martes, 20 de agosto de 2024

Incertidumbres en Catalunya (España)

 

La coincidencia entre la investidura del socialista Salvador Illa, tras 14 años de presidencias independentistas de la Generalitat, con la tocata y fuga de Carles Puigdemont en el Arco del Triunfo expresa el anómalo cierre del proceso soberanista.


TOPOEXPRESS


Incertidumbres en Catalunya

 

Antonio Santamaría

El Viejo Topo

20 agosto, 2024 


Para navegar en las procelosas aguas de la política catalana se ha de distinguir entre procés y procesismo, así como entre catalanismo, independentismo y soberanismo. El objetivo del independentismo, representado políticamente por Junts, ERC, CUP y la ultraderechista Aliança Catalana, es la separación de España y la constitución de la República catalana. Los soberanistas, representados antes por ICV y ahora por los Comunes, defienden el referéndum de autodeterminación sin que ello suponga apoyar la secesión. Históricamente, el catalanismo defiende la singularidad política y cultural de Catalunya frente al centralismo y propugna una reforma del Estado que reconozca su carácter plurinacional.

El procés soberanista adquirió velocidad de crucero en 2012, tras el rechazo de Mariano Rajoy al Pacto Fiscal de Artur Mas, calcado del Concierto Económico del País Vasco y Navarra, y acabó con la aplicación del artículo 155 en octubre de 2017. El procesismo empezó entonces y ha acabado ahora con la investidura de Illa; eso sí, al precio de la “financiación singular” para Catalunya. Es decir, se vuelve a la casilla de salida del procés, acaso para desactivar el “Espanya ens roba”, una de las principales municiones para el ascenso del independentismo de masas en esos años.

Ahora, el movimiento independentista experimenta sus horas más bajas tanto desde el punto de vista electoral como de capacidad de convocatoria. Sin embargo, se da la paradoja de que cuanto menor es su fuerza electoral en Catalunya, mayor es su capacidad de influencia en la escena política estatal. La continuidad de la presidencia de Pedro Sánchez depende del apoyo de ERC, pero también de los siete diputados de Junts. En cualquier caso, el movimiento independentista no desaparecerá y continúa gozando de importantes apoyos políticos y sociales.

Pasqual Maragall, primer presidente socialista de Cataluña tras 23 años de gobiernos convergentes de Jordi Pujol, accedió al cargo en diciembre de 2003 mediante un pacto tripartito con ERC e ICV con el objetivo estratégico de la malhadada reforma del Estatuto de Autonomía que está en la génesis del procés soberanista. De hecho, Catalunya es la única comunidad autónoma española cuyo Estatuto de Autonomía en vigor no es el refrendado por la ciudadanía, sino el enmendado por el Tribunal Constitucional (2010). José Luis Rodríguez Zapatero intentó una fallida reforma del título VIII de la Constitución que, por lo que respecta al Senado como cámara de representación territorial, continúa pendiente. El Estatut catalán se llevó por delante esas improbables reformas en la estructura del Estado que precisan del consenso del PP para implementarse. Además, una reforma federal implicaría un compromiso de lealtad institucional por parte de los partidos nacionalistas/independentistas que ahora resulta impensable. Aquí, no hay más cera que la que arde.

El concierto económico

En su libro, El Concierto Económico, Pedro Luis Uriarte, consejero de Economía y Hacienda del primer gobierno vasco, ha explicado detalladamente en el capítulo V titulado El ofrecimiento de un concierto económico a Catalunya, los motivos por los cuales los dirigentes de CiU rechazaron la oferta de Adolfo Suárez, en el marco del debate de la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas (LOFCA),  para que como los vascos y navarros dispusiesen de un concierto económico. Una negociación de la que fue testimonio presencial entre junio y septiembre de 1980, cuando se había aprobado l’Estatut de Sau y se habían celebrado las primeras elecciones catalanas que otorgaron la presidencia de la Generalitat a Jordi Pujol.

“Catalunya no aceptó el ofrecimiento que se le hizo desde el Gobierno de UCD de contar con un concierto económico, por la falta de visión que entonces tuvieron tanto el ‘president’ de la Generalitat, Jordi Pujol, como su ‘conseller’ de Economía, Ramon Trias Fargas” –escribe Uriarte–. “Trias Fargas estaba convencido de que para Catalunya era mejor tener un sistema de financiación que, aun dependiendo del Estado, permitiera sacar más recursos negociando con el mismo. Consideraba que el apoyo parlamentario del Grupo Nacionalista Catalán permitiría que esa vía práctica fuera más provechosa para Catalunya y menos arriesgada que la del Concierto, al no tener que correr con el riesgo de recaudación”. Muchos años después, Artur Mas, reconoció en junio 2015, con motivo de la presentación de la Agència Tributària de Catalunya, que “Aquello que se consideró de segundo orden, subordinado, que era mucho más importante cualquier cosa antes que una Hacienda propia, fue un error muy grande”.

