domingo, 17 de octubre de 2021

Alemania después de Merkel: el destino de un hegemón demediado

 

El final de la era Merkel coincide con el agotamiento de una etapa de la historia de Alemania. ¿Seguirá siendo un hegemón demediado de una península de Eurasia condenada a ser aliada subalterna de los EEUU. ?


Alemania después de Merkel: el destino de un hegemón demediado


Manolo Monereo

El Viejo Topo

17 octubre, 2021 


“La tecnología rusa y el capital alemán, junto a los recursos naturales rusos y la mano de
obra rusa, representan la única combinación que durante siglos asusta a los Estados Unidos de Norteamérica”.
George Friedman. Mayo de 2018.

Los balances parecen seguir un estilo preestablecido. Así está ocurriendo con la señora Merkel. Es como un juego de pesas: a un lado, lo bueno; al otro lado, lo malo; errores y aciertos. Se habla de dos Merkel, la campeona de la austeridad y la heroica europeísta de los fondos de recuperación y de su apuesta por los refugiados sirios. La fiel aliada de EEUU y la que hace concesiones excesivas a Putin. La canciller de las crisis y de las alianzas más o menos opacas. En definitiva, una gran dirigente que se va y que abre un vacío en la potencia-guía, en el hegemón de la Unión Europea. Lugares comunes convertidos en opinión dominante.

Alemania, es bueno tomar tierra, no es un Estado soberano, sigue ocupada militarmente y nuclearizada por los EEUU. No es este el lugar para hacer un análisis pormenorizado de esta presencia; baste indicar que se trata de algo más 200 instalaciones militares y de un conjunto de bases entre las que sobresale la de Ramstein, Cuartel General de las Fuerzas Aéreas de los EEUU en Europa. Ahora que se habla tanto de la “autonomía estratégica” de la UE, habría que decir que esta determínate ocupación territorial no solo no disminuye, sino que se incrementa, con o sin el paraguas de la OTAN. En la “división del trabajo estratégico” definida por los EEUU a la OTAN le cabe la honrosa tarea de contener al viejo y nuevo enemigo ruso. Como ha demostrado el reciente acuerdo de los EEUU con Australia y el Reino Unido, el teatro de operaciones decisivo está en el Indo-Pacifico, Europa es ya secundaria y los aliados seguros son los anglosajones. Francia (y su industria militar) ya lo saben.

Se suele discutir mucho sobre las relaciones de la UE con EEUU y, casi siempre, al margen de algo tan decisivo como la OTAN. Conviene insistir, la Organización del Tratado del Atlántico Norte es una alianza político-estratégica organizada militarmente. La política exterior y de seguridad de cada uno de los Estados está determinada por la pertenencia a la Alianza, así como gran parte de la estructura, composición y cultura estratégica de sus fuerzas armadas. La UE ha hecho del llamado vínculo atlántico el centro de su política exterior que, como es natural, determina su posición como actor internacional más allá de las grandes declaraciones. Tampoco en esto hay que engañarse: las clases dirigentes de los Estados, el núcleo del poder que se referencia en la UE considera que esta Alianza es algo vital para su futuro y nadie -insisto, nadie- la cuestiona en tanto que tal, especialmente la República Federal Alemana.  La UE y la OTAN son -hoy tanto como ayer- dos caras de un mismo proyecto.

El país que deja Merkel es el Estado hegemónico en la UE; es decir, ha conseguido convertir sus reglas e intereses socio políticos en los ejes vertebradores de los Tratados de la Unión. Maastricht y el euro fueron la parte más visible de la estrategia de un conjunto de Estados encabezados por Francia con el objetivo de controlar a una Alemania unificada. La respuesta de esta fue clara: Unión Europea sí, pero bajo las reglas socio-económicas alemanas. El núcleo de estas normas es el ordoliberalismo y eso que tanto le gustaba a la socialdemocracia española de la “economía social de mercado”.

