos de poder
doméstico y los intereses de capital estadounidense. Florida, ese «Wall Street
del Sur» que funciona como centro neurálgico del lavado de capitales y la
política clientelar, se convierte así en el salón de espejos donde se refleja el
verdadero rostro del poder.
Mientras este
teatro se desarrolla en las soleadas costas de Hallandale Beach, en Kiev se
ejecuta un golpe de escena calculado. Andriy Yermak, el hombre que hasta hace
pocos días era el negociador jefe designado de Ucrania, la mano derecha de
Volodímir Zelenski, el cardenal gris y filtro absoluto del presidente, ha caído
en desgracia. Su oficina, a metros de la de Zelenski, fue allanada por agentes
de la NABU y la SAP, los organismos anticorrupción ucranianos creados,
financiados y entrenados por Estados Unidos.
La investigación se centra en al menos 100 millones de dólares desviados, un escándalo de corrupción que emerge con una sincronía demasiado perfecta. Para interpretar este evento como un mero ajuste de cuentas interno es caer en la trampa de la narrativa superficial. La caída de Yermak no es un «escándalo de corrupción», es un golpe de Estado blando ejecutado por Washington. La NABU, ese «perro de presa» criado y alimentado por fondos y asesores estadounidenses, no actúa por iniciativa propia cuando allana la Oficina Presidencial. Su asalto es un acto de violencia política disciplinaria, un recordatorio brutal para Zelenski de que ni la guerra ni la paz están bajo su control.
Andril Yermak
Yermak era el
pilar inamovible de la resistencia ucraniana a cualquier negociación que
implicara concesiones reales, era el muro que aislaba a Zelenski de las
presiones occidentales para llegar a un acuerdo. Al purgarlo mediante una
operación de sus propias agencias, Washington ha aislado estratégicamente al
presidente ucraniano, dejándolo vulnerable, solo y expuesto a la nueva línea
que se cocina en el club de golf de Florida. La verdadera historia, por tanto,
no es la renuncia de un funcionario corrupto, sino que Occidente está inmerso
en una disputa feroz sobre cómo gestionar la rendición en una guerra que Rusia
ganó hace tiempo en el campo de batalla.
En este punto,
la fractura dentro del llamado «mundo libre» se hace insalvable y se expone con
crudeza. Los realistas en Washington —aquellos que priorizan el pragmatismo
geopolítico y la contención de costos— buscan desesperadamente una salida
diplomática controlada que salve las apariencias. Su objetivo es asegurar las
pérdidas territoriales de manera discreta, mientras se empaqueta el resultado
como un triunfo de la diplomacia estadounidense que «aseguró la paz». Para
ellos, Zelenski y su intransigencia pública se han convertido en un obstáculo.
Mientras tanto,
la Unión Europea se encuentra presa de un pánico existencial. Paradójicamente,
muchos líderes europeos temen más a la paz que a la continuación de la guerra.
La razón es tan simple como devastadora: la paz exige rendición de
cuentas. Una vez firmado un alto el fuego, Bruselas y las capitales
europeas tendrían que explicar a sus sociedades por qué destruyeron sus propias
industrias mediante sanciones autoinfligidas, incendiaron su seguridad
energética al dinamitar el Nord Stream, hundieron sus economías en la recesión
y canalizaron cientos de miles de millones de euros y libras hacia el pozo sin
fondo de la corrupción ucraniana, todo para una guerra que su principal aliado,
Washington, ahora se dispone a ceder en términos que Moscú dictó hace meses.
Bruselas apoyó
incondicionalmente a Zelenski no por convicción democrática, sino por puro
instinto de supervivencia política. Un conflicto perpetuo pospone el ajuste de
cuentas interno, la paz lo precipita. Aquí yace la verdadera y profunda división
transatlántica: Europa necesita el conflicto para retrasar lo inevitable,
Washington necesita terminarlo para gestionar su declive y reenfocar recursos,
y Kiev, o lo que queda de su liderazgo, simplemente quiere negar la realidad.
De estos tres actores, solo uno conserva el poder suficiente para dictar el
cronograma, y no tiene su capital en Bruselas.
Al otro lado de
la mesa, aunque físicamente ausente del club de golf de Florida, se sienta
Moscú, observando la fractura occidental con la paciencia de un jugador de
ajedrez que tiene el mate asegurado en varios movimientos. El Kremlin percibe
la desesperación, distingue las grietas y comprende la magnitud de su ventaja.
El mensaje de Vladimir Putin ha sido frío, consistente y libre de ilusiones:
las negociaciones, si llegan, deben reflejar la realidad incontrovertible del
campo de batalla y abordar las causas raíz del conflicto —la expansión de la
OTAN y el estatus de las regiones de mayoría rusa— o Rusia continuará su
ofensiva militar, desgastando no solo a Ucrania, sino a las mismas fuerzas de
la OTAN que la apoyan, hasta que no quede nada que negociar.
Para Rusia,
ambos caminos conducen al mismo destino. No tiene prisa; el tiempo corre en su
contra solo si considera la economía de la guerra, pero corre con ferocidad en
contra de Occidente, que se queda sin tiempo, sin arsenales, sin unidad y, lo
más crítico, sin credibilidad. Cuando los ciudadanos europeos —el votante
alemán, el trabajador francés, el pensionista italiano— conecten finalmente los
puntos y comprendan que sus líderes sacrificaron su prosperidad, su
estabilidad, su industria manufacturera y cualquier aspiración de autonomía
geopolítica por una guerra que terminará exactamente donde Moscú predijo que
terminaría, el ajuste de cuentas político será de una magnitud devastadora. La
caída de Yermak, entonces, no es el fin de una era, sino el primer acto visible
del colapso de la legitimidad del proyecto europeo en su forma actual.
Mientras tanto,
en Kiev, Zelenski intenta navegar un paisaje político devenido en campo minado.
Debe ser protegido no solo de los misiles rusos, sino de los ultranacionalistas
y batallones nazis que lo ayudaron a llegar al poder y que ahora prometen
ejecutarlo si cede un milímetro del territorio que consideran sagrado. Es un
presidente atrapado entre el martillo de la realidad militar y el yunque de la
mitología nacionalista que él mismo ayudó a alimentar.
Rusia, por su
parte, espera ganar en el campo de batalla lo que la diplomacia ya le concede,
consolidando hechos sobre el terreno que serán irrevocables. Y Estados Unidos,
en el centro de este torbellino, quiere hacer «tratos», no la guerra. Su
objetivo último no es la victoria de Ucrania —un concepto ya abandonado— sino
la gestión ordenada de la derrota. Los negociadores en Florida son meros
ejecutores de una disputa mucho más grande: la batalla civil entre globalistas
y soberanistas dentro del propio corazón de Washington.
El cálculo
político es cínico y transparente: se apuesta a que Donald Trump llegue lo
suficientemente golpeado y debilitado a las elecciones de medio término para
que no pueda imponer sus candidatos más leales. Si esta maniobra tiene éxito,
los Bessent y los Rubio del Partido Republicano —los tecnócratas financieros
globales y los halcones intervencionistas— resurgirán con fuerza, resucitando
el consenso del globalismo y su apetito por las guerras sin fin en otros
teatros, una vez que este capítulo ucraniano se cierre con la firma en un
acuerdo que nadie llamará rendición, pero que todos entenderán como tal. El
teatro Noh sigue su curso, las máscaras permanecen en su
lugar, y la audiencia global observa, esperando el momento en que la danza cese
y los actores revelen, por fin, sus verdaderos rostros.


