miércoles, 31 de diciembre de 2025

La UE hacia su (auto)destrucción

 

Europa está sometida política, económica y militarmente a los intereses de EEUU. Por eso ha ignorado el drama de Gaza y planifica una futura guerra con Rusia. Extraviada, vive una crisis en el marco de una gran transición geopolítica.

TOPOEXPRESS


La UE hacia su (auto)destrucción


Manolo Monereo

El Viejo Topo

31 diciembre, 2025 



UE: LA LARGA MARCHA HACIA SU (AUTO)DESTRUCCIÓN

A la memoria de Juan Aguilera Galera, amigo y camarada de sueños y esperanzas

 

“Si Rusia es derrotada en Ucrania, la subyugación europea a los estadounidenses durará un siglo. Si, como creo, Estados Unidos es derrotado, la OTAN se desintegrará y Europa quedará libre”

Emmanuel Todd, octubre de 2025

Introducción. Las crisis siempre revelan lo que la normalidad oculta.

La excepción no confirma la regla, la cambia. El riesgo que se corre es que los actores políticos básicos acaben repitiendo viejas fórmulas, conceptos que poco o nada dicen y que, como zombis, parasitan la academia, la esfera pública y siguen colonizando nuestro imaginario social, sobre todo de las élites, al servicio del poder. Ideas como democracia, fascismo, autocracia, derechos humanos, derecha/izquierda pierden su conexión con la realidad social y se convierten en obstáculos para nombrar lo que pasa y actuar, sobre todo actuar, conscientemente ante una realidad en mutación. Por eso, el discurso disciplinario se hace cada día más fuerte y la exclusión del discrepante se practica con tal fiereza que no deja espacio a la crítica. La esfera pública se estrecha y lo políticamente correcto se impone sin rubor, abiertamente.

La dramática situación del genocidio del pueblo palestino emerge con Gaza como cuestión humanitaria, desde la lógica de los derechos y el respeto al ordenamiento internacional. Es mucho más que eso. Pedro Sánchez ha encontrado un espacio que le permite sintonizar con una opinión pública cada vez más movilizada, arrinconar al PP y oponerse abiertamente a VOX. En este tema, el secretario del PSOE ha sido coherente: lleva meses defendiendo el reconocimiento del Estado palestino como tema central de su política internacional, perfectamente compatible, insisto, con su apoyo a la política de rearme impulsada por la señora Von der Leyen (presidenta de la Comisión Europea) y por señor Rute (secretario de la OTAN) y, nunca se debe olvidar, al servicio de la estrategia político-militar de los EE. UU.

Lo fundamental, ¿realmente esta es la propuesta que ayuda a resolver el problema de la masacre diaria de un pueblo? A mi juicio, se trata de una respuesta débil, simbólica, que no afronta el problema real. La clave es poner fin al asesinato diario de hombres, mujeres, niños, personal sanitario, periodistas. Reconocer un Estado palestino con una Cisjordania casi ocupada por colonos armados y protegidos por los militares judíos; con una Gaza militarmente sometida y con una población en vías de exterminio, es un brindis al sol y someterse a los que mandan, es decir, Netanyahu y Trump. ¿Reconocer a un Estado sin territorio? ¿Se lo devolverán los cascos azules de la ONU? Es la historia de Sánchez: posar, amagar, recomponer la figura y nunca enfrentarse al poder.

Lo que más sorprende no es que las élites dominantes justifiquen la matanza diaria o que intenten quedar bien ante una opinión pública cada vez más movilizada; no, lo que asombra es que la cuestión palestina no se relacione con la gran remodelación geopolítica del Oriente Medio, impulsada por Israel y por los EE. UU. y apoyada, sin reservas, por la Unión Europea. En su centro: Irán. Ambas cuestiones convergen en eso que se ha llamado la paz de Abraham. Resuelta la cuestión palestina, lo que viene es conseguir política y militarmente el cambio de régimen en el país de los persas. A eso se refería el canciller alemán Merz cuando solemnemente afirmaba que Netanyahu hacía el trabajo sucio por nosotros, por el Occidente colectivo.

Empezar por Gaza obliga a tomar nota de que la barbarie está ya entre nosotros y que la estamos normalizando. El Covid-19 cambió a nuestras sociedades profundamente. Nos hizo más obedientes, más sumisos y mucho más crédulos. El miedo, la inseguridad y el temor colonizaron nuestro sentido común y nos habituaron a desconectar del futuro, a vivir en un día a día eterno. Queda poco espacio para proyectos colectivos, para intervenir y ser sujetos del cambio social. Gaza, el genocidio de un pueblo heroico y con una fe en la vida única, está cumpliendo el papel de prepararnos para lo que viene, habituarnos a la muerte, a los bombardeos, al asesinato cotidiano de niños. Ahora es fácil poner distancia y pensar que aquello poco o nada tiene que ver con nosotros, que se trata de una excepción, de un hecho singular que expresa la maldad que llevamos dentro los humanos. La realidad es más concreta y tiene que ver con el poder.

La Unión Europea, camino de la perdición.

Si todo está en crisis, es poco lo que se puede explicar apelando a ella. Hay que concretar. El termino definitorio es globalización. Durante años ha sido una palabra clave; todo lo explicaba. A ella se rendían todos los atributos de la economía, las necesarias e imprescindibles adaptaciones y, sobre todo, los urgentes y duros sacrificios en derechos sociales y sindicales. Globalización decía mucho y aclaraba poco. Como todo termino ideológico, aludía a fenómenos reales y, a su vez, eludía, imposibilitada, su conocimiento real. ¿Qué fue la globalización capitalista? Intentaba nombrar distintas transformaciones más o menos interrelacionadas entre sí que estaban modificando sustancialmente la realidad productiva, tecnológica, comercial y financiera; restructurando profundamente los marcos del poder estatal y cambiando los patrones básicos de las políticas públicas.

La globalización fue siempre un proyecto centralmente político que: a) definía el lado económico-financiero del “Nuevo Orden internacional basado en reglas” impuesto por los EE.UU. y que modificaba a su favor las grandes instituciones internacionales (FMI; BM; OCM); b) imponía una política económica única (el llamado consenso de Washington) dirigida a cambiar de modo irreversible las relaciones entre Estado y sociedad y su inserción en una economía-mundo a su vez (teóricamente) abierta y liberalizada; c) en su centro, la financiarización de la economía, las transformaciones productivas y tecnológicas, y lo que se llamó la “gran duplicación”, es decir, la entrada en el mercado mundial de millones de trabajadores provenientes de los procesos socialistas; d) en definitiva, la globalización neoliberal expresaba lo que Luciano Gallino llamó “la lucha de clases desde arriba”, una forma de (contra)revolución de las clases económicamente dominantes para superar los límites que la sociedad, el Estado y el conflicto social impulsado por las clases trabajadoras fueron imponiendo a la dinámica depredadora del capitalismo, lo que Polanyi llamó su tendencia hacia un “mercado autorregulado” dirigido a mercantilizar el conjunto de las relaciones sociales.

El Acta Única y el tratado de Maastricht fueron el modo en que las clases dirigentes europeas se integraban en la incipiente globalización y el marco estratégico que creaban las condiciones para la aplicación de las políticas neoliberales. Hay que entenderlo: la derrota del fascismo fue también una derrota de los grandes poderes económicos y de las clases políticas tradicionales. La palabra-resumen: miedo a la revolución. Las tropas soviéticas en Berlín, una izquierda protagonista de la resistencia frente a la barbarie, un movimiento obrero que se negaba a pagar los costes de la guerra y una cultura política fuertemente crítica del capitalismo liberal, culpabilizado, con razón, de la deriva fuertemente autoritaria de las distintas sociedades.

