viernes, 1 de marzo de 2019

ELECCIONES GENERALES. SABEN AQUEL QUE DIU: NIÑO, ¿ESTÁ TU PADRE EN CASA? SÍ SEÑOR. ESTÁ, PERO COMO SI NO ESTUVIERA PORQUE ESTÁ BORRACHO


El 28A: una avestruz elegante
  • El gobierno de Sánchez ha caído porque la mayoría que lo aupó no votó unos presupuestos con los que ideológicamente concordaba
  • Querer una mayor distribución de la riqueza o una bajada de impuestos no anticipa nada de cómo se entiende la cuestión nacional

Javier Franzé
CUARTO PODER
1 de marzo de 2019)

La caída del gobierno de Sánchez es un eslabón más que se suma a la cadena de novedades que España viene viviendo desde 2014. A la fragmentación del sistema de partidos, el año de gobierno en funciones, la primera moción de censura exitosa y la crisis del Estado de las Autonomías con la proclamación de la República catalana y el 155, se le suma ahora el gobierno más corto de la democracia. La convocatoria a elecciones generales es inevitable pero no resolverá el problema central: la cuestión catalana o, mejor, la cuestión española.
El gobierno de Sánchez ha caído porque la mayoría que lo aupó no votó unos presupuestos con los que ideológicamente concordaba. Esto exhibe la dimensión del problema: no se trata de la justicia social, fundada en el eje izquierda-derecha, sino de la cuestión nacional, que suscita posiciones no inteligibles a la luz de esas coordenadas. Querer una mayor distribución de la riqueza o una bajada de impuestos no anticipa nada de cómo se entiende la cuestión nacional.
El conflicto ejemplifica lo que suele llamarse la primacía de lo político. Y por dos razones. Primero, porque contra la visión clásica de que lo material-económico determina las posiciones y los conflictos políticos, la cuestión española revela que actores capaces de consensuar unas reglas de convivencia (una democracia parlamentaria y social dentro del proyecto europeo), no pueden sin embargo otorgarle un significado común a la comunidad que los alberga. Segundo, porque esta cuestión se juega más en lo político —ese espacio fuera del sistema político, no inmediatamente ideológico, donde se constituyen inadvertidamente los imaginarios sociales— que en la política—los partidos, las instituciones representativas, lo electoral—.
El problema de la cuestión española se agudiza porque no sólo está casi exclusivamente tomado por los partidos, sino que éstos además no tienen proyectos superadores, reconfiguradores del sentido de la comunidad nacional. Prueba de ello es que creen que semejante cuestión puede resolverse a partir de un resultado electoral.
Por otra parte, la cuestión española expresa, una vez más, que lo relativo a la hegemonía no se juega en lo electoral. Una fuerza política no puede menospreciar las elecciones, salvo a riesgo de convertirse en secta y ni siquiera jugar el partido de la hegemonía. Pero tampoco cabe reificarlas como si fueran el índice de la propia capacidad hegemónica. Los protagonistas de la lucha  hegemónica no son sólo, ni principalmente, los partidos políticos.
La derecha españolista hará del tema el centro de la campaña. Pero su solución represiva no sólo es contraproducente para sus propios intereses, sino que expresa una profunda incomprensión de la lógica simbólico-imaginaria de lo político: las identidades no se decretan. Basta ver la historia reciente de este conflicto.
Pero tampoco la izquierda puede esgrimir que el conflicto es en realidad poco menos que un abalorio para tapar los verdaderos problemas. Para aspirar a la igualdad con los otros primero hay que querer y desear compartir una comunidad con ellos. La comunidad es lo primero de lo común y, así, el requisito de toda igualdad. La primera igualdad, cabría decir.
Los partidos independentistas catalanes tampoco pueden aportar una solución democrática. Su intento de imponer una reconfiguración de la comunidad careciendo de una mayoría absoluta evidencia una concepción esencialista de la identidad: al no concebirla como una preferencia sino como algo a priori, no se toma en consideración el apoyo que suscita.
Quizá quien esté señalando el camino sea ese 70% de catalanes que quieren decidir su relación con España. Esa amplia mayoría incluye al menos autonomistas e independentistas, lo que indica que prefieren que se pueda decidir democráticamente a que venza su posición. Ese voto sería la consecuencia de una reconfiguración del sentido de la comunidad política, y por tanto no puede ser asimilado a un acto electoral en el cual se confía que con más votos que el oponente se resolverá la cuestión. Sería la institucionalización del conflicto y anudaría —a través del voto— democracia y Nación, uno de los pocos asuntos que no casualmente la Transición no logró hegemonizar.
Javier Franzé es Profesor de Teoría Política, Universidad Complutense de Madrid.

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