Europa está sometida
política, económica y militarmente a los intereses de EEUU. Por eso ha ignorado
el drama de Gaza y planifica una futura guerra con Rusia. Extraviada, vive una
crisis en el marco de una gran transición geopolítica.
TOPOEXPRESS
La UE hacia su (auto)destrucción
Manolo
Monereo
El Viejo Topo
31 diciembre,
2025
UE: LA LARGA MARCHA HACIA SU (AUTO)DESTRUCCIÓN
A la memoria de Juan Aguilera Galera, amigo y camarada de sueños y
esperanzas
“Si Rusia es
derrotada en Ucrania, la subyugación europea a los estadounidenses durará un
siglo. Si, como creo, Estados Unidos es derrotado, la OTAN se desintegrará y
Europa quedará libre”
Emmanuel Todd,
octubre de 2025
Introducción. Las crisis siempre revelan lo que la normalidad oculta.
La excepción no
confirma la regla, la cambia. El riesgo que se corre es que los actores
políticos básicos acaben repitiendo viejas fórmulas, conceptos que poco o nada
dicen y que, como zombis, parasitan la academia, la esfera pública y siguen
colonizando nuestro imaginario social, sobre todo de las élites, al servicio
del poder. Ideas como democracia, fascismo, autocracia, derechos humanos,
derecha/izquierda pierden su conexión con la realidad social y se convierten en
obstáculos para nombrar lo que pasa y actuar, sobre todo actuar,
conscientemente ante una realidad en mutación. Por eso, el discurso
disciplinario se hace cada día más fuerte y la exclusión del discrepante se
practica con tal fiereza que no deja espacio a la crítica. La esfera pública se
estrecha y lo políticamente correcto se impone sin rubor, abiertamente.
La dramática
situación del genocidio del pueblo palestino emerge con Gaza como cuestión
humanitaria, desde la lógica de los derechos y el respeto al ordenamiento
internacional. Es mucho más que eso. Pedro Sánchez ha encontrado un espacio que
le permite sintonizar con una opinión pública cada vez más movilizada,
arrinconar al PP y oponerse abiertamente a VOX. En este tema, el secretario del
PSOE ha sido coherente: lleva meses defendiendo el reconocimiento del Estado
palestino como tema central de su política internacional, perfectamente
compatible, insisto, con su apoyo a la política de rearme impulsada por la
señora Von der Leyen (presidenta de la Comisión Europea) y por señor Rute
(secretario de la OTAN) y, nunca se debe olvidar, al servicio de la estrategia
político-militar de los EE. UU.
Lo fundamental,
¿realmente esta es la propuesta que ayuda a resolver el problema de la masacre
diaria de un pueblo? A mi juicio, se trata de una respuesta débil, simbólica,
que no afronta el problema real. La clave es poner fin al asesinato diario de
hombres, mujeres, niños, personal sanitario, periodistas. Reconocer un Estado
palestino con una Cisjordania casi ocupada por colonos armados y protegidos por
los militares judíos; con una Gaza militarmente sometida y con una población en
vías de exterminio, es un brindis al sol y someterse a los que mandan, es
decir, Netanyahu y Trump. ¿Reconocer a un Estado sin territorio? ¿Se lo
devolverán los cascos azules de la ONU? Es la historia de Sánchez: posar,
amagar, recomponer la figura y nunca enfrentarse al poder.
Lo que más
sorprende no es que las élites dominantes justifiquen la matanza diaria o que
intenten quedar bien ante una opinión pública cada vez más movilizada; no, lo
que asombra es que la cuestión palestina no se relacione con la gran
remodelación geopolítica del Oriente Medio, impulsada por Israel y por los EE.
UU. y apoyada, sin reservas, por la Unión Europea. En su centro: Irán. Ambas
cuestiones convergen en eso que se ha llamado la paz de Abraham. Resuelta la cuestión
palestina, lo que viene es conseguir política y militarmente el cambio de
régimen en el país de los persas. A eso se refería el canciller alemán Merz
cuando solemnemente afirmaba que Netanyahu hacía el trabajo sucio por nosotros,
por el Occidente colectivo.
