Haití, Ucrania y Argentina:
Elaborando el Estado fallido
Rebelión.org
01/09/2025
Fuentes: El
tábano economista
Lo que llamamos “falla” es, en realidad, un modo de gobierno muy exitoso
para unos pocos (El Tábano Economista)
La narrativa
convencional de las relaciones internacionales presenta al «Estado fallido»
como una anomalía, un desastre político, un vacío de poder; un territorio
sumido en el caos donde la ley ha sido reemplazada por la violencia primaria y
donde la comunidad internacional debe debatir, con una mezcla de conmiseración
y fastidio, la posibilidad de una intervención humanitaria o de estabilización,
dependiendo siempre de su beneficio estratégico inmediato.
La tesis
subyacente es mucho más cruda y reveladora, lo que se diagnostica como
«fallido» rara vez es un Estado que ha colapsado por sí solo, sino más bien uno
que ha sido metódica y deliberadamente rediseñado, despojado
de su capacidad para servir al bien común y reconvertido en una máquina de
extracción de rentas. Lo que denominamos Estado fallido constituye la máxima
expresión de un poder distorsionado que ha encontrado en la fachada del caos,
en el teatro de la ingobernabilidad, su instrumento de dominación y
enriquecimiento más perfecto y opaco.
Haití, Ucrania
y Argentina, tres naciones en contextos aparentemente dispares, ofrecen un
prisma devastador para observar este fenómeno global. No son ejemplos de Estados
que han fracasado, sino de élites que han triunfado en su objetivo final:
desmantelar el concepto de bien común y establecer, sobre sus ruinas, un Estado
paralelo donde operan con total impunidad. El caos no es el problema; es la
solución que han implementado para disfrazar el mayor de los saqueos.
El caso de
Haití es el arquetipo más puro y brutal de esta dinámica. La narrativa
internacional lo reduce a una tragedia perpetua, una sucesión de desastres
naturales, golpes de Estado y violencia pandilleril que condenan a su población
a una miseria insoluble. Esta lente ignora deliberadamente la ingeniería
política que ha manufacturado esta realidad. Las pandillas que hoy siembran el
terror en Puerto Príncipe y controlan el 90% de la capital no son entidades
orgánicas surgidas de la marginalidad social. Son el producto de una estrategia
deliberada de las élites económicas y
políticas haitianas, en connivencia con intereses externos.
La ventaja
estratégica para esta élite es monumental y multifacética. Bajo el manto
protector de la «ingobernabilidad», operan con una impunidad absoluta, libres
de cualquier fiscalización tributaria, laboral o judicial. El colapso
deliberado del aparato estatal formal no significa una ausencia de gobierno,
sino su privatización selectiva, donde las funciones más lucrativas son
acaparadas por actores no estatales leales a sus patrocinadores. Las pandillas,
en este esquema, actúan como brazo armado y socios comerciales, es decir,
controlan los puertos críticos, imponiendo sus propios aranceles paralelos;
dominan la cadena de suministros esenciales, desde alimentos hasta combustible;
monopolizan la distribución de energía, creando escasez artificial para
multiplicar sus ganancias en el mercado negro, y extorsionan a toda la
actividad económica formal e informal, estableciendo un sistema de impuestos
predatorios.
Los grandes
conglomerados empresariales haitianos, dueños de la importación y la
exportación, negocian con estas mismas pandillas para garantizar la seguridad
de sus mercancías, externalizando el costo de la «protección» e integrando el
precio de la extorsión como un simple gasto operativo más. La élite económica se
beneficia de un sistema de extracción de riqueza que no requiere proporcionar
servicios públicos, aportes, educación o salud a la población. La violencia
pandilleril actúa como un muro de contención social, fragmentando cualquier
posibilidad de organización popular que pueda desafiar el statu quo.
Ucrania
presenta una variante de este modelo, pero sofisticada, militarizada y
legitimada por una guerra de defensa nacional. La narrativa dominante en
Occidente es la de un Estado unificado, heroicamente defendiéndose de una
agresión imperialista, mientras avanza por un camino virtuoso de reformas
democráticas y lucha contra la corrupción. Esta visión, esencial para mantener
el flujo de ayuda militar y financiera, choca frontalmente con una realidad
interna mucho más compleja y adversa.
La guerra no ha
erradicado las viejas estructuras de poder oligárquico; en muchos sentidos, las
ha fortalecido y les ha proporcionado una cobertura patriótica perfecta. El
caso del batallón Azov, ahora integrado formalmente en la Guardia Nacional,
conservando una identidad, una cadena de mando y una ideología marcadamente
autónomas, es quien gobierna Ucrania. Lo que comenzó como un regimiento de
voluntarios se ha convertido en dos cuerpos de ejército con decenas de miles de
soldados, un poder militar dentro del Estado.
Este poder no
es neutral. Azov y otras unidades similares funcionan, en la práctica, como el
brazo armado de una facción específica de la oligarquía y la ultraderecha
ucraniana. Su función va más allá del campo de batalla. Garantizan un control
territorial y económico sobre las zonas en las que operan, protegiendo los
intereses de sus patrocinadores oligarcas y participando en el saqueo
sistemático de los recursos que deberían estar destinados al esfuerzo de
guerra. La corrupción endémica, denunciada incluso por los aliados occidentales
de Ucrania, no es un fallo del sistema; es el sistema mismo. Es el Estado
paralelo en acción, una estructura que utiliza los instrumentos formales del
poder —leyes, decretos, sanciones— para enriquecer a una red de actores
privados.
