jueves, 23 de noviembre de 2023

Cuando Triana era Guantánamo y Sevilla el Imperio

 

Cuando Triana era Guantánamo y Sevilla el Imperio

 


 Antonio Orihuela

 Elportaldeandalucia.org

22 noviembre, 2023

 

"Auto de fe de la Inquisición", de Goya.

 

Langer, en su Philosophy in New Key, nos recuerda que el hombre es capaz de adaptarse a cualquier cosa que su imaginación sea capaz de afrontar menos al caos. El caos tiene que ser periódicamente conjurado, constreñido a una imagen que lo reduzca, lo limite y lo haga manipulable. Un espectáculo que, reiteradamente, absorba la falta de sentido, el excedente de sufrimiento que conlleva la existencia humana. Pocas comunidades como la sevillana han sabido, a lo largo de los siglos, trabajar ese ámbito y la relación entre símbolos y conductas sociales como una ontología, una cosmología, una estética y una moral. Las cuatro han ordenado la experiencia de esta comunidad. Y los individuos que han ignorado las normas morales y estéticas que formulaban, cada vez, los símbolos, han sido condenados por ello.

Así, pocas ciudades en el mundo podrán vanagloriarse de tener por santas y patronas a dos terroristas. Perdón, el orden debe ser invertido. Justa y Rufina, destructoras del patrimonio escultórico de la Sevilla del siglo III, circunstancia que las llevó a ser condenadas, se convierten en mártires siglos después, cuando su iconoclastia, lejos de ser tal, se torna virtud. Así es; Justa y Rufina, en su fervor cristiano, pusieron todo su empeño en la destrucción de toda la estatuaria pagana de la ciudad de Sevilla. A cambio, por Real Cédula de Fernando III se promovió la multiplicación de imágenes de ambas santas para su veneración y culto. Goya las pinta con los restos de su hazañas esparcidos a sus pies, con la Giralda al fondo, con Onda Giralda más al fondo aún y los ecos de Nicolás Salas, por una vez, animando la acción.

Siguiendo esa línea argumental, y en la medida de que el Reino de España se declara constitucionalmente aconfesional, deberíamos esperar ver un día rehabilitado también a Rodrigo de Valer, cuyo camisón fue colgado a guisa de bandera en la Catedral de Sevilla, con la inscripción: «Rodrigo de Valer, ciudadano de Lebrija y Sevilla, apóstata, falso apóstol, quien pretendió ser enviado de Dios».

Reivindicados los magistrales del cabildo de la catedral Juan Gil (Egidio) y Constantino Ponce que, acusados de herejía, no por ya muertos se libraron de ser desenterrados y quemados su huesos.

Recuperado Antonio Enríquez Gómez, también víctima de la Inquisición sevillana, autor de El siglo pitagórico, novela en verso y prosa que narra la trasmigración de un alma en diversos cuerpos (un ambicioso, un chismoso, una dama, un hidalgo, un valido) sobre un esquema fijo; el alma describe la maldad de su ocupante y le acusa, éste se disculpa: su maldad es la tónica de la época y, por tanto, no puede considerarse delito; y autor de la Vida de don Gregorio Guadaña, una novelita picaresca en la que se nos narra cómo el vicio y la corrupción se señorean en la corte de Felipe IV.

Reclamados los humanistas Juan Pérez o Francisco de Zafra, ambos quemados en efigie.

Rehabilitadas más de treinta mil personas, morerías, aljamas enteras, sinagogas, el Monasterio de San Isidoro del Campo con todos sus frailes jerónimos y otros laicos reformistas que allí se daban cita, con Casiodoro de Reina, primer traductor de la Biblia completa al  castellano a partir del hebreo y del griego, y Cipriano de Valera revisor de la misma. Esperemos, aunque tengan que pasar también mil años, que Sevilla reivindique a quienes dijeron de ella que era la primera ziudad de nuestra España, que en nuestros tiempos conoziese los abusos, superstiziones i idolatrías de la Iglesia Romana.

Tal vez un día la condena de la ONU al Imperio por las condiciones en que mantiene a los presos de Guantánamo se extienda a aquel Castillo de la Inquisición, sito en Triana, donde una expresión poco afortunada o una actitud equívoca podían acarrear la delación si en ellas se adivinaba el rictus de lo herético. Allí iban, sin juicio previo y sin saber por cuánto tiempo, arrebatados del lecho en mitad de la noche, amigos y enemigos, parientes y desconocidos, delatores y delatados. Todos presos, incomunicados, aterrados, ignorantes del cargo del que se les acusaba y de quién les había acusado. Simplemente se les interrogaba sobre si conocían el motivo del arresto, exhortándoles a la confesión de todos sus errores y pecados mediante tortura, si era necesario. La acusación difusa e inconcreta podía colocar al reo en una situación dramática. Porque sucedía a menudo que él no sabía por qué estaba allí o suponía algo distinto de lo que se le imputaba, lo que retrasaba el proceso y abría nuevas pistas a otros complementarios.

La inseguridad, la desconfianza y el peligro se instalaron durante los siglos XV-XVII en una sociedad amenazada por sí misma de forma no muy diferente a la situación que se vive en la Sevilla del golpe militar de 1936 y en los años siguientes. En una y otra ocasión, curiosamente, la convivencia arruinada se refugia detrás del aparato barroco de la ciudad. Será esta vieja máquina, prácticamente desahuciada en las coyunturas republicanas, la que vuelva a organizar, con aparatosa solemnidad, los espectáculos que habrían de servir para exaltar la fe, conmocionar al pueblo y exhibir la fuerza y poder del régimen. De nuevo en marcha la extraña función, los tres actos del teatro de la sombras, los tres actos de la temporalidad franquista: la matanza, la ceremonia religiosa y el espectáculo que, todavía hoy, continúa.

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Antonio Orihuela

Profesor, poeta y ensayista. Fundador de "Voces del Extremo"

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