Los reciente incendios
en España –y no solo en España– han evidenciado que prevenir es mucho mejor –y
más barato— que sofocar. Y ahí radica la cuestión: más barato implica menos
beneficio para los que se nutren de los presupuestos públicos. Lo de siempre.
Negligencia criminal
El Viejo Topo
15 septiembre, 2025
NEOLIBERALISMO
Y NEGLIGENCIA CRIMINAL
España ardió y
seguirá ardiendo. Unos Intentan reducir la explicación a una fatalidad etérea:
el “Cambio climático”; otros ni siquiera se molestan en buscar excusas, guardan
silencio. Todos coinciden al final en no abordar las causas profundas y por
tanto acaban absolviendo a los responsables políticos y económicos de una
cadena de decisiones que han convertido el monte en pólvora, el territorio en
mercancía y la tragedia en negocio.
Llevamos
décadas sufriendo esta plaga. Este año ha batido records. En apenas ocho meses,
cerca de medio millón de hectáreas ardieron. No es una cifra desnuda: son
hogares, explotaciones, ecosistemas y vidas —de vecinos y de trabajadores
forestales— consumidas por un fuego que otros han preparado durante años con
desregulación, externalizaciones, recortes y abandono.
Esta reflexión
parte de una tesis sencilla y, a la vez, incómoda: la magnitud de los incendios
en España son el resultado de una negligencia estructural de las Comunidades
Autónomas y del servilismo gubernamental frente a los dictados de la Unión
Europea, que termina subordinando las prioridades públicas a los intereses de
grandes fondos de inversión y conglomerados energéticos.
El fuego es un
síntoma; la enfermedad, un régimen de gobernanza que convierte todo lo común en
subcontrato, toda política pública en catálogo de licitaciones, y todo
territorio en un solar disponible para la especulación.
El negocio del
fuego: de la prevención barata a la extinción rentable
Desde hace
décadas, los presupuestos autonómicos al respecto repiten un patrón: para
extinción se dedica el 85%, para prevención el 15%. La literatura especializada
y la experiencia internacional son cristalinas: prevenir es más eficaz y más
barato; pero, en el marco neoliberal vigente, extinguir es más rentable.
¿Rentable para quién, nos preguntamos?: para un oligopolio de empresas —con
fondos de inversión internacionales a la cabeza— que concentran las
licitaciones para extinción. En torno a 654 millones de euros anuales se
movilizan entre ambos niveles de la administración (estatal y autonómica)
aunque una parte sustantiva termina engordando las cuentas de resultados que no
conocen temporada baja. Esta lógica mercantil aplicada al monte es perversa.
Donde la prevención demanda continuidad (limpiezas, clareos, cortafuegos,
gestión del matorral, manejo del pastoreo), la extinción permite picos de
facturación asociados a campañas y emergencias. Donde la prevención exige
empleo estable y cualificado, la extinción tolera plantillas parciales,
rotación alta y salarios bajos. Y mientras la prevención persigue reducir el
número de incendios, la extinción vive —inevitablemente— de que los haya. El
incentivo está mal diseñado y la política pública lo ha asumido como si fuera
ley de la gravedad.
El marco legal
como mecha
El segundo
pilar de esta arquitectura inflamable es jurídico. La Ley de Montes (43/2003),
reformada en 2015, descentralizó competencias hacia las CCAA y, en su
desarrollo reglamentario, abrió un corredor de arbitraje normativo. Sobre el
papel, obligaba a planificar prevención, vigilancia y extinción. En la
práctica, la combinación de trabas burocráticas para pequeños propietarios, la
externalización de servicios y las excepciones urbanísticas —como la
posibilidad de alterar la calificación si concurren “razones imperiosas de
interés público de primer orden” (Ley de Montes 2015, párrafo V)— ha funcionado
como anzuelo para la especulación. Resultado: el terreno arrasado queda a tiro
de recalificación o de instalación de macroproyectos energéticos. La
“protección” deviene retórica, mientras la norma, modulada por reglamentos y
desarrollos autonómicos, facilita que el incendio no sea el final de nada, sino
el comienzo del negocio. Lo que debía garantizar el interés general terminó
siendo un manual de instrucciones para la privatización del territorio. Ya
tenemos los primeros ejemplos. En Alcarrrás, en la comarca del Segriá (Lérida)
y, a pesar del rechazo popular, se ha aprobado la primera macro-instalación de
placas solares sobre un terreno quemado en 2021. En total se instalarán unos
100.000 paneles solares. La declaración de utilidad pública que permite
edificar en terreno no urbanizable han sido imprescindible para imponer este
proyecto a pesar de la oposición de la propia Generalitat, ayuntamientos…
Latifundismo y
despoblación: combustible estructural
El latifundismo
sigue siendo un vector silencioso del fuego. En un país que es el segundo de la
UE en superficie forestal, sólo superado por Suecia, la concentración de la
tierra en muy pocas manos impide gestiones activas y próximas del monte: el 1%
de propietarios controla más del 50% de la superficie agraria útil, mientras la
gran mayoría de explotaciones, pequeñas y medianas, apenas rozan el 10%. La
España vaciada —envejecida, con servicios menguantes y economía deprimida—
carece de manos y medios para la gestión cotidiana del bosque. En 2023, uno de
cada tres municipios rurales estaba en riesgo de desaparecer. Sin gente, no hay
cuidado; sin cuidado, el monte se densifica, acumula biomasa muerta y cualquier
chispa se convierte en catástrofe.
La solución
intuitiva —apoyar políticas activas de repoblación, servicios públicos y
economía rural— ha sido desplazada por una narrativa tecnocrática que mide el
territorio en megavatios y no en vidas. Los incendios aceleran y lo harán aún
más, la expulsión facilita la recalificación; la recalificación consolida un
modelo extractivo que cierra el círculo: menos campesinos, más proyectos a gran
escala.
Transición
energética: fondos europeos y servidumbre de paso
En este
tablero, los fondos europeos actúan como palanca. El Plan de Recuperación
asigna decenas de miles de millones a transición energética, vivienda,
industria “verde” y movilidad. El problema no es el objetivo —descarbonizar—
sino el vehículo institucional: una arquitectura de condicionalidades y
ventanillas que prioriza el tamaño y la capacidad del lobby. Los grandes grupos
energéticos y financieros absorben la mayor parte de los recursos, mientras el
mundo rural apenas recibe migajas en forma de compensaciones, subvenciones
menores o subcontratas precarias.
Aquí se revela
el servilismo gubernamental: no en el cumplimiento de estándares climáticos,
sino en la asimetría con que se ejecutan. Cuando Bruselas dice “aceleren la
transición ecológica”, el Gobierno traduce “abran paso” a macroparques eólicos
y fotovoltaicos, aunque se implanten sobre territorios golpeados por el fuego,
sin participación real, sin propiedad local y sin retornos significativos para
la comunidad.
La política
energética se convierte en política de suelo; y el incendio, en pórtico de
oportunidad.
Geopolítica de
la impotencia: sanciones, helicópteros varados y gasto militar creciente
Hay además una
dimensión geopolítica que, leída desde el territorio, suena a sarcasmo. La
paralización de la flotilla de helicópteros rusos Kamov, (valoradas como
excelentes máquinas en tareas de extinción) que no puede volar porque están
sujetas a las sanciones que impusieron la UE y Washington contra Rusia. Esto
refleja cómo decisiones tomadas en clave de alineamiento estratégico se
traducen en impotencia operativa a pie de monte. La misma UE que exige
aceleración verde mantiene restricciones que dejan fuera de servicio medios
críticos; la misma España que incrementa el gasto militar en la órbita de la
OTAN recorta o precariza servicios esenciales como la prevención de incendios
aunque vea como el país arde. Nos hemos de alegrar de que la UME colabore
contra el fuego, deberíamos alegrarnos de que no fueran necesarios porque
mientras decenas de cuadrillas de bomberos están en paro por desidia de los
gobernantes, lo soldados ocupan ese lugar. El mensaje implícito es brutal: hay
dinero para armas; no lo hay para cortafuegos. No se trata de elegir entre
seguridad nacional o seguridad humana: se trata de recordar que la seguridad
empieza donde la gente vive. Y hoy, en demasiados pueblos, la amenaza inmediata
no es una invasión rusa, sino una lengua de fuego empujada por vientos cálidos
sobre un monte abandonado.
La precariedad
como política
Cuando la
columna de humo ya se ve desde la autovía, aplaudimos a bomberos forestales y
brigadas helitransportadas. Bien está. Pero la épica no paga facturas. En
regiones como Castilla y León o Madrid, los trabajadores llevan tiempo
denunciando salarios en torno a 1.300 euros, falta de personal, temporalidad,
equipos obsoletos y altísima rotación. Son más de 35 empresas privadas las
encargadas de controlar los incendios, compitiendo entre sí. Es el reverso de
la externalización: el precio ofertado para ganar el contrato (siempre el más
bajo) se sostiene después recortando nóminas y plantillas. La Administración
mira a otro lado y el empresario mira su EBITDA 1. En el centro del círculo, arden los pinares. Si el
Estado acepta que la protección civil sea una actividad de mercado, debe asumir
que el mercado hará lo que siempre hace: optimizar costes y maximizar ingresos.
Es decir, precarizar. La única forma de alinear incentivos con el interés
general es republicanizar el núcleo del servicio, garantizando plantillas,
formación, carrera profesional y salarios dignos como elemento no negociable de
la política de prevención.
La coartada
climática.
El cambio
climático es real y sus efectos —olas de calor, sequías prolongadas, eventos
extremos— agravan el riesgo de incendios. Negarlo sería tan irresponsable como
culparlo de todo. Aquí radica la trampa discursiva del servilismo
gubernamental: convertir una causa agravante en explicación total. Al hacerlo,
el Gobierno desdibuja responsabilidades concretas: la no aplicación de planes
de prevención por parte de las CCAA, los recortes en personal, la privatización
mal supervisada, las puertas giratorias que vinculan regulación y negocio, y,
sobre todo, la ausencia de una estrategia territorial que integre energía,
agricultura, forestal y vivienda. España no está condenada a arder. Arde porque
hemos industrializado la extinción y tercerizado la prevención; porque hemos
convertido la Ley en una vía rápida hacia la recalificación; porque confundimos
Europa con obediencia, transición ecológica con colonización energética, y
seguridad con tanques y fragatas mientras los montes se convierten en mechas
perfectas. La devastación que vivimos no es un capricho del clima ni una suma
de descuidos; es consecuencia de una acción política. Se expresa en el diseño
de contratos, en la priorización presupuestaria, en el modo en que se legisla y
reglamenta. La negligencia criminal no es un exabrupto retórico: es la lógica
que, sabiendo cómo evitar el desastre, persiste en alimentarlo porque ciertos
actores ganan con ello.
Nota: 1 La EBITDA ( Earnings Before Interest, Taxes,) es un indicador
financiero de rentabilidad operativa.