Los tiempos de crisis también son, o pueden ser, tiempos de
revolución. Por eso es bueno hoy mirar hacia atrás, entender porqué y cómo
triunfó y después fracasó una transformación social radical sin precedentes.
Aprendamos las lecciones de Octubre.
Enseñanzas de la Revolución
Dmitry Pozhidaev
Viejo Topo
20 noviembre, 2025
LA REVOLUCIÓN
DE OCTUBRE DE 1917 EN RUSIA: UNA ADVERTENCIA, UNA ALTERNATIVA, UN DESAFÍO
Cada
aniversario de la Revolución de Octubre de 1917 en Rusia (7 de noviembre en el
nuevo calendario) ofrece una oportunidad para reflexionar sobre la importancia
global de ese acontecimiento histórico. Para algunos, es una oportunidad para
condenar los «horrores de la dictadura comunista»; para otros, una ocasión para
recordar el primer intento serio de sustituir el orden capitalista por algo
diferente, por contradictorio, sangriento y finalmente derrotado que haya sido.
En los debates
contemporáneos, octubre aparece con frecuencia como una advertencia moral o un
fantasma ideológico: bien como prueba de que «toda desviación del mercado
conduce al Gulag», bien como un mito romántico de la toma del Palacio de
Invierno y los trabajadores «apoderándose de la historia». En ambos casos, se
deja de lado lo que era obvio para los propios protagonistas de la revolución:
que fue una respuesta a un conjunto específico de problemas globales —la guerra
imperialista, las desigualdades sociales extremas, el subdesarrollo de la
periferia del capitalismo europeo— y no un simple capricho de un pequeño grupo
de fanáticos.
Desde la
distancia de más de un siglo, la Revolución de Octubre puede interpretarse
tanto como un síntoma de la crisis del sistema mundial como un proyecto para su
transformación. Planteó una serie de preguntas que siguen sin resolverse hoy en
día: si es posible «alcanzar» rápidamente al centro capitalista desarrollado
mediante la movilización planificada de recursos; si la clase obrera puede
realmente gobernar o si es inevitable que sea sustituida por una nueva élite
burocrática; si es posible una emancipación parcial de la dependencia externa
sin crear represión interna. La forma en que respondan a estas preguntas
determina no solo su relación con el pasado, sino también los límites de lo que
hoy consideran políticamente pensable.
La Revolución
de Octubre siguió a la anterior revolución de febrero de 1917, que abolió el
régimen zarista. Sin embargo, por mucho que ese cambio democrático hubiera sido
anticipado, esperado y apoyado por la mayoría de la población y los actores
políticos (incluido el partido bolchevique de Vladimir Lenin), la caída de la
monarquía por sí sola no podía resolver los graves retos políticos y económicos
a los que se enfrentaba Rusia. El gobierno de los «ministros capitalistas»
continuó con las mismas políticas, simplemente envueltas en un nuevo envoltorio
democrático: la guerra continuó, las tierras no fueron devueltas a los
campesinos, los trabajadores no obtuvieron ningún control real sobre la
producción y la posición periférica de Rusia en la economía mundial se mantuvo
sin cambios.
En este
sentido, Octubre no fue el capricho de una minoría radical que «destruyó una
joven democracia», sino una expresión de desilusión con un mero cambio de forma
política sin un cambio en el contenido social. Las libertades democráticas que
trajo la Revolución de Febrero —la prensa, la libertad de reunión, la vida
partidaria— no carecían de importancia, pero resultaron insuficientes cuando la
mayoría de la población seguía sin paz, tierra y pan. Solo cuando quedó claro
que las nuevas autoridades no tenían intención de retirarse de la guerra, no
podían garantizar una redistribución de la tierra y no deseaban tocar los
privilegios económicos de las élites, se abrió el espacio para un proyecto más
radical.
Revolución,
experiencia possocialista y capitalismo
Es aquí donde
el paralelismo con el presente se hace dolorosamente visible. Hoy en día, en
muchos países, la sustitución de los regímenes autoritarios por gobiernos
liberal-democráticos suele terminar como un «febrero sin octubre»: se
introducen el pluralismo de partidos, las instituciones independientes y las
nuevas constituciones, pero las estructuras básicas del poder económico
permanecen intactas. Las promesas de justicia social, reducción de la
desigualdad y «fin de la oligarquía» se convierten en reformas cosméticas,
mientras que los viejos patrones de explotación se reproducen bajo las banderas
del mercado, la responsabilidad y la integración europea.