La oferta de Suárez indica que no existían entonces obstáculos constitucionales, ni de equilibrio económico para la financiación de Catalunya y del resto de las comunidades autónomas para implementar un Concierto Económico catalán. Con el paso de los años, esta fórmula adquirió la denominación de Pacto Fiscal con Artur Mas y Financiación Singular con ERC.

En otro orden de cosas, con la perspectiva del concierto económico sobre la mesa, ERC compra el tiempo que necesita para recomponerse después de las debacles electorales del último ciclo electoral (municipales, generales, autonómicas y europeas). Esquerra debe encarar el decisivo congreso de noviembre con una militancia profundamente dividida como se comprobó en el ajustado resultado a la consulta a las bases sobre la investidura de Illa. Además, en su pugna con Junts por la hegemonía del independentismo, podrá argumentar que mientras Puigdemont no consigue nada con sus performances, Esquerra ha conseguido dar satisfacción a una de las reivindicaciones más sentidas del nacionalismo catalán.

A medio plazo, no puede descartarse que entren en un gobierno de coalición tripartito con el PSC primero los Comunes (herederos de ICV), lo que depende de cómo se resuelva la gobernabilidad del Ayuntamiento de Barcelona, pendiente desde hace más de un año. La entrada en el gobierno de Illa de dos consellers en la órbita de ERC en materias tan sensibles como Cultura (Sònia Hernàndez) y la recién creada Conselleria de Política Lingüística (Francesc Xavier Vila) hacen entrever que ERC podría hacer lo mismo en función del resultado del congreso de noviembre.

 

Junts per Puigdemont

La tocata y fuga de Puigdemont, digna de uno de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós, se entiende en el contexto de los extraños avatares de la aplicación de la ley de amnistía, negociada por Santos Cerdán hasta la última coma con Junts precisamente para que pudiera serle aplicada. Éste fue el precio para dar el sí a la investidura de Sánchez, como ahora el concierto económico lo es para la de Salvador Illa. En efecto, si no fuese por la negativa del Tribunal Supremo y otras instancias judiciales a aplicarle la amnistía, Puigdemont hubiera podido volver libremente a Cataluña, como ha ocurrido con la máxima dirigente de ERC Marta Rovira. Su fugaz aparición en Barcelona manifiesta que, mientras no se resuelva su caso, no podrá darse carpetazo definitivo al ciclo procesista. De hecho, es el último fleco que resta para cerrar el procés soberanista.

Junts per Catalunya es un abigarrado conglomerado de fuerzas de muy diversa procedencia y cohesionado por la figura de Puigdemont, donde, para simplificar, conviven dos vectores. Por un lado, el vector de carácter nacional-populista en el que Puigdemont ejercería la función de líder carismático propia de estos movimientos. Un sector representado por el expresident Quim Torra, Mirian Noguera o Laura Borràs, hasta ahora mayoritario en la formación a tenor de los resultados de la consulta para romper con el gobierno de coalición con ERC. La entrada de Aliança Catalana en el Parlament tendrá un efecto sobre este sector de Junts semejante al de Vox respecto al PP.

Por otro lado, por parafrasear a Enric Juliana, está el gen convergente. De hecho, la matriz política de Junts se halla en la antigua Convergència, fallidamente reconvertida en PDeCat tras la confesión de Pujol. Un sector representado per el exconseller de Economía, Jaume Giró, o Artur Mas, que está deseando retirar de la circulación a Puigdemont tras rendirle todos los homenajes que hagan falta. Ese sector necesita adaptarse al nuevo ciclo político, algo que está esperando en candeletas, donde el irredentismo de Puigdemont resulta un obstáculo insalvable y off de record expresan su malestar por el espectáculo del Arco del Triunfo y el desprestigio provocado en los Mossos d’Esquadra. La aplicación de la amnistía les habría solucionado este incómodo problema. También son conscientes que no pueden oponerse al concierto económico, la gran reivindicación de Artur Mas que señaló el pistoletazo de salida del procés soberanista en septiembre de 2012 y ahora argamasa del pacto PSOE-PSC y ERC. El fichaje de Miquel Sàmper (Empresa e Industria), ex conseller de Interior con Quim Torra, expresa la táctica de hurgar en las divisiones entre los dos vectores de Junts.

