miércoles, 2 de enero de 2008

"JUAN CARLOS I" AL MAR

Observará el lector a poco que preste alguna atención, la alegría, el gozo evangélico que me invade e inunda, cuando me llega a la cabeza que el próximo día del Señor, diez de marzo, al “Juan Carlos I” lo echan al mar (¡jalá sunda comumpeñasco!).
Y es que a mí, que Su Majestad (la Suya, no la mía) sea un revolucionario de la democracia, como le ha calificado el advenedizo ecologista de última hora. Al Gore, me la trae más bien floja, y como nos pongamos en plan quisquilloso, ni floja me la trae, porque Su Majestad tiene que ver tanto con la revolución y con la democracia como yo con Las Ursulinas de Monte Plano en Santa Manifestación Episcopal contra el PSOE en la Plaza de Colón de Madrid.
Me preocupa más, bastante más, que nuestros jefes, los que nos mandan comer conejo porque el sueldo no nos llega para más, y los que aspiran llegar al poder para seguir mandándonos comer otro conejo, que en realidad, más que jefes son Encargados Generales de Obras y Capataces de los grandes capitales que se disputan el poder entre ellos, nos preparen puta madre para la guerra, siendo la población española pacífica por antonomasia, como todas las poblaciones, cuando no se le pone un cabezón delante para ser seguido con una escopeta en una mano y una goma de borrar libros en la otra.
Porque, me digo yo a mi mismo, que los barcos de guerra son para la guerra, y eso y no otra cosa es el “Juan Carlos I”: un mata gente, un barco de guerra de 230,8 metros de largo (eslora lo llaman los marinos) por 32 metros de ancho (manga le denominan los marinos) que es capaz de transportar 46 carros de combate de los más gordos (también para la guerra) y 1.442 personas, de ellas, 902 entre soldados y soldadas, que de todo va habiendo en la guerra del Señor.
El velero bergantín éste que no corta el mar sino vuela, lleva dos quirófanos; una UCI; una unidad de infecciosos; una sala de rayos X; un laboratorio; una farmacia; dentista; consulta; enfermería y curas, o sea, lleva sobre sus lomos, además de la capacidad de matar pertinente, 360 millones de euros (casi 60.000 milloncejos de las antiguas pesetas) que buena faltita harían, por ejemplo, en la medicina pública, siquiera fuera para acortar las listas de espera que hay.
Y, así, me explico y entiendo, a la milimétrica perfección, la mansedumbre que Juan Carlos I nos echaba por encima en su Sermón Navideño.
Amémonos, pues, los unos a los otros y los otros a las otras y, así, sucesivamente, como dijo El Rey, que él sabrá que quiso decir.

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