La Revolución
de Octubre nos recuerda una verdad incómoda: la democracia política sin una
reestructuración de las relaciones de clase existentes en la economía tiene un
alcance muy limitado. Esto no significa que la respuesta bolchevique a ese
problema representara un modelo universal o una receta lista para el presente,
pero la experiencia de 1917 advierte que cualquier «cambio» que deje intacta la
lógica de la acumulación de capital, la dependencia externa y la desigualdad
social generará necesariamente una nueva ronda de decepción y radicalización.
En este sentido, la pregunta que plantea cada aniversario de la Revolución de
Octubre no es solo qué pensamos del proyecto bolchevique, sino también cómo de
preparados están ustedes hoy para aceptar la idea de que sin una intervención
más profunda en las relaciones económicas no puede haber una democracia real.
En el espacio
pos-socialista ya podemos ver precisamente esos ciclos repetidos de revuelta,
decepción y radicalización. Desde las revoluciones
«Maidan» en Ucrania, que prometían romper con la corrupción y
el control oligárquico, pero que terminaron en una nueva redistribución del
poder dentro de la misma clase, hasta las oleadas de protestas
masivas en Serbia, donde la energía del descontento social se
canaliza regularmente hacia una lucha por un «Estado normal», pero sin ninguna
intervención seria en los fundamentos económicos del orden.
El destacado
marxista ruso Boris
Kagarlitsky señala en su análisis de la situación actual en
Serbia, que me envió desde la cárcel,
que el impulso de un movimiento y su carácter masivo no garantizan en absoluto
resultados sustantivos si los fundamentos del orden permanecen intactos: bajo
el dominio de la ideología liberal, las contradicciones estructurales clave que
generan crisis no se resuelven, ni siquiera se extraen las conclusiones
políticas más elementales, y las victorias democráticas a menudo se convierten
en triunfos «técnicos» que se revierten rápidamente.
Kagarlitsky
sostiene que, para que esas victorias sean realmente sustantivas, se necesita
una segunda ola más radical —al menos una transformación anticoligárquica, si
no socialista—, como podemos ver en la experiencia de varios gobiernos de
izquierda en América Latina que, a pesar de las reformas sociales y de una
cierta redistribución de los ingresos, se mantuvieron dentro del marco de un
orden oligárquico y de la dependencia de las exportaciones. En estos casos, el
cambio de élites y símbolos políticos deja intactos los patrones clave de
dependencia, la privatización de los recursos públicos y la subordinación de
los estratos capitalistas locales al centro global.
La Revolución
de Octubre no se detuvo en un cambio de régimen político, sino que buscó
transformar los cimientos mismos del orden socioeconómico. En este sentido,
superó el marco de las entonces conocidas «revoluciones democráticas» y abrió
un experimento sin precedentes: la reorganización de la economía sobre la base
de la propiedad social, la asignación planificada de recursos y la abolición
proclamada de la explotación.
Por esa razón,
su impacto superó con creces las fronteras de Rusia. La Revolución de Octubre
se convirtió en un punto de referencia para todos los intentos posteriores de
desafiar la «naturalidad» del capitalismo: desde el movimiento obrero en Europa,
pasando por las luchas anticoloniales en Asia, África y América Latina, hasta
los movimientos en favor del estado del bienestar en el núcleo mismo del
sistema mundial.
Con todas sus
deficiencias, el sistema socialista, al menos hasta que se agotó su potencial
de desarrollo, fue capaz de alcanzar niveles sin precedentes de crecimiento y
transformación estructural. En el período de entreguerras y en las primeras
décadas de la posguerra, la Unión Soviética logró algunas de las tasas de
crecimiento industrial más rápidas del mundo, reduciendo (aunque sin cerrar
nunca) la brecha con el núcleo capitalista, a pesar de partir de una base mucho
más baja y de operar durante la Gran Depresión y la devastación de la guerra.
