jueves, 21 de febrero de 2019

LA REVOLUCIÓN DE COPÉRNICO




La revolución de Copérnico

Rebelión
El viejo topo
20.02.2019


Nota de edición: Tal día como hoy [19.02] de 1473 nacía en Torun, en la actual Polonia, el astrónomo Nicolás Copérnico. Ilustre iniciador de la revolución científica que acompañó al Renacimiento europeo, plantó las semillas de una gran mutación en el pensamiento científico.


La Revolución
Nacido en 1473 en una próspera familia en Torun, a orillas del Vístula, en la actual Polonia, Copérnico fue elegido canónigo en el capítulo de la catedral de Frauenburg, en gran parte gracias a la influencia de su tío Lucas, que era obispo de Ermland. Habiendo estudiado leyes y medicina en Italia, su principal cometido como canónigo era hacer de médico y de secretario de Lucas. Estas no eran unas responsabilidades muy onerosas y Copérnico podía dedicarse a varias actividades en su tiempo libre. Se convirtió en un experto economista y en un consejero en la reforma monetaria, e incluso publicó sus propias traducciones al latín de la obra del oscuro poeta griego Theophylactus Simocattes.

Pero la gran pasión de Copérnico era la astronomía, que le había interesado desde que, siendo estudiante, había comprado un ejemplar de las Tablas alfonsinas. Este astrónomo aficionado se obsesionaría cada vez más con el estudio de los movimientos de los planetas y sus ideas le acabarían convirtiendo en una de las más importantes figuras de la historia de la ciencia.

Sorprendentemente, toda la investigación astronómica de Copérnico estaba contenida en tan sólo 1,5 publicaciones. Y lo que es aún más sorprendente, estas 1,5 publicaciones apenas fueron leídas en su época. El 0,5 se refiere a su primera obra, el Commentariolus [Pequeño comentario], que estaba escrito a mano, nunca fue formalmente publicado y circuló solamente entre unas cuantas personas aproximadamente hacia 1514. Sin embargo, y en tan sólo veinte páginas, Copérnico sacudió el cosmos entero con la idea más radical aparecida en el campo de la astronomía en los últimos mil años. En la sección central de su panfleto estaban los siete axiomas en los que se basaba su visión del universo:
1. Los cuerpos celestes no tienen un centro común.
2. El centro de la Tierra no es el centro del universo.
3. El centro del universo está cerca del Sol.
4. La distancia de la Tierra al Sol es insignificante comparada con la distancia a que se encuentran las estrellas.
5. El movimiento diario aparente de las estrellas es un resultado de la rotación de la Tierra sobre su propio eje.
6. La secuencia aparente anual de movimientos del Sol es un resultado de la revolución de la Tierra en torno a él. Todos los planetas giran alrededor del Sol.
7. El movimiento retrógrado aparente de algunos de los planetas es simplemente el resultado de nuestra posición como observadores sobre una Tierra en movimiento.
Los axiomas de Copérnico eran impecables en todos los sentidos. La Tierra efectivamente gira, ella y los demás planetas orbitan alrededor del Sol, esto explica las órbitas planetarias retrógradas, y la no detección de la paralaje estelar se debía a la remota distancia a la que se encontraban los planetas. No está claro qué fue lo que motivó a Copérnico a formular estos axiomas y a romper con la cosmovisión tradicional, pero tal vez fue la influencia de Doménico María de Novara, uno de sus profesores en Italia. Novara simpatizaba con la tradición pitagórica, que estaba en la raíz de la filosofía de Aristarco, y había sido Aristarco quien primero había postulado el modelo heliocéntrico 1.700 años antes.

El Commentariolus era el manifiesto de un motín astronómico, una expresión de la frustración de Copérnico y de la desilusión que le había provocado la horrible complejidad del antiguo modelo ptolemaico. Más tarde condenaría el carácter de improvisación del modelo geocéntrico con estas palabras: “Es como si un artista copiase las manos, los pies, la cabeza y otros miembros de sus imágenes de diversos modelos, cada uno de ellos excelentemente dibujado, pero sin relación alguna con un mismo cuerpo, y en la medida en que cada uno de ellos no encajaría bien con el otro, el resultado por fuerza tendría que parecerse más a un monstruo que a un hombre”. Sin embargo, y a pesar de su contenido radical, el panfleto no suscitó demasiadas reacciones entre los intelectuales europeos, en parte debido a que muy pocas personas llegaron a leerlo y en parte debido a que su autor era un canónigo poco importante que trabajaba en una de las regiones marginales de Europa.