Empezar por
Gaza obliga a tomar nota de que la barbarie está ya entre nosotros y que la
estamos normalizando. El Covid-19 cambió a nuestras sociedades profundamente.
Nos hizo más obedientes, más sumisos y mucho más crédulos. El miedo, la
inseguridad y el temor colonizaron nuestro sentido común y nos habituaron a
desconectar del futuro, a vivir en un día a día eterno. Queda poco espacio para
proyectos colectivos, para intervenir y ser sujetos del cambio social. Gaza, el
genocidio de un pueblo heroico y con una fe en la vida única, está cumpliendo
el papel de prepararnos para lo que viene, habituarnos a la muerte, a los
bombardeos, al asesinato cotidiano de niños. Ahora es fácil poner distancia y
pensar que aquello poco o nada tiene que ver con nosotros, que se trata de una
excepción, de un hecho singular que expresa la maldad que llevamos dentro los
humanos. La realidad es más concreta y tiene que ver con el poder.
La Unión Europea, camino de la perdición.
Si todo está en
crisis, es poco lo que se puede explicar apelando a ella. Hay que concretar. El
termino definitorio es globalización. Durante años ha sido una palabra clave;
todo lo explicaba. A ella se rendían todos los atributos de la economía, las
necesarias e imprescindibles adaptaciones y, sobre todo, los urgentes y duros
sacrificios en derechos sociales y sindicales. Globalización decía mucho y
aclaraba poco. Como todo termino ideológico, aludía a fenómenos reales y, a su
vez, eludía, imposibilitada, su conocimiento real. ¿Qué fue la globalización
capitalista? Intentaba nombrar distintas transformaciones más o menos
interrelacionadas entre sí que estaban modificando sustancialmente la realidad
productiva, tecnológica, comercial y financiera; restructurando profundamente
los marcos del poder estatal y cambiando los patrones básicos de las políticas
públicas.
La
globalización fue siempre un proyecto centralmente político que: a) definía el
lado económico-financiero del “Nuevo Orden internacional basado en reglas”
impuesto por los EE.UU. y que modificaba a su favor las grandes instituciones
internacionales (FMI; BM; OCM); b) imponía una política económica única (el
llamado consenso de Washington) dirigida a cambiar de modo irreversible las
relaciones entre Estado y sociedad y su inserción en una economía-mundo a su
vez (teóricamente) abierta y liberalizada; c) en su centro, la financiarización
de la economía, las transformaciones productivas y tecnológicas, y lo que se
llamó la “gran duplicación”, es decir, la entrada en el mercado mundial de
millones de trabajadores provenientes de los procesos socialistas; d) en
definitiva, la globalización neoliberal expresaba lo que Luciano Gallino llamó
“la lucha de clases desde arriba”, una forma de (contra)revolución de las
clases económicamente dominantes para superar los límites que la sociedad, el
Estado y el conflicto social impulsado por las clases trabajadoras fueron
imponiendo a la dinámica depredadora del capitalismo, lo que Polanyi llamó su
tendencia hacia un “mercado autorregulado” dirigido a mercantilizar el conjunto
de las relaciones sociales.
El Acta Única y
el tratado de Maastricht fueron el modo en que las clases dirigentes europeas
se integraban en la incipiente globalización y el marco estratégico que creaban
las condiciones para la aplicación de las políticas neoliberales. Hay que
entenderlo: la derrota del fascismo fue también una derrota de los grandes
poderes económicos y de las clases políticas tradicionales. La palabra-resumen:
miedo a la revolución. Las tropas soviéticas en Berlín, una izquierda
protagonista de la resistencia frente a la barbarie, un movimiento obrero que
se negaba a pagar los costes de la guerra y una cultura política fuertemente
crítica del capitalismo liberal, culpabilizado, con razón, de la deriva
fuertemente autoritaria de las distintas sociedades.
En Europa
Occidental se fue construyendo un círculo político virtuoso que anudaba
democracia de masas, Estado social y soberanía popular. No es este el lugar
para analizar en su complejidad lo que más adelante también se llamó el Estado
keynesiano-fordista; señalar que su efecto fundamental fue (lo indicó ya en los
años setenta Giovanni Arrighi) propiciar la construcción de un fuerte poder
contractual de las clases trabajadoras, favoreciendo su identidad como sujeto
político-social y dotando a las instituciones estatales de instrumentos
para regular el funcionamiento del capitalismo monopolista, especialmente las
grandes corporaciones financieras. La crisis de 1973 fue una ruptura, definida
por el conflicto social y por la reacción neoliberal; la segunda onda llegó con
la desintegración del URSS y la disolución del Pacto de Varsovia. Las clases
dirigentes entendieron muy bien aquello de que nunca hay que desaprovechar una
buena crisis y lo hicieron a fondo, iniciando una (contra)revolución que
consiguió todos sus objetivos fundamentales, al menos, aparentemente.
Si se observa
con una cierta perspectiva histórica, se entiende que el proyecto desde el
inicio estaba dirigido desmontar pieza a pieza los fundamentos del círculo
político virtuoso anteriormente nombrado. La argumentación fue repetida
sistemáticamente: los Estados nacionales ya no están en condiciones de cumplir
sus tareas históricas, demasiado pequeños para resolver los problemas globales
y demasiado grandes para solucionar los desafíos locales y regionales. La
conclusión estaba al alcance del sentido común mayoritario: integrarse para
sumar poder, modernizar el tejido productivo para incrementar la competitividad
y mejorar la productividad de una Europa unida que se ampliaba. En su centro,
una moneda única y un Banco Central independiente con la misión única de
controlar la inflación. Todo ello para asegurar la viabilidad del “modelo
social europeo”. Era el nuevo consenso, entre una derecha que lo era cada vez
más y una izquierda que lo era cada vez menos, en defensa de la globalización
neoliberal como el horizonte histórico de nuestra época.
Desde la crisis
del 2008 las cosas han cambiado sustancialmente. Se podría hablar de una “acumulación
de crisis” que cada vez cierra más y se dirige a la guerra con Rusia. Thomas
Fazi lo ha analizado bien:
“La UE se
vendió a los europeos como un medio para fortalecer colectivamente el
continente frente a otras grandes potencias, en particular los Estados Unidos.
Sin embargo, en el cuarto de siglo trascurrido desde que el Tratado de
Maastricht marcó su nacimiento ha ocurrido lo contrario: hoy en día, Europa
está más vasallizada, política, económica y militarmente a Washington –y, por
tanto, más débil y menos autónoma– que en cualquier otro momento desde la
segunda guerra mundial”
Al final,
retorno lo que tenemos delante de nuestros ojos y no queremos ver. Europa, que
es mucho más que la Unión Europea, es, desde la II Guerra Mundial, un
protectorado político-militar norteamericano, especialmente Alemania y, en
menor medida, Italia. Sus economías se han entrelazado estrechamente con los
capitales norteamericanos, con las corporaciones empresariales y con los
grandes fondos de inversión. La Unión Europea ha generado una clase política
extremadamente dependiente de los grandes poderes económicos y conglomerados
mediáticos, se ha hecho mucho más homogénea y lo que se les obliga a decidir a
los ciudadanos son variantes de un mismo proyecto neoliberal. Los pueblos que
votan mal, es decir, que apuestan por políticas de izquierda, tienen que hacer
frente al chantaje previo y posterior de unas instituciones que actúan como un
poder supranacional, como un poder soberano, frente a las decisiones de unos
gobiernos elegidos democráticamente. La crisis de la democracia constitucional
y el ascenso de la extrema derecha tiene que ver centralmente con una realidad
siempre negada, a saber, que la Unión Europea es esencialmente una estructura
de poder oligárquica, que expropia la soberanía a los Estados y que convierte a
los ciudadanos en meros espectadores de políticas que se deciden en lugares
donde no llega la democracia ni el control popular.
La militarización y la guerra como alternativa a una Unión Europea en crisis
Es tan vieja
como la propia geopolítica entendida como ciencia y arte del poder estatal.
Impedir una alianza estratégica entre Rusia y Alemania ha sido y es la política
que para Eurasia han defendido el Reino Unido y los Estados Unidos de
Norteamérica. Siempre han conseguido imponerla, ahora también. Alemania se
militariza a marchas forzadas y pretende convertirse en la primera fuerza
militar de una península que se cree un continente. Esta no es una
cuestión menor, como sabían bien Haushofer, Mackinder, Spykman o Brzezinski. La
geografía del poder marca la política y la mayoría de las veces, la determina.
En el eje de todas las transformaciones y de todos los conflictos está la
reorganización político-espacial de Eurasia.
La tesis que
defendemos es la siguiente: las clases dirigentes de la Unión Europea eligieron
la vía de la militarización de la política, de la economía, de la sociedad y de
las relaciones internacionales como dispositivo estratégico para superar la
crisis del proyecto de integración supranacional; sabiendo que la resultante
significaría, en muchos sentidos, una discontinuidad, una ruptura, con la
forma-política existente hasta el presente. Se suele decir que la UE avanza y
se consolida de crisis en crisis. Ahora es diferente y mucho más radical: lo
que está en juego es el proyecto que unificó a las fuerzas políticas
fundamentales, generó un amplio consenso social y, lo fundamental, que terminó
siendo el instrumento más relevante (no el único) para desmontar las bases
culturales, políticas y electorales de la izquierda en Europa.
Como suele
ocurrir en los procesos reales, los hechos se suceden, los acontecimientos se
encadenan y se generan estructuras de oportunidad que los actores políticos
aprovechan, en un sentido u otro, para formular tácticas y definir estrategias.
La UE vive una crisis de proyecto desde, al menos, 2008, agravada por el COVID-
19; todo ello, en el marco de una “gran transición geopolítica” de dimensiones
históricas. Rusia podría ser un aliado determinante de una Europa autónoma o un
enemigo creíble al que era necesario derrotar. Ayudó mucho la percepción
(socialmente creada) del gran país euroasiático como un Estado decadente,
tecnológica y económicamente atrasado, gobernado por una mafia de oligarcas,
militarmente en proceso de desintegración. Borrell, siempre
ocurrente, hablo de Rusia como una “gasolinera con armas atómicas “; ahora le
queda rectificar y hacer oposición, todo requiere su tiempo, a las posiciones
que él mismo defendió y que lo convirtieron en el ala más belicista de la
Comisión Europea.
Emmanuel Todd
ha definido con mucha precisión el momento que vivimos:
“Puedo esbozar
aquí un modelo de la dislocación de Occidente, a pesar de las incoherencias de
la política de Donald Trump, presidente estadounidense de la derrota. Estas
incoherencias no son, en mi opinión, el resultado de una personalidad
inestable, y sin duda perversa, sino de un dilema irresoluble para los Estados
Unidos. Por un lado, sus dirigentes, tanto en el Pentágono como en la Casa
Blanca, saben que la guerra está perdida y que habrá que abandonar Ucrania. El
sentido común los lleva, por lo tanto, a querer salir de la guerra. Pero, por
otro lado, ese mismo sentido común les hace presagiar que la retirada de
Ucrania tendrá para el Imperio consecuencias dramáticas que no tuvieron las de
Vietnam, Irak o Afganistán. Se trata, en efecto, de la primera derrota
estratégica estadounidense a escala planetaria, en un contexto de
desindustrialización masiva de los Estados Unidos y de difícil reindustrialización”
¡Amenaza de
derrota estratégica de los Estados Unidos! Palabras mayores; se entiende todo.
