miércoles, 21 de octubre de 2015

AFGANISTAN, SUS NIÑOS Y LOS MILITARES QUE NO SON NIÑOS


De cómo el Sistema de análisis y evaluación basado en el estudio del Terreno Humano (HTS) racionaliza el sistema de la pedofilia en Afganistán

El uso y abuso de la cultura (y de los niños)

Rebelion
14.10.2015

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.



A lo largo de los últimos ocho años se han publicado informes que iban revelando gradualmente que los soldados y agentes de policía afganos aliados de las fuerzas militares estadounidenses están abusando sexualmente de muchachos que retienen contra su voluntad, en ocasiones en las bases del ejército de EEUU. El pasado mes, Joseph Goldstein (2015) publicó un artículo de primera plana en el New York Times bajo el titular “US Soldiers Told to Ignore Sexual Abuse of Boys by Afghan Allies” [“A los soldados estadounidenses les dijeron que ignoraran los abusos sexuales a niños de sus aliados afganos”], que empezaba con la inquietante historia del cabo Gregory Buckley Jr, que murió en un tiroteo junto con otros dos marines en 2012. Buckley fue asesinado después de manifestar su preocupación por la tolerancia del ejército estadounidense ante los abusos sexuales a niños practicados por los agentes de la policía afgana en la base donde se encontraba estacionado en el sur de Afganistán. El padre de Buckley declaró al Times: “Mi hijo me contó que sus oficiales le habían dicho que mirara hacia otro lado porque eran cosas de su cultura”.

La historia del Times aporta el repetitivo relato ahora estandarizado de que los hombres mayores que tienen sexo con chicos jóvenes –algunos tan jóvenes como doce años- ejemplifican una cultura compleja conocida como bacha bazi, o “niños para jugar”. Pero eso también incluye viñetas de soldados estadounidenses entrando en habitaciones de hombres afganos encamados con niños, una joven adolescente violada por un comandante de la milicia mientras trabajaba en el campo y la historia de un excapitán de las Fuerzas Especiales, Dan Quinn, que fue castigado tras golpear a un comandante de la milicia afgana que “mantenía a un niño encadenado a su cama como esclavo sexual” (Goldstein 2015). El artículo relata una serie de duras acciones disciplinarias emprendidas contra otros soldados y marines estadounidenses que trataron de acabar con esas prácticas de abusos.

La posición del ejército es que se trata de prácticas culturales locales, como las diferencias en el vestir, la dieta o las preferencias musicales, y que las fuerzas estadounidenses deben mirar hacia otro lado y no interferir en esas diferencias culturales. Según un reciente informe de Shane Harris (2015), se ofrece poca orientación a los marines sobre cómo actuar si presencian violaciones u otras formas de abusos sexuales por parte de la población local de otros países. Harris obtuvo una copia del material de entrenamiento en el que se describe explícitamente el ataque sexual en Afganistán como un fenómeno “cultural”.

Quizá esas revelaciones eran predecibles. Hace una década, la doctrina de la contrainsurgencia desarrollada por el general David Petraeus y sus colegas fue elogiada por sus partidarios como una forma más amable y gentil de dirigir la guerra. Sustentaban la idea de que las poblaciones locales de Iraq y Afganistán eran el “centro de gravedad”, una piedra angular sobre la que descansaba el destino de las ocupaciones lideradas por EEUU. La doctrina, expresada más claramente en el Manual de Campo de la Contrainsurgencia del Ejército de EEUU: FM 3-24 (US Army 2007), requería que las fuerzas estadounidenses trabajaran con los aliados de la “nación anfitriona” (los líderes tribales iraquíes en la provincia de Anbar, los señores de la guerra afganos que se oponían a los talibán, etc.), cuyas creencias y prácticas podían ser muy diferentes de las de las tropas estadounidenses. Ni el FM 3-24 ni ningún otro material doctrinario proporcionaban orientación para tratar con los aliados que de forma regular violaran los principios básicos de los derechos humanos o, de hecho, de la dignidad humana. Para empeorar aún más las cosas, la doctrina Petraeus funcionaba claramente de arriba abajo: se esperaba que soldados y marines dejaran a un lado el buen juicio y la experiencia y se ajustaran a las demandas de la nueva contrainsurgencia.

Lo que complica algo este tema es el hecho obvio de que las creencias y prácticas culturales varían enormemente de una cultura a otra. Una costumbre que en un lugar se considera tabú puede ser ampliamente aceptada o incluso fomentada en otros. Entre las contribuciones más importantes hechas por los antropólogos del siglo XX estuvo la idea del relativismo cultural, la noción de que hay que contemplar cada sociedad en su particular contexto o entenderla en sus propios términos. Pero, como exponemos a continuación, relativismo cultural no es lo mismo que relativismo moral. Ha habido una sorprendente ausencia de investigaciones sobre cómo los oficiales del ejército estadounidense que estaban obsesionados con las “preocupaciones culturales” llegaban a aceptar prácticas en las cuales los líderes de la milicia y la policía afganas tomaban contra su voluntad a niños para obtener gratificación sexual.

Racionalizando el abuso a los niños

Aunque se desconoce gran parte de esta historia, hay algunas pruebas de que el Sistema de análisis y evaluación basado en el estudio del Terreno Humano (HTS, por sus siglas en inglés) del ejército de EEUU ha jugado un papel en la racionalización de la pedofilia en Afganistán, tanto dentro de los círculos militares como en el discurso de los medios de comunicación populares apoyando el establecimiento de esas políticas. Los lectores deCounterPunch pueden recordar el HTS como un controvertido programa de contrainsurgencia experimental que incrustó a científicos sociales en las brigadas de combate en Iraq y Afganistán. Durante sus ocho años de existencia, el programa costó a los contribuyentes más de 720 millones de dólares, convirtiéndose en el proyecto de ciencia social más caro de la historia. Estaba plagado de problemas éticos y fue incluso condenado en 2007 por la Asociación de Antropólogos de EEUU. A principios de este año, uno de nosotros descubrió que el ejército había dado calladamente carpetazo al programa en 2014 tras las acusaciones de fraude, mala gestión e inutilidad (González 2015).

Un anterior reconocimiento público de las prácticas abusivas de los aliados afganos de EEUU –y de los antropólogos del ejército estadounidense alentando a los militares a que acepten que los hombres afganos tengan sexo con muchachos- se produjo el 10 de octubre de 2007, en una emisión de radio del Show de Diane Rehm. En una entrevista, la alta asesora en ciencias sociales de HTS, Montgomery McFate, proporcionó un relato sobre cómo los equipos del sistema habían ayudado a un batallón estadounidense a aceptar esas “diferencias culturales”. McFate (que tiene un doctorado en Antropología por la Universidad de Yale) dijo que el HTS había incrementado su conciencia y aceptación de algo a lo que se refirió como NAMBLA, acrónimo de la expresión [en inglés] “Man-Boy Love Thursday” [se permite que un día a la semana, los jueves, haya relaciones sexuales entre hombres y niños]. Ella contó esto como si fuera una historia “humorística” que ilustraba el papel de HTS a la hora de establecer interacciones del ejército con la población local:

Me estoy riendo porque los antropólogos creen mucho en la reflectividad y en la comprensión de tus propios prejuicios, y en ocasiones puede ser algo complicado y divertido tratar de enseñar esas perspectivas a los militares. Y sólo les daré un ejemplo de Afganistán: en la Base de Operaciones Avanzadas era una práctica común que los jueves por la tarde algunos de los hombres mayores fueran con algunos de los chicos más jóvenes para hacer ñaca-ñaca entre los arbustos. Y la brigada preguntó a los miembros de HTS: ‘¿qué pasa con el Man-Boy Love Thursday, qué pasa?’. Y ya te puedes imaginar, la opinión de la brigada era de que ‘tenemos que poner fin a esto porque es algo incorrecto, es algo incorrecto [con risas], viola nuestras nociones de lo que es apropiado’.

