martes, 28 de marzo de 2023

“Yeguas exhaustas”, Bibiana Collado Cabrera. Las correas invisibles

 

 “Yeguas exhaustas”, Bibiana Collado Cabrera. Las correas invisibles

TERCERAINFORMACION / 28.03.2023

Debutante como novelista, la poeta castellonense realiza una cruda confesión -y reflexión- sobre los múltiples obstáculos padecidos por las mujeres asociadas a un estrato social humilde.



A pesar del a priori evidente significado del concepto realismo, cuando éste se materializa para dar forma a una obra surgen diversos matices que rodean su aplicación. El más importante quizás quedó sentenciado de manera categórica por aquella corriente de cineastas italianos, entre los que se encontraban, entre otros, De Sica, Rossellini o Visconti, que pese a su evidente determinación por contar historias ligadas a la vida cotidiana y ajenas a cualquier idealización, eran totalmente conscientes de que para trasladar dicha sensación al espectador muchas veces se necesitaba todo un artificioso entramado de elementos con el fin de convertir la pantalla en una ventana abierta a todo aquello que acontecía en la calle. Por eso que la protagonista de “Yeguas exhaustas” (Pepitas de calabaza, 2023), pese a intuirse el carácter autobiográfico del relato, adopte un nombre diferente al de la autora y que tampoco tengamos la certeza sobre lo absolutamente veraz de su contenido, no impide que la primera novela de esta joven, nacida en 1985, pero laureada poeta, llamada Bibiana, que no Beatriz como la protagonista, sea una desgarradora confesión, avalada en primera persona, que ejerce tanto de explícito reflejo de los traumas asociados a su propia condición como de inmisericorde fotografía de un hecho colectivo.

Reconocida hasta la fecha por una capacidad poética exenta de decorativos ejercicios líricos, su actual libro no deja de ser, en cuanto a temática, un compendio de todas las preocupaciones que han acogido hasta el momento sus versos. La diferencia de formato tampoco altera una oralidad, mucho más prominente aquí, plagada de maneras explícitas y de una confesional estructura que no convierte su naturaleza tanto en un diario personal, aunque inevitablemente algo de ello también tenga, sino más bien en una conversación íntima donde entabla relación directa con el lector, al que más allá de situarle en el plano de oyente respecto a su situación particular, se convierte también en el receptor de un despiece de los diversos factores estructurales que pretenden explicar ese estado, adoptando por lo tanto un tono prácticamente ensayista. A un lado quien sujeta el libro, de anónimo nombre y condición, y en el otro, la autora, mujer y perteneciente a “los de abajo”, como le gustará definirlo bajo una terminología tan implacable como certera.

Si de salud habláramos, las heridas que somos capaces de observar palpablemente y de advertir su forma, pese a lo impresionante que pueda resultar su constitución, casi nunca acaban por ser las más dañinas. Cualquiera sabe que aquellas ocultas que necesitan de un análisis más minucioso y menos obvio para llegar a ser detectadas son las verdaderamente peligrosas, infectando paulatinamente nuestro cuerpo, y mente, sin que seamos conscientes de su existencia hasta que optan por brotar de la manera más extrema y ya incurable. Y ahí posiblemente radica el mayor esfuerzo, y consiguiente logro, del libro: hacer el ejercicio de rebuscar en lo más oculto de uno mismo para enfrentarse a ese tipo de lesiones que solo pueden ser sanadas, o al menos detectadas, tras el paso previo de horadar un camino que nos lleve hasta su origen, por muy poblado de monstruos que éste se manifieste.