¿Qué es el ordoliberalismo? Una variante del liberalismo caracterizada por la necesidad de una eficaz y coherente intervención del Estado en defensa libre mercado, la competencia y unas relaciones labores funcionales al crecimiento económico. Los ordoliberales no creen en un orden espontaneo del mercado que no esté garantizado por el poder político. Como buenos (neo) liberales saben que el problema no es el intervencionismo del Estado, sino su orientación y objetivos. Por mucho que le pese al señor Hayek, el orden del mercado es constructo social y pura ingeniería institucional, garantizado siempre por el Leviatán-Estado. Los Tratados europeos consagran esta filosofía político-económica y la constitucionalizan convirtiéndola en normas de obligado cumplimiento para los Estados. Ahora que se debate tanto sobre los fondos europeos y su financiación a través -se diga cómo se diga- de deuda garantizada por el presupuesto de la UE, conviene entender que el ordoliberalismo constituye el consenso básico de los grandes partidos alemanes que definirá al futuro gobierno sea este semáforo (rojo, verde, amarillo) o Jamaica (negro, verde, amarillo).

Que Alemania haya conseguido constitucionalizar sus normas básicas para el conjunto de la UE le da un enorme poder (estructural) y beneficia ampliamente su economía. Le permite, sobre todo, implementar políticas neo-mercantilistas que, por definición, son no cooperativas y producen ganadores y perdedores; mejor dicho, producen una ganadora permanente, Alemania. La que en otro tiempo fue la economía “enferma” de Europa, fue construyendo un patrón de acumulación basado en la exportación, en bajos salarios y en la descentralización productiva. Esto tiene un nombre: la Agenda 2010 del socialdemócrata Schröder en alianza, es bueno recordarlo, con los Verdes. El “sistema euro” significaba, entre otras cosas, que las relaciones económicas entre Estados se realizaban en las condiciones que más benefician el potencial competitivo alemán, a lo que este añadió precariedad laboral, devaluación salarial y recortes sustanciales en el Estado Social. Las consecuencias son superávits comerciales recurrentes, tendencias deflacionarias permanentes y acentuación de la deriva centro-periferia en el interior de UE.

El final de la era Merkel coincide con el agotamiento de una etapa de la historia de Alemania. Esto se puso claramente de manifiesto en el último período de su mandato. Se acumularon todo tipo de contradicciones, resueltas la mayoría de las veces por síntesis extremadamente forzadas que no terminaban por romper lógicas anteriores ni creaban otras nuevas. La canciller resolvía problemas coyunturales desplazándolos al futuro. Al final, no había proyecto, no había programa ni estrategia. En un momento, es necesario subrayarlo, en que se estaba produciendo una fractura, una bifurcación radical en una economía-mundo que cambiaba aceleradamente. La clase política alemana no es capaz de definir interese de su país, sus objetivos y, lo que es más grave, bloquea a una Unión Europea que está respondiendo a los nuevos problemas desde una lógica de poder basada en una hegemonía y en un mundo que ya no existe ni volverá.

Ahora que tanto se habla sobre el tipo de gobierno que se va a configurar, sus políticas futuras y su influencia sobre la Unión Europea, aparece con mucha fuerza el abismo antes esbozado entre los graves problemas a los que se enfrenta Alemania y las pobres respuestas que ha ofrecido la clase política en la campaña electoral. La palabra clave es continuidad. Se apunta que vamos a un gobierno semáforo entre Socialdemócratas, Verdes y Liberales. Las negociaciones no serán fáciles, pero habrá acuerdo. El debate está en el marco del sistema y sus conocidas estructuras de poder. Hay que compaginar asuntos complejos. El déficit estará al final de este año en el 75% del PIB, se ha incrementado en más 470 mil millones de euros en los últimos tres años, existe, así está ya planteado, la obligación constitucional de frenarlo y reducirlo, se hará con prudencia, pero se hará. Scholz, el previsible nuevo canciller del SPD, tiene un programa social débil y su experiencia como ministro de finanzas dice bien a las claras que no cuestionará las estrictas reglas presupuestarias. Los Verdes han defendido un programa comprometido con la transición energética, la descarbonización y una importante inversión para digitalizar el conjunto de la economía. Lindner, jefe del Partido Liberal, no se ha cansado de repetir que quiere ser ministro de finanzas, con un programa también diáfano, nada de subir impuestos, respeto a unas finanzas equilibradas y lucha contra la burocracia. Como se verá, programas no fáciles de casar. Una cosa segura: habrá acuerdo. Será complicado, las negociaciones estarán a punto de romperse más de una vez, pero al final la continuidad será alcanzada. Son las “otras reglas”, las más duras, que imponen los que mandan y no se presentan a las elecciones.