Y los miembros del equipo de HTS dijeron: ‘Ya sabéis, realmente eso forma parte de la cultura afgana y no hay mucho que podamos hacer. Aunque no te guste, no puedes pararlo. Forma parte de lo que ellos son. No intentes imponer tus valores a la gente con la que trabajas porque no vas a cambiarles’. Así pues, ese es un ejemplo gracioso.” (Cita de McFate en “Anthropologists and War”, 2007)

El personaje público de McFate se vendía como el de una bohemia contracultural y su indiferente descripción parece haber influido en los embelesados oficiales del ejército estadounidense que empezaron a considerar la pedofilia rampante como poco más que una curiosidad cultural. El resumen simplista del “Man-Boy Love Thursday” se erige como ejemplo de lo que ocurre cuando la antropología se ve despojada de su ética en aras a la conveniencia. Al vender esta versión barata y de mal gusto de la ciencia social para consumo militar, McFate estaba diciendo a sus patrocinadores y al público en general que la antropología podía servir de instrumento útil en la era del Imperio estadounidense al simplificar las complicaciones morales de la invasión y la ocupación.

Aunque ahora el New York Times se merece algún reconocimiento por poner atención crítica en la actual manifestación del “Man-Boy Love Thursdays”, el periódico jugó durante años un papel esencial retratando al HTS en términos elogiosos. En 2007, el Times publicó un artículo en primera plana que mostraba una gran empatía con los partidarios del HTS, describiendo el programa como eficaz e incluso “brillante” (Rohde, 2007). Los medios corporativos ignoraron en gran medida las críticas al programa. Posteriormente, ese mismo año, el Times siguió adelante con esa crónica mediante un artículo de opinión alabando al HTS, mientras el antropólogo de la Universidad de Chicago, Richard Shweder, elogiaba el programa de McFate escribiendo: “La Sra. McFate puso de relieve su éxito al conseguir que los soldados estadounidenses dejaran de hacer juicios morales sobre prácticas culturales locales afganas en las que hombres mayores se iban con chicos jóvenes al ‘amor de los jueves’ y a hacer algo de ‘ñaca-ñaca’. ‘Dejad de imponer vuestros valores a otros’ era el mensaje dirigido a los soldados estadounidenses. Ella estaba más allá del ‘no preguntes, no digas’, y me pareció reconfortante” (Shweder, 2007). Shweder no entendía muy bien qué clase de programa de aceptación cultural era el que encontraba reconfortante, aunque su ignorancia ayudó al HTS a conseguir la legitimidad pública que necesitaba en un momento crucial cuando los antropólogos que se mostraban críticos con ese sistema se encontraron con que resultaba imposible que la junta editorial del Times les escuchara.

Haciendo la vista gorda

Entre 2009 y 2011, el ejército estadounidense creó una situación en la que los informes y documentos oficiales retrataban la explotación sexual de los niños como algo natural y aceptable de la cultura afgana.

En 2009, se hizo público un informe no clasificado de HTS sobre la “sexualidad pastún”. El informe, escrito por Anna María Cardinalli (que tiene un doctorado en Teología por la Universidad Notre Dame), sostiene que un enorme número de hombres afganos practican “una homosexualidad culturalmente propagada”, especialmente con niños, que podía explicarse parcialmente por “una larga tradición cultural en la que se aprecia a los muchachos por su belleza física y en la que hombres de más edad se encargan de su iniciación sexual” (Cardinalli, 2009: 1,2). El informe de Cardinalli sugiere que el personal militar estadounidense necesita entender que esas dinámicas son “una fuerza social esencial que subyace en la cultura pastún”, y aunque reconoce que esas prácticas pueden implicar “un gran desequilibrio de poder y/o autoridad en desventaja del muchacho afectado”, pone en duda que “esto pueda denominarse adecuadamente como abusivo cuando se contempla a través de una lente desde dentro de la cultura” (Cardinalli 2009: 2).

Dos años después, en 2011, el ejército publicó un proyecto de manual de entrenamiento que aconsejaba explícitamente al personal estadounidense que ignorara los abusos perpetrados por los agentes de seguridad afganos. El manual titulado “Crisis de confianza e incompatibilidad cultural”, estaba escrito por el comandante Jeffrey Bordin (2011). Según su página de LinkedIn, Bordin tiene un doctorado en psicología y un certificado como “Líder de Equipo del HTS” del Mando para la Doctrina y Entrenamiento del Ejército (LinkedIn 2015). El proyecto de manual incluye una lista de “temas de conversación tabú” que los soldados estadounidenses deben evitar, incluida “cualquier crítica a la pedofilia” y a “mencionar la homosexualidad y la conducta homosexual”. Como Cardinalli, Bordin minimiza el abuso infantil como una singularidad cultural. El manual afirma: “Conclusión: Las tropas pueden experimentar un choque socio-cultural y/o desasosiego cuando interactúen con las fuerzas de seguridad afganas… Cuando mejor conocimiento y conciencia se tenga sobre la cultura afgana, mejor preparadas estarán las tropas estadounidenses para cooperar eficazmente y evitar el conflicto cultural” (Bordin citado por Nissenbaum, 2011).