En Europa Occidental se fue construyendo un círculo político virtuoso que anudaba democracia de masas, Estado social y soberanía popular. No es este el lugar para analizar en su complejidad lo que más adelante también se llamó el Estado keynesiano-fordista; señalar que su efecto fundamental fue (lo indicó ya en los años setenta Giovanni Arrighi) propiciar la construcción de un fuerte poder contractual de las clases trabajadoras, favoreciendo su identidad como sujeto político-social y dotando  a las instituciones estatales de instrumentos para regular el funcionamiento del capitalismo monopolista, especialmente las grandes corporaciones financieras. La crisis de 1973 fue una ruptura, definida por el conflicto social y por la reacción neoliberal; la segunda onda llegó con la desintegración del URSS y la disolución del Pacto de Varsovia. Las clases dirigentes entendieron muy bien aquello de que nunca hay que desaprovechar una buena crisis y lo hicieron a fondo, iniciando una (contra)revolución que consiguió todos sus objetivos fundamentales, al menos, aparentemente.

Si se observa con una cierta perspectiva histórica, se entiende que el proyecto desde el inicio estaba dirigido desmontar pieza a pieza los fundamentos del círculo político virtuoso anteriormente nombrado. La argumentación fue repetida sistemáticamente: los Estados nacionales ya no están en condiciones de cumplir sus tareas históricas, demasiado pequeños para resolver los problemas globales y demasiado grandes para solucionar los desafíos locales y regionales. La conclusión estaba al alcance del sentido común mayoritario: integrarse para sumar poder, modernizar el tejido productivo para incrementar la competitividad y mejorar la productividad de una Europa unida que se ampliaba. En su centro, una moneda única y un Banco Central independiente con la misión única de controlar la inflación. Todo ello para asegurar la viabilidad del “modelo social europeo”. Era el nuevo consenso, entre una derecha que lo era cada vez más y una izquierda que lo era cada vez menos, en defensa de la globalización neoliberal como el horizonte histórico de nuestra época.

Desde la crisis del 2008 las cosas han cambiado sustancialmente. Se podría hablar de una “acumulación de crisis” que cada vez cierra más y se dirige a la guerra con Rusia. Thomas Fazi lo ha analizado bien:

“La UE se vendió a los europeos como un medio para fortalecer colectivamente el continente frente a otras grandes potencias, en particular los Estados Unidos. Sin embargo, en el cuarto de siglo trascurrido desde que el Tratado de Maastricht marcó su nacimiento ha ocurrido lo contrario: hoy en día, Europa está más vasallizada, política, económica y militarmente a Washington –y, por tanto, más débil y menos autónoma– que en cualquier otro momento desde la segunda guerra mundial”

Al final, retorno lo que tenemos delante de nuestros ojos y no queremos ver. Europa, que es mucho más que la Unión Europea, es, desde la II Guerra Mundial, un protectorado político-militar norteamericano, especialmente Alemania y, en menor medida, Italia. Sus economías se han entrelazado estrechamente con los capitales norteamericanos, con las corporaciones empresariales y con los grandes fondos de inversión. La Unión Europea ha generado una clase política extremadamente dependiente de los grandes poderes económicos y conglomerados mediáticos, se ha hecho mucho más homogénea y lo que se les obliga a decidir a los ciudadanos son variantes de un mismo proyecto neoliberal. Los pueblos que votan mal, es decir, que apuestan por políticas de izquierda, tienen que hacer frente al chantaje previo y posterior de unas instituciones que actúan como un poder supranacional, como un poder soberano, frente a las decisiones de unos gobiernos elegidos democráticamente. La crisis de la democracia constitucional y el ascenso de la extrema derecha tiene que ver centralmente con una realidad siempre negada, a saber, que la Unión Europea es esencialmente una estructura de poder oligárquica, que expropia la soberanía a los Estados y que convierte a los ciudadanos en meros espectadores de políticas que se deciden en lugares donde no llega la democracia ni el control popular.