La posición de la Unión Europea y de la OTAN se organiza intentando gobernar
esta contradicción del actual núcleo dirigente de los EE.UU. para
convertirla en instrumento para impulsar la guerra contra Rusia. Las
humillantes y disparatadas concesiones de la presidenta de la Comisión Europea
hay que situarlas en esta lógica. Se cede ante Trump porque se necesita, se le
necesita para poder vencer a Rusia; éste que lo sabe y se aprovecha de ello,
bajo el principio de que deben ser los aliados los obligados a financiar la
reindustrialización de los EE. UU. La resultante será una escalada
económica, comercial y militar de fronteras poco definidas, pero extremadamente
peligrosa
¿Qué está
pasando realmente?: 1) Que las previsiones no se cumplieron. Las políticas de
sanciones no solo no fueron eficaces para hundir la economía y las finanzas de
Rusia, sino que terminaron por golpear seriamente al conjunto de la economía de
la UE y, especialmente, a Alemania; 2) Rusia ha resistido razonablemente las
sanciones reconvirtiendo su economía y su aparato productivo, realizando una
eficaz política de sustitución de importaciones, favoreciendo el mercado
interior, con el objetivo de construir un espacio económico más autosuficiente
y menos dependiente de Europa y, es clave, más integrado con los países
emergentes, especialmente, con los BRICS, plus; 3) El conflicto
político-militar entre la OTAN y Rusia por intermediación de Ucrania, tampoco
ha ido como se esperaba según las optimistas previsiones del Estado Mayor de la
Alianza. Rusia lo está ganando y lo tiene donde lo quería, es decir, en guerra
de desgate y de posiciones.
Ucrania se está
convirtiendo en una máquina de triturar recursos humanos, económico-
financieros, técnico-militares que hipotecan su futuro como sociedad y como
Estado. Rusia también paga un alto coste, pero a un nivel diferente y con
efectos soportables dadas sus condiciones político-militares, demográficas y su
elevado consenso interno. No hay que olvidarlo, la economía rusa ocupa ya el
cuarto lugar en el planeta y el primero en Europa, si la medimos en paridad de
compra. La guerra modifica y cambia, en la derrota o en la victoria, las
relaciones de fuerzas entre naciones y –se suele olvidar– dentro de ellas.
Ucrania y Rusia ya no serán las mismas como estructura social, como Estado y
cultura. Los cambios, además, son muy rápidos y apenas si se interiorizan en
todas sus radicales dimensiones.
La pregunta hay
que hacerla: ¿Por qué la Unión Europea quiere continuar la guerra? Habría que
precisar más. ¿Por qué los “dispuestos”, “los voluntarios” quieren
escalar en una guerra que saben perdida en su actual formato? Reino Unido
(fuera de la UE), Alemania, Francia y Polonia forman el núcleo duro más
comprometido con la continuación de la guerra y presionan, antes ya se dijo,
fuertemente a unos EE.UU. que viven en una situación de emergencia, dispuestos
a una reestructuración radical de sus estructuras de poder y de sus políticas
de alianzas. Antes de seguir conviene detenerse un momento: ¿qué significa
optar por la escalada en el conflicto?
Conviene no
dejarse embaucar por la propaganda. Una “guerra limitada” es un tipo de
conflicto armado políticamente muy controlado, con reglas no escritas y
negociando, de una u otra forma, con la “otra parte”. No olvidemos que Rusia es
una potencia nuclear de primer nivel y que los EE.UU. están por delante y por
detrás de la OTAN y de Ucrania. Hay intercambio de informaciones, existen
complicidades y, con matices, se intentan no superar ciertas “líneas rojas”
siempre inestables y en redefinición permanente. A lo que aspiran los así
llamados “dispuestos” es ir más allá de esas líneas rojas y generalizar el
conflicto. Dicho de otra forma, dado que con este formato Rusia está ganando,
cualquier negociación supondría situarse en un territorio favorable a
Putin. La exigencia a Donald Trump es conocida: darle armas a Ucrania
para que pueda golpear los centros estratégicos militares, energéticos y de
toma de decisiones del país euro-asiático. El problema central, hay otros, es
prever cuál sería la respuesta de la dirección política de Rusia. Lo dejamos
ahí.
Las clases
dirigentes europeas se comprometieron a fondo con Biden en darle al conflicto
ucraniano una salida militar. A Rusia le dejaron –es un modo bastante
normalizado de hacer política por parte de los EEUU– una única salida: la
guerra o la derrota estratégica. El objetivo era el cambio de régimen y
restarle a China un aliado fundamental. Este fue el consenso básico. Reconocer
la derrota no parece posible y se prestan a continuar un conflicto donde
Ucrania pone los muertos y la UE aporta financiación y armamento, velando
siempre por los beneficios del complejo militar e industrial norteamericano.
Los costes de la guerra han sido enormes y lo serán mucho más en el futuro.
Será una combinación explosiva de planes de austeridad, reducción de derechos
sociales y laborales e incremento sustancial del gasto militar, en un clima de
creciente militarización de la sociedad y la política. Hipótesis subyacente:
Rusia no se atreverá a usar el armamento nuclear. ¿Jugar a la ruleta rusa?
No se trata
solo de negarse a asumir ante las poblaciones el fracaso de una política
aventurera e irresponsable; es mucho más que eso: negociar con Rusia
significaría poner en cuestión el famoso “Orden internacional basado en normas”
y establecer una nueva arquitectura de seguridad en Europa, es decir, reconocer
a la Rusia de Putin lo que le negaron a la URSS de Gorbachov. Hasta ahora, la
UE y la OTAN nunca han tenido en cuenta las demandas del país euroasiático, sus
intereses nacionales y sus responsabilidades con las poblaciones de etnia y
cultura rusa. Los portavoces del “partido de la guerra” argumentan que esto
significaría volver a la antidemocrática política de las “zonas y espacios de
influencia”. Habría que señalar que la influencia geopolítica depende del poder
en un sentido amplio. Cuando realmente se tiene, condiciona a los actores y les
obliga a responder, en uno u otro sentido, desde esos límites.
La Unión
Europea ha actuado como si Rusia no tuviese intereses que defender o que estos
no fuesen relevantes; es más, en paralelo con la OTAN, ha ido practicando y
definiendo una política dirigida a reducir, a recortar sustancialmente su peso
y respaldo en una zona, sobre todo en las antiguas repúblicas ex soviéticas,
con la que tenía vínculos profundos. Robert Kagan, ahora en el equipo de la
Sra. Clinton, lo argumentó con su acostumbrada claridad no hace demasiado
tiempo: los EE.UU. ganaron una guerra mundial contra la URSS y el campo
socialista; sólo ellos tienen el derecho y están obligados a tener “zonas y
espacios de influencia” y los vencidos tiene que asumirlo. Y si no, asumir los
riesgos por una conducta transgresora del orden establecido. Poder de
definición y poder punitivo siempre lo han tenido los EE.UU. y, por delegación,
el Estado de Israel.
Estamos en los
límites y los dirigentes europeos nos invitan audazmente a dar un salto hacia
adelante. La disyuntiva es radical: escalada militar o una paz realista,
posible. La primera, nos conduce a la guerra y a sus variantes nucleares; la
segunda a la autonomía estratégica. Al final, la historia vuelve. La pregunta
decisiva: ¿qué Europa queremos?, ¿aliada subalterna de los Estados Unidos o
sujeto geopolítico independente? En el medio, la Unión Europea. Hoy sabemos,
algunos lo venimos defendiendo desde el principio, que la UE es el modo
neoliberal y subalterno de construir Europa contra los Estados nacionales, la
democracia constitucional y los derechos sociales. Un tratado de paz y
cooperación con Rusia es condición previa para una Europa liberada, autónoma,
capaz de ser parte activa del nuevo orden internacional multipolar en
construcción. La OTAN es hoy la dirección estratégica de la Unión Europea; ésta
se ha ido convirtiendo en su brazo político; en su eje organizador, los
intereses político-militares norteamericanos. Las clases dominantes, para
salvar su “Europa”, la UE, se preparan activamente para la guerra contra Rusia.
Ese es hoy el problema central.
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