¿Por qué las clases
dirigentes europeas se han convertido en entusiastas de una estrategia
político-militar que perjudica gravemente sus países? He ahí un misterio que
Monereo analiza en profundidad. El futuro pinta mal.
TOPOEXPRESS
La larga crisis de la UE
El Viejo Topo
20 febrero,
2025
LA LARGA CRISIS DE LA UNIÓN EUROPEA: EL FRACASO DE LA SOLUCIÓN POLÍTICO
MILITAR
Los tiempos son
difíciles, los que se avecinan serán aún peores. Habría que exigir hablar con
claridad y evitar el lenguaje falsario. La voladura, el 26 de septiembre de
2022, del Nord Stream 1 y el Nord Stream 2 puso fin a
cualquier debate serio sobre la supuesta autonomía estratégica de la Unión
Europea y mostró hasta qué punto está sometida a la lógica de poder y a
los intereses estratégicos de los EEUU. El
Presidente Biden se lo dijo, en vivo y en directo, al
canciller Olaf Sholz: Alemania tiene que suspender inmediatamente las
obras del gaseoducto Nord Stream 2 y dejar de recibir gas y petróleo de Rusia.
Unos meses después –en pleno conflicto armado en Ucrania– ambos gaseoductos
fueron dinamitados.
Todos sabemos
quién estaba por delante y quién estaba por detrás; tampoco se oculta
demasiado, solo silencio y bulos que, dependiendo de los días, señalan pistas
falsas para eludir la responsabilidad de los “primos americanos”, como
diría John Le Carré. La vejación no pudo ser mayor: aliados de la OTAN
sabotean una construcción estratégica, vital, de Alemania y no pasa nada. Es
más, nadie denuncia, nadie investiga en serio, nadie dimite y, lo que es peor,
el alineamiento del país germánico, del conjunto de la UE con la Administración
Biden se hizo más estrecho, más férreo. Dicho a lo Vito Corleone: le
hicieron una oferta que no pudieron rechazar. Este dato pone de manifiesto la
determinación, la importancia decisiva que la guerra programada contra Rusia
tenía para los EEUU y la necesidad imperiosa de contar con unos aliados
europeos disciplinados y comprometidos, costara lo que costara. Lo que no
esperaban era que Trump volviera a ganar las elecciones y que el escenario
pudiese cambiar tan rápidamente. Es el problema de ser aliado subalterno de una
gran potencia en declive y en plena mutación política, social y cultural. Ahora
toca rasgarse las vestiduras, denunciar la ingratitud del malvado Trump e ir
recomponiendo la figura para lo que viene, a saber: cambiar de opinión sin que
se note mucho.
La pregunta hay
que hacerla:
¿Por qué las
clases dirigentes de los países de la UE se han convertido en actores
entusiastas y fervorosos de una estrategia político-militar que perjudica
gravemente su economía, la hace comercial y tecnológicamente más dependiente y
la convierte de nuevo en zona de guerra, campo de batalla entre dos grandes
potencias?
Una primera
respuesta pondría el acento en que, una vez más, las cosas no han salido como
se esperaba. La idea era someter a Rusia a una guerra de desgaste comercial,
financiera y militar que provocara una crisis económica especialmente grave,
malestar social, división del equipo dirigente y la caída de Putin. Lo que se
puede decir, a tres años del comienzo de la intervención militar rusa, es que
el plan no ha funcionado y que el consenso en torno a Putin se ha hecho más
fuerte y sólido. La economía rusa crece por encima de la media europea; su
política de sustitución de importaciones está siendo exitosa; su complejo
militar, científico e industrial se desarrolla eficazmente y la producción de
materias primas vegetales y minerales tienen