Copérnico no se desanimó, pues este fue solamente el comienzo de sus esfuerzos por transformar la astronomía. Después de la muerte de su tío Lucas en 1512 (que posiblemente había sido envenenado por los Caballeros Teutónicos, que le habían descrito como “el diablo con forma humana”), todavía tuvo más tiempo para proseguir sus estudios. Se trasladó al castillo de Frauenburg, montó un pequeño observatorio y se concentró en dar cuerpo a su argumento, añadiéndole todos los detalles matemáticos que faltaban en el Commentariolus.

Copérnico se pasó los treinta años siguientes reelaborando el Com­ta­rio­lus, ampliándolo hasta convertirlo en un respetable manuscrito de unas doscientas páginas. Durante todo este prolongado período de investigación, dedicó mucho tiempo a especular acerca de cómo reaccionarían otros astrónomos ante su modelo del universo, que estaba absolutamente en desacuerdo con el saber aceptado. Hubo incluso días en que consideró la posibilidad de abandonar su plan de publicar la obra por temor a ser ridiculizado por todos. Además, sospechaba que los teólogos se mostrarían intolerantes con lo que ellos percibirían como una especulación científica sacrílega.

Tenía motivos para estar preocupado. La Iglesia demostró más tarde su in­tolerancia persiguiendo al filósofo italiano Giordano Bruno, que formaba par­te de la generación de disidentes seguidores de Copérnico. La In­qui­si­ción acusó a Bruno de ocho herejías, aunque los registros conservados no es­pecifican cuáles eran. Los historiadores consideran muy probable que Bruno hubiese ofendido a la Iglesia al escribir De l’infinito, universo e mondi, en donde argumentaba que el universo es infinito, que las estrellas tienen sus propios planetas y que la vida florece también en estos otros planetas. Cuando fue condenado a muerte por sus crímenes respondió: “Por ventura vosotros, los que pronunciáis esta sentencia, estáis más asustados que yo, que la recibo”. El 17 de febrero de 1600, fue llevado al Campo dei Fiori de Roma, desnudado, amordazado, atado de pies y manos y quemado en la hoguera.

El temor de Copérnico a la persecución de la Iglesia podía haber significado el final prematuro de sus investigaciones, pero afortunadamente, un joven erudito alemán de Wittenberg intervino. En 1539, George Joachim von Lauchen, más conocido como Rheticus, viajó a Frauenburg para conocer a Copérnico y estudiar su modelo cosmológico. Fue un gesto de osadía, pues no sólo era muy probable que el joven estudioso luterano no fuera bien recibido en la católica Frauenburg, sino que tampoco sus propios colegas simpatizaban con aquella misión. Este estado de ánimo lo tipifica el propio Martín Lutero, que dejó constancia escrita de una conversación de sobremesa acerca de Copérnico: “Me han llegado rumores de que hay un nuevo astrónomo que pretende probar que la Tierra se mueve y gira en vez de ser el cielo, el Sol y la Luna los que lo hacen, como si alguien que estuviera viajando en un carruaje o en un barco sostuviese que él estaba quieto y sin moverse mientras que el suelo, los árboles, etc. serían los que se moverían. Este loco pretende poner todo el arte de la astronomía patas arriba”.

Lutero consideraba a Copérnico “un loco que iba en contra de las Sagradas Escrituras”, pero Rheticus compartía la inquebrantable confianza de Co­pér­ni­co de que el camino hacia la verdad celestial está en la ciencia y no en las Es­crituras. A sus sesenta y seis años, Copérnico se sintió halagado por las atenciones del joven Rheticus, que sólo tenía veinticinco y que se pasó tres años en Frauenburg leyendo el manuscrito de Copérnico y proporcionándole un interlocutor interesado y tranquilidad en la misma medida.

En 1541, la combinación de habilidades diplomáticas y astronómicas de Rheticus le permitieron obtener la bendición de Copérnico para llevar su manuscrito a la imprenta de Johannes Petreius en Nuremberg para su publicación. Había planeado quedarse a supervisar él mismo todo el proceso de impresión, pero fue súbitamente requerido en Leipzig por un asunto urgente y tuvo que pasar la responsabilidad de supervisar la publicación a un clérigo llamado Andreas Osiander. Durante la primavera de 1543, De revolutionibus orbium coelestium [Sobre las revoluciones de las esferas celestes] fue finalmente publicada y varios cientos de ejemplares de la misma salieron con destino a Frauenburg.

Mientras, Copérnico había sufrido una hemorragia cerebral a finales de 1542 y estaba postrado en cama, luchando por mantenerse en vida lo suficiente como para poder ver con sus propios ojos el libro publicado que contenía la obra de su vida. Los primeros ejemplares del libro llegaron a sus manos justo a tiempo. Su amigo Tiedemann Giese escribió una carta a Rheticus describiendo el terrible estado en que se encontraba Copérnico: “Hacía ya muchos días que había perdido la memoria y el vigor mental; solamente pudo ver completada su obra en el último momento, el mismo día que murió”.
Copérnico había cumplido su objetivo. Su obra presentaba al mundo un argumento convincente a favor del modelo heliocéntrico de Aristarco. De revolutionibus era un tratado formidable, pero antes de discutir su contenido hemos de abordar dos desconcertantes misterios que rodearon su publicación. El primero de ellos se refiere al carácter incompleto de los reconocimientos del libro. En la introducción a De revolutionibus se mencionaba a varias personas, como el papa Pablo III, el cardenal de Capua y el obispo de Kulm, pero no se citaba a Rheticus, el brillante aprendiz que había desempeñado el papel vital de comadrona en el nacimiento del modelo de Copérnico. Los historiadores no entienden la razón por la que su nombre fue omitido y solamente pueden especular que dar crédito a un protestante hubiera sido mirado con desaprobación por la jerarquía católica a la que Copérnico quería impresionar. Una consecuencia de esta falta de reconocimiento fue el hecho de que Rheticus se sintió desairado y no quiso saber nada más de De revolutionibus una vez publicado.

El segundo misterio tiene que ver con el prefacio de De revolutionibus, que fue añadido al libro sin el consentimiento de Copérnico y que efectivamente contradice la sustancia de sus afirmaciones. En breve, el prefacio socavaba lo que decía el resto del libro afirmando que las hipótesis de Copérnico “no tienen por qué ser verdaderas, ni siquiera probables”. Ponía de relieve las “absurdidades” del modelo heliocéntrico, dando a entender que la detallada descripción matemática cuidadosamente argumentada del propio Copérnico era más que una ficción. El prefacio admite que el sistema de Copérnico es compatible con las observaciones con un grado razonable de exactitud, pero mutila la teoría afirmando que se trata meramente de una forma conveniente de hacer los cálculos, más que un intento de representar la realidad. El manuscrito original de Copérnico todavía existe, por lo que sabemos que la introducción original del mismo era de un tono muy diferente del que tiene el prefacio impreso y que trivializaba su obra. El nuevo prefacio, por consiguiente, tenía que haber sido añadido después de que Rheticus saliera de Frauenburg con el manuscrito. Esto significa que Copérnico estaría ya en su lecho de muerte cuando lo leyó por primera vez, en un momento en que el libro seguramente ya estaba impreso y era demasiado tarde para hacer ningún cambio. Tal vez fue la visión de este prefacio lo que lo mandó a la tumba.

¿Quién fue, pues, el que escribió e insertó el nuevo prefacio? El principal sospechoso es Osiander, el clérigo que asumió la responsabilidad de la publicación cuando Rheticus abandonó Nuremberg para irse a Leipzig. Es probable que creyese que Copérnico sería perseguido una vez que sus ideas se hiciesen públicas, y probablemente insertó el prefacio con la mejor de las intenciones, confiando en que ello calmaría a los críticos. Tenemos una prueba de la preocupación de Osiander en una carta que escribió a Rheticus y en la que menciona a “los aristotélicos”, entendiendo por ello a los que creían en la visión geocéntrica del universo: “Los aristotélicos y los teólogos se apaciguarán fácilmente si les decimos que… estas hipótesis no se postulan porque sean realmente verdaderas, sino porque constituyen la forma más conveniente de calcular los aparentes movimientos compuestos”.