Es sorprendente que las justificaciones de la pederastica por parte del HTS provocaran tan poca atención de los medios. Por el contrario, las narraciones militares sobre el maltrato a las mujeres afganas por parte de los talibán fueron rutinariamente recicladas por una prensa bien dispuesta a partir de 2001, y muchos estadounidenses llegaron a creer que las mujeres afganas necesitaban que las salvaran de sus propios hombres. Curiosamente, las agencias informativas de EEUU han ignorado en gran medida el maltrato a las mujeres en Arabia Saudí, Kuwait o Pakistán, estrechos aliados de EEUU.

En realidad, los análisis del HTS se ajustan a estereotipos orientalistas preconcebidos listos para usar sobre las sociedades islámicas, que fueron críticamente diseccionados por el difunto Edward Said. No hay más que mirar la cubierta de Orientalismo de Said, en la que aparece el cuadro de Jean-Léon Gérôme “El encantador de serpientes”, un retrato idealizado de un chico desnudo bailando ante los ancianos de la tribu. La imagen se alinea perfectamente con las persistentes nociones europeas del exotismo oriental. (Sorprende que los críticos europeos y estadounidenses de la pederastia ignoren a menudo el hecho de que en Occidente se estuvo practicando durante siglos, de forma más conocida en la antigua Grecia y Roma. Algunos sugieren que la práctica puede haberse introducido en Asia Central durante el período de Alejandro Magno, mucho antes de la llegada del Islam.) La información “antropológica” que el HTS proporcionaba al ejército subrayaba con frecuencia tal exotismo, haciendo caso omiso de los siglos de contacto con Occidente, los legados del colonialismo europeo y las desigualdades de las relaciones de poder que la mayoría de los análisis antropológicos deben abordar.

En cualquier caso, los informes de Cardinalli y Bordin eran totalmente coherentes con la actitud despreocupada de Montgomery McFate. En 2010, el director de documentales Adam Curtis escribió en su blog sobre una conversación que mantuvo con McFate. Cuando Curtis le preguntó qué era lo que ella creía que la antropología podía aportar al ejército, respondió: “relativismo cultural”. Para explicarlo, le habló del “Man-Boy Love Thursday” diciendo:

Los estadounidenses que dirigían la base habían decidido que estaba mal. Estaban preocupados de que hombres mayores se aprovecharan sexualmente de chicos jóvenes. Querían arrestar a esos afganos, pero el equipo de HTS persuadió a los comandantes de la base de que esa era una parte aceptada de la cultura sexual afgana. Me pregunto cuándo tiempo llevará antes de que los antropólogos empiecen a decirle al ejército que lo que ellos piensan que es ‘corrupción’ es en realidad un sistema profundamente enraizado de patronazgo tribal en Afganistán que deberían aceptar.” (Curtis, 2010)
Curtis se quedó claramente anonadado ante esta respuesta.

Relativismo cultural no es relativismo moral

Los comentarios de McFate y otros antiguos miembros del HTS, como Cardinalli y Bordin, revelan una profunda y mala interpretación de la antropología y de la sociedad afgana. Quizá el problema más grave es que las ideas expresadas por los miembros del equipo del HTS revelan una confusión básica acerca de las diferencias entre relativismo cultural y relativismo moral. El primero supone un reconocimiento antropológico básico de que todas las culturas tienen creencias y conductas diferentes que sus miembros consideran como normales y adecuadas. Dada la universalidad de este entendimiento, los antropólogos utilizan el relativismo cultural para comprender las diferencias culturales en sus propios términos.