La militarización y la guerra como alternativa a una Unión Europea en crisis

Es tan vieja como la propia geopolítica entendida como ciencia y arte del poder estatal. Impedir una alianza estratégica entre Rusia y Alemania ha sido y es la política que para Eurasia han defendido el Reino Unido y los Estados Unidos de Norteamérica. Siempre han conseguido imponerla, ahora también. Alemania se militariza a marchas forzadas y pretende convertirse en la primera fuerza militar de una península que se cree un continente.  Esta no es una cuestión menor, como sabían bien Haushofer, Mackinder, Spykman o Brzezinski. La geografía del poder marca la política y la mayoría de las veces, la determina. En el eje de todas las transformaciones y de todos los conflictos está la reorganización político-espacial de Eurasia.

La tesis que defendemos es la siguiente: las clases dirigentes de la Unión Europea eligieron la vía de la militarización de la política, de la economía, de la sociedad y de las relaciones internacionales como dispositivo estratégico para superar la crisis del proyecto de integración supranacional; sabiendo que la resultante significaría, en muchos sentidos, una discontinuidad, una ruptura, con la forma-política existente hasta el presente. Se suele decir que la UE avanza y se consolida de crisis en crisis. Ahora es diferente y mucho más radical: lo que está en juego es el proyecto que unificó a las fuerzas políticas fundamentales, generó un amplio consenso social y, lo fundamental, que terminó siendo el instrumento más relevante (no el único) para desmontar las bases culturales, políticas y electorales de la izquierda en Europa.

Como suele ocurrir en los procesos reales, los hechos se suceden, los acontecimientos se encadenan y se generan estructuras de oportunidad que los actores políticos aprovechan, en un sentido u otro, para formular tácticas y definir estrategias. La UE vive una crisis de proyecto desde, al menos, 2008, agravada por el COVID- 19; todo ello, en el marco de una “gran transición geopolítica” de dimensiones históricas. Rusia podría ser un aliado determinante de una Europa autónoma o un enemigo creíble al que era necesario derrotar. Ayudó mucho la percepción (socialmente creada) del gran país euroasiático como un Estado decadente, tecnológica y económicamente atrasado, gobernado por una mafia de oligarcas, militarmente en proceso    de desintegración. Borrell, siempre ocurrente, hablo de Rusia como una “gasolinera con armas atómicas “; ahora le queda rectificar y hacer oposición, todo requiere su tiempo, a las posiciones que él mismo defendió y que lo convirtieron en el ala más belicista de la Comisión Europea.

Emmanuel Todd ha definido con mucha precisión el momento que vivimos:

“Puedo esbozar aquí un modelo de la dislocación de Occidente, a pesar de las incoherencias de la política de Donald Trump, presidente estadounidense de la derrota. Estas incoherencias no son, en mi opinión, el resultado de una personalidad inestable, y sin duda perversa, sino de un dilema irresoluble para los Estados Unidos. Por un lado, sus dirigentes, tanto en el Pentágono como en la Casa Blanca, saben que la guerra está perdida y que habrá que abandonar Ucrania. El sentido común los lleva, por lo tanto, a querer salir de la guerra. Pero, por otro lado, ese mismo sentido común les hace presagiar que la retirada de Ucrania tendrá para el Imperio consecuencias dramáticas que no tuvieron las de Vietnam, Irak o Afganistán. Se trata, en efecto, de la primera derrota estratégica estadounidense a escala planetaria, en un contexto de desindustrialización masiva de los Estados Unidos y de difícil reindustrialización”

