viernes, 20 de septiembre de 2024

El extraño estado de la democracia occidental

 

Curioso sistema este de la democracia parlamentaria: los partidos en el poder incumplen sistemáticamente las promesas electorales, y llevan a cabo políticas con las que están en desacuerdo la mayoría de los ciudadanos. Para ese viaje sobran alforjas.


El extraño estado de la democracia occidental


Prabhat Patnaik

El Viejo Topo

20 septiembre, 2024 

 


Durante todo el periodo de posguerra en los países metropolitanos la democracia nunca ha estado en un estado tan extraño como el actual. Se supone que la democracia significa la aplicación de políticas conformes con los deseos del electorado. Cierto, no es que los gobiernos primero averigüen los deseos populares y luego decidan la política; la conformidad entre ambos se garantiza bajo el dominio burgués cuando el gobierno decide las políticas de acuerdo con los intereses de la clase dominante y luego dispone de una maquinaria de propaganda que persuade al pueblo sobre la sensatez de estas políticas La conformidad entre la opinión pública y lo que desea la clase dominante se consigue así de una manera compleja cuya esencia reside en la manipulación de la opinión pública.

Sin embargo, lo que ocurre actualmente es totalmente distinto: la opinión pública, a pesar de toda la propaganda que se le dirige, desea políticas totalmente distintas de las que persigue sistemáticamente la clase dominante. En otras palabras, las políticas favorecidas por la clase dominante se están llevando a cabo a pesar de que la opinión pública se opone a ellas de forma palpable y sistemática. Esto es posible gracias a que la mayoría de los partidos políticos se alinean detrás de estas políticas; es decir, gracias a que un amplísimo espectro de formaciones o partidos políticos respaldan estas políticas en contra de los deseos de la mayoría del electorado. Así pues, la situación actual se caracteriza por dos rasgos distintos: en primer lugar, una amplia unanimidad entre el grueso de las formaciones políticas (partidos); y en segundo lugar, una falta total de congruencia entre lo que acuerdan estos partidos y lo que desea el pueblo. Esta situación no tiene precedentes en la historia de la democracia burguesa. Además, estas políticas no se refieren a cuestiones menores sobre tal o cual asunto, sino a cuestiones fundamentales de guerra y paz.

Tomemos el ejemplo de Estados Unidos. La mayoría de la población de ese país, según todas las encuestas de opinión disponibles, está horrorizada por la guerra genocida de Israel contra el pueblo palestino; desearía que Estados Unidos pusiera fin a la guerra y no siguiera suministrando armas a Israel para prolongarla. Pero el gobierno estadounidense está haciendo precisamente lo contrario, aun a riesgo de convertir la guerra en una que envuelva a todo Oriente Próximo. Del mismo modo, la opinión pública estadounidense no desea una continuación de la guerra de Ucrania. Es partidaria de poner fin a ese conflicto mediante una paz negociada; pero el gobierno estadounidense (junto con el del Reino Unido) ha torpedeado sistemáticamente toda posibilidad de arreglo pacífico. Su oposición a los acuerdos de Minsk, una oposición transmitida a Ucrania a través del viaje del primer ministro británico Boris Johnson a Kiev, fue lo que inició la guerra en primer lugar; e incluso ahora, cuando Putin había hecho ciertas propuestas para establecer la paz, incitó a Ucrania a lanzar su ofensiva de Kursk, que acabó con todas las esperanzas de paz.

Lo significativo es que tanto los republicanos como los demócratas de EEUU están de acuerdo en esta política de proporcionar armas a Netanyahu y Zelensky, a pesar de que la opinión pública desea la paz y a pesar de que cualquier aventurerismo de Ucrania corre el riesgo de desencadenar una conflagración nuclear.

Este contraste entre lo que desea el pueblo, a pesar de toda la propaganda a la que ha sido sometido, y lo que ordena el establishment político, aflige a todos los países metropolitanos; pero en ningún lugar es tan descarnado como en Alemania. La guerra de Ucrania afecta directamente a Alemania de una manera que no afecta a ningún otro país metropolitano, ya que Alemania dependía totalmente del gas ruso para sus necesidades energéticas. Las sanciones impuestas a Rusia han provocado una escasez de gas; y la importación de sustitutos más caros desde Estados Unidos ha hecho subir los precios del gas hasta niveles que repercuten fuertemente en el nivel de vida de los trabajadores alemanes. Los trabajadores alemanes exigen con urgencia el fin de la guerra de Ucrania; pero ni la coalición gobernante, formada por los socialdemócratas, los demócratas libres y los verdes, ni la principal oposición, formada por los democristianos y los socialcristianos, muestran interés alguno por una resolución pacífica del conflicto. Por el contrario, la clase política alemana está intentando azuzar el miedo a la aparición de tropas rusas en las fronteras alemanas, ¡aunque, irónicamente, son tropas alemanas las que están estacionadas actualmente en Lituania, en las fronteras de Rusia!

