viernes, 21 de noviembre de 2025

Contra la Reserva Federal

 

Trump pretende, a toda costa, controlar la política monetaria. La Reserva Federal, con Jerome Powell al frente, no parece estar por la labor. Un choque que puede tener consecuencias en la inflación y en el coste de la deuda pública.


Contra la Reserva Federal

 

Martijn Konings

El Viejo Topo

21 noviembre, 2025



¿DOMINIO FISCAL?


Trump está decidido a someter a la Reserva Federal. Durante el verano, logró colocar a uno de sus principales asesores económicos, Stephen Miran, en la Junta de Gobernadores, intentó destituir a otra gobernadora, Lisa Cook, e intensificó su larga disputa con el presidente de la Reserva Federal, Jerome Powell. El propio Trump nombró al banquero republicano en 2018, pero desde que fue reelegido se ha sentido exasperado por el compromiso de Powell de proteger al banco central de las interferencias políticas. ¿Cómo debemos entender la campaña de presión de Trump contra la Reserva Federal? ¿Cuáles podrían ser sus efectos en la formulación de políticas económicas? ¿Y cómo debería responder la izquierda?

El objetivo inmediato de Trump es bajar los tipos de interés —lo que, en su opinión, Powell ha estado haciendo demasiado lentamente— con el fin de estimular el crecimiento económico y reducir el coste de la deuda pública. La Reserva Federal ha actuado con cautela porque una reducción drástica de los tipos a corto plazo aumentaría la inflación —que actualmente se sitúa en el 3 %, por encima de su objetivo del 2 %, y sigue subiendo—, lo que minaría la confianza de los inversores y haría subir los tipos a largo plazo. Por lo tanto, la obsesión de la Administración por reducirlos no tiene mucho sentido, a menos que se considere parte de una ofensiva más amplia para controlar la política monetaria. Esto podría incluir manipular las métricas de inflación (la Administración ha mostrado una propensión a manipular los datos u obstaculizar su recopilación) o alguna versión de control de precios («acuerdos» por los que se ofrecen favores políticos y económicos a industrias clave a cambio de moderar los aumentos de precios). Sin embargo, lo más importante es que el programa de flexibilización cuantitativa de la Reserva Federal sirve para poner un suelo a los valores de los activos, mientras que su impacto en la inflación de los precios al consumo es mucho menos directo. El control sobre esto —y su reutilización para promover los intereses alineados con MAGA— es el verdadero premio.

La semana pasada, el secretario del Tesoro, Scott Bessent, insinuó que la obstinación del banco central era en parte responsable de las tendencias recesionistas visibles en algunos sectores de la economía. También ha recurrido a las páginas del Wall Street Journal para atacar la flexibilización cuantitativa, acusando al banco central de haberse convertido en un «respaldo de facto para los propietarios de activos» que enriquece a los inversores a expensas del resto de la sociedad. La administración Trump, afirma Bessent, quiere revertir esa «desviación de la misión» y restablecer el enfoque exclusivo de la Fed en la estabilidad financiera. Los comentaristas liberales se han apresurado a salir en su defensa, considerando los ataques de la administración Trump como otro frente en su campaña contra las normas e instituciones políticas. Paul Krugman, por ejemplo, denunció la intervención de Bessent como «vil, solapada y sórdida», insistiendo en que la flexibilización cuantitativa era la única forma en que la Reserva Federal podía mantener a flote la economía tras la crisis financiera de 2008. Krugman tiene razón en que la política no fue una conspiración. Sin embargo, las desigualdades inherentes a la lógica de la estabilización macroeconómica significan que el espectacular crecimiento de la red de seguridad financiera engrosó los bolsillos de la clase rica en activos, mientras que dejó a la clase media fuera del acceso a la propiedad de la vivienda.

Por muy acertada que sea en sí misma, la sinceridad de la crítica de Bessent es sin duda cuestionable. Es difícil creer que el secretario del Tesoro, un antiguo gestor de fondos de cobertura que, con un patrimonio neto estimado de al menos 600 millones de dólares, es uno de los miembros más ricos del gabinete más rico de la historia de Estados Unidos, esté perdiendo el sueño por el aumento de la desigualdad. Y es evidente que su opinión sobre los rescates varía en función de los beneficiarios. Cuando estos incluyen a un espíritu político afín como el presidente Milei, junto con colegas de fondos de cobertura que han invertido fuertemente en el peso argentino, él se muestra a favor. Por el contrario, cuando se le preguntó cuál sería su respuesta si la ciudad de Nueva York necesitara ayuda federal mientras el nuevo alcalde Zohran Mamdani intenta solucionar la crisis del coste de la vida, citó el mensaje de Gerald Ford a la ciudad hace medio siglo: «Vete al infierno».

En el centro del conflicto se encuentra una diferencia clave entre los enfoques de la socialización del riesgo. Cuando una empresa o un sector se ve sometido a presión, la principal preocupación de la Reserva Federal es la amenaza sistémica que supone, incluso si las medidas de estabilización benefician en primer lugar a los que son demasiado grandes para quebrar. La administración, por el contrario, está más interesada en un enfoque discrecional y basado en el clientelismo. Aunque más selectivo, este último no es necesariamente más barato. Por ejemplo, la Fed podría querer abordar el estallido casi inevitable de la burbuja de la inteligencia artificial de la misma manera que gestionó el fin de la era puntocom: proporcionando una amplia liquidez, pero aceptando, no obstante, la depreciación sustancial de muchos activos tecnológicos. Es probable que la Administración quiera ofrecer mucho más, ya que las empresas tecnológicas se han convertido en aliadas clave, con funciones estratégicas tanto en la maquinaria mediática de MAGA como en la expansión de la vigilancia y las capacidades militares.

Sería difícil para el Tesoro organizar por sí solo tales intervenciones. Incluso en circunstancias normales, se requiere el apoyo activo de la Reserva Federal para mantener un «mercado ordenado» de deuda pública, y ahora tendría que financiar déficits federales propios de tiempos de guerra. El aumento drástico del endeudamiento público también alejaría aún más a los defensores del déficit cero, que siguen siendo un grupo poderoso en el Congreso. Por lo tanto, el Tesoro de Trump necesita a la Fed. La aspiración de Bessent no es un banco central reducido, como sugiere su retórica, sino uno que ejerza sus poderes para promover las prioridades del ejecutivo.

Ese «dominio fiscal» es anatema para los economistas convencionales. La crítica de Krugman a la desconexión entre el diagnóstico de Bessent —la Fed ha sido capturada por intereses especiales— y su solución —poner a la Reserva Federal en la órbita del poder ejecutivo— es perfectamente correcta. Pero podemos rechazar la solución de Bessent sin subirnos a la barricada para defender una idea ingenua y engañosa de la independencia de la Fed, que pasa por alto la imbricación de su aparato de estabilización con los mayores balances de Wall Street. Hacerlo solo da fuerza al programa MAGA: la gente corriente desconfía de las afirmaciones de neutralidad de la Fed, y con razón.

El principio de independencia del banco central se remonta al «acuerdo» de 1951, cuando la Reserva Federal se aseguró el derecho a aumentar los tipos de interés incluso cuando tales medidas estaban destinadas a elevar los costes de financiación del Tesoro. No obstante, el estatus de esa norma siguió siendo incierto durante varias décadas: la Fed tenía más margen para combatir la inflación, pero seguía muy atenta al coste de la financiación pública, así como a las preocupaciones de los presidentes por el crecimiento y el empleo. A finales de la década de 1970 se produjo un cambio decisivo cuando Jimmy Carter cedió las riendas monetarias a Paul Volcker, quien pronto declaró que iba a frenar el crecimiento de la oferta monetaria y dejar que los tipos de interés subieran hasta el nivel necesario para reducir la inflación —en aquel momento muy por encima del 10 %—, ignorando las súplicas de los grupos de interés, incluidos los políticos. Sin embargo, como han señalado los críticos desde hace tiempo, la independencia del banco central siempre fue más un mito que una realidad, y el enfoque tecnocrático en la estabilidad difícilmente tuvo efectos neutrales, como lo demuestra la grave recesión provocada por la agresiva política de endurecimiento de Volcker. A pesar de que la Reserva Federal se volvió más autónoma, las medidas de estabilización financiera que desarrolló protegieron a los bancos de importancia sistémica: el Estado rescatador, que alcanzó nuevas proporciones tras la crisis financiera con el giro hacia la compra de activos a gran escala.

El mandato de Powell expira en mayo del año que viene, y en los próximos meses Trump nombrará a un sucesor que, espera, sea más receptivo a sus deseos. Bessent está entrevistando actualmente a los candidatos. Uno de los favoritos es Kevin Warsh, un confidente de Bessent. Warsh, que se presenta a sí mismo como un Volcker actual, cree que un banco central centrado exclusivamente en controlar el crecimiento de la oferta monetaria gozará de un nivel de credibilidad que, naturalmente, producirá tipos más bajos. Sin embargo, las esperanzas de que se repita la Gran Moderación —la era de tipos de interés bajos que siguió al mandato de Volcker— están abocadas al fracaso. La conquista de la inflación en los años ochenta dependió en gran medida de una serie de acontecimientos: la destrucción de los sindicatos, el auge de China como proveedor de importaciones de bajo coste y la capacidad de los mercados financieros para absorber la liquidez y evitar que «persiguiera unos bienes demasiado escasos» y empujara al alza los precios al consumo. Quizás Warsh sea consciente de ello, lo que explicaría por qué, en realidad, no prevé que se repita la terapia de choque. Por el contrario, ha indicado que, dado que las políticas de flexibilización cuantitativa del banco central significan que, en la práctica, está jugando en el terreno de la política fiscal, el Tesoro tiene a su vez derecho a una voz fuerte en la gestión del balance de la Reserva Federal. El nuevo «acuerdo» que prevé establecería una mayor coordinación —y no menor, como en 1951— entre el Tesoro y la Fed.

Trump podría optar por un leal como Kevin Hassett, actual director del Consejo Económico Nacional de la Casa Blanca, que cumplirá sus órdenes por razones más sencillas. Otro candidato, Christopher Waller, cuenta con el favor de la mayoría de los economistas por sus credenciales ortodoxas y su experiencia, aunque se ha esforzado por señalar que estas no serán un obstáculo para llevar a cabo las preferencias políticas del presidente. Y luego están los rumores de que Trump está barajando la idea de seleccionar al propio Bessent, lo que sería la forma más enfática de comunicar que las arcas públicas y la infraestructura financiera de la nación ya no están bajo autoridades separadas. Sea cual sea el resultado del proceso, es difícil imaginar que cualquier nuevo presidente que no siga fielmente las órdenes de Washington permanezca en el cargo durante mucho tiempo.

El ataque de Trump a la Fed es otra variante de una estrategia habitual de MAGA: avivar el sentimiento promercado y antisistema para reforzar las prerrogativas ejecutivas. Esta artimaña política siempre desorienta, pero en pocos ámbitos los progresistas han perdido tanto el rumbo a la hora de formular una respuesta convincente. Con unos impulsos autoritarios mucho más pronunciados en la segunda administración Trump, la independencia del banco central se ha convertido en un importante punto de encuentro, otra ocasión para reafirmar el valor de la experiencia apolítica. Sin embargo, considerar esto como una estrategia política viable requiere pasar por alto las formas en que las políticas de estabilización de la Reserva Federal han impulsado la polarización económica extrema que ha sido un terreno tan fértil para la derecha populista.

No hay nada contradictorio en tratar de arrebatar el control de la infraestructura financiera del país tanto al complejo «demasiado grande para quebrar» de Wall Street como a las ambiciones de los gobiernos autoritarios. Pero una política que combine esos objetivos, creando instituciones que hagan que la gestión monetaria dependa de la legitimación democrática, parece fuera de alcance por ahora. Las largas secuelas de la crisis financiera han llevado al movimiento de Trump a comprender que, para ser verdaderamente transformador, necesitará controlar la política monetaria. A medida que el gigante MAGA hace cada vez más incoherente una política centrada en la defensa del statu quo, se acaba el tiempo para que su oposición aprenda la misma lección.

Fuente: New Left review

Artículo seleccionado por Carlos Valmaseda para la página Miscelánea de Salvador López Arnal

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