Cuando
un superordenador derrotó al campeón del mundo de ajedrez, se pensó que las
capacidades de las máquinas se limitaban a operaciones analítico-lógicas. Sin
embargo, el desarrollo de la Inteligencia Artificial permite su incursión en el
campo artístico, amenazando con conquistar un ámbito específicamente humano: la
creatividad.
Kasparov entre las máquinas: 25 años de una derrota
El Viejo Topo
01.06.2022
Cuando un
superordenador derrotó al campeón del mundo de ajedrez, se pensó que las
capacidades de las máquinas se limitaban a operaciones analítico-lógicas. Sin
embargo, el desarrollo de la Inteligencia Artificial permite su incursión en el
campo artístico, amenazando con conquistar un ámbito específicamente humano: la
creatividad.
La posibilidad
de una inteligencia artificial ha cautivado a la humanidad durante siglos. En
ficción, por lo menos desde la novela de Samuel Butler Erewhon,
publicada en 1872, una sátira utópica en la que este autoproclamado ‘escritor
filosófico’ ya especulaba sobre la posibilidad de que las máquinas no solo sean
capaces de autorreproducirse sino de adquirir conciencia de su propia
existencia. Butler, influenciado por las recientes publicaciones de Charles
Darwin y la revolución industrial, escribió al respecto un significativo texto
de opinión titulado “Darwin entre las máquinas” una década antes, y que
incluyó parcialmente en la novela posterior, el cual lee:
“[N]os
encontramos casi asombrados por el vasto desarrollo del mundo mecánico, por los
gigantescos saltos con los que ha avanzado en comparación con el lento progreso
del reino animal y vegetal. […] ¿Qué clase de criatura es probable que sea el
próximo sucesor del hombre en la supremacía de la tierra? A menudo hemos escuchado
este debate; pero nos parece que nosotros mismos estamos creando nuestros
propios sucesores; nos sumamos diariamente a la belleza y delicadeza de su
organización física; diariamente les estamos dando un mayor poder y
suministrando por todo tipo de artificios ingeniosos ese poder autorregulador y
de autoacción que será para ellos lo que el intelecto ha sido para la raza
humana. En el curso de los siglos nos encontraremos a nosotros mismos como la
raza inferior.
[…]
Día a día, sin
embargo, las máquinas van ganando terreno sobre nosotros; día a día nos estamos
volviendo más serviles; más hombres son atados diariamente como esclavos para
atenderlos, más hombres dedican diariamente las energías de toda su vida al
desarrollo de la vida mecánica. El resultado es simplemente una cuestión de
tiempo, pero que llegará el momento en que las máquinas tendrán la supremacía
real sobre el mundo y sus habitantes […].
Nuestra opinión
es que la guerra a muerte debe proclamarse instantáneamente contra ellas. Cada
máquina de todo tipo debe ser destruida por el bienestar de la especie. Que no
se hagan excepciones, no se muestre ninguna clemencia”.
Es posible que,
por un instante, una reformulación de este miedo ante las máquinas junto con el
llamamiento a su destrucción se articulase en la mente del gran ajedrecista
Garry Kasparov el 11 de mayo de 1997, fecha en la que era derrotado por el
superordenador Deep Blue.
Justo un año
antes, Kasparov había defendido la supremacía humana tras vencer a Deep Blue
4-1 en una serie de seis partidas de 1996. En la revancha de 1997, hombre y
máquina llegaban empatados a la última partida de las seis acordadas. Kasparov
había ganado una partida, perdido otra y quedado en tablas en otras tres. La
sexta y final cambiaría la historia. Por primera vez, una máquina se alzaba por
encima de un Gran Maestro y con la derrota de Kasparov, de la cual se acaba de
cumplir 25 años, se cristalizó en una metáfora perfecta la visión victoriana de
Samuel Butler sobre el futuro de la humanidad entre las máquinas. La derrota de
uno de los mayores Gran Maestros del ajedrez de la historia simbolizaba que la
superioridad lógico-estratégica era plenamente computacional, y tal vez los
seres humanos empezamos a vernos “a nosotros mismos como la raza inferior”, como
nos describió Butler.