La movilización
masiva, lejos de ser un acto de unidad nacional perfecta, ha expuesto la
profunda fractura de clase que recorre la guerra. Como documentan analistas, se
ha convertido en «una guerra
librada por los pobres«. Las leyes de movilización, su aplicación,
muestran una selectividad perversa. Mientras los jóvenes de las zonas rurales y
las clases bajas son reclutados de forma compulsiva en las trincheras, las
élites urbanas y los conectados con el poder pueden eludir el servicio con
sobornos, certificados médicos falsos o simplemente abandonando el país.
Simultáneamente, el gobierno de Zelensky, bajo la presión de la necesidad
financiera y el mandato del FMI, ha implementado políticas fiscales
profundamente regresivas, aumentando impuestos a la población ya agotada y
recortando gastos sociales.
La guerra, por
tanto, funciona como una pantalla de humo gigantesca que permite un doble
movimiento: la concentración extrema de la riqueza en manos de una oligarquía
militarizada extranjerizada y la transferencia de todo el costo humano y
económico hacia los sectores más vulnerables de la sociedad. El heroísmo del
soldado en el frente es la narrativa que esconde la impunidad del saqueo en la
retaguardia.
Argentina
ofrece la versión posmoderna y financiarizada del Estado fallido fabricado, la
obsesión de un Estado paralelo. Aquí, el instrumento de dominación no son las
pandillas armadas o los batallones ultranacionalistas, sino el capital
financiero internacional y sus socios locales. El relato fantasma que se vende
es el de un país crónicamente ingobernable, víctima de su propio populismo, que
existe al borde del abismo macroeconómico por su incapacidad para vivir dentro
de sus posibilidades (déficit fiscal). Este relato omite cuidadosamente que el
colapso fiscal permanente es un negocio extraordinariamente lucrativo para una
élite específica.
El mecanismo es
diabólico en su simpleza: un sector de la oligarquía argentina, profundamente
vinculado a los monopolios de exportación de commodities (agro, energía y
minería) y los grandes grupos económicos financieros, necesita evadir
impuestos, quitar regulaciones, fugar capitales externalizando sus ganancias en
dólares. Para ello, requiere mantener al Estado en una situación de crisis de
deuda perpetua.
El
endeudamiento externo masivo no es un accidente; es una herramienta de política
económica. Cada préstamo del FMI, cada emisión de bonos de deuda, viene
acompañado de condicionalidades que exigen recortes salvajes en el gasto
público, privatizaciones y desregulaciones. Estos ajustes, presentados como
«medidas de saneamiento», tienen un efecto inmediato: debilitan al Estado como
regulador y como proveedor de servicios, transfiriendo ese poder y esos
recursos al sector privado.
Los «dueños del
sector externo», se benefician doblemente, primero, especulan con los dólares
para pagar la deuda externa, después con la deuda interna (comprando bonos a
precios de quiebra y cobrando su valor total o prestándole al estado con tasas
de interés inaceptables), y segundo, operan en un mercado laboral cada vez más
desregulado donde pueden maximizar sus ganancias sin restricciones, exportar en
dólares y pagar en pesos. El gobierno de Javier Milei, lejos de ser un
iconoclasta que rompe con el sistema, es la expresión más pura y radical de
esta lógica. Su «plan de ajuste hasta los huesos» no es más que la aceleración
final de un proceso de décadas: el desmantelamiento metódico del Estado
nacional para servir a los intereses de una plutocracia financiera.
Los recientes
casos de corrupción que acechan a su gobierno, incluyendo las acusaciones
contra su hermana, la secretaria general de la Presidencia, Karina Milei, por
la contratación de funcionarios con sobresueldos en negro y la manipulación de
la cadena de pagos del Estado, sobre todo de la Agencia Nacional de
Discapacidad (ANDIS), sacarles a los discapacitados para su bolsillo, no
es una anomalía. Son la consecuencia natural de un proyecto que concibe el
Estado no como un árbitro del bien común, sino como un botín a repartir entre
los leales. La retórica anarcocapitalista de «destruir el Estado» se traduce,
en la práctica, de entregar lo que queda de él.
La «libertad»
que pregona es, en esencia, la libertad de que esa élite opere sin
fiscalización, sin impuestos y sin rendir cuentas a una sociedad a la que se
mantiene en un estado de shock permanente mediante la inflación, variaciones en
el tipo de cambio y recesión. El caos económico no es un efecto colateral no
deseado; es el ambiente necesario para este gran rediseño a favor de que unos
pocos concentren los dólar. El Estado fallido argentino es una hoja de cálculos
en Excel, una crisis de deuda cuidadosamente orquestada que enriquece a los
mismos que predican la austeridad para los demás.
La conclusión
que emerge de este análisis trilateral es tan contundente como inquietante para
el orden internacional establecido. La idea convencional del Estado fallido
como un accidente de la historia o una patología exclusiva del Sur global es un
mito útil, un relato que debe ser deconstruido con urgencia. Haití, Ucrania y
Argentina, cada uno a su manera, demuestran con crudeza que el «fracaso»
estatal es, con frecuencia, la forma más pura de éxito para las élites
depredadoras locales y globales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario