jueves, 20 de noviembre de 2025

Enseñanzas de la Revolución

 

Los tiempos de crisis también son, o pueden ser, tiempos de revolución. Por eso es bueno hoy mirar hacia atrás, entender porqué y cómo triunfó y después fracasó una transformación social radical sin precedentes. Aprendamos las lecciones de Octubre.


Enseñanzas de la Revolución

 

Dmitry Pozhidaev

Viejo Topo

20 noviembre, 2025



LA REVOLUCIÓN DE OCTUBRE DE 1917 EN RUSIA: UNA ADVERTENCIA, UNA ALTERNATIVA, UN DESAFÍO

Cada aniversario de la Revolución de Octubre de 1917 en Rusia (7 de noviembre en el nuevo calendario) ofrece una oportunidad para reflexionar sobre la importancia global de ese acontecimiento histórico. Para algunos, es una oportunidad para condenar los «horrores de la dictadura comunista»; para otros, una ocasión para recordar el primer intento serio de sustituir el orden capitalista por algo diferente, por contradictorio, sangriento y finalmente derrotado que haya sido.

En los debates contemporáneos, octubre aparece con frecuencia como una advertencia moral o un fantasma ideológico: bien como prueba de que «toda desviación del mercado conduce al Gulag», bien como un mito romántico de la toma del Palacio de Invierno y los trabajadores «apoderándose de la historia». En ambos casos, se deja de lado lo que era obvio para los propios protagonistas de la revolución: que fue una respuesta a un conjunto específico de problemas globales —la guerra imperialista, las desigualdades sociales extremas, el subdesarrollo de la periferia del capitalismo europeo— y no un simple capricho de un pequeño grupo de fanáticos.

Desde la distancia de más de un siglo, la Revolución de Octubre puede interpretarse tanto como un síntoma de la crisis del sistema mundial como un proyecto para su transformación. Planteó una serie de preguntas que siguen sin resolverse hoy en día: si es posible «alcanzar» rápidamente al centro capitalista desarrollado mediante la movilización planificada de recursos; si la clase obrera puede realmente gobernar o si es inevitable que sea sustituida por una nueva élite burocrática; si es posible una emancipación parcial de la dependencia externa sin crear represión interna. La forma en que respondan a estas preguntas determina no solo su relación con el pasado, sino también los límites de lo que hoy consideran políticamente pensable.

La Revolución de Octubre siguió a la anterior revolución de febrero de 1917, que abolió el régimen zarista. Sin embargo, por mucho que ese cambio democrático hubiera sido anticipado, esperado y apoyado por la mayoría de la población y los actores políticos (incluido el partido bolchevique de Vladimir Lenin), la caída de la monarquía por sí sola no podía resolver los graves retos políticos y económicos a los que se enfrentaba Rusia. El gobierno de los «ministros capitalistas» continuó con las mismas políticas, simplemente envueltas en un nuevo envoltorio democrático: la guerra continuó, las tierras no fueron devueltas a los campesinos, los trabajadores no obtuvieron ningún control real sobre la producción y la posición periférica de Rusia en la economía mundial se mantuvo sin cambios.

En este sentido, Octubre no fue el capricho de una minoría radical que «destruyó una joven democracia», sino una expresión de desilusión con un mero cambio de forma política sin un cambio en el contenido social. Las libertades democráticas que trajo la Revolución de Febrero —la prensa, la libertad de reunión, la vida partidaria— no carecían de importancia, pero resultaron insuficientes cuando la mayoría de la población seguía sin paz, tierra y pan. Solo cuando quedó claro que las nuevas autoridades no tenían intención de retirarse de la guerra, no podían garantizar una redistribución de la tierra y no deseaban tocar los privilegios económicos de las élites, se abrió el espacio para un proyecto más radical.