El caso Puigdemont plantea un conflicto institucional de gran envergadura entre el poder legislativo y el poder judicial, a propósito de la ley de amnistía, que deberá ser dirimido por el Tribunal Constitucional. La actuación de jueces, como García Castellón en el caso de Tsumani Democràtic, que imputa fantásticos delitos de terrorismo para no aplicarle la amnistía, resultan inadmisibles. Unas actuaciones que desbordan el marco constitucional atribuido al poder judicial, a quien corresponde aplicar las leyes aprobadas por las Cortes surgidas del voto popular.

 

Izquierda española y modelo de Estado

Tras la enorme polémica generada por la ley de amnistía, que como ha demostrado Puigdemont sigue viva, el gobierno de coalición PSOE y Sumar tiene pendiente una enorme tarea de pedagogía política para explicar el concierto económico catalán. La cuestión de la “financiación singular” ha abierto la caja de Pandora de agravios comparativos con el resto de las comunidades autónomas, en su mayoría gobernadas por el PP, pero también en amplios sectores del PSOE y de sus socios de legislatura como los valencianos de Compromís.

En las jornadas de septiembre y octubre de 2017 se planteó en Catalunya la mayor crisis política e institucional desde la reinstauración de la democracia durante la cual la sociedad catalana experimentó una extrema polarización entre partidarios y contrarios a la secesión. Ante todo, habríamos de evaluar qué factores, y en qué proporción, han incidido en la caída del voto independentista en el último ciclo electoral ¿Los efectos de la represión policial y judicial frente a quienes rompieron con el orden constitucional? ¿Las mentiras y promesas incumplidas de los líderes políticos del procés? ¿La lucha fratricida entre Junts y ERC por la hegemonía del movimiento? ¿Las concesiones políticas y las medidas de gracia del gobierno español como los indultos, la reforma del Código Penal o la Ley de Amnistía?

La crisis catalana ha desnudado a la izquierda política española, incapaz de elaborar un modelo de articulación territorial del Estado alternativo al de los partidos de izquierda y derecha de las “nacionalidades históricas” (inmersas en sus proyectos de construcción nacional) de los cuales depende su mayoría parlamentaria. También, frente al PP y Vox, guardianes de las esencias del nacionalismo reaccionario y centralista español. Esa ausencia de proyecto alternativo federal (PSOE) o confederal (Sumar), unida a la relación de dependencia política de sus alianzas con las formaciones independentistas, nacionalistas o regionalistas y las contradicciones del modelo autonómico abren de par en par las puertas a toda suerte de mercadeos que aparecen como moneda de cambio de presidencias de gobiernos desde los lejanos tiempos de los Pactos del Majestic.

Hasta la fecha, los socialistas no se han presentado ante el electorado –más allá de declaraciones teoréticas como las de Granada o Barcelona– con un programa articulado de reformas sobre la cuestión territorial de carácter federal o federalizante. Se ha transmitido el mensaje que son concesiones a los independentistas catalanes, otorgándoles todo lo que antes se decía imposible, con el único objetivo de mantenerse a cualquier precio en el poder. Quizás haya llegado el momento de poner sobre la mesa cuál es su modelo de Estado y el encaje de Cataluña en éste.

 

Balón de oxígeno

Desde el punto de vista político, la ruptura de las mayorías absolutas independentistas en el Parlament y la investidura de Salvador Illa suponen para Pedro Sánchez un auténtico balón de oxígeno, en la medida que avalan las medidas de gracia y las concesiones políticas como la cesión de cercanías de Renfe o la promesa del concierto económico. Mientras la política inmovilista y represiva de Mariano Rajoy fue una fábrica de independentistas, con dos consultas secesionistas y una declaración unilateral de independencia, la táctica de concesiones de Sánchez ha culminado con el premio de la presidencia de la Generalitat.

Entre la ciudadanía catalana (indepe y no indepe) existe un gran hartazgo por las convulsiones, los giros de guion, las jugadas maestras, los disturbios o las performances como la última de Puigdemont. La figura sobria de Illa con aspecto de funcionario o contable de una empresa, avalada por la gestión en el ministerio de Sanidad durante la pandemia, conecta con ese deseo profundo de pasar página y retornar a una cierta normalidad política tras el ciclo procesista.

La estabilidad de las presidencias socialistas en Madrid y Barcelona, inédita desde los tiempos de Zapatero y Maragall, depende de la aplicación de la ley de amnistía a Puigdemont (Junts tiene que sostener a Sánchez hasta entonces) y de la viabilidad política de la “financiación singular” catalana (ERC necesita comprar tiempo para recomponerse). Queda, por parte de la izquierda española en el poder, la elaboración de una propuesta política de articulación territorial del Estado con la experiencia acumulada por décadas de funcionamiento del Estado de las Autonomías y la crisis catalana.

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