¡Amenaza de derrota estratégica de los Estados Unidos! Palabras mayores; se entiende todo. La posición de la Unión Europea y de la OTAN se organiza intentando gobernar esta contradicción   del actual núcleo dirigente de los EE.UU. para convertirla en instrumento para impulsar la guerra contra Rusia. Las humillantes y disparatadas concesiones de la presidenta de la Comisión Europea hay que situarlas en esta lógica. Se cede ante Trump porque se necesita, se le necesita para poder vencer a Rusia; éste que lo sabe y se aprovecha de ello, bajo el principio de que deben ser los aliados los obligados a financiar la reindustrialización de los EE. UU.   La resultante será una escalada económica, comercial y militar de fronteras poco definidas, pero extremadamente peligrosa

¿Qué está pasando realmente?: 1) Que las previsiones no se cumplieron. Las políticas de sanciones no solo no fueron eficaces para hundir la economía y las finanzas de Rusia, sino que terminaron por golpear seriamente al conjunto de la economía de la UE y, especialmente, a Alemania; 2) Rusia ha resistido razonablemente las sanciones reconvirtiendo su economía y su aparato productivo, realizando una eficaz política de sustitución de importaciones, favoreciendo el mercado interior, con el objetivo de construir un espacio económico más autosuficiente y menos dependiente de Europa y, es clave, más integrado con los países emergentes, especialmente, con los BRICS, plus; 3) El conflicto político-militar entre la OTAN y Rusia por intermediación de Ucrania, tampoco ha ido como se esperaba según las optimistas previsiones del Estado Mayor de la Alianza. Rusia lo está ganando y lo tiene donde lo quería, es decir, en guerra de desgate y de posiciones.

Ucrania se está convirtiendo en una máquina de triturar recursos humanos, económico- financieros, técnico-militares que hipotecan su futuro como sociedad y como Estado. Rusia también paga un alto coste, pero a un nivel diferente y con efectos soportables dadas sus condiciones político-militares, demográficas y su elevado consenso interno. No hay que olvidarlo, la economía rusa ocupa ya el cuarto lugar en el planeta y el primero en Europa, si la medimos en paridad de compra. La guerra modifica y cambia, en la derrota o en la victoria, las relaciones de fuerzas entre naciones y ­–se suele olvidar– dentro de ellas. Ucrania y Rusia ya no serán las mismas como estructura social, como Estado y cultura. Los cambios, además, son muy rápidos y apenas si se interiorizan en todas sus radicales dimensiones.

La pregunta hay que hacerla: ¿Por qué la Unión Europea quiere continuar la guerra? Habría que precisar más.  ¿Por qué los “dispuestos”, “los voluntarios” quieren escalar en una guerra que saben perdida en su actual formato? Reino Unido (fuera de la UE), Alemania, Francia y Polonia forman el núcleo duro más comprometido con la continuación de la guerra y presionan, antes ya se dijo, fuertemente a unos EE.UU. que viven en una situación de emergencia, dispuestos a una reestructuración radical de sus estructuras de poder y de sus políticas de alianzas. Antes de seguir conviene detenerse un momento: ¿qué significa optar por la escalada en el conflicto?

Conviene no dejarse embaucar por la propaganda. Una “guerra limitada” es un tipo de conflicto armado políticamente muy controlado, con reglas no escritas y negociando, de una u otra forma, con la “otra parte”. No olvidemos que Rusia es una potencia nuclear de primer nivel y que los EE.UU. están por delante y por detrás de la OTAN y de Ucrania. Hay intercambio de informaciones, existen complicidades y, con matices, se intentan no superar ciertas “líneas rojas” siempre inestables y en redefinición permanente. A lo que aspiran los así llamados “dispuestos” es ir más allá de esas líneas rojas y generalizar el conflicto. Dicho de otra forma, dado que con este formato Rusia está ganando, cualquier negociación supondría situarse en un territorio favorable a Putin.  La exigencia a Donald Trump es conocida: darle armas a Ucrania para que pueda golpear los centros estratégicos militares, energéticos y de toma de decisiones del país euro-asiático. El problema central, hay otros, es prever cuál sería la respuesta de la dirección política de Rusia. Lo dejamos ahí.

Las clases dirigentes europeas se comprometieron a fondo con Biden en darle al conflicto ucraniano una salida militar. A Rusia le dejaron –es un modo bastante normalizado de hacer política por parte de los EEUU– una única salida: la guerra o la derrota estratégica. El objetivo era el cambio de régimen y restarle a China un aliado fundamental. Este fue el consenso básico. Reconocer la derrota no parece posible y se prestan a continuar un conflicto donde Ucrania pone los muertos y la UE aporta financiación y armamento, velando siempre por los beneficios del complejo militar e industrial norteamericano. Los costes de la guerra han sido enormes y lo serán mucho más en el futuro. Será una combinación explosiva de planes de austeridad, reducción de derechos sociales y laborales e incremento sustancial del gasto militar, en un clima de creciente militarización de la sociedad y la política. Hipótesis subyacente: Rusia no se atreverá a usar el armamento nuclear. ¿Jugar a la ruleta rusa?

No se trata solo de negarse a asumir ante las poblaciones el fracaso de una política aventurera e irresponsable; es mucho más que eso: negociar con Rusia significaría poner en cuestión el famoso “Orden internacional basado en normas” y establecer una nueva arquitectura de seguridad en Europa, es decir, reconocer a la Rusia de Putin lo que le negaron a la URSS de Gorbachov. Hasta ahora, la UE y la OTAN nunca han tenido en cuenta las demandas del país euroasiático, sus intereses nacionales y sus responsabilidades con las poblaciones de etnia y cultura rusa. Los portavoces del “partido de la guerra” argumentan que esto significaría volver a la antidemocrática política de las “zonas y espacios de influencia”. Habría que señalar que la influencia geopolítica depende del poder en un sentido amplio. Cuando realmente se tiene, condiciona a los actores y les obliga a responder, en uno u otro sentido, desde esos límites.

La Unión Europea ha actuado como si Rusia no tuviese intereses que defender o que estos no fuesen relevantes; es más, en paralelo con la OTAN, ha ido practicando y definiendo una política dirigida a reducir, a recortar sustancialmente su peso y respaldo en una zona, sobre todo en las antiguas repúblicas ex soviéticas, con la que tenía vínculos profundos. Robert Kagan, ahora en el equipo de la Sra. Clinton, lo argumentó con su acostumbrada claridad no hace demasiado tiempo: los EE.UU. ganaron una guerra mundial contra la URSS y el campo socialista; sólo ellos tienen el derecho y están obligados a tener “zonas y espacios de influencia” y los vencidos tiene que asumirlo. Y si no, asumir los riesgos por una conducta transgresora del orden establecido. Poder de definición y poder punitivo siempre lo han tenido los EE.UU. y, por delegación, el Estado de Israel.

Estamos en los límites y los dirigentes europeos nos invitan audazmente a dar un salto hacia adelante. La disyuntiva es radical: escalada militar o una paz realista, posible. La primera, nos conduce a la guerra y a sus variantes nucleares; la segunda a la autonomía estratégica. Al final, la historia vuelve. La pregunta decisiva: ¿qué Europa queremos?, ¿aliada subalterna de los Estados Unidos o sujeto geopolítico independente? En el medio, la Unión Europea. Hoy sabemos, algunos lo venimos defendiendo desde el principio, que la UE es el modo neoliberal y subalterno de construir Europa contra los Estados nacionales, la democracia constitucional y los derechos sociales. Un tratado de paz y cooperación con Rusia es condición previa para una Europa liberada, autónoma, capaz de ser parte activa del nuevo orden internacional multipolar en construcción. La OTAN es hoy la dirección estratégica de la Unión Europea; ésta se ha ido convirtiendo en su brazo político; en su eje organizador, los intereses político-militares norteamericanos. Las clases dominantes, para salvar su “Europa”, la UE, se preparan activamente para la guerra contra Rusia. Ese es hoy el problema central.

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