Revolución, experiencia possocialista y capitalismo

Es aquí donde el paralelismo con el presente se hace dolorosamente visible. Hoy en día, en muchos países, la sustitución de los regímenes autoritarios por gobiernos liberal-democráticos suele terminar como un «febrero sin octubre»: se introducen el pluralismo de partidos, las instituciones independientes y las nuevas constituciones, pero las estructuras básicas del poder económico permanecen intactas. Las promesas de justicia social, reducción de la desigualdad y «fin de la oligarquía» se convierten en reformas cosméticas, mientras que los viejos patrones de explotación se reproducen bajo las banderas del mercado, la responsabilidad y la integración europea.

La Revolución de Octubre nos recuerda una verdad incómoda: la democracia política sin una reestructuración de las relaciones de clase existentes en la economía tiene un alcance muy limitado. Esto no significa que la respuesta bolchevique a ese problema representara un modelo universal o una receta lista para el presente, pero la experiencia de 1917 advierte que cualquier «cambio» que deje intacta la lógica de la acumulación de capital, la dependencia externa y la desigualdad social generará necesariamente una nueva ronda de decepción y radicalización. En este sentido, la pregunta que plantea cada aniversario de la Revolución de Octubre no es solo qué pensamos del proyecto bolchevique, sino también cómo de preparados están ustedes hoy para aceptar la idea de que sin una intervención más profunda en las relaciones económicas no puede haber una democracia real.

En el espacio pos-socialista ya podemos ver precisamente esos ciclos repetidos de revuelta, decepción y radicalización. Desde las revoluciones «Maidan» en Ucrania, que prometían romper con la corrupción y el control oligárquico, pero que terminaron en una nueva redistribución del poder dentro de la misma clase, hasta las oleadas de protestas masivas en Serbia, donde la energía del descontento social se canaliza regularmente hacia una lucha por un «Estado normal», pero sin ninguna intervención seria en los fundamentos económicos del orden.

El destacado marxista ruso Boris Kagarlitsky señala en su análisis de la situación actual en Serbia, que me envió desde la cárcel, que el impulso de un movimiento y su carácter masivo no garantizan en absoluto resultados sustantivos si los fundamentos del orden permanecen intactos: bajo el dominio de la ideología liberal, las contradicciones estructurales clave que generan crisis no se resuelven, ni siquiera se extraen las conclusiones políticas más elementales, y las victorias democráticas a menudo se convierten en triunfos «técnicos» que se revierten rápidamente.

Kagarlitsky sostiene que, para que esas victorias sean realmente sustantivas, se necesita una segunda ola más radical —al menos una transformación anticoligárquica, si no socialista—, como podemos ver en la experiencia de varios gobiernos de izquierda en América Latina que, a pesar de las reformas sociales y de una cierta redistribución de los ingresos, se mantuvieron dentro del marco de un orden oligárquico y de la dependencia de las exportaciones. En estos casos, el cambio de élites y símbolos políticos deja intactos los patrones clave de dependencia, la privatización de los recursos públicos y la subordinación de los estratos capitalistas locales al centro global.

La Revolución de Octubre no se detuvo en un cambio de régimen político, sino que buscó transformar los cimientos mismos del orden socioeconómico. En este sentido, superó el marco de las entonces conocidas «revoluciones democráticas» y abrió un experimento sin precedentes: la reorganización de la economía sobre la base de la propiedad social, la asignación planificada de recursos y la abolición proclamada de la explotación.

Por esa razón, su impacto superó con creces las fronteras de Rusia. La Revolución de Octubre se convirtió en un punto de referencia para todos los intentos posteriores de desafiar la «naturalidad» del capitalismo: desde el movimiento obrero en Europa, pasando por las luchas anticoloniales en Asia, África y América Latina, hasta los movimientos en favor del estado del bienestar en el núcleo mismo del sistema mundial.

Con todas sus deficiencias, el sistema socialista, al menos hasta que se agotó su potencial de desarrollo, fue capaz de alcanzar niveles sin precedentes de crecimiento y transformación estructural. En el período de entreguerras y en las primeras décadas de la posguerra, la Unión Soviética logró algunas de las tasas de crecimiento industrial más rápidas del mundo, reduciendo (aunque sin cerrar nunca) la brecha con el núcleo capitalista, a pesar de partir de una base mucho más baja y de operar durante la Gran Depresión y la devastación de la guerra. Según las estimaciones del Proyecto Maddison, entre 1928 y 1939 el PIB per cápita de la Unión Soviética pasó de representar alrededor del 19 % al 32 % del nivel de Estados Unidos.

