Como en aquel Relato de
un náufrago con el que García Márquez desnudó la corrupción de una dictadura
que fingía tormentas para ocultar su propio contrabando, también hoy los
imperios inventan tempestades para esconder sus naufragios.
Relato de un náufrago: Donald Trump y el mar Caribe
El Viejo Topo
30 octubre, 2025
Los mares son
espacios geográficos que contienen pueblos, culturas e historias. Que conectan
los avances y los retrocesos y, en épocas de desarrollo naval, se convirtieron
en el escenario principal del tablero de ajedrez de los imperios.
El Mediterráneo
fue durante siglos el espejo del viejo mundo: allí se fundieron culturas, religiones
y guerras. Hoy, cuando miramos a Gaza, volvemos a ese mismo mar que vio nacer
civilizaciones y que ahora asiste, impasible, a su destrucción. Porque hablar
de Palestina es hablar del Mediterráneo; como hablar de Venezuela, de Cuba o de
Nicaragua es hablar del Caribe. Cada mar guarda un eco del mismo conflicto: el
poder y su intento eterno por dominar el paso, el puerto y la ruta.
Cuando los
reinos de Castilla y Portugal se lanzaron a la expansión ultramarina, el
Mediterráneo se proyectó hacia el Atlántico. Los mapas se extendieron y, con
ellos, el deseo de oro y de dominio. El «nuevo mundo», que era mundo desde
mucho antes de ser descubierto por los europeos, se convirtió en un nuevo
tablero de ajedrez, con un nuevo mar, el Caribe, donde estas potencias
europeas emulaban sus estrategias de saqueo, entrenadas durante siglos en
el mar Mediterráneo.
A los barcos de
esclavos, se unieron los piratas. Sin embargo, lejos de lo que nos presentan
las películas, los piratas no eran aventureros románticos, sino empleados de
Estado, instrumentos del poder inglés, francés u holandés, corsarios con
patente de corso para robar en nombre del rey. Y el Caribe, un
laboratorio de violencia y acumulación, que daría origen a la economía
mundial que más tarde dominaría los bancos, los ejércitos y las corporaciones.
Los galeones que cruzaban entre La Habana y Sevilla llevaban en sus entrañas el
oro y la sangre de un continente entero.
Y así, el
tiempo pasó, pero la lógica no cambió en lo fundamental. La Doctrina Monroe,
proclamada en 1823, sustituyó las banderas de los corsarios por la diplomacia
de los presidentes: «América para los americanos», dijeron, y con ello
quisieron decir «América para los Estados Unidos». Aquel fue el manifiesto
del colonialismo moderno, la declaración de una tutela perpetua
sobre todo un continente. Desde entonces, cada intento de soberanía en el sur
ha sido respondido con invasiones, bloqueos o dictaduras. El Caribe se
convirtió en el mare nostrum de Washington.
Ese hilo
histórico nos conduce inevitablemente a Trump, que como vemos no inventó nada
nuevo. Aunque sea quizás el heredero más grotesco de una larga tradición de
corsarios. Su «guerra contra el narcotráfico», esconde la misma motivación que
movía a Morgan o a Drake: asegurar el control de las rutas, los puertos y los
recursos. Desde los radares del Pentágono hasta las costas de La Guaira, su
gobierno envía barcos de guerra a bombardear lanchas humildes de pescadores.
Pero no es un hecho aislado, desde el triunfo del chavismo esta es solo la
enésima estrategia para derrocar la voluntad de un pueblo.
Es evidente que
no se trata del narcotráfico, sino del petróleo: el mismo oro negro que Eduardo
Galeano llamó la última fiebre del Dorado. Como en los viejos tiempos, el botín
está en las entrañas de la tierra y en la obediencia de los gobiernos.
La paradoja de
Trump, que lleva a discursos incoherentes en horas e incluso acciones
antagónicas simultáneas —como comprar petróleo a Venezuela a la par que la
amenaza militarmente—, es que pretende restablecer el imperio en un
momento en que éste se resquebraja.
Su segundo
mandato ha sido la confirmación de una extraña alianza de clase entre elementos
con perspectivas e incluso intereses en conflicto, los clásicos halcones
conservadores del partido republicano, la cosmogonía MAGA que se cree de verdad
que todo se solucionará con un «repliegue», e incluso algunos sectores del
capital altamente integrados en el mercado internacional, como las
tecnológicas, que aunque tradicionalmente parecían cercanas al partido
demócrata, han asumido la aparente propuesta de «consenso» que significaba este
segundo mandato del magnate estadounidense. Y más allá de las grietas de esta
alianza oligárquica, también nos encontramos con un país devastado por la
desigualdad, el racismo o la epidemia de opioides. Una fractura interna que
obviamente no se soluciona asesinando pescadores pobres en el mar Caribe.
Como los viejos
corsarios que, envejecidos, seguían surcando los océanos por miedo a volver a
tierra, EE.UU. parece navegar en busca de una hegemonía que ya no existe.
Trump, como sus predecesores, amenaza el Caribe, el mar de China, cree poder
decidir el destino del mar Negro o del Levante mediterráneo. Librando con ello
la misma batalla: el control de los corredores marítimos, de los recursos
energéticos o de las rutas del comercio. Los imperios siempre han necesitado
mares, pero los mares también han sido cementerios de imperios.
Mientras el
Caribe sigue ahí: como herida y como promesa. Sus aguas han visto pasar
galeones y fragatas, invasores y libertadores, e incluso submarinos nazis que
querían torpedear el flujo de petróleo venezolano que fue una contribución
fundamental para el triunfo del bando aliado en la Segunda Guerra Mundial.
Hoy sus aguas
reflejan también un nuevo horizonte, el de un mundo que se reorganiza, que
busca un equilibrio multipolar, que ya no tolera los monopolios del poder. Los
viejos piratas, con sus banderas remendadas, aún navegan, pero el viento ha
cambiado de dirección y sus velas roídas por el tiempo terminarán por ceder.
Aunque sepamos que morirán matando.
Ese mismo
viento —el que sopla desde los pueblos del sur, desde la resistencia de Cuba,
la dignidad de Venezuela, la contundencia de Gustavo Petro denunciando
esta agresión en sus costas compartidas, el rechazo de Sheinbaum a participar
en la cumbre de las Américas, pero también las protestas masivas
internacionales de apoyo a la causa palestina— será el que anuncie, una vez
más, el principio del fin de otro imperio. Como en aquel Relato de un
náufrago con el que García Márquez desnudó la corrupción de una
dictadura que fingía tormentas para ocultar su propio contrabando, también hoy
los imperios inventan tempestades para esconder sus naufragios.
Fuente: Observatorio de la Crisis

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