Pero en el prefacio que Copérnico habría deseado publicar era muy claro respecto a que estaba dispuesto a adoptar una actitud desafiante ante sus críticos: “Probablemente habrá charlatanes que, a pesar de su completa ignorancia del arte de las matemáticas, se considerarán con derecho a emitir juicios sobre cuestiones matemáticas y que, distorsionando gravemente determinados pasajes de las Escrituras por su propio interés, se atreverán a buscar errores en mi empresa y a censurarla. Hago caso omiso de ellos hasta el punto de desdeñar sus críticas como infundadas”.

Habiendo reunido finalmente el coraje de publicar el avance más importante y polémico en el campo de la astronomía desde los antiguos griegos, Copérnico murió trágicamente sabiendo que Osiander había tergiversado sus teorías como si de un simple artificio se tratase. Por consiguiente, De revolutionibus iba a desvanecerse sin casi dejar rastro durante las primeras décadas posteriores a su publicación, pues ni el público ni la Iglesia se lo tomaron en serio. La primera edición no llegó a agotarse, y el libro se reimprimió solamente dos veces durante el siglo siguiente. En cambio, los libros que defendían el sistema ptolemaico se reimprimieron cientos de veces en Alemania durante este mismo período.


De todos modos, el prefacio cobarde y conciliatorio de Osiander de De revolutionibus fue sólo parcialmente responsable de su falta de impacto. Otro factor fue el horroroso estilo de Copérnico, que dio como resultado cuatrocientas páginas de texto denso y complejo. Todavía peor, este era su primer libro de astronomía y el nombre de Copérnico no era muy bien conocido en los círculos intelectuales europeos. Esto no hubiera tenido unas consecuencias tan catastróficas, pero Copérnico estaba muerto y no podía defender y promocionar su propia obra. La gota que colmó el vaso fue que Rheticus, la única persona que podía haber defendido De revolutionibus se había sentido desairado y ya no quería que lo asociaran con el sistema copernicano.

Además, y al igual que había ocurrido con la encarnación original de Aristarco del sistema heliocéntrico, el De revolutionibus fue desestimado porque el sistema copernicano era menos preciso que el modelo geocéntrico de Ptolomeo a la hora de predecir las futuras posiciones de los planetas: en este sentido, el modelo, a pesar de ser básicamente correcto, no se podía ni comparar con el de su rival, que era fundamentalmente incorrecto. Hay dos razones para este extraño estado de cosas. Primero, al modelo de Copérnico le faltaba un ingrediente esencial sin el cual sus predicciones nunca podían ser lo suficientemente exactas como para obtener la aprobación general. Segundo, el modelo de Ptolomeo había conseguido su alto grado de precisión a base de hacer toda clase de ajustes en sus epiciclos, deferentes, ecuantes y excéntricos, y casi cualquier modelo incorrecto podría ser rescatado introduciendo en él todos estos artilugios.

Y, naturalmente, el modelo de Copérnico estaba aquejado de todas las la­cras que habían llevado al abandono del modelo heliocéntrico de Aristarco (véase la Tabla 2, pp. 42-3). De hecho, el único atributo del modelo heliocéntrico que lo hacía ser claramente mejor que el modelo geocéntrico seguía siendo su simplicidad. Aunque Copérnico también llegó a juguetear con los epiciclos, su modelo empleaba esencialmente una órbita circular sencilla para cada planeta, mientras que el modelo de Ptolomeo era desmesuradamente complejo, con todos sus epiciclos, deferentes, ecuantes y excéntricos minuciosamente ajustados para todos y cada uno de los planetas.