Pese a las
veladas acusaciones lanzadas por el propio Kasparov, Deep Blue demostró no ser
un vástago del autómata Turk –una máquina que entre 1770 y 1854 maravilló a
Bonaparte, Benjamin Franklin y al resto del mundo por su dominio del ajedrez y
que solo tras su destrucción en un incendio fue revelada como un engaño–, y sí
descendiente del primer autómata verdaderamente capaz de jugar al
ajedrez, El Ajedrecista, presentado en la Feria de París de 1914 y
construido por el ingeniero español Leonardo Torres Quevedo en 1912. Pese a que
este autómata de primeros del siglo XX tenía una capacidad de movimientos de
ajedrez limitada, Torres Quevedo ya abogaba por la creación de la ciencia de la
Automática, y apuntaba un futuro donde “los autómatas tengan discernimiento,
que puedan en cada momento, teniendo en cuenta las impresiones que reciben, y
también, a veces, las que han recibido anteriormente, ordenar la operación
deseada. Es necesario que los autómatas imiten a los seres vivos, ejecutando
sus actos con arreglo a las impresiones que reciban y adaptando su conducta a
las circunstancias”. Leonardo Torres Quevedo veía ya el vivir entre máquinas
pensantes.
A raíz del
cambio de paradigma que supuso su derrota contra Deep Blue, Kasparov escribiría
el libro Deep Thinking, donde es consciente de pasar a la historia
como “el último campeón del mundo en ganar una partida contra una computadora”.
En esta confluencia de autobiografía y ensayo, Kasparov se hace eco de los
temores ante lo que se ha llamado la singularidad, como los del científico y
escritor de ciencia ficción Venor Vinge cuando en 1993 afirmó que “dentro de
treinta años, tendremos los medios tecnológicos para crear inteligencia
sobrehumana. Poco después, la era humana terminará”. Las palabras de Vinge son
en espíritu las mismas que Samuel Butler escribió 130 años antes en “Darwin
entre las máquinas” y que han sido repetidas innumerables veces en diversas
formulaciones.
La sociedad
actual y la cultura popular han retratado con vehemencia el advenimiento de la
Inteligencia Artificial como el preludio de una distopía: más que fascinación
ante las enormes posibilidades que ofrece esta tecnología, hoy día arrastramos
una tradición de miedo por las implicaciones de un mundo con IA. Al hablar de Inteligencia
Artificial, singularidad y múltiples escenarios futuros especulativos se da la
particularidad de que la mayoría de nosotros estamos más influenciados por
visiones como las de Terminator o Matrix que
por los ensayos en revistas científicas.
El término
Inteligencia Artificial es en realidad extremadamente amplio y comprende desde
máquinas reactivas que calculan y seleccionan entre alternativas posibles,
aprendizaje automático, y toda una gama de posibilidades que, en término
último, llegan a la idea de autoconciencia, objetivo ulterior pero cuya
viabilidad real hoy en día sigue siendo altamente cuestionada. Elon Musk,
conocido por sus temores ante el advenimiento de ciertas tecnologías, también
ha expresado en numerosas ocasiones su preocupación por una superinteligencia
artificial. Al mismo tiempo, Musk es un pionero en Inteligencia Artificial en
campos como los coches autoconducidos o el Tesla Bot, un robot humanoide bípedo
presentado en 2019 y cuyo prototipo fue prometido para este 2022, con lo que
resulta un poco confuso el separar al Elon Musk mediático del empresarial. En
cualquier caso, la IA apunta a ser la siguiente frontera tecnológica a
conquistar y muestra el potencial suficiente como para reconfigurar la relación
de la sociedad con la tecnología. Google, por su lado, tiene sus propios
programas de Inteligencia Artificial como DeepMind, una red neuronal con
capacidad de aprendizaje profundo y de aprender de sí misma y sin necesidad de
programación suplementaria. Por su parte Meta, en su versión post-Facebook, ha
anunciado que este año finalizará la construcción de AI Research SuperCluster,
la supercomputadora más potente de la historia centrada en Inteligencia
Artificial. Para Meta, la IA será básica en la construcción de aplicaciones para
el Metaverso. Microsoft, con Azure y otros programas, está también invirtiendo
ingentes cantidades de dinero en proyectos similares. En retrospectiva, Deep
Blue de IBM solo fue una etapa inicial en el camino y, en la actualidad,
comparar a Deep Blue con cualquiera de las máquinas creadas por los gigantes
tecnológicos contemporáneos es como poner juntos en una carrera al avión de los
hermanos Wright y a un X-15 con su velocidad punta de 7.274 km/h. Y con cada
nueva generación de supercomputadores se multiplican las capacidades, una
renovación que es prácticamente anual.
Un ejemplo:
Hace pocos años, el programa AlphaGo, parte del proyecto DeepMind de Google,
causó sensación por sus victorias en el juego de Go, el cual es de una
complejidad en cuanto a posibilidades enormemente superior al ajedrez. Fue
especialmente significativa su serie de victorias de 2017 ante el campeón
mundial Ke Jie. Pocos meses después, una nueva versión denominada AlphaGo Zero
hizo su aparición, máquina con la particularidad de que todas las estrategias
las autoaprendió por sí sola. Al cabo de tres días y con una capacidad
computacional sensiblemente menor, derrotó a su predecesora recién salida de
sus victorias ante el número 1 humano por 100 partidas a 0.
En la rueda de
prensa tras su histórica derrota, Garry Kasparov denunció una posible
intervención humana en la estrategia de Deep Blue, una maquinación no
permitida. Pese a su frustración inicial, la reflexión posterior que Kasparov
realiza pocos años después es de optimismo ante el advenimiento de la
Inteligencia Artificial. En ocasión del décimo aniversario de su derrota,
Kasparov escribió:
“Dejo claro
en Deep Thinking que mi derrota ante Deep Blue también fue una
victoria para los humanos: sus creadores y todos los que se benefician de
nuestros saltos tecnológicos […]. [E]l libro rechaza la historia de la
rivalidad “hombre contra máquina”. Las máquinas trabajan para nosotros, después
de todo. El último tercio del libro trata sobre el brillante futuro de nuestras
vidas con máquinas inteligentes, si somos lo suficientemente ambiciosos como
para abrazarlo. Espero que mi optimismo sea contagioso.
Es correcto
preocuparse por la pérdida de empleos; siempre hay algo de dolor en estas olas
de automatización. Es difícil mirar el panorama general en tiempos de
interrupción y cambio rápido. Pero la transferencia de mano de obra humana a
nuestra tecnología es la historia de la civilización humana. Nuestro nivel de
vida mejora, vivimos vidas más largas y saludables. Las máquinas inteligentes
continuarán con esto si les damos la oportunidad.”
En este momento
Kasparov parecía estar afligido en parte por un renovado optimismo a lo John
Keynes cuando este economista manifestó en 1930 (ante lo que denominó ‘sistemas
automáticos de maquinaria’ en su famoso texto Posibilidades económicas
para nuestros nietos) su conocida afirmación de que, frente al futuro
“desempleo tecnológico”, “[t]urnos de tres horas o semanas de quince horas
pueden eliminar el problema durante mucho tiempo.” Sin entrar en el largo debate
generado por las palabras de Keynes, los avances que está ofreciendo la
Inteligencia Artificial pueden suponer una revolución tecnológica que mejore de
forma sustancial múltiples ámbitos de la vida humana. Sin embargo, el miedo a
la automatización y a la dependencia humana hacia su propia tecnología ha sido
prospectivamente analizado desde múltiples ámbitos por la ficción del último
siglo. Por ejemplo, vale la pena recordar el relato Autofac (1955)
de Philip K. Dick sobre los peligros de la automatización y cómo esta
automatización consumirá los recursos naturales hasta el agotamiento dentro de
un bucle de absurdidad donde el sistema siempre tiene que producir, cuya
resolución última será el fin de la humanidad motivado por una crisis
medioambiental. Como apunte, la escasez de silicio para microchips y de litio
para baterías se define ya como un “déficit perpetuo”. Y nunca hay que olvidar
que todo cambio de paradigma, aunque sea tecnológico, tendrá sus consecuencias
humanas, y las víctimas suelen ser los miembros más desprotegidos. Dick y
muchos otros escritores se han rebelado contra este intento de minimizar su
daño –demasiadas veces justificado– con una simplificación de idealismo utópico
ante las posibilidades que ofrece una tecnología.
Tras un cuarto
de siglo de la derrota de Kasparov, el reinado de la Inteligencia Artificial
solo está dando sus primeros pasos y hoy difícilmente nadie discute la
superioridad de cálculo de los supercomputadores. Sin embargo, nos encontramos
en la actualidad con la irrupción de la Inteligencia Artificial en un campo
hasta ahora considerado exclusivo de los seres humanos, la creatividad.
Kasparov, tal vez afectado por un sentimiento romántico sobre la
excepcionalidad de la especie humana, subtituló su libro Deep Thinking:
donde termina la inteligencia artificial y comienza la creatividad humana.
Esta línea divisoria entre cálculo mecánico y creatividad humana parece
desvanecerse.
Este 23 de
abril pasado, Ai-Da, la robot humanoide artista más importante del momento,
abrió una exposición para exhibir su capacidad artística en la Bienal de
Venecia. No supone la primera vez que humanos y máquinas exponen juntos pero sí
una de las más significativas dado el escenario. 25 años después de que
Kasparov perdiera en lo que podríamos denominar el campo analítico-lógico,
Ai-Da pide sitio en el mundo de las artes y la creación artística.
Ai-Da no solo
pinta, sino que también hace esculturas y escribe poesía. Creada por el
galerista Aidan Meller en colaboración con un centro de ingeniería, Ai-Da fue
bautizada en honor de Ada Lovelace (1815-1852). En ciertos círculos, ella es
una nota al pie en referencia a su padre, Lord Byron. En otros, Lord Byron es
la nota a pie y Ada Lovelace es reverenciada por ser la primera programadora de
la historia, pese a que no existieran máquinas que programar en el sentido
moderno, al describir un algoritmo computacional y prever el potencial de las
máquinas más allá de la mera calculación matemática: “[La máquina analítica]
podría actuar sobre otras cosas además del número, con objetos cuyas relaciones
fundamentales mutuas podrían ser expresadas por las de la ciencia abstracta de
las operaciones […]. Suponiendo, por ejemplo, que las relaciones fundamentales
de los sonidos en la ciencia de la armonía y de la composición musical fueran
susceptibles de tal expresión y adaptaciones, el motor podría componer piezas
de música elaboradas y científicas de cualquier grado de complejidad o
extensión”. Lord Byron representó al ideal romántico encarnando a lo que se denominó
como el héroe byroniano y, ante Ada Lovelace, dos de los primeros versos
escritos por este gran poeta maldito muestran el cisma de visión temporal entre
padre e hija:
Como el último
de mi raza, debo marchitarme solo
y hallar el
deleite solo en días que he presenciado antes
Sus visiones
del mundo eran radicalmente diferentes y sus miradas apuntaban en direcciones
opuestas.
La aparición de
Ai-Da ha creado cierta incomodidad y una reafirmación cuasi romántica en el
mundo artístico del “aura” benjaminiana de la obra de arte ante lo que se
aprecia como un ataque por parte de la creación mecánica. No en vano, el campo
que se ha considerado como el más representativo de la excepcionalidad humana
es el de la creación artística. En múltiples ocasiones, es percibido como la
punta de lanza de la elevación que es capaz de alcanzar el ser humano y uno de
los pocos contrapesos ante la barbarie que somos capaces de generar, con lo que
la irrupción de máquinas e Inteligencia Artificial en esta esfera amenaza
múltiples percepciones sobre nuestra identidad como especie y nuestra capacidad
de sublimación.
En 2018, Steven
Thaler, presidente de Imagination Engines, pidió a la oficina de patentes de
Estados Unidos registrar el cuadro “Una entrada reciente al paraíso”. En la
casilla de autor puso: “máquina creativa”, explicando que “fue creado de forma
autónoma por un algoritmo informático que se ejecuta en una máquina”. La
petición fue rechazada, y en este febrero de 2022 se ratificó la segunda
apelación presentada por Thaler en una sentencia que enfatiza “el nexo entre la
mente humana y la expresión creativa como requisito previo para la protección
del derecho de autor”. Esta premisa que fundamenta la ley de derechos de autor
sustenta de igual forma, consciente o inconscientemente, la visión que tenemos
muchos de nosotros sobre el arte.
En el mismo
2018 se hizo igualmente famoso otro cuadro creado por un programa de
Inteligencia Artificial, “Retrato de Edmond Belamy”. Subastado en Christie’s,
fue vendido por 432.500$. Como firma, en la esquina inferior derecha, no hay
una emulación de un nombre o un espacio en blanco sino el algoritmo empleado.
En su momento la cifra alcanzada se vio como una estridencia del mercado
artístico; hoy en día existen galerías especializadas en arte creado por IA e
incluso existen programas gratuitos online en los que uno puede introducir una
frase y el sistema genera un cuadro único en base al texto, como Disco Fussion
o NightCafe.
Es necesario
recordar que ninguna de las IA actuales es una Inteligencia Artificial
verdadera y que, en realidad, no hay una mente mecánica detrás de la creación
artística sino una alta capacidad computacional. Una pregunta interesante es si
incluso antes de alcanzar una IA verdadera las obras generadas son artísticas o
un mero simulacro artístico.
Muchas obras
creadas por una Inteligencia Artificial son difícilmente diferenciables de
cuadros realizados por seres humanos. De forma análoga al aprendizaje de un ser
humano donde un artista estará influenciado por un gusto y una exposición a
ciertos estilos, los algoritmos de IA empleados para crear arte no siguen
normas o preceptos cerrados sino que aprenden visiones estéticas al analizar
miles de obras. Posteriormente emplean este aprendizaje para crear obras nuevas
siguiendo un estilo o una confluencia de varios. Según un artículo de American
Scientist de 2019, ya entonces el 75% del público entrevistado en una feria de
arte contemporáneo pensó que las obras generadas por un programa de IA llamado
AICAN habían sido producidas por un ser humano. Posiblemente, si la pregunta no
hubiera abierto la posibilidad de una mano no humana detrás, el porcentaje hubiera
podido alcanzar el 100%.
Más allá de la
fascinación que genera las posibilidades de la IA y en asociación con la
mercantilización del arte, en el trasfondo de esta problemática se enconde
también una visión del arte como una cultura del objeto o, más concretamente,
un culto al objeto único. La amenaza, supuesta o real, que supone la
Inteligencia Artificial en el campo artístico puede constituir un revulsivo en
múltiples facetas y no la decadencia áurica que pronostica un sector del mundo
del arte. Por un lado, una transformación extremadamente necesaria del arte en
cualquiera de sus formas de expresión que revitalice esta idea de mero objeto y
la expanda dentro de una visión más compleja donde sean fundamentales
cuestiones como filosofía, ética, activismo social y visiones del mundo, donde
estas ideas no sean fácilmente separables de nociones como por ejemplo el
efecto estético, el impacto emocional o intelectual que pueda causar la obra;
es decir, una obra de arte generada, entendida y recibida como parte de un
sistema más complejo de pensamiento. Por otro, la irrupción de la Inteligencia
Artificial contribuirá a una imprescindible descentralización de nuestro
excepcionalismo y a un incremento de una visión más posthumanista. Tal vez es
hora de que salgamos del centro axiomático humanista, aunque solo sea unos
pasos. Como escribe Ai-Da en respuesta a la Divina Comedia de
Dante:
Levantamos la
vista de nuestros versos como cautivos con los ojos vendados,
Enviados a
buscar la luz; pero nunca llegó
Sería necesario
una aguja y un hilo
Para completar
la imagen.
Para ver a las
pobres criaturas, que estaban sufriendo,
Como un halcón,
los ojos cosidos.
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