Según las estimaciones del Proyecto
Maddison, entre 1928 y 1939 el PIB per cápita de la Unión Soviética
pasó de representar alrededor del 19 % al 32 % del nivel de Estados Unidos.
Al mismo
tiempo, fue pionera en lo que más tarde se conocería como el «estado del
bienestar»: protección social universal y derechos socioeconómicos, como el
derecho al trabajo, la educación (incluida la educación superior), la
asistencia sanitaria, las pensiones y la provisión material en la vejez, así
como amplios sistemas de baja por enfermedad remunerada, prestaciones por
maternidad, cuidado de niños y viviendas subvencionadas.
En este
sentido, el capitalismo debe buena parte de su posterior «victoria» al
socialismo: fueron los experimentos socialistas los que pusieron a prueba y
ampliaron muchas de las innovaciones sociales que ahora se dan por sentadas en
los estados del bienestar capitalistas maduros: educación pública masiva,
cobertura sanitaria universal, seguro social integral, baja por maternidad
remunerada y seguridad laboral garantizada por ley.
La inversión
social socialista también creó canales de movilidad vertical sin precedentes.
La educación secundaria, técnica y superior gratuita y ampliamente expandida,
junto con las cuotas de admisión para trabajadores, campesinos y mujeres,
rápidamente derrocaron el antiguo patrón imperial en el que no había hijos de
trabajadores ni campesinos entre los estudiantes. A finales de la década de
1930, más de la mitad de los estudiantes universitarios procedían de clases
populares, mientras que las mujeres se incorporaron en gran número a
profesiones cualificadas, a la gestión y a las instituciones representativas
décadas antes de que se produjeran cambios comparables en los países
capitalistas avanzados.
Sin embargo,
algunos de estos logros siguen sin estar al alcance de amplios segmentos de la
población trabajadora en el núcleo capitalista, incluso hoy en día: Estados
Unidos, por ejemplo, sigue siendo el único país de la OCDE que no garantiza la
baja por maternidad remunerada a nivel nacional, y el acceso a la educación
superior en muchos países ricos está condicionado por las elevadas tasas de
matrícula y el fuerte endeudamiento.
Naturalmente,
la historia de este experimento no fue ni lineal ni romántica. Ya en los
primeros años tras la victoria, la invasión, la destrucción, el aislamiento, la
guerra civil y un entorno socialmente atrasado crearon las condiciones para que
las consignas originales «paz para los pueblos, fábricas para los trabajadores,
tierra para los campesinos» comenzaran a convertirse en su sustituto
burocrático y autoritario. En lugar del control directo de los trabajadores, se
consolidó una jerarquía partido-Estado; en lugar de la emancipación, surgió una
nueva capa de gestores que se presentaban como la «vanguardia» que actuaba en
nombre de quienes supuestamente gobernaban. Sin embargo, ni siquiera este
proceso de degeneración borra el hecho de que el punto de partida fue un
intento de romper con la lógica de la acumulación capitalista, y no simplemente
de «humanizarla» o distribuirla de manera más equitativa.
Desde la
perspectiva actual, en una época en la que el capitalismo se presenta a nivel
mundial como la única forma posible de sociedad, es precisamente esta ruptura
la que hace que la Revolución de Octubre sea intolerable para las ideologías
dominantes y, al mismo tiempo, indispensable para cualquier política de
izquierda seria. En un mundo en el que se repiten ciclos de euforia liberal,
decepción y reacción autoritaria, el legado de la Revolución de Octubre no es
un conjunto de recetas prefabricadas, ni puede revivirse mediante un simple
«retorno». Su importancia radica en el hecho de que plantea, de forma
radicalmente aguda, la cuestión de si es posible organizar la economía y la
sociedad sobre bases diferentes al beneficio privado y la competencia, y qué precio
pagan las sociedades cuando intentan hacerlo.
La respuesta
que den hoy a esta pregunta determinará si ven la historia de 1917 como una
«desviación ajena» o como el primer intento, contradictorio pero inevitable, de
superar los límites del siglo capitalista. Es precisamente por esta razón que
las ideologías contemporáneas trabajan sistemáticamente para deslegitimar
incluso la posibilidad misma de tal alternativa.