Afortunadamente para Copérnico, la simplicidad es un valor muy apreciado en el ámbito científico, como había puesto de relieve Guillermo de Occam, un teólogo franciscano inglés del siglo XIV, que se hizo famoso por defender que las órdenes religiosas no tenían que tener propiedades y riquezas. Presentó sus puntos de vista con tanto fervor que fue expulsado de la Universidad de Oxford y tuvo que trasladarse a Avignon, en el sur de Francia, desde donde acusó al papa Juan XII de herejía. Naturalmente fue ex­comulgado. Después de caer víctima de la Peste Negra en 1349, Occam se hizo famoso póstumamente por su legado a la ciencia, conocido como la navaja de Occam, que sostiene que si dos teorías o explicaciones compiten, entonces, siendo todas las demás cosas igual, la más simple de las dos es la que tiene más probabilidades de ser la correcta. Occam lo formuló del siguiente modo: pluralitas non est ponenda sine necessitate (“No hay que postular la pluralidad sin necesidad de ello”).

Imaginemos, por ejemplo, que después de una noche tormentosa nos encontramos con dos árboles caídos en medio de un campo, y no hay ninguna señal obvia de cuál ha sido la causa de su caída. La hipótesis más simple sería que los árboles han sido derribados por la tormenta. Una hipótesis más complicada podría ser que dos meteoritos habrían llegado simultáneamente desde el espacio exterior, que cada uno de ellos habría chocado contra un árbol, derribándolo, y que luego ambos meteoritos habrían rebotado, chocando de frente entre sí y vaporizándose, lo que explicaría la falta de cualquier tipo de evidencia material. Aplicando la navaja de Occam, decidimos que la tormenta, y no los dos meteoritos gemelos, es la explicación más probable, porque es la más simple. La navaja de Occam no garantiza que una explicación sea correcta, pero normalmente apunta hacia la más correcta de ellas. Los médicos a menudo se basan en la navaja de Occam cuando diagnostican una enfermedad, y a los estudiantes de medicina se les suele dar el siguiente consejo: “Cuando oigáis ruido de cascos, pensad en un caballo, no en una cebra”. Por otro lado, los teóricos de la conspiración desprecian la navaja de Occam, y a menudo rechazan una explicación más simple en favor de una línea de razonamiento más rebuscada e intrincada.

La navaja de Occam favorecía más al sistema copernicano (un círculo por planeta) que al modelo ptolemaico (un epiciclo, un deferente, un ecuante y un excéntrico por planeta), pero la navaja de Occam solamente es decisiva cuando dos teorías son igualmente fructíferas y exitosas, y en el siglo XVI el modelo ptolemaico era claramente más fuerte en varios aspectos: especialmente por el hecho de que hacía predicciones más precisas de las posiciones planetarias. Así, la simplicidad del modelo heliocéntrico fue considerada irrelevante.

Y para muchas personas el modelo heliocéntrico era considerado todavía demasiado radical como para ser tenido en cuenta, hasta el punto de que la obra de Copérnico puede haber tenido como resultado la creación de un nuevo significado para una vieja palabra. Una teoría etimológica afirma que la palabra “revolucionario”, cuando se refiere a una idea que es absolutamente contraria al saber convencional, fue inspirada por el título del libro de Copérnico, Sobre las revoluciones de las esferas celestes. Y además de revolucionario, el modelo heliocéntrico del universo también parecía completamente imposible. Esta es la razón de que la palabra köpperneksch, basada en la forma alemana de decir Copérnico ha llegado a utilizarse en el norte de Baviera para describir una proposición increíble o ilógica.

En definitiva, el modelo heliocéntrico del universo fue una idea que se adelantó a su tiempo, demasiado revolucionaria, demasiado increíble y todavía demasiado poco precisa como para encontrar un amplio respaldo. De revolutionibus estaba en unas cuantas estanterías, en unos cuantos estudios y solamente fue leído por unos cuantos astrónomos. La idea de un universo con el Sol en el centro había sido sugerida por vez primera por Aristarco en el siglo V aC, pero había sido ignorada; ahora había sido reinventada por Copérnico y estaba siendo ignorada de nuevo. El modelo entraría en hibernación, esperando a que alguien lo resucitase, lo examinase, lo refinase y le añadiese el ingrediente esencial que le faltaba y que demostrase al resto del mundo que el modelo copernicano del universo era la verdadera representación de la realidad. Efectivamente, quedaría en manos de la nueva generación de astrónomos encontrar las pruebas de que Ptolomeo estaba en un error y de que Aristarco y Copérnico estaban en lo cierto.



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