En su desesperación por poner fin a la guerra de Ucrania, el pueblo trabajador alemán está recurriendo a la neofascista AfD, que profesa estar en contra de la guerra (aunque uno sabe que inevitablemente traicionará esta promesa en cuanto se acerque al poder) y al nuevo partido de izquierda de Sahra Wagenknecht, que se separó del partido de izquierda matriz, Die Linke, por esta misma cuestión de la guerra.

Exactamente lo mismo ocurre con las actitudes alemanas hacia el genocidio de Gaza. Mientras que el grueso de la población alemana se opone a este genocidio, el gobierno alemán ha criminalizado de hecho toda oposición al genocidio israelí alegando que constituye «antisemitismo». Incluso disolvió una convención que se estaba organizando para protestar contra el genocidio, a la que habían sido invitados ponentes de renombre internacional como Yanis Varoufakis. El uso de la vara del «antisemitismo» para golpear toda oposición a la agresión de Israel está muy extendido también en otros países metropolitanos. En Gran Bretaña, Jeremy Corbyn, el antiguo líder del Partido Laborista, fue expulsado de ese partido, aparentemente por su supuesto «antisemitismo» pero en realidad por su apoyo a la causa palestina; y las autoridades universitarias estadounidenses han invocado esta acusación contra las protestas generalizadas en los campus que han sacudido ese país.

Normalmente, se intenta conseguir este tipo de cabalgada sobre la opinión pública manteniendo estas cuestiones candentes de la paz y la guerra totalmente fuera de la discusión política. En las próximas elecciones presidenciales estadounidenses, por ejemplo, dado que ambos contendientes, Donald Trump y Kamla Harris, están de acuerdo en suministrar armas a Israel, esta cuestión en sí no figurará en ningún debate presidencial ni en la campaña presidencial. Mientras que otros temas en los que difieren ocuparán el centro del escenario, el crucial que afecta a la gente y en el que tienen una opinión diferente de los contendientes, no será un tema de debate.

Una de las razones del apoyo de la clase política a las acciones israelíes, que dista mucho de ser insignificante, es la generosa financiación que recibe de los donantes proisraelíes. Según un informe publicado en la revista Delphi Initiative (21 de agosto), la mitad del gabinete de Keir Starmer, el recién elegido primer ministro laborista británico, había recibido dinero de fuentes proisraelíes para concurrir a las elecciones que les llevaron al poder. El mismo número de la misma revista informa también de que un tercio de los miembros conservadores del parlamento británico habían recibido dinero de fuentes pro-Israel para las elecciones. En otras palabras, el dinero pro-Israel está a disposición de los dos principales partidos de Gran Bretaña; esto hace que el apoyo a las acciones israelíes sea un asunto bipartidista.

Por otro lado, lo que les ocurre a quienes se posicionan con Palestina queda ilustrado por dos casos en los miembros del Congreso de Estados Unidos, Jamaal Bowman y Cori Bush, ambos representantes progresistas negros, que simpatizaban con la causa palestina y eran fuertes críticos del genocidio israelí, fueron derrotados por la intervención del AIPAC (Comité de Asuntos Públicos Estadounidense-Israelí), un poderoso lobby proisraelí, que vertió millones de dólares en el esfuerzo. La Iniciativa Delphi del 31 de agosto informa de que se habían gastado 17 millones de dólares para la derrota de Bowman y 9 millones de dólares para la campaña publicitaria contra Cori Bush. Curiosamente, en la campaña contra Cori Bush no se mencionó la agresión de Israel contra Gaza, ya que el AIPAC sabía que en ese tema concreto el público habría apoyado a Cori Bush en lugar de a su oponente, y de ahí que frustrara sus planes para derrotarla. Lo que todo esto significa es que una decisión fundamental sobre la guerra y la paz que afecta a todo el mundo está siendo tomada en los países metropolitanos en contra de los deseos del pueblo por un estamento político financiado por grupos de presión con intereses creados.

Así pues, en la metrópoli se ha pasado de la «manipulación de la disidencia» mediante la propaganda a la ignorancia total de la disidencia, incluso de la disidencia de una mayoría que ha demostrado ser inmune a la propaganda. Esto representa una nueva etapa en la atenuación de la democracia, una etapa caracterizada por una bancarrota moral sin precedentes del establishment político. Dicha bancarrota moral del establishment político tradicional también constituye el contexto para el crecimiento del fascismo; pero tanto si el fascismo llega realmente al poder como si no, la atenuación de la democracia en las sociedades metropolitanas ya ha desempoderado a la gente hasta un punto sin precedentes.

Fuente: ESPAIMARX

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