Que el inicio del libro nos sitúe en un episodio donde se hace mención de manera directa a la menstruación, signo identificativo de la naturaleza femenina, significa una toma de contacto donde ya se desvela la prioridad, aunque no será la única, que la autora otorga al género. No obstante, se servirá de dicho pasaje particular para extender esa experiencia hasta hilvanar una intrincada teoría de carácter más extensa donde sitúa en su centro a un ser condenado -desde sus primeras experiencias- biológicamente al sufrimiento o incluso a la vergüenza y el sigilo al que durante mucho tiempo ha sido sometido dicho proceso natural. Iniciáticas experiencias a las que el contexto empuja a convertirse en las primeras perturbaciones en la manera de comportarse ante los demás. Problemática ecuación que exponencia su trastorno al añadirse, como especifica la escritora, el papel determinante de un acervo familiar de extracción social baja, trabajadores de campo para más señas, y donde la figura paterna está cincelada, como tantos de esa época, bajo un hieratismo afectivo y donde la materna, adoptando necesariamente un papel de educadora sentenciado por su escuálida escala económica, afronta el sufrimiento y el trabajo duro con estoico carácter, convirtiendo dicha actitud en su mayor y único legado hacia una prole señalada así por un determinismo claudicante.

Interrumpido por breves “incisos” que suspenden momentáneamente el monólogo confesional que domina el relato, la sucesión de traumas causados como consecuencia de la huella depositada por su origen de clase social baja, nunca invisible para quienes recelan de ella pese a los éxitos académicos y profesionales conquistados, seguirá funcionando como una losa de inseguridad que se sumará a una relación de pareja donde al paulatino y artero mecanismo de liquidar su autoestima consigue que los golpes recibidos le impidan incluso sentirse como víctima. Cicatrices que, más allá de los efectos visibles, alteran cualquier forma de relación, no ya ajena sino incluso con una misma. Porque la sombra de ese patriarcado resulta tan extensa y aprehendida que siempre contiene excusas para poner en solfa la manera de actuar de la mujer, desde su aspecto físico, encauzado desde la más tierna niñez bajo una hipersexualización que ya las prepara para el disfrute ajeno, a su puesta en escena frente al prójimo, que, como se advierte en el libro, resulta una esclavitud, quizás sin grilletes ni látigos, pero con la intensidad que supura la mirada enjuiciadora de toda una sociedad que espera que ocupen un lugar previamente determinado y ningún otro.

No existirá casi aspecto ligado a las relaciones sociales que durante el libro, y aplicado a la propia vivencia de la protagonista, no sea tratado con un ojo crítico derivado de la angustia capaz de producir. El idioma, en este caso el valenciano, percibido tal y como se expresa en el texto, siempre bajo el complejo de ser descubierta por su tradición de inmigrante; las identificaciones culturales, vistas con el esnobismo que ridiculiza a los crecidos entre los ritmos de Camela o Estopa, o una vida académica plagada de episodios de abusos que conllevan una malsana relación con sus alumnas, a las que no puede evitar observar como continuadoras de todos esos prejuicios, componen un paisaje donde el desarraigo y el ostracismo, latente o siempre proclive a asomar entre la ironía o la condescendencia, convierten a Beatriz en alguien de rígida y titubeante personalidad, cargada siempre con la sensación de no pertenecer, o más bien no ser aceptada, pese a haberlo conseguido por méritos propios, en ciertos círculos.

Más allá de la experiencia personal que relata “Yeguas exhaustas”, su retrato verdaderamente trágico y descorazonador se concentra en ese continuo temporal que integra a diferentes generaciones, anteriores y posteriores a la protagonista, marcadas por el común demoniador de tener que enfrentarse a todo un arsenal de obstáculos, unos ligados al ámbito particular pero muchos con una tendencia globalizadora. El libro trasmite, corroborado por una suerte de epilogo donde la escritora desdobla su voz, la existencia de todo un subtexto que pese a no mostrarse explícito nos induce a pensar que todavía existe mucho más, y más grave, que lo contado por Bibiana Collado. Prueba inequívoca de que esta obra no puede, ni debe, ser leída con distancia apática, sino con afán de aprendizaje, ya que entre sus páginas nos exhorta también a ser conscientes de nuestro papel en este injusto reparto de roles. De lo contrario, seguiremos aceptando, aunque sea por dejadez de funciones, que la sociedad, además de continuar arrinconando a muchas personas por su género y extracción social, se refuerce bajo un relato basado en culpabilizar a las defenestradas.



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