viernes, 5 de septiembre de 2025

España, tierra quemada

 

Durante la tragedia, ha podido comprobarse algo que ya se intuía: frente al sentido común de la ciudadanía, la estulticia de la clase política. De unos y otros, incluido el presidente Se ha batido cualquier record anterior de incompetencia.


España, tierra quemada


Juan Francisco Martín Seco

El Viejo Topo

5 septiembre, 2025 


Cuando a finales de 2023, tras las elecciones generales, escogí como título del libro que iba a publicar de forma inmediata Tierra quemada, en ningún momento pensé que se adecuaría en sentido estricto a lo que iba a suceder dos años más tarde en gran parte del territorio nacional. El libro pretendía ser una descripción de los errores y horrores políticos acaecidos en los cuatro años anteriores y vaticinaban una tendencia muy negativa para los cuatro años siguientes.

Era predecible, como así está ocurriendo, que nuestro país quedase arrasado, desde el punto de vista institucional, y territorialmente dividido. El ordenamiento jurídico podría terminar profundamente dañado, debilitada nuestra democracia, y el sector público condenado a la ineficacia. De ahí lo de tierra quemada. Pero en ningún momento pasó por mi imaginación que los incendios iban a devastar gran parte de España.

El enorme desastre natural acaecido este verano nos obliga  sí a examinar la respuesta de las distintas Administraciones Públicas. Pero antes que nada surge una pregunta que casi todo el mundo evita hacerse. La aptitud del Estado de las autonomías para enfrentarse a una catástrofe nacional o de gran envergadura que sobrepasa los medios de una comunidad autónoma. Lo cierto es que cada vez que ha surgido algo así, COVID, la dana de Valencia o los tremendos incendios de este año, por citar algunos casos, la respuesta ha sido insuficiente. La contestación a la pregunta no es fácil, sobre todo en presencia de un gobierno Frankenstein que ha resultado incompetente en casi todos los aspectos de la marcha diaria del sector público.

Es arriesgado criminalizar la estructura del Estado, en presencia de un Ejecutivo que lleva toda la legislatura sin aprobar un presupuesto, que ha conseguido que el tráfico ferroviario sea un desastre, que España haya sido el único país de Europa que ha tenido un apagón en todo el territorio de casi 24 horas y que la Administración central en su mayoría haya resultado ineficaz para acometer sus funciones. Uno está tentado, por muy jacobino que se sea, de exclamar que menos mal que existen las autonomías.

Bien es verdad que hay otra cara de la moneda y es que surge el peligro de que las comunidades se conviertan en una coartada perfecta para que el Gobierno eluda sus obligaciones e incluso que utilice las catástrofes como arma política cuando los gobiernos territoriales sean de distinto signo, inhibiéndose conscientemente para que la comunidad autónoma afectada se cueza en un problema que la transciende.

La historia comenzó con la pandemia. En un principio, el Gobierno pletórico de soberbia y engreimiento no tuvo ningún impedimento en asumir el mando total. Creyó que le beneficiaría, ya que le daba la ocasión de llevar a cabo, sin cortapisas, todos sus planes. Decretó el estado de alarma y lo utilizó, tal como más tarde sentenciaría el Tribunal Constitucional, de forma abusiva. Sánchez descubrió no obstante que gestionar no es tan fácil como creía. Entregó el mando a dos ministerios. El primero, el de Sanidad, estaba casi vacío de medios, y su titular era totalmente incompetente; el segundo, el de Transportes, que parece ser que se dedicó a otros menesteres más lucrativos.

Cuando comprobó el desaguisado que se formaba y su propia incapacidad se inventó eso de la «cogobernanza», que significaba tan solo echar la carga, el trabajo y la responsabilidad en las autonomías, al tiempo que mantenía el mando. Sánchez empleó por primera vez la sublime excusa de «Si necesitan algo, que lo pidan». Y con todo el descaro mantuvo que si las comunidades precisaban de medidas excepcionales que fuesen sus presidentes los encargados de ir a las Cortes a reclamar el estado de alarma, cuando tanto la Constitución como la normativa que lo desarrolla dejan totalmente claro que tal petición es competencia exclusiva del presidente del Gobierno.

Algo parecido ha ocurrido con la dana de Valencia. Pretender que la respuesta a una catástrofe como aquella se pudiese encarar desde un Gobierno regional es pura simpleza o un intento de provocar el fracaso del Ejecutivo autonómico. Las competencias, antes que ser un tema jurídico, lo son de medios y posibilidades. Es del Gobierno de España del que dependen el ejército, la policía, la guardia civil, el transporte ferroviario, el espacio aéreo, los aeropuertos, las comunicaciones, las carreteras, las confederaciones hidrográficas, la AEMET, las delegaciones del gobierno, las relaciones con otros Estados y con la UE, el Ministerio de Trabajo, el de Hacienda, los institutos epidemiológicos, la aprobación de decretos leyes creando créditos extraordinarios, etc.

Sin entrar en el debate acerca de dónde reside la responsabilidad de que el aviso a los ciudadanos se diese tarde, si en la Confederación, en la AEMET, en las autoridades regionales o bien en todos a la vez, y centrándonos únicamente en la repuesta posterior a la catástrofe, hay que preguntarse que, cuando en una parte de España, la población carece de agua potable, de víveres, de medicinas, de productos higiénicos y de limpieza, de ropa, etc., y no es posible el suministro por carretera, ¿qué se precisa para mandar helicópteros o aviones del ejército, que en el caso de que no pudiesen aterrizar, lanzasen en paracaídas sacas con todo lo necesario?. ¿Cómo es posible que en la cuarta potencia de la UE durante una catástrofe como la de Valencia se produzcan saqueos, robos, expolios, y tengan que ser los propios vecinos los que hagan guardia día y noche, mientras que la policía y la guardia civil permanecen acuarteladas y se quejen de que no les dejan actuar?

Con los incendios, desde el principio, el Gobierno ha querido aplicar la misma plantilla. Soltaron al ministro que está llevando tan bien el tráfico ferroviario contra algunos presidentes de comunidades por no haber estado desde el primer día a pie de obra y no haber abandonado inmediatamente el veraneo. Se empleaban una vez más las desgracias y las catástrofes como arma política, pero también, una vez más, se cumplió la regla, y al igual que con la falsedad de los títulos, los reproches se han vuelto de inmediato contra el propio Gobierno. Al generalizarse el desastre por una gran parte de España y a afectar en mayor o menor medida a casi todas las comunidades autónomas el problema pasó a ser y quizás principalmente del Ejecutivo.

Las circunstancias creadas por el fuego se adecúan a la definición de catástrofe que formula la Ley del Sistema Nacional de Protección Civil de 2015: «Situación o acontecimiento que altera o interrumpe sustancialmente el funcionamiento de una comunidad o sociedad por ocasionar gran cantidad de víctimas, daños e impactos materiales, cuya atención supera los medios disponibles de la propia comunidad». Y la misma ley define las emergencias de interés nacional como aquellas que exijan la coordinación de Administraciones diversas porque afecten a varias Comunidades Autónomas y reclamen una aportación de recursos a nivel supra autonómico y aquellas otras que por sus dimensiones efectivas o previsibles requieran una dirección de carácter nacional.

Muy pronto la magnitud y extensión de la catástrofe hubiera exigido la declaración del estado de emergencia nacional, o al menos que el Gobierno asumiese sus funciones de coordinación y colaborase con los medios que solo él podía facilitar. Su única respuesta fue una vez más la de si quieren ayuda que la pidan. Lo cierto es que ni siquiera cuando las comunidades reclamaron la movilización del ejército o que se solicitase la asistencia europea fueron atendidas. Se negó su necesidad o que fuera posible. Tuvieron que pasar varios días, y que los incendios adquiriesen dimensiones angustiosas, para que se decidieran a hacerlo, demostrándose de esta forma que sí era posible y necesario.

El Gobierno estuvo prácticamente ausente hasta el día 8, que hicieron su aparición las ministras de Medio Ambiente y de Defensa, como avanzadilla a la visita que el presidente del Gobierno, abandonando su finca de recreo (más bien de todos los españoles), iba a realizar el día siguiente. Sánchez en realidad no se inmutó, ni siquiera llamó a los presidentes de las comunidades autónomas afectadas, hasta que no lo hizo el rey, y ante el miedo de caer de nuevo en el ridículo de Paiporta, al tiempo que prohibía al monarca desplazarse, lo hizo él, pero de tal manera que estuviese a cubierto de cualquier presión popular.

«El pacto de Estado es una cortina de humo. Se ha convertido en un comodín al que se recurre cuando se carece de otra respuesta»

Toda la aportación de Sánchez en esta comparecencia fue responsabilizar al cambio climático y a los negacionistas, y proponer un gran pacto de Estado. Da toda la sensación de que no sabía qué decir, los acontecimientos le habían desbordado y alcanzada esa magnitud resultaba imposible estar ausente y echar toda la culpa a las autonomías. Con posterioridad ha propuesto crear una comisión interministerial, comisión que por lo visto existe desde 2011, y que se renovó en 2018.

El pacto de Estado constituye una cortina de humo. Se ha convertido en un comodín al que se recurre en todas las ocasiones en que se carece de otra respuesta, pero que está falto de consistencia y casi es ridículo cuando se plantea después de siete años en el poder, cuando se ha repetido muchas veces, para olvidarlo en seguida otras tantas, y partiendo además de un Gobierno que ha dado muestras de no querer negociar nunca con la oposición.

Sin duda las circunstancias climáticas han sido una causa muy importante de la catástrofe y lo seguirán siendo en el futuro, pero son –derivadas o no del proceso del calentamiento global– un dato del problema, porque nadie creo que sea tan ingenuo (Sánchez considera que todos lo somos), como para pensar que entra dentro de las posibilidades de España modificar en solitario, ni siquiera con toda Europa, las condiciones meteorológicas o detener el cambio climático.

De cara al futuro, a la hora de actuar habrá que considerar otras causas. Primera, y parece que con bastante generalidad, la mano del hombre (se estima en el 96%) y en muchas de las ocasiones con carácter voluntario. Ello nos conduce a las funciones de vigilancia y policía (que no son fáciles) y al Código Penal.

Segunda, la ausencia de prevención y cuidado de los montes, lo que nos remite por una parte a la progresiva huida del campo, y por otra parte a los efectos, muchas veces negativos según los agricultores, de las medidas medio ambientales. En el primer caso, es indudable que la política agrícola y ganadera de la Unión Europea, desprotegiendo nuestros mercados frente al exterior, hasta el extremo de pagar a los dueños de las explotaciones por no producir, ha colaborado al abandono de las zonas rurales. En el segundo caso, una mentalidad cuasi mágica que mantiene que no se debe tocar la naturaleza ha impedido muchas veces las tareas de limpieza. Algo parecido ha ocurrido en el ámbito hidrográfico, y más concretamente ha estado presente en el origen de la catástrofe de la dana en Valencia.

Resulta incomprensible la actuación de la fiscalía (y ya sabemos de quien depende) queriendo responsabilizar penalmente de la hecatombe a los ayuntamientos y a los alcaldes por no tener –dice– un plan de emergencias. Lo importante parece ser que es buscar responsables fuera del Gobierno. A lo mejor los culpables son los agentes forestales o los antiguos alguaciles. Recuerda a la actuación del Tribunal de Cuentas cuya tarea principal y casi exclusiva a lo largo de los años ha sido exigir responsabilidades contables a los tesoreros y demás funcionarios municipales por equivocarse al extender un cheque o realizar cualquier ingreso o pago.

La tercera es la inversión en medios. Y fundamentalmente en medios nacionales, pues tan solo es el Gobierno central el que puede en una situación de emergencia como esta responder adecuadamente. Es posible que en el Ejecutivo anterior con la crisis económica y los recortes impuestos por Europa estuviese justificada una cierta atonía en el gasto, pero en el actual después de estar siete años en el poder, de haberse endeudado considerablemente, no parece que haya explicación alguna como no sea su incompetencia, dejadez y llevar tres años sin presupuesto, pero incluso este último motivo pierde fuerza cuando ha contado sin ninguna restricción y control de los fondos europeos Next Generation. De hecho solo ha invertido 2,7 de los 71 millones de dichos recursos previstos para gestión forestal.

La actuación del Gobierno en esta ocasión contrasta con la actitud adoptada durante el apagón. Entonces no tuvo ningún problema en declarar la emergencia nacional. La diferencia es que en aquel suceso no había comunidades autónomas para responsabilizar de la catástrofe. En realidad, en el caso de los incendios le va a ser difícil hacernos creer que la culpa es de las autonomías. Son muchas las implicadas, y de distintos colores políticos. Al igual que con los jueces, no parece verosímil que todas actuasen negligentemente, pero es que además si esto hubiese sido así, su culpabilidad resulta mayor y evidente porque al comprobarlo tendría que haber declarado inmediatamente la emergencia nacional. Cuanto más acuse a las comunidades, mayor es su responsabilidad por no actuar. Nada le ha impedido hacerlo, ni tenía por qué esperar a que se lo solicitase nadie.

Fuente: The Objective

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