Dentro de ese
mismo panorama ideológico, el legado de la Revolución de Octubre se suprime aún
más mediante intentos cada vez más frecuentes de presentar al comunismo y al
fascismo como «dos caras de la misma moneda totalitaria», de las cuales
la resolución del
Parlamento Europeo de 2019 es solo la expresión simbólica más destacada.
Existe una
similitud formal en el hecho de que tanto el proyecto comunista, en la forma en
que cristalizó en el «socialismo realmente existente», como el fascismo
construyeron regímenes autoritarios y represivos. Pero ideológicamente se
situaban en polos opuestos: el comunismo, al menos declarativamente, defendía
la hermandad y la unidad de los pueblos, la superación de las jerarquías
nacionales y raciales y un universalismo de los derechos humanos desde una
perspectiva de clase; el fascismo se basaba en una ideología racial, un culto a
la violencia y una intolerancia abierta como base del orden político.
La historia del
siglo XX muestra con bastante claridad que el capitalismo «democrático» solo
tuvo un conflicto ideológico genuino con el comunismo, mientras que su
conflicto con el fascismo fue sobre todo económico y relacionado con la
seguridad: las potencias fascistas solo se volvieron inaceptables cuando
amenazaron el equilibrio de intereses dentro del propio mundo capitalista, y no
porque negaran los valores democráticos.
Por eso hoy son
testigos de marchas y mítines de nazis y neonazis, así como de conmemoraciones
de antiguos miembros de formaciones nazis (incluidas las
unidades Waffen-SS), justificadas con el argumento de que «en esencia» no eran
fascistas, sino luchadores contra el comunismo, un argumento que se considera
una exoneración casi total. En 2022, todos los Estados miembros de la Unión
Europea, junto con Estados Unidos, Gran Bretaña y sus principales aliados,
votaron en contra de la resolución de la Asamblea General de las Naciones
Unidas sobre la lucha contra la glorificación del nazismo, el neonazismo y los
antiguos miembros de las Waffen-SS.
Al mismo
tiempo, en esos mismos Estados «democráticos» que toleran o incluso celebran a
los colaboradores del fascismo sin mayor escándalo, se han introducido las
medidas represivas más duras contra los comunistas: desde detenciones y
prohibiciones de partidos y símbolos comunistas hasta restricciones y de
facto censura del
estudio de El capital de Karl Marx, ciento cincuenta años después de
su primera publicación.
En este cambio
de coordenadas morales, el significado de la Revolución de Octubre se vuelve
doble: por un lado, sigue siendo una advertencia sobre los peligros de la
degeneración autoritaria de los proyectos emancipadores; por otro, nos recuerda
que en un momento histórico existió una alternativa seria y globalmente
relevante al orden capitalista, que no puede reducirse a una nota al pie de
página entre Adolf Hitler y Benito Mussolini.
Las lecciones
del socialismo realmente existente y el destino de la idea socialista
El comunismo
refleja la esperanza de que sea posible un orden social justo y libre sin
explotación, con una distribución que favorezca a todos los ciudadanos, y no
solo a un puñado de ricos poderosos. Por lo tanto, las contradicciones del
capitalismo que Marx analizó no han desaparecido, ni tampoco los límites de la
democracia burguesa que él señaló. Como argumentó recientemente
Yanis Varoufakis, «no vivimos en democracias, sino bajo un régimen oligárquico
salpicado de elecciones periódicas».
El colapso del
socialismo real no resolvió mágicamente las tensiones del capitalismo ni hizo
que el sistema funcionara de repente mejor. Por el contrario, las crisis que
siguen sacudiendo la economía mundial se han intensificado desde que se
desvaneció la euforia por la supuesta «victoria final» del capitalismo y el
«fin de la historia».
El poder
extorsivo del capital se ejerce en todas partes. Según el Informe sobre la desigualdad mundial
2022, a nivel mundial, el 1 % más rico ha acaparado
aproximadamente el 38 % de toda la riqueza adicional acumulada desde mediados
de la década de 1990, mientras que la mitad más pobre de la población mundial
solo ha recibido alrededor del 2 %. Hoy en día, ese mismo 1 % posee más riqueza que
el 95 % más pobre en su conjunto. En este contexto, la imagen de un «puñado»
que representa solo uno de cada cien no es una metáfora, sino una descripción
precisa de lo concentrado que se ha vuelto el poder económico.
Precisamente
por esa razón, a pesar del colapso del socialismo real y el auge del
capitalismo neoliberal (y quizás precisamente por eso), la idea del socialismo
ha sobrevivido y sigue siendo objeto de debate activo en los círculos
académicos, los movimientos sociales, los sindicatos e incluso en el marco de
una socialdemocracia deformada que periódicamente intenta recuperar la conexión
perdida con sus propias raíces históricas.
La Revolución
de Octubre (y lo que le siguió) no niega, por tanto, la idea del socialismo,
sino que advierte sobre las condiciones en las que el intento de realizarlo
puede convertirse en su contrario. Muestra lo peligrosa que es la combinación
de atraso, guerra, destrucción, aislamiento internacional y concentración del
poder político en manos de un estrecho estrato de la «vanguardia», así como lo
arriesgado que es separar la transformación social de la democracia política,
el pluralismo y la participación real de las clases subordinadas en la toma de
decisiones.
Nada de esto
significa que el fracaso del socialismo realmente existente pueda reducirse
únicamente a sus distorsiones internas. La presión externa también fue
importante. Desde la intervención militar y el bloqueo económico de la Entente
entre 1918 y 1920, pasando por el devastador ataque de la Alemania nazi en 1941
y la destrucción de un tercio de la capacidad productiva del país, hasta el
largo asedio de la Guerra Fría que siguió, el socialismo en el bloque soviético
se desarrolló en condiciones de emergencia casi permanente.
Los Estados
occidentales impusieron restricciones de gran alcance al acceso a la tecnología
y al crédito, desde controles estratégicos de las exportaciones de maquinaria
avanzada, electrónica y ordenadores hasta discriminaciones comerciales como la
enmienda Jackson-Vanik y diversos regímenes de embargo y sanciones. Un sistema
que debe prepararse constantemente para la guerra, mantener un enorme aparato
militar y vivir bajo la percepción de estar rodeado se verá empujado casi
inevitablemente hacia la centralización, el secretismo y la represión, incluso
cuando proclame un objetivo emancipador.
Esto plantea
una hipótesis contraria a la que las caricaturas burguesas del comunismo evitan
cuidadosamente. Tanto Marx como Lenin concebían el comunismo como un orden
profundamente democrático, basado en el autogobierno de los productores
asociados y en la progresiva desaparición del poder coercitivo del Estado, y no
en un partido-Estado omnipotente por encima de la sociedad.
Lenin insistió repetidamente
en que «el socialismo no puede mantener su victoria y llevar a la humanidad a
la época en que el Estado se extinguirá a menos que se logre plenamente la
democracia» y que los trabajadores comunes deben «aprender a gobernar el
Estado», de modo que la administración deje de ser coto privado de una casta
burocrática especializada.
En ausencia de
una amenaza externa permanente y del asedio capitalista, ¿podría el socialismo
realmente existente haber evolucionado en direcciones más democráticas y menos
autoritarias? Nada en la idea comunista como tal predetermina las formas
desagradables que adoptó en la historia; estas fueron el resultado de una
combinación particular de contradicciones internas y presiones externas, no una
consecuencia lógica de la aspiración a una sociedad sin explotación.
En todo caso,
la experiencia de la Revolución de Octubre y del socialismo realmente existente
nos plantea la tarea de continuar la búsqueda de alternativas al capitalismo
con una clara conciencia de estos límites y peligros: la idea de una sociedad
sin explotación sigue siendo un horizonte abierto, pero ya no puede imaginarse
como un proyecto realizado a través de la «necesidad histórica» y la
infalibilidad del partido, sino más bien como un largo y contradictorio proceso
de lucha democrática y autogestión desde abajo.
Fuente: Deveconhub
Artículo
seleccionado por Carlos Valmaseda para la página Miscelánea de
Salvador López Arnal

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