Al mismo tiempo, fue pionera en lo que más tarde se conocería como el «estado del bienestar»: protección social universal y derechos socioeconómicos, como el derecho al trabajo, la educación (incluida la educación superior), la asistencia sanitaria, las pensiones y la provisión material en la vejez, así como amplios sistemas de baja por enfermedad remunerada, prestaciones por maternidad, cuidado de niños y viviendas subvencionadas.

En este sentido, el capitalismo debe buena parte de su posterior «victoria» al socialismo: fueron los experimentos socialistas los que pusieron a prueba y ampliaron muchas de las innovaciones sociales que ahora se dan por sentadas en los estados del bienestar capitalistas maduros: educación pública masiva, cobertura sanitaria universal, seguro social integral, baja por maternidad remunerada y seguridad laboral garantizada por ley.

La inversión social socialista también creó canales de movilidad vertical sin precedentes. La educación secundaria, técnica y superior gratuita y ampliamente expandida, junto con las cuotas de admisión para trabajadores, campesinos y mujeres, rápidamente derrocaron el antiguo patrón imperial en el que no había hijos de trabajadores ni campesinos entre los estudiantes. A finales de la década de 1930, más de la mitad de los estudiantes universitarios procedían de clases populares, mientras que las mujeres se incorporaron en gran número a profesiones cualificadas, a la gestión y a las instituciones representativas décadas antes de que se produjeran cambios comparables en los países capitalistas avanzados.

Sin embargo, algunos de estos logros siguen sin estar al alcance de amplios segmentos de la población trabajadora en el núcleo capitalista, incluso hoy en día: Estados Unidos, por ejemplo, sigue siendo el único país de la OCDE que no garantiza la baja por maternidad remunerada a nivel nacional, y el acceso a la educación superior en muchos países ricos está condicionado por las elevadas tasas de matrícula y el fuerte endeudamiento.

Naturalmente, la historia de este experimento no fue ni lineal ni romántica. Ya en los primeros años tras la victoria, la invasión, la destrucción, el aislamiento, la guerra civil y un entorno socialmente atrasado crearon las condiciones para que las consignas originales «paz para los pueblos, fábricas para los trabajadores, tierra para los campesinos» comenzaran a convertirse en su sustituto burocrático y autoritario. En lugar del control directo de los trabajadores, se consolidó una jerarquía partido-Estado; en lugar de la emancipación, surgió una nueva capa de gestores que se presentaban como la «vanguardia» que actuaba en nombre de quienes supuestamente gobernaban. Sin embargo, ni siquiera este proceso de degeneración borra el hecho de que el punto de partida fue un intento de romper con la lógica de la acumulación capitalista, y no simplemente de «humanizarla» o distribuirla de manera más equitativa.

Desde la perspectiva actual, en una época en la que el capitalismo se presenta a nivel mundial como la única forma posible de sociedad, es precisamente esta ruptura la que hace que la Revolución de Octubre sea intolerable para las ideologías dominantes y, al mismo tiempo, indispensable para cualquier política de izquierda seria. En un mundo en el que se repiten ciclos de euforia liberal, decepción y reacción autoritaria, el legado de la Revolución de Octubre no es un conjunto de recetas prefabricadas, ni puede revivirse mediante un simple «retorno». Su importancia radica en el hecho de que plantea, de forma radicalmente aguda, la cuestión de si es posible organizar la economía y la sociedad sobre bases diferentes al beneficio privado y la competencia, y qué precio pagan las sociedades cuando intentan hacerlo.

La respuesta que den hoy a esta pregunta determinará si ven la historia de 1917 como una «desviación ajena» o como el primer intento, contradictorio pero inevitable, de superar los límites del siglo capitalista. Es precisamente por esta razón que las ideologías contemporáneas trabajan sistemáticamente para deslegitimar incluso la posibilidad misma de tal alternativa.

Dentro de ese mismo panorama ideológico, el legado de la Revolución de Octubre se suprime aún más mediante intentos cada vez más frecuentes de presentar al comunismo y al fascismo como «dos caras de la misma moneda totalitaria», de las cuales la resolución del Parlamento Europeo de 2019 es solo la expresión simbólica más destacada.

Existe una similitud formal en el hecho de que tanto el proyecto comunista, en la forma en que cristalizó en el «socialismo realmente existente», como el fascismo construyeron regímenes autoritarios y represivos. Pero ideológicamente se situaban en polos opuestos: el comunismo, al menos declarativamente, defendía la hermandad y la unidad de los pueblos, la superación de las jerarquías nacionales y raciales y un universalismo de los derechos humanos desde una perspectiva de clase; el fascismo se basaba en una ideología racial, un culto a la violencia y una intolerancia abierta como base del orden político.

La historia del siglo XX muestra con bastante claridad que el capitalismo «democrático» solo tuvo un conflicto ideológico genuino con el comunismo, mientras que su conflicto con el fascismo fue sobre todo económico y relacionado con la seguridad: las potencias fascistas solo se volvieron inaceptables cuando amenazaron el equilibrio de intereses dentro del propio mundo capitalista, y no porque negaran los valores democráticos.

Por eso hoy son testigos de marchas y mítines de nazis y neonazis, así como de conmemoraciones de antiguos miembros de formaciones nazis (incluidas las unidades Waffen-SS), justificadas con el argumento de que «en esencia» no eran fascistas, sino luchadores contra el comunismo, un argumento que se considera una exoneración casi total. En 2022, todos los Estados miembros de la Unión Europea, junto con Estados Unidos, Gran Bretaña y sus principales aliados, votaron en contra de la resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas sobre la lucha contra la glorificación del nazismo, el neonazismo y los antiguos miembros de las Waffen-SS.

Al mismo tiempo, en esos mismos Estados «democráticos» que toleran o incluso celebran a los colaboradores del fascismo sin mayor escándalo, se han introducido las medidas represivas más duras contra los comunistas: desde detenciones y prohibiciones de partidos y símbolos comunistas hasta restricciones y de facto censura del estudio de El capital de Karl Marx, ciento cincuenta años después de su primera publicación.

En este cambio de coordenadas morales, el significado de la Revolución de Octubre se vuelve doble: por un lado, sigue siendo una advertencia sobre los peligros de la degeneración autoritaria de los proyectos emancipadores; por otro, nos recuerda que en un momento histórico existió una alternativa seria y globalmente relevante al orden capitalista, que no puede reducirse a una nota al pie de página entre Adolf Hitler y Benito Mussolini.

Las lecciones del socialismo realmente existente y el destino de la idea socialista

El comunismo refleja la esperanza de que sea posible un orden social justo y libre sin explotación, con una distribución que favorezca a todos los ciudadanos, y no solo a un puñado de ricos poderosos. Por lo tanto, las contradicciones del capitalismo que Marx analizó no han desaparecido, ni tampoco los límites de la democracia burguesa que él señaló. Como argumentó recientemente Yanis Varoufakis, «no vivimos en democracias, sino bajo un régimen oligárquico salpicado de elecciones periódicas».

El colapso del socialismo real no resolvió mágicamente las tensiones del capitalismo ni hizo que el sistema funcionara de repente mejor. Por el contrario, las crisis que siguen sacudiendo la economía mundial se han intensificado desde que se desvaneció la euforia por la supuesta «victoria final» del capitalismo y el «fin de la historia».

El poder extorsivo del capital se ejerce en todas partes. Según el Informe sobre la desigualdad mundial 2022, a nivel mundial, el 1 % más rico ha acaparado aproximadamente el 38 % de toda la riqueza adicional acumulada desde mediados de la década de 1990, mientras que la mitad más pobre de la población mundial solo ha recibido alrededor del 2 %. Hoy en día, ese mismo 1 % posee más riqueza que el 95 % más pobre en su conjunto. En este contexto, la imagen de un «puñado» que representa solo uno de cada cien no es una metáfora, sino una descripción precisa de lo concentrado que se ha vuelto el poder económico.