Pero el relativismo moral es otra cosa bien distinta. El relativismo moral va más allá del reconocimiento de la diferencia cultural y rechaza implicarse en cualquier valoración de la moralidad de las prácticas. En este contexto, en el Afganistán de nuestros días, la pedofilia no puede separarse de la presencia allí del ejército estadounidense, como mantienen los pseudofilósofos del HTS. Al adoptar una posición de relativismo moral, el HTS pretende eliminar de sí mismo y del ejército de EEUU la responsabilidad por esos actos abusivos que se producen en las bases militares estadounidenses. Sólo cabe preguntar por qué, al llegar a esta posición de relativismo moral, el personal antropológicamente formado del HTS ignoró descaradamente el compromiso de la Asociación de Antropología de EEUU (AAA, por sus siglas en inglés) con los principios de los derechos humanos internacionales (AAA, 1999; véase también Engle, 2001). ¡Qué interesante que el presidente de Afganistán Ashraf Ghani –que tiene un doctorado en Antropología por la Universidad de Columbia- condenara recientemente los abusos sexuales a los niños en su país y se comprometiera a adoptar severas medidas contra los abusadores! (Rosenberg, 2015).

Por supuesto que existen diferencias culturales en las expresiones de la sexualidad humana. De hecho, los impactos de esas diferencias culturales son significativos e incluyen cosas como las construcciones culturales de expresiones, orientaciones y consentimientos sexuales aceptables. El impacto de la cultura en esos elementos de la sexualidad es real e importante. Pero lo que resulta vital y no aparece en ese análisis militarizado de la ciencia social es un reconocimiento fundamental del contexto político que genera esos análisis. Como tantas otras cosas creadas en un contexto de invasión y ocupación militar, el estudio e información de la sexualidad se produce a través de la niebla de la guerra, que oscurece e impregna la forma de manejar y analizar lo que se estudia. En esos contextos, lo que debían ser descripciones normalizadas de variaciones en la conducta sexual se transforman en relaciones de poder y los esfuerzos para des-exotizar las diferencias culturales en estos contextos se convierten en inteligencia de la contrainsurgencia, utilizada no sólo para entender y aceptar, sino para entender y controlar. En Afganistán, estas condiciones crearon una escalada en cascada de hechos en los que el personal del HTS proporcionó la racionalización necesaria para transformar las instalaciones militares estadounidenses en áreas donde los aliados de EEUU violaban y brutalizaban a muchachos contra su voluntad.

Estas dinámicas de racionalización no son las únicas de esta guerra. Como el antropólogo Marshall Sahlins observó hace medio siglo en su ensayo “La destrucción de la conciencia en Vietnam”, a menudo se coloca a los soldados en una situación en la que “todos los razonamientos periféricos quedan relegados. Se convierte en una guerra con un propósito trascendente y en esa guerra todos los esfuerzos del lado de los Buenos son virtuosos y todas las muertes una necesidad desafortunada. El fin justifica los medios” (Sahlins, 1966).

Los esfuerzos del HTS para absolver de responsabilidad y capacidad de actuar a los oficiales estadounidenses en esos informes de secuestro y violación de chicos jóvenes coloca a los soldados estadounidenses en una posición imposible: se les pide que simulen que la protección y cobijo de EEUU a quienes llevan a cabo esos actos no les hace a ellos moralmente culpables, ni siquiera cuando dan testimonio de la explotación, coacción y abusos sexuales. Quizá no hay una indicación más clara de la bancarrota moral del HTS que los efectos secundarios de sus insensatas formas de “investigación”, que tienen un coste humano real. Mientras los niños afganos sufren las consecuencias de la indiferencia oficial frente a los abusos sexuales, los soldados estadounidenses se obsesionan con la culpa moral ante la complacencia forzada mientras aguantan otra mentira más acerca de la ocupación de Afganistán liderada por su país.
Referencias

Roberto J. González (roberto.gonzalez@sjsu.edu) es profesor de Antropología en la Universidad del Estado de San José. Es autor de Zapotec Science (University of Texas Press, 2001) y Militarizing Culture (Left Coast Press, 2010). David Price (dprice@stmartin.edu) es profesor de Antropología en la Universidad de Saint Martin. Es autor de Weaponizing Anthropology   (CounterPunch Books, 2011) . Su próxima obra se titulará Cold War Anthropology: The CIA, the Pentagon, and the Growth of Dual Use Anthropology (Duke University Press, 2016).


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