miércoles, 3 de septiembre de 2025
Universidad y cultura woke
La
cultura woke está asediada desde la derecha. Pero también existe una fuerte
crítica desde parte de la izquierda. En realidad, se trata de una doctrina útil
para el liberalismo, algo que el progresismo liberal no parece haber
comprendido.
Universidad y cultura woke
René Vega Cantor
El Viejo Topo
3 septiembre, 2025
AUTOFAGIA E INFANTILIZACIÓN EN LA UNIVERSIDAD CONTEMPORÁNEA
Desde hace
varias décadas la universidad pública soporta una andanada neoliberal, cuya
finalidad ha sido convertirla en un negocio rentable al servicio del capital
académico. Para hacer posible ese objetivo, el neoliberalismo ha recurrido a
diversos procedimientos, entre los cuales el más evidente ha sido el ataque
desde afuera y por arriba. Con eso se hace alusión a la formula “clásica” que
ya se ensayó desde los tiempos de Pinochet en Chile, consistente en imponer por
la fuerza los intereses del capital y para hacerlo posible se recurrió a la
represión, la destrucción de sindicatos de profesores y de organizaciones de estudiantes,
a la censura, a la quema de libros, al asesinato y desaparición de los líderes
docentes y estudiantiles, en suma, a la destrucción del tejido social crítico
que pudiera existir y a la implantación del control militar y paramilitar en
los campus universitarios.
Esta premisa,
la Doctrina del Shock, fue la base de la imposición de las políticas
neoliberales en materia de educación, entre las cuales figuran la
privatización, la desfinanciación planificada, la mercantilización, la
evaluación de resultados, la maximización de ganancias, la gestión privada de
índole empresarial, la precarización laboral y el predominio de un lenguaje
economicista (rentabilidad, eficiencia, eficacia, calidad, excelencia,
competencias…).
Esto es de
sobra conocido y estudiado en diversos lugares del mundo, pero lo que es menos
referido concierne a la imposición del neoliberalismo desde adentro y
desde abajo. Esta fase en la que nos encontramos desde hace unos pocos años
puede denominarse la era de la edufagia de la universidad. Lo significativo
estriba en que pocos catalogan esta nueva fase como parte del neoliberalismo y
más bien lo conciben como un momento pretendidamente emancipador. En concreto,
lo políticamente correcto y la ideología woke suelen
ser presentados como grandes conquistas democráticas, inscritas en un
pretendido proyecto progresista.
En
contraposición, sostenemos que esta última fase del neoliberalismo educativo es
tan perversa como la anterior ‒que permanece en el trasfondo de la lógica educativa‒ con el agravante de que los agentes educativos (estudiantes, profesores,
trabajadores y directivos) han hecho suyo el neoliberalismo (encubierto con
nuevos sofismas), con lo cual se está destruyendo desde dentro y desde abajo a
la universidad.
Una crítica
anticapitalista a lo que sucede en la universidad es necesaria y debe
diferenciarse de la crítica que desde la derecha y de posturas procapialistas
se realiza a lo políticamente correcto y a la ideología woke en particular.
Debe señalarse que ese tipo de crítica desde la derecha es frecuente, y
pretende denunciar, lo cual no es cierto, que lo woke está cargado de marxismo
encubierto. Esa es una postura ideológica interesada, porque confunde las
perspectivas de las izquierdas de hoy, muchas de las cuales están impregnados
de lo woke ‒e incluso han recibido apoyo financiero e institucional para sus campañas en los campus universitarios por parte de la agónica USAID‒ que se denominan progresistas y que han abandonado la tradición de Marx y cualquier filón anticapitalista.
AUTOFAGIA
Desde hace
algunos años en diversas disciplinas críticas se constata que el capitalismo
vive una fase de autodestrucción y rebasamiento de los límites que ponen en
peligro no solo su supervivencia sino la de la humanidad. Para estudiar esa metamorfosis
se han acuñado términos como Sociedad autófaga, capitalismo caníbal y
etnofagia.
Sociedad
autófaga es un concepto crítico que recalca las diversas
formas en que el capitalismo se autodestruye debido a su desmesura inherente, a
su carácter voraz e insaciable, con su sed desmedida de acumulación, con el
arrasamiento de lo que encuentra a su paso. Y todo esto no es atenuado con la
ciencia y la tecnología, sino que antes, por el contrario, estas forman parte
de las fuerzas productivas-destructivas que siembran hambre, muerte, caos y
desolación por doquier.
En la misma
dirección, Nancy Frazer habla del capitalismo caníbal, para
recalcar el carácter destructor y autodestructor del capitalismo, que arrasa
con la naturaleza y con aquellos sectores sociales que permiten la producción y
reproducción del capitalismo.
Como parte de
esa lógica caníbal, el capitalismo en su expansión mundial promueve el culto a
la diferencia y a las identidades fragmentadas e individualizadas con poco
sustento colectivo. Y aquí adquiere sentido la noción de etnofagia, entendida
como una fuerza que exalta discursivamente la diferencia con el fin de engullir
a lo comunitario y devorar al que es distinto, pero ya no solo con las acciones
brutales (genocidio y etnocidio, que tampoco son del pasado ni han desaparecido
como queda claro en el caso de Palestina) sino mediante el impulso a sutiles
fuerzas disolventes desde dentro y desde abajo. La nueva estrategia es más
pertinaz y potente en la misma medida en que busca socavar la unidad comunal
desde adentro, poniendo más activamente en juego las fuerzas individualistas
del mercado y utilizando pautas y mecanismos de atracción y seducción que
excluyen (o reducen al mínimo necesario) los brutales o burdos medios de otras
épocas.
Ahora bien, la
etnofagia no se circunscribe a un aspecto restringido del dominio del
capitalismo y de las estructuras estatales, sino que ahora está relacionado con
los más diversos ámbitos de la sociedad, entre los que vale incluir a la
universidad. Es un dispositivo clave de la dominación capitalista e
imperialista en esta fase neoliberal, que no se reduce a actuar dentro de los
límites de un estado-nación, siendo por el contrario un proceso mundial.
Estas
categorías resultan útiles para analizar lo que ahora acontece en la
universidad del capitalismo realmente existente, teniendo en cuenta que la
autofagia, la etnofagia y el carácter caníbal del capitalismo se evidencian en
las diversas esferas de la sociedad y en la relación con la naturaleza. La
educación no está al margen de dicho proceso e incluso se convierte en un
ámbito estratégico para difuminar la autofagia por gran parte del tejido
social, en algo que podríamos llamar edufagia. Esta actúa de
manera similar a la etnofagia, puesto que con mecanismos más sutiles y, en
apariencia, progresistas, se exalta la diversidad hasta niveles micros, de
forma tal que desde dentro se vaya minando la universidad y ese proyecto se
presenta como un gran avance democratizador, al reconocer la diversidad
cultural que florece en la vida universitaria. El reconocimiento demagógico de
la diversidad es una estrategia de sometimiento, a partir de la división y la
fragmentación y está inscrita en los antivalores del neoliberalismo, el egoísmo
narcisista, el individualismo, la competencia y el darwinismo pedagógico, que
exalta la supervivencia de los más aptos y el triunfo de los exitosos y
ganadores en el mercado de la diversidad.
La edufagia se
presenta bajo la forma de lo políticamente correcto y, en los años más
recientes, de la ideología woke. Ahora mismo, los dos procesos terminan siendo
uno solo, expresado en el predominio indiscutible de lo woke, proveniente
directamente del sistema universitario de Estados Unidos y en menor medida de
Inglaterra.
El término woke
(despierto en inglés) surgió en el seno de la comunidad afro estadounidense a
finales de la década de 1930, para enfrentar el racismo. Fue un término anclado
en las luchas de la comunidad negra de Estados Unidos con un claro sentido de
dignificación y solo hasta mediados de la década de 2010 se convirtió en un
término de más amplio espectro, al ser asumido por grupos identitarios, de
género y LGTB+, y comenzó a formar parte de una nueva ortodoxia, excluyente,
intolerante y censora. Analizamos algunos de los elementos de la ideología woke
que se imponen en las universidades.
TRIBALISMO
Un elemento
distintivo de las izquierdas mundiales hasta hace poco tiempo era su
reivindicación del universalismo y del internacionalismo. En esa perspectiva,
se apoyaban, sin distinción de fronteras, las luchas que las clases subalternas
libraban en cualquier lugar del planeta. A esa lucha la unían las convicciones
y no la sangre, al recalcar que, más allá de diferencias de tiempo y espacio,
existe una conexión múltiple, motivada por una sed de igualdad, justicia y
libertad que no tiene límites y mucho menos que estén determinados por los
orígenes tribales, el género o la raza. Esa concepción universalista e
internacionalista nutrió las luchas mundiales en diversos espacios nacionales
desde el siglo XIX hasta la desaparición de la URSS.
Luego se ha
impuesto la concepción posmoderna del repliegue identitario, que afirma que las
reivindicaciones deben ser parciales, aisladas y fragmentarias, oscureciendo la
existencia de una realidad estructural (el capitalismo), a pesar de que sigue
siendo el fundamento de las diversas formas de dominación y opresión, contra la
que según esos posmodernos no vale luchar y la cual se acepta pasivamente. Esto
supone que cualquier grupo que reclame el derecho a su identidad, al margen del
resto de la sociedad, tendría un privilegio especial que lo hace, por sí mismo
y en sí mismo, merecedor del reconocimiento social. Esto ha dado pie a un
proyecto tribalista que es uno de los componentes centrales de lo woke.
En este
contexto adquieren fuerza las reivindicaciones de género y raza, y no es porque
estas no sean demandas legitimas de importantes sectores de la sociedad,
históricamente excluidas y marginadas. El problema es que las luchas de
mujeres, homosexuales, transexuales y grupos racialmente subordinados se
esencializan en el proyecto woke y se conciben como realidades puras y
cerradas. Al respecto, resulta ilustrativo constatar la evolución (mejor,
involución) de la categoría de género que, de ser un aporte fundamental del
feminismo de clase, terminó siendo un vocablo tan amplio y etéreo que involucra
los más diversos asuntos de identidad restringida y expresa una fragmentación
extrema y forzada de la vida real. Es la diferencia llevada al
extremo neoliberal, del individualismo egoísta y narcisista en que se predica
que se debe ser diferente como tú, especial como lo eres tú y único como tú.
De allí se
deriva ese disparate sobre la “libre autodeterminación de la identidad de
género” que recorre los campus universitarios y muchos consultorios médicos.
Con eso se sostiene que el sexo no existe, es una simple opción que se le
impone a los niños desde la cuna, y que frecuentemente se nace con el sexo
equivocado, y este puede ser cambiado según la ocurrencia de cada cual, con el
beneplácito de padres de familia, educadores y directivos académicos y con la
participación mercantil de un sistema médico en búsqueda de nuevos nichos de
mercado y de ganancias.
La noción de
género se ha degradado de tal forma que en este momento existen más de 4000
géneros, entre otros las de las personas que se creen perros o gatos y cuyos
miembros y familiares demandan que se les trate como tales. En Estados Unidos,
por ejemplo, la madre de un joven que se declaró gato exigió que fuera atendido
por un veterinario, dado su identificación con un tipo de animal, que lo
llevaba a reclamarse un miembro más de los mininos.
El culto a lo
identitario ha conducido a que, en aras de una reivindicación legítima como lo
es incluir en los relatos históricos a los sectores siempre marginados y
excluidos (población afrodescendiente negra, mujeres, gais, lesbianas…) se
llegué a plantear que solo los sujetos pertenecientes a cada uno de esos
sectores están autorizados para escribir su historia, porque estarían dotados
de una esencia superior y privilegiada que los sectores externos no tienen.,
como si el pasado no fuera un país extraño, al que cualquiera ser humano puede
acceder si lo quisiera. Así las cosas, un “blanco” no puede escribir sobre la
esclavitud africana, ni un varón podría indagar en la historia de las mujeres.
Esto genera un tipo de historia restringida, solamente adecuada para un sector
particular, pero carente de cualquier perspectiva universal, que es en última
instancia uno de los rasgos centrales del conocimiento histórico. Esto quiere
decir que, para comprender las particularidades e identidades parciales, deben
inscribirse en el marco más amplio de lo general, atinente a una sociedad
determinada.
VICTIMISMO
Lo woke
pretende ser una reivindicación de las víctimas lo que supone que se lee la
historia y el mundo contemporáneo no a partir de la agenda de lucha de sujetos
de carne y hueso, con sus sueños, aspiraciones y esperanzas, en la que había
conciencia y proyecto, sino a partir del sufrimiento de lo que se denomina
“víctimas”. Después de la II Guerra Mundial emergió la noción de víctima,
lo cual tenía el objetivo loable de reivindicar a quienes habían padecido la
esclavitud, los campos de concentración, la limpieza étnica, la brutalidad colonialista
e imperialista, entre otros aspectos relevantes en la historia del capital. En
ese momento el término víctima no era un elogio, era un estigma, y por eso
difícilmente alguien lo reclamaba ya que se recalcaba el espíritu de lucha, de
sujetos activos, que soportaban la persecución por su compromiso y por
enfrentar y resistir a la opresión, la discriminación y la explotación.
Eso parece ser
de un tiempo lejano, porque en estos momentos se impuso el culto a la víctima y
se enfatiza en la lógica del padecimiento. Entre más se sufre y se exhibe ese
sufrimiento más reconocimiento se alcanza y más dadivas y concesiones pueden
obtenerse de los que se autocalifican a sí mismos de “víctimas”. El victimismo
es un negocio, otro nicho de mercado del capital, en el cual la exhibición del
dolor es directamente proporcional al éxito alcanzado por ciertos individuos.
Así, en Estados Unidos la inclusión por parte de universidades y empresas de la
discriminación racial de la población negra supone un aumento exponencial de
las ganancias y de la constitución de un nuevo y lucrativo negocio de millones
de dólares, todo a nombre de la inclusión y del reconocimiento de las
víctimas. Esto es pura demagogia, porque los empresarios que eso
promueven no están interesados en los millones de pobladores negros que
soportan opresión, discriminación y explotación. Lo que se impulsa en forma
directa es a las “víctimas exitosas” de manera individual, y máxime si su
imagen victimizada produce fabulosos dividendos, como muestra del carácter
incluyente y pretendidamente democratizador del capitalismo woke.
Alcanzar el
éxito individual, a nombre del dolor y del trauma, es neoliberalismo de pura
cepa y es políticamente desmovilizador, porque el que se dice “víctima” quiere
que a él le arreglen la situación y obtenga beneficios, desligándose de
cualquier lucha colectiva. Es una postura procapitalista, en la medida en que
esencializar a un individuo o a un grupo particular, y no como sujetos activos
sino como entes pasivos, conduce a una permanente conmiseración, porque la
víctima no genera compasión, sino lástima. Emerge un ansia de reconocimiento,
propio por demás del repliegue identitario, con las consecuencias políticas que
ello genera: “A la pregunta ¿‘qué hacer’?, que ha dominado la política moderna
ha sucedido un quejumbroso ‘¿quién soy?’”.
La universidad
es el escenario privilegiado de las “olimpiadas del victimismo”, donde se rinde
culto y se reverencia a las “víctimas”, que son todos aquellos que se
autoproclamen con tal apelativo. Se sostiene que la víctima no se equivoca
nunca y es la portadora de la verdad, sin importar si hay evidencias o no. Esto
ha llevado que las universidades estén repletas de “ofendiditos” que dicen
sufrir por cualquier cosa: aquellos a los que un profesor no les puede alzar la
voz porque los está violentando; otros que forma parte de algún grupo
identitario y se sienten agredidos cuando se cuestiona algún aspecto de esa
identidad, como por ejemplo, si los bebedores de Coca-Cola o consumidores de
comida basura forman un nuevo género, y si se critica a la “chispa de la
muerte” o a McDonald’s consideran que se les ataca emocionalmente por cualquier
afirmación que cuestione sus fibras identitarias más sensibles; están los que
se sienten agredidos y victimizados por determinados libros y escritos, a los
que censuran porque les generan dolor y sufrimiento, y se niegan a asistir a un
curso sobre la esclavitud, porque sienten que allí se remueven traumas
históricos de vieja data, que no pueden soportar; están los que no son capaces
de sostener ningún debate ni controversia porque eso implica ser maltratados,
puesto que el desacuerdo ya no existe, ha sido sustituido por el daño y las
microagresiones.
Este victimismo
generalizado encubre los verdaderos problemas de acoso y violencia que soportan
diferentes sectores de la universidad, porque ahora todo es un espacio asolado
por una quejadera generalizada, lo cual tiene repercusiones al psicologizar
todas las acciones humanas y judicializarlas con protocolos burocráticos. Como
consecuencia, cualquier persona del mundo universitario es susceptible de
soportar persecuciones y procesos disciplinarios por trivialidades, tales como
preguntarle a un estudiante si es de tal región o cuál es su origen étnico o
geográfico, porque eso se consideran terribles ofensas, que causan dolor y
traumatizan…
En las
universidades se ha impuesto la lógica victimista, que promueven los directivos
académicos y sectores del profesorado, lo cual conduce a la proliferación de
códigos de conductas, a censuras y autocensuras, a la imposición de un lenguaje
aséptico y pretendidamente neutro ‒entendido como aquel que no debe
ofender a nadie. Este sí que es el triunfo del capitalismo
con su énfasis en el individualismo
absoluto, dado que el yo ‒cada estudiante aislado‒ es el centro del mundo con sus problemas y
fragilidades.
CANCELACIÓN
Uno de los
elementos más destructivos y dañinos del método woke es la política de la
cancelación, por lo que se entiende que una persona debe ser condenada de
manera permanente por cualquier falta que haya cometido, hoy o ayer, y que
ponga en cuestión la corrección política. Y no estamos hablando de grandes
delitos, por los que es apenas obvio deberían ser juzgados y condenados si se
comprueba que son culpables los agentes del mundo universitario, incluyendo a
los profesores. No, lo que ahora se consideran delitos graves están referidos a
cualquier palabra o acción que ofenda a alguien y quien se siente agredido
denuncie a tiempo, como parte de la “cultura de la delación” que se ha impuesto
en las universidades.
Esto se
sustenta en una lógica binaria, entre buenos y malos, que se convierte en el
rasero para medir lo que es aceptable y lo qué no es. Quien ha cometido un
error deberá pagarlo por el resto de su vida y debe ser cancelado. Además,
vulnerando elementos básicos del derecho liberal, se da el caso que cuando una
persona pague penalmente por una falta, eso no se considera suficiente porque
lo woke sostiene que la culpa es eterna y la pena no tiene límites temporales.
Esto implica que los cancelados deben purgar una pena eterna, lo cual equivale
a la muerte moral, intelectual, política y cultural. Quien sea cancelado deberá
desaparecer por completo de la vida pública y siempre se le recordarán sus
faltas, reales o imaginarias, y para hacer más opresiva y omnipresente la
cancelación las redes (anti)sociales del odio se encargan de atizar, difundir y
revivir, cada vez que sea necesario, la persecución de los nuevos herejes, y
eso genera verdaderos linchamientos virtuales, algo fácil porque esas redes son
el refugio de los cobardes e imbéciles.
La cancelación
tiene otra forma perversa de censura y revisionismo histórico, en la medida en
que se aplican a personajes y sucesos de otras épocas, borrando cualquier
contexto temporal, los criterios de corrección política hoy imperantes. Nos
encontramos ante casos tragicómicos de censuras y prohibiciones de autores
clásicos de todos los tiempos, por ser considerados esclavistas, sexistas,
racistas, misóginos, de lo que no se libran Platón, Aristóteles, Shakespeare…
Allí se incluyen, lo cual parecería pintoresco, hasta los cuentos de hadas. Al
respecto, baste mencionar que en ciertos círculos académicos de Inglaterra se
ha prohibido la Bella durmiente, porque, según una lectura estrecha
de género, allí se fomenta la violencia sexual y el machismo puesto que la
protagonista, que dormía placida y eternamente, es despertada por un intruso
que la besa sin su consentimiento.
Existe una
coincidencia entre la cancelación woke de la literatura que no es correcta
políticamente y la censura conservadora de los libros. Es bueno recordar que en
escuelas de Estados Unidos se prohíben e incluso se queman libros, porque no se
avienen con la ideología mojigata de los padres de familia, por lo general
conservadores y retrógrados. Si sus creencias (como las que figuran en la
Biblia) no aparece en los libros es porque estos textos son diabólicos. En este
caso, lo woke revela su carácter profundamente conservador porque se identifican
plenamente con la extrema derecha cristiana en la censura y la prohibición de
“literatura peligrosa”, para retirar del escenario público a aquellos autores
incómodos, que no deben ser leídos por las tribus identitarias.
Se llega al
punto que para, purificar la bibliografía, en ciertas universidades se ha
inventado un novedoso cargo burocrático, “los lectores de sensibilidad”, esto
es, “expertos” en asesoría lingüística y gramatical para que cuando los autores
escriban tenga en cuenta los efectos que sus dichos pueden tener en las
diversas tribus de víctimas.
Una gran parte
de escritores, pensadores, artistas, políticos, revolucionarios… hoy por hoy
son cancelados, simplemente porque su vida y acciones no se corresponden con
los cánones de seudomoralidad que se han impuesto en los campus universitarios,
como si fueran válidos en sí mismos y tuvieran tal carácter transhistórico que
permitiera juzgar con los mismos parámetros de hoy a los autores y pensadores
de otras épocas.
NUEVO
LENGUAJE
La gramática
woke, como derivado de sus fuentes originarias (posmodernismo y
posestructuralismo), se caracteriza por usar un lenguaje incomprensible, una
verdadera tortura para los simples mortales. Sus textos son ilegibles, de esos
que resultan porque sus autores no tienen nada que decir o no están seguros de
lo que afirman. Se ha impuesto una jerga impenetrable solo para los iniciados
de las respectivas tribus, una nueva lengua en la cual todo es neo, post o
trans.
Se ha impuesto
el lenguaje inclusivo, suponiendo que con el cambio de apelaciones se
transforma la realidad y las cabriolas terminológicas, cada vez más
enmarañadas, modifican a los sujetos. Solo basta hablar de los, las y les para
que todos estén felices y contentos y no haya ofendidos que se sientan excluidos
por la imposición de un lenguaje heteropatriarcal. El feminismo queer ‒con fuerte
influencia en la academia de los Estados Unidos e Inglaterra, y con ecos en
tierras latinoamericanas‒ se distingue por la invención de nuevas palabras o el uso de viejas con un nuevo sentido. Un ejemplo es
ilustrativo: en lugar de hablar de mujeres debe decirse “personas no poseedoras
de próstata”, como lo hizo la revista Teen Vogue en 2019.
Existe un
lenguaje del reemplazo, puesto que ciertos términos son vetados en la academia
universitaria y la lista es amplia: en lugar de decir ciego se dice con
limitaciones visuales o “personas neuro alternativas en lo visual”, a los
inválidos se les debe decir que sufren de diversidad funcional….
Una muestra del
“novedoso significado” de ciertos términos aparece en la guía Sexo más
seguro para cuerpos trans:
Pene: Usamos esta palabra para describir los genitales externos. Los penes
viene en todas las formas y tamaños, y personas de todos los géneros pueden
tenerlos.
Orificio delantero: usamos esta palabra para referirnos a los genitales internos, a veces
denominados vagina. El orificio delantero puede autolubricarse, dependiendo de
la edad y las hormonas.
Strapless (sin correa): utilizamos esta palabra para describir los genitales de las
mujeres que no han sido sometidas a reconstrucción genital (o “cirugía
inferior”), a veces denominado pene.
Vagina: utilizamos esta palabra para referirnos a los genitales de las
mujeres trans que han sido sometidas a cirugía inferior.
Esta cabriola
lingüística pretende cambiar la realidad biológica, producto de la evolución de
millones de años de la especie humana: la palabra vagina se reserva a las
mujeres trans, mientras que los genitales de las mujeres biológicas se
denominan orificio delantero.
Sin duda, la
verdadera revolución lingüística que esta transformando a las universidades del
capitalismo occidental se presenta en el ámbito de los géneros. Hay una
profusión de nuevos géneros para referirse a los rasgos identitarios de
cualquier persona no binaria, y la lista aumenta todos los días. Cualquier
rasgo, por banal, absurdo e impreciso vale para dar paso a un nuevo género. En
2016 se hablaba de la existencia de 251 géneros, entre ellos estos tan
pintorescos: “Healgenero: género que trae paz mental a le identificade”;
Felinogénero: género correspondiente a gatos. Cuando te sientes peludite y
mullide y quieres que te acaricien la barbilla; Aerogénero: género que cambia
según la atmosfera, nivel de confort, quién está alrededor, la temperatura, la
época del año…”.
INFANTILIZACIÓN
El capitalismo
realmente existente impulsa la infantilización a escala general, para tener a
unos seres humanos dóciles, pasivos, obedientes, dependientes de los artefactos
electrónicos y, sobre todo, consumidores compulsivos, que nunca se cuestionan
ni tengan en su horizonte mental algún tipo de atisbo crítico sobre el mundo
real y mucho menos alguna perspectiva de horizonte colectivo o lucha
organizada.
El control
desde la primera infancia de los seres humanos busca que cuando estos crezcan
en términos físicos sigan siendo los niños consumidores que vienen siendo desde
sus primeros años de vida, lo cual ahora se evidencia en el culto al celular.
Nada hay más patético que ver a niños manipulando primero el celular que a un
juguete y a los padres a su alrededor en la misma postura infantilizada, sin
contemplar a los hijos, y rendidos ante el nuevo tótem del que no pueden
despegarse ni un minuto. Luego cuando ese niño crece corporalmente sigue siendo
mentalmente niño y piensa que esa va a ser su condición permanente durante toda
la vida, dado que el neoliberalismo además exalta la falacia de que el mundo
pertenece a los adolescentes, y quienes no estén en esa condición son seres
desechables.
La
infantilización se expresa en la música, en el cine (con la exaltación de los
superhéroes y la imposición de los dibujos animados como forma preferida de
esparcimiento y divulgación) en la información que circula a través de los
artefactos microelectrónicos, en el lenguaje-bebe que usa la gente adulta y que
replica el que circula a través de las redes antisociales, en el deporte, en la
educación, en las costumbres y en la forma de comer y vestir.
La infancia ‒esencial en la
vida de los seres humanos, pero que es una etapa limitada en el tiempo que da
paso a otras fases de la vida‒ es el modelo que el capitalismo busca prolongar para
que la gente conciba el ahora como perpetuo e insuperable presente, que busque
divertirse como si no hubiera mañana y deba comprar en forma compulsiva. Ya no
existe responsabilidad, compromiso a largo plazo, ni mesura, lo cual impide
afrontar los grandes retos de nuestro tiempo, como la desigualdad, la explotación,
la opresión, la injusticia, las guerras, el trastorno climático…
La
infantilización de la sociedad implica que los adultos sean tratados y
considerados como niños, generando un ciclo de dependencia tal que aquellos no
sepan qué hacer y siempre estén condicionados por lo que les digan los padres,
puesto que el paternalismo es la otra cara de la infantilización, aunque con la
paradoja que el papel de padres no lo asuman ellos sino el celular. Lo que
caracteriza a la gente infantilizada en el capitalismo es el narcisismo que
lleva a que cada uno se considere el centro del mundo, en torno al cual deben
girar los demás, lo que produce un individualismo ególatra e irresponsable. Se
pretende permanecer en la edad infantil porque se supone que allí todo es fácil
y sencillo, no existe autosuficiencia, y no deben afrontarse los retos de la
edad adulta, con todos los riesgos e incertidumbre de la vida en el
capitalismo.
Mencionemos
algunos de los componentes de la infantilización de la universidad en los tiempos
actuales.
REIVINDICACIÓN
EXCLUSIVA DEL YO Y DE LA PROPIA IDENTIDAD
Hasta no hace
mucho tiempo se pensaba que la llegada de los adolescentes y jóvenes a la
universidad significaba un paso trascendental en la vida de quienes lograban
acceder a los estudios superiores. Este era un salto hacia la mayoría de edad,
en el sentido kantiano de la palabra, fundamental para asumir el paso a la
madurez y afrontar los retos de la vida con autonomía y responsabilidad. Esa
conducta individual estaba dada por entender la importancia de los demás,
forjar intereses generacionales comunes, con ideales compartidos con otro grupo
de estudiantes, de acuerdo con el origen y pertenencia de clase.
Eso ha cambiado
en forma drástica y ahora nos encontramos con que la universidad es otra fase
infantil que replica y reproduce las características de la educación primaria y
secundaria, pero ahora con adolescentes y jóvenes. Estos cargan tras de sí el
peso de la formación neoliberal de la personalidad, con un acendrado
individualismo y culto al consumo y prisioneros de las lógicas darwinianas de
la competencia y la supervivencia de los millonarios y los exitosos. Esa carga
viene acompañada de una inseguridad absoluta para asumir la nueva fase de la
vida, que en teoría debería ser la universidad, a la cual los jóvenes llegan
manteniendo y reforzando su estancado comportamiento infantil de no asumir
responsabilidad alguna, de necesitar protección, de considerar que los nuevos
retos que les plantea la vida son problemas irresolubles e innecesarios, que
son asediados por peligros que no puede afrontar sino es por la intermediación
de terceros, en una clara réplica del paternalismo que se preserva y reproduce
dentro de las universidades.
La conducta
narcisista se refuerza en aras de seguir manteniendo los privilegios de
sobreprotección que le brinda esa prolongación de la infancia y el consecuente
paternalismo. Para ese individuo narcisista todos los demás son enemigos,
de los que debe ser protegido. Y esa protección se la brindan en las universidades
de manera directa y explícita las autoridades académicas y administrativas.
Esta centralización del yo es conservadora y desmovilizadora
en términos políticos, porque lo político es esencialmente colectivo e implica
la búsqueda del bien común.
PSICOLOGIZACIÓN
Y JUDICIALIZACIÓN
Como de entrada
se piensa a la universidad como un espacio inseguro, repleto de peligros que
acechan a los niños grandes que allí ingresan, todo lo que sucede en los campus
es examinado a partir de una mirada estrechamente psicológica, médica y
judicial. De ahí se desprende la consideración que cualquier palabra o acción
es una amenaza y genera traumas en los noveles estudiantes e incluso en muchos
profesores. La universidad de hoy está llena de jóvenes traumatizados, que necesitan
urgentemente tratamiento psicológico o asistencia médica, por cosas que en la
mayor parte de los casos tienen otro origen. Por ejemplo, en las universidades
latinoamericanas ‒cuyas sociedades son terriblemente desiguales‒ se reproducen las diferencias
sociales (empezando por las diferencias de clase) y una parte significativa de
los estudiantes tienen problemas de subsistencia, de alimentación, para asumir
los costos y gastos que implica ir y estar en una universidad. Eso no es ni
mucho menos una cuestión psicológica de base, es un asunto de desigualdad y de
clasismo. Obvio que de allí surgen problemas sicológicos y médicos, pero el
remedio inicial para “curar la desigualdad” no es sicológico ni mucho menos.
Eso no se
considera porque los grandes temas, referidos al carácter impopular y
antidemocrático de la universidad, han desaparecido de la agenda política de
los estudiantes de hoy, como tendencia dominante, para ser reemplazados por la
búsqueda obsesiva de la terapia, de la ayuda sicológica y del apoyo emocional.
Los problemas estructurales de la educación superior (privatización,
desfinanciación, precarización laboral, antidemocracia, falta de autonomía,
represión estatal…) ya no están en el horizonte de los niños-adultos que
habitan los campus. En estos momentos todo son riesgos y traumas que solo
pueden afrontarse con tratamiento psicológico y terapias de autoayuda.
No extraña que
en el lenguaje de las universidades sobresale la retórica de la vulnerabilidad
y se haya establecido un “guión cultural de la vulnerabilidad” en el cual las
emociones están en el centro de las preocupaciones. Ya no es importante
discernir, comprender, problematizar, asumir las diversas visiones del mundo
como una riqueza cognoscitiva cultural y política, sino que todo eso es
traumático y debe evitárselo al joven infantilizado, para no ofenderlo. Así nos
encontramos con el hecho de que las universidades están repletas de
“ofendiditos y ofendiditas”, por cualquier cosa.
La
infantilización coloca a las emociones en el centro de la atención y se
convierten en un arma de la guerra cultural contra el presente y el
pasado. Contra el presente, porque a partir del estado emocional de
un estudiante se juzga una situación; si este se ha ofendido quiere decir que
el hecho que lo altera es traumático. Puede sentirse afectado por un libro que
le ha recomendado un profesor, por un tema planteado en clase en que se
cuestiona de manera directa o indirecta algún elemento identitario de su yo y
esto resulta agresivo e insoportable. Puede verse agredido por una pregunta
elemental (de donde eres, qué haces, cuál es tu nacionalidad y cualquier
banalidad de ese estilo) que, según su criterio narcisista y ególatra, ejerce
quien le pregunta algo. Puede sentirse interpelado porque alguien (otro estudiante,
profesor o directivo) le alce la voz o le haga algún reproche, crítica o
sugerencia, porque entiende que, como niño que se sigue considerando, cualquier
corrección es inaceptable… Y así hasta el infinito.
Contra el
pasado, porque el adulto infantilizado de las universidades de hoy considera
que no se deben traer los traumas del ayer al mundo de hoy. Cualquier asunto
del conocimiento histórico en el que sea necesario destacar asuntos atinentes a
la guerra, la explotación, la opresión, el genocidio o los crímenes ocasiona
traumas que deben evitarse. Para qué hablar de genocidios en la historia, a la
hora de examinar el genocidio de los palestinos, y reconstruir la destrucción
de las comunidades indígenas de toda América (empezando por las de Estados Unidos)
si eso supone que, para quienes tienen algún nexo étnico con grupos
desaparecidos violentamente, recordar su propia historia los afecta
emocionalmente. Profesor que hable de esos temas traumáticos es un agresor al
que debe denunciarse y perseguirse por tener el atrevimiento de vulnerar con
hechos del pasado a los de por si vulnerables jóvenes de hoy.
Es la
reivindicación de la ignorancia, porque todo verdadero conocimiento es
traumático, genera problemas, lleva a hacer preguntas, a dudar y cuestionar,
pero nada de eso es hoy tolerado por la policía del trauma que
ronda en las universidades, en la cual son copartícipes gran parte de los
estudiantes, que andan a la casa de todos los herejes a los que hay que
denunciar.
A la terapia
psicológica debe agregarse el tratamiento médico derivado, porque gran parte de
los traumas de los niños-adultos que pueblan las universidades requieren
atención sanitaria especializada, medicamentos y acompañamiento terapéutico de
índole física, que se complementa con el de índole espiritual, que brindan los
psicólogos del trauma perpetuo que acosa a la población universitaria. Ese es
otro nicho de mercado para el capitalismo, en el cual juegan un papel central
las terapias e intervenciones médicas de cambio de orientación sexual y sexo,
una práctica cada vez más recurrente en ciertas universidades del mundo, entre
las que sobresalen las de Estados Unidos, Inglaterra, España…
Al lado de la
psicologización y medicalización de la vida universitaria se desarrolla la
judicialización, porque es obvio que los niñas grandes deben ser protegidos con
leyes, protocolos, normas, sanciones, penas, excomuniones, nuevos tribunales de
la inquisición que se han impuesto en la universidad, y la mayoría de los
cuales niega las normas elementales del derecho liberal burgués, como son las
del derecho a la defensa y a no ser condenados sin juicio previo.
Esas normas lo
cubren todo, desde el lenguaje que se emplea, inscrito en el ámbito de la
corrección política, los contenidos de los programas que se enseñan, el tono de
la voz de los profesores en las clases y cualquier relación entre profesores y
estudiantes. Esto destruye un aspecto elemental de la pedagogía para asumir los
problemas normales y cotidianos de la vida educativa: que las cuestiones, conflictos,
malentendidos y dudas que se generan en una clase deben ser resueltos dentro
del aula, sin necesidad de llevarlos fuera de allí, salvo que sean de tal
gravedad que desborden ese espacio. Pero no, ahora las cosas se hacen al revés,
y se empieza con acusaciones que se ventilan fuera de los espacios académicos y
desde allí se inicia el procedimiento judicial con la apertura de costosos y
tortuosos procesos disciplinarios contra profesores, principalmente.
Y esto tiene un
agravante woke, pues todo aquel que denuncia es por definición axiomática
una víctima indefensa, que tiene la razón y es portadora de verdad
sin discusión alguna. Es un razonamiento tautológico (la víctima dice la verdad
y lo que dice es cierto porque es víctima) que se ha impuesto en los campus y
que lleva a que cualquier hecho traumático (muchos de los cuales son malos
ratos o momentos desagradables o malentendidos) sea denunciado por parte de
quien en adelante se declara víctima e ingresa en la interminable cadena de
quejosos y ofendidos, que pueblan hoy las universidades y cuentan con el aval y
respaldo de las directivas académicas, situadas en los políticamente correcto.
No quiere
decir, según lo planteado hasta acá, que en las universidades no se deban
perseguir los delitos que allí se cometan, incluyendo el acoso y las violencias
sexuales, lo que es una necesidad imperiosa y un deber. Eso debe hacerse con
resolución y determinación. Pero lo que sucede, precisamente, es que el
discurso de las microagresiones oculta esos problemas reales y lleva a que la
judicialización sustituya a cualquier diálogo pedagógico, que se supone debería
ser la esencia de cualquier proyecto educativo medianamente serio.
CULTO A LA
SEGURIDAD
Como la
universidad de nuestro tiempo no está habitada por adultos en mayoría de edad
que piensan con cabeza propia, sino por niños-adultos que requieren protección
frente a todos los riesgos que los asechan a cada minuto, dentro de los campus
se está desarrollando un culto a la seguridad total, algo así como la tolerancia
cero del punitivismo jurídico de estirpe estadounidense. Para ello se ha creado
la noción de “la universidad como espacio seguro”. La pregunta básica es: ¿Qué
se entiende por espacio seguro?, si la vida está llena de inseguridades y el
paso de la infancia a la madurez, que se supone se desarrolla en los campus,
está repleto de retos e incertidumbres, que forman parte del afianzamiento de
esa madurez, de la autonomía, confianza y el aprendizaje riesgoso que eso
implica.
La noción de
“espacio seguro” que tiende a imponerse en la universidad es aquella que
postula que, como en los jardines de infancia, los niños-adultos deben estar
completamente seguros y tranquilos que no tendrán ningún trauma ni nada que los
afecte o aflija. Si esos jóvenes infantilizados sufren “acoso bibliográfico”
por parte de un profesor que los hace leer libros traumáticos [El Capital, Otelo, Crimen
y Castigo, El Siglo de las Luces, La Perla…] pues
ellos ya no deben asistir a las bibliotecas o centros de lectura ‒si es que todavía quedan en la Universidad de la ignorancia de nuestro tiempo‒ porque estos
han dejado de ser espacios seguros.
Si esos jóvenes
infantilizados no pueden soportar una discusión, un debate (términos que en sí
mismos generan inseguridad existencial, porque para los ofendiditos esas son
microagresiones traumáticas) en una cafetería, en una aula de clases, en un
teatro… pues hay que clausurar esos espacios para que aquellos se sientan
seguros.
Si esos jóvenes
infantilizados no pueden soportar una clase con temas sensibles que los afectan
emocionalmente (la esclavitud, el genocidio, las guerras…) pues hay que evitar
que asistan a esas clases o debe obligarse a los profesores a cambiar la
bibliografía y el énfasis temático por asuntos más agradables que suenen bien a
los oídos de los traumatizados niños-adultos y solo de esa forma, a punta de
control y represión, las aulas de clase pueden ser espacios seguros, lo cual
significa el regreso a la universidad medieval.
Una de las
consecuencias de la búsqueda insaciable de espacios seguros es la ruptura del
tejido universitario y de la comunidad educativa, y es el paso, ese sí seguro e
inexorable, hacia la segregación y al apartheid universitarios. Al paso que
vamos, pronto se propondrá que las mujeres estén separadas de los hombres y
estos de los trans, porque la sola relación entre todos ellos es fuente de
inseguridad, con lo que retornaremos a formas conservadoras de educación que se
pretendían superadas en las universidades contemporáneas, y que implican el
retorno de la “normal de señoritas” (en donde solo haya mujeres estudiantes y
profesoras) y de niños-adultos de sexo masculino, cada una por su lado.
Y otro elemento
que se desprende de la noción de espacios seguros, que reivindican muchos
profesores y estudiantes, es el de la educación virtual, en el que ya no exista
presencialidad y se rompa cualquier nexo directo entre profesores y
estudiantes. De esa manera, se fortalece la tendencia neoliberal de
privatización y de cierre de campus y su sustitución por computadores,
terminales e internet, tendencia que se acentuó durante la reciente pandemia de
la Covid-19. Obsérvese como una reivindicación típicamente woke, la de
“espacios seguros”, termina mostrando el filo neoliberal y neoconservador del
falso progresismo y como tiene una veta procapitalista que conduce a la
clausura de los campus, por la vía de formar guetos o implantar la
virtualización plena de los espacios educativos, lo cual además es un negocio
jugoso para las multinacionales que se lucran de vender cachivaches
tecnológicos que son presentados como la garantía de una irreversible
“revolución educativa”.
CONTRA EL
PENSAMIENTO CRÍTICO
La
infantilización de la universidad forma parte de una cruzada orquestada contra
todo pensamiento crítico e independiente, porque se ataca en forma acotada a
quienes se nieguen a plegarse a la nueva ortodoxia woke. Esto deriva en
ataques, denuncias, censuras, expulsiones y juicios arbitrarios de quienes
entran a ser considerados enemigos según la nueva inquisición de estudiantes
infantilizados.
Todo pensador
crítico, profesor independiente, investigador autónomo que requiere de libertad
para expresarse libremente es visto como un obstáculo que impide la
consolidación de las pautas de infantilización en la universidad. Se requiere
que nadie piense, ni dude, ni cuestione y si alguien lo llegase a hacer debe
ser callado, censurado y, sobre todo, cancelado. Esto ha llegado a extremos que
en otros tiempos no hubieran sido tolerados, como los que se están
estableciendo en universidades de los Estados Unidos, en las cuales se
institucionalizan sistemas de denuncia tendientes a evaluar en los profesores
las microagresiones.
Otras
universidades llaman a que se denuncien todos los actos que consideren
microagresiones y están formando “equipos de reacción a los prejuicios” que
tramiten las quejas de los estudiantes. Así, “animar a los miembros de una
comunidad académica a denunciarse el uno al otro representa un nuevo nivel en
la burocratización de la vida del campus. Al informarte, una vez considerado
como la personificación de la corrupción moral, ahora se le admira por
contribuir a la cruzada contra la microagresión”.
Este control
seudo moralista destruye el tejido universitario y promueve los comités que
intervienen en el desarrollo de las actividades en el aula y en la
investigación, para impedir que aquellos que transgredan las normas de
infantilización establecidas sean censurados e incluso expulsados, simplemente
por expresar sus ideas libremente, impartir cátedras disonantes con lo woke y
sugerir lecturas de autores cancelados.
En últimas, a
partir de la concepción neoliberal de la soberanía del consumidor se sostiene
que los estudiantes tienen todo el derecho para enfrentar todo lo que
consideren microagresiones porque son consumidores indignados con las prácticas
académicas que se les venden. Si no les gustan, porque les parecen incómodas o
los traumatizan, deben proceder como cualquier consumidor soberano y exigir el
cambio de aquel (que antes se llamaba profesor) que les ofrece o les vende un
producto académico insatisfactorio para su gusto. Para que el procedimiento sea
más efectivo y expedito están los comités que dictaminan, en consonancia con el
sentir de sus consumidores qué es bueno y qué es malo para sus infantilizados
estudiantes.
Los efectos
sobre la vida universitaria son perversos y destructivos, ya que se enrarece la
libertad de cátedra y de pensamiento, y genera el silencio y la autocensura
para no ofender a los niños-adultos que de ninguna manera pueden afrontar
debates, discusiones, polémicas ‒que forma parte consustancial de la
vida académica‒ ya que todo eso es visto como malas
acciones, microagresiones que aumentan la vulnerabilidad de los estudiantes en
los campus.
Ese es un
componente de la edufagia que destruye la universidad desde dentro, mientras
los acuciantes problemas de nuestra sociedad reclaman una universidad pública,
amplia, democrática que contribuya a solucionarlos. Mientras los profesores y estudiantes
se ocupan de traumas ficticios, microagresiones, vulnerabilidades individuales
y el narcisismo se convierte en el centro de atención de la vida académica,
América Latina y el mundo se deshacen a pedazos, como si esos asuntos cruciales
que afronta la humanidad no tuviera que ver con las comunidades universitarias.
La universidad
está dejando de ser un lugar en el que se piensen y se elaboren proyectos
alternativos y críticos, que repercutan en el beneficio de las sociedades y de
las naciones, para convertirse en un nicho de mercado capitalista, en el cual
el neoliberalismo woke está destruyendo los últimos resquicios de democracia
que existían. Se impone la dictadura de lo políticamente correcto, el último
peldaño en el proceso de destrucción de la universidad, con el agravante que
ahora opera desde dentro y desde abajo, agenciado por gran parte de
estudiantes, profesores y directivos.
Pese a eso, en
muchas universidades existen voces críticas de estudiantes y profesores que no
se pliegan a los nuevos dictados del neoliberalismo educativo y perseveran, en
medio del aislamiento y la marginación, en su proyecto de construir otro tipo
de universidad, no mercantil, ni infantilizada. Allí se encuentra la esperanza
para reconstruir una universidad al servicio de la población, donde quepan
muchos mundos y saberes y que rompa con la destructora hegemonía de lo
políticamente correcto.
Este artículo
forma parte del Dossier: “La
Universidad Pública en la encrucijada. Mercantilización, resistencias y
alternativas”
Fuente: Huellas del
Sur