Precisamente por esa razón, a pesar del colapso del socialismo real y el auge del capitalismo neoliberal (y quizás precisamente por eso), la idea del socialismo ha sobrevivido y sigue siendo objeto de debate activo en los círculos académicos, los movimientos sociales, los sindicatos e incluso en el marco de una socialdemocracia deformada que periódicamente intenta recuperar la conexión perdida con sus propias raíces históricas.

La Revolución de Octubre (y lo que le siguió) no niega, por tanto, la idea del socialismo, sino que advierte sobre las condiciones en las que el intento de realizarlo puede convertirse en su contrario. Muestra lo peligrosa que es la combinación de atraso, guerra, destrucción, aislamiento internacional y concentración del poder político en manos de un estrecho estrato de la «vanguardia», así como lo arriesgado que es separar la transformación social de la democracia política, el pluralismo y la participación real de las clases subordinadas en la toma de decisiones.

Nada de esto significa que el fracaso del socialismo realmente existente pueda reducirse únicamente a sus distorsiones internas. La presión externa también fue importante. Desde la intervención militar y el bloqueo económico de la Entente entre 1918 y 1920, pasando por el devastador ataque de la Alemania nazi en 1941 y la destrucción de un tercio de la capacidad productiva del país, hasta el largo asedio de la Guerra Fría que siguió, el socialismo en el bloque soviético se desarrolló en condiciones de emergencia casi permanente.

Los Estados occidentales impusieron restricciones de gran alcance al acceso a la tecnología y al crédito, desde controles estratégicos de las exportaciones de maquinaria avanzada, electrónica y ordenadores hasta discriminaciones comerciales como la enmienda Jackson-Vanik y diversos regímenes de embargo y sanciones. Un sistema que debe prepararse constantemente para la guerra, mantener un enorme aparato militar y vivir bajo la percepción de estar rodeado se verá empujado casi inevitablemente hacia la centralización, el secretismo y la represión, incluso cuando proclame un objetivo emancipador.

Esto plantea una hipótesis contraria a la que las caricaturas burguesas del comunismo evitan cuidadosamente. Tanto Marx como Lenin concebían el comunismo como un orden profundamente democrático, basado en el autogobierno de los productores asociados y en la progresiva desaparición del poder coercitivo del Estado, y no en un partido-Estado omnipotente por encima de la sociedad.

Lenin insistió repetidamente en que «el socialismo no puede mantener su victoria y llevar a la humanidad a la época en que el Estado se extinguirá a menos que se logre plenamente la democracia» y que los trabajadores comunes deben «aprender a gobernar el Estado», de modo que la administración deje de ser coto privado de una casta burocrática especializada.

En ausencia de una amenaza externa permanente y del asedio capitalista, ¿podría el socialismo realmente existente haber evolucionado en direcciones más democráticas y menos autoritarias? Nada en la idea comunista como tal predetermina las formas desagradables que adoptó en la historia; estas fueron el resultado de una combinación particular de contradicciones internas y presiones externas, no una consecuencia lógica de la aspiración a una sociedad sin explotación.

En todo caso, la experiencia de la Revolución de Octubre y del socialismo realmente existente nos plantea la tarea de continuar la búsqueda de alternativas al capitalismo con una clara conciencia de estos límites y peligros: la idea de una sociedad sin explotación sigue siendo un horizonte abierto, pero ya no puede imaginarse como un proyecto realizado a través de la «necesidad histórica» y la infalibilidad del partido, sino más bien como un largo y contradictorio proceso de lucha democrática y autogestión desde abajo.

Fuente: Deveconhub

Artículo seleccionado por Carlos Valmaseda para la página Miscelánea de Salvador López Arnal

 *++

No hay comentarios: