miércoles, 29 de julio de 2015

CLASES SOCIALES


Lucha sin clases: ¿por qué el proletariado no resurge en el proceso de crisis capitalista?

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Autor(es): Trenkle, Norbert 
Herramienta.com.ar
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Trenkle, Norbert . Miembro de la redacción de la revista alemana krisis, publicación de teoría crítica que existe desde 1986. Tuvo una activa participación en las jornadas del Tercer Coloquio Internacional Teoría Crítica y Marxismo Occidental “La crisis del trabajo abstracto”, realizado en Buenos Aires los días 5 a 7 de noviembre de 2007, organizado por Herramienta en colaboración con la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y el IADE. 
De la lucha de clases al desclasamiento 
I. Mientras avanza la precarización de la vida junto con las condiciones de trabajo y son perjudicados sectores cada vez mayores de la población, retorna con fuerza el discurso sobre la lucha de clases, el que en las últimas dos décadas casi había desaparecido. En un primer momento esto puede parecer plausible, dada la creciente polarización social. Sin embargo, como suele suceder cuando se recurre a modelos interpretativos y explicativos del pasado, éstos no sirven para esclarecer el presente. Al contrario de lo que parecería a primera vista, las categorías del antagonismo de clase no explican adecuadamente la creciente desigualdad social. Tampoco los conflictos de intereses resultantes de esa desigualdad coinciden con lo que, históricamente, se designó como lucha de clases.

II. El gran conflicto social que moldeó la sociedad capitalista de manera decisiva durante todo el período histórico de su conformación y establecimiento fue, como se sabe, el conflicto entre capital y trabajo. En este conflicto se expresa la oposición de intereses entre dos categorías inmanentes a la sociedad productora de mercancías: < entre los representantes del capital que comandan y organizan el proceso de producción con el objeto de lograr la valorización del capital y los asalariados que con su trabajo “generan” el plusvalor necesario para eso. Como tal se trata de un conflicto interno al sistema capitalista en torno a las condiciones de cómo el valor es producido (condiciones de trabajo, horas de trabajo, etc.) y el modo de su distribución (salarios, ganancias, prestaciones sociales, etc.). Este conflicto de intereses se expresó históricamente como lucha de clases debido a que, en base a determinadas condiciones históricas, los asalariados se constituyeron como un sujeto colectivo. En la defensa de sus intereses desarrollaron una identidad y subjetividad colectiva de “clase obrera” y, como tal, lograron ser reconocidos como ciudadanos y sujetos de mercado, a saber: como propietarios y vendedores de una mercancía muy específica, la mercancía fuerza de trabajo.

III. Ahora bien, si en la segunda mitad del siglo XX la lucha de clases fue perdiendo cada vez más su dinámica, esto no fue, obviamente, porque la sociedad capitalista prescindiera de la producción de plusvalor. La contradicción objetiva entre las categorías funcionales de capital y  trabajo sigue vigente, aún cuando haya cambiado su fisonomía concreta en el curso del desarrollo capitalista. Sin embargo los asalariados perdieron su carácter de clase, en la medida en que fueron integrados al universo de la sociedad capitalista como ciudadanos y sujetos de mercado. Es decir: a medida que la existencia social basada en el trabajo abstracto se generalizaba y prácticamente todos los miembros de la sociedad se convirtieron en propietarios y vendedores de  fuerza de trabajo, se diluyó la idea de que los asalariados representaran un sujeto revolucionario.

IV.Esta transformación del conflicto entre capital y trabajo, que alguna vez pareciera ser un antagonismo irreductible, se refleja en el hecho, de que hoy en día los conflictos laborales mayormente ya no se llevan a cabo bajo la premisa de una confrontación fundamental, de una incompatibilidad objetiva entre los intereses del vendedor de la fuerza de trabajo con los del capital. Más bien se enfatiza, en general, la base común de intereses opuestos tales como el reforzar la demanda interna en el mercado nacional o elevar la productividad empresarial por medio de mejores condiciones de trabajo. No se critica el lucro como tal, sino más bien las “ganancias exorbitantes”, la “innecesaria relocalización fabril” o lo que se designa como “los buitres del capital financiero”. Esto no es de sorprender, porque los sujetos modernos saben que su bienestar en la sociedad productora de mercancías, aunque sea precario, depende de que sigan en marcha los procesos de valorizar el capital, incrementar la productividad y crecimiento forzado.

V. Esta percepción se debe por cierto al hecho de que la sociedad productora de mercancías se ha impuesto de una forma casi total, ganando la apariencia de una ley natural irrevocable. A la vez, las modificaciones en la relación capital-trabajo introducidas en la época post-fordista contribuyeron a establecer una extrema polarización social, que sin embargo no forma la base para una nueva constitución de clases sino más bien para un proceso general de “desclasamiento” que se expresa por lo menos en cuatro tendencias.

VI. En primer lugar, ya en la fase final del fordismo, el trabajo directo sobre el producto cedió lugar a las funciones de supervisión y control así como a las tareas de la pre y la postproducción. En. Esto implicó no sólo que la mano de obra industrial productora de valor, que siempre se había considerado como el núcleo de la clase obrera, perdiera en importancia frente a las otras categorías de asalariados, como los trabajadores ocupados en la circulación, en el aparato estatal y en los diversos “sectores de servicios”. A la vez, una parte significativa de las funciones directivas y de control a bajo y mediano nivel fueron integradas en las actividades laborales; de este modo la contradicción entre trabajo y capital fue transferida directamente al interior de los individuos (que eufemísticamente se designó como “responsabilidad personal”, “enriquecimiento del trabajo”, “horizontalidad jerárquica”, etc.). Esta tendencia se vio agravada por la presión creciente de la competencia y por la precarización generalizada de las condiciones de trabajo. El caso más obvio es el de los “cuentapropistas”, que están obligados a realizar el mismo trabajo que un empleado a cuenta y riesgo propio. Pero incluso dentro de las empresas mismas se agudiza la tendencia de organizar las tareas de tal manera que los empleados sean “gestores” de sí mismos y de su área de trabajo (por ejemplo con la instalación de los llamados “centros de utilidades”). Y por último, la administración estatal del desempleo elogia a la “autogestión” y a la “responsabilidad personal” tanto más que queda en evidencia la incapacidad del mercado de trabajo para reabsorber a todos los expulsados.

VII. En segundo lugar, se suma la flexibilización forzada  en el mercado de trabajo. Como es bien sabido, hoy día el peor pecado contra la ley capitalista es seguir adherido a una determinada función o actividad laboral. Para  sobrevivir uno debe estar dispuesto a alterar constantemente entre diferentes actividades y categorías de trabajo asalariado y autónomo (e incluso formas de trabajo no remuneradas como las pasantías o el “trabajo a prueba”) sin identificarse con ninguna de ellas, según el vaivén de oferta y demanda. Esto claramente fomenta una competitividad generalizada y socava las bases para una solidaridad laboral.

VIII. Tercero, las nuevas jerarquías y divisiones sociales no son marcadas por las delimitaciones entre las categorías capital y trabajo, sino que se superponen con ellas. Dicho más específicamente: entre los mismos asalariados las diferencias sociales son tan abismales como en el conjunto de la sociedad. Esto ya se puede observar al interior de las propias empresas, donde el personal de planta estable (en disminución) incluso asegurado por convenio colectivo de trabajo, realiza las mismas tareas junto a un creciente número de trabajadores contratados, temporales y cuentapropistas en condiciones laborales precarizadas. Aun mayores son las diferencias entre los distintos rubros industriales, segmentos de producción y sedes regionales. Y por último las discrepancias en términos de ingresos y condiciones de trabajo entre los  diferentes países  y regiones que compiten en el mercado global, son enormes.

IX. En cuarto y último lugar, el desclasamiento significa que a nivel mundial un número creciente de personas son excluidas en el sentido de que no hay más lugar para ellas en el sistema productor de mercancías que cada vez tiene menos capacidad para integrar fuerza de trabajo productiva. Deben confrontarse con la situación de ser no sólo sustituibles en cualquier momento, sino también “superfluos” en grado creciente en el capitalismo. Los “privilegiados” hoy en día son aquellos que aún son requeridos para cumplir alguna función sistémica. Pero desde que estas mismas funciones se han tornado precarias, mantenerse incluido es un equilibro sobre la cuerda floja y cada vez más difícil. A medida que las estructuras funcionales se desintegran, también se incrementa el número de individuos excluidos. La cantidad de ellos difiere según el lugar que ocupa un país o una región en la escala de la competencia global pero, sobre todos cierne la amenaza de caer en la nada social.  La tendencia es clara e inequívoca: a nivel mundial se ha ido conformando un segmento creciente de nuevas clases bajas sin tener algo en común con el viejo proletariado, porque ni objetivamente (por su función o posición en el proceso de producción) ni en lo subjetivo (por su conciencia) forman un nuevo sujeto social. En relación a la valorización del capital este segmento social es netamente negativo, porque como fuerza de trabajo es superflua. Esto impone reformular la cuestión de un posible movimiento emancipatorio de manera totalmente nueva.

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