No habrá cambios en la política europea de Alemania. Los sueños de una modificación de las reglas las de Maastricht no se harán realidad. Se tiende a olvidar, como nos enseñó Michel Husson, que “el euro es un sistema” que implica un determinado presupuesto comunitario, un especifico Banco Central Europeo, reglas fiscales y comerciales; es decir, insisto, un conjunto de normas que han sido constitucionalizadas y que requieren la unanimidad de los 27 miembros para cambiarlas. Ahora vivimos en un Estado de excepción donde parte de dichas normas están suspendidas temporalmente. Cuando el país germano lo considere oportuno se volverá, con una cierta flexibilidad, a los viejos postulados reconocidos en los Tratados. Para la UE, la Next Generation, los Fondos de Recuperación europeos, son algo excepcional y único. Tienen fecha de caducidad.

En las relaciones internacionales y en la política de defensa sí creo que habrá cambios significativos. La tendencia es al alineamiento con la política norteamericana y una mayor implicación de la Bundeswehr en las políticas de crisis de la OTAN. Hasta ahora Alemania -Merkel era una maestra en estos equilibrios con red- había conseguido combinar sin grandes contradicciones sus intereses geopolíticos con las difusas demandas de la Unión Europea, mediadas siempre con las pretensiones francesas. La salida del Reino Unido hace las cosas más difíciles y, paradoja, acorta el margen de maniobra del país germánico. Es un viejo asunto: Alemania y Rusia tienen economías complementarias y se necesitan mutuamente. El Nord Stream-2 (el recién terminado gaseoducto entre Rusia y Alemania bajo el Mar Báltico) es un ejemplo paradigmático; sin embargo, su zona directa de influencia (la vieja y nueva Mitteleuropa) se ha ido definiendo con mucha fuerza contra Rusia y como aliado fiel de los EEUU, a lo que hay que añadir que el nuevo concepto estratégico de la OTAN dejará muy claro que su tarea fundamental será colaborar en la construcción de un frente amplio “tricontinental” contra China y, específicamente, aislar, contener y debilitar al país de Putin. Ahora los equilibristas trabajan sin red.

El gobierno en gestación tendrá muchas dificultades para definir el rumbo de un Estado que progresivamente avanza hacia su conversión, de nuevo, en objeto de la historia. Alemania deviene en hegemón demediado de una península de Eurasia que se creía un continente, condenado a ser aliado subalterno de la otra cara de sí mismo, de un mundo que lo niega y lo desprecia, los EEUU. El viejo Hegel debe de estar protestando con fuerza viendo como la historia lleva a su cultura a la decadencia, donde la insignificancia reina sin alternativa.  Alemania sigue ahí, en su dorada jaula, sometida a los tirones de la historia, sin reconocerse y sin capacidad de definirse. La Unión Europea sueña con ser alemana a cambio de que ésta deje de serlo. En el fondo, la “cuestión alemana” sigue presente como miedo a la soberanía, palabra maldita, de un pueblo que siempre ha sido algo más que un Estado.

Artículo publicado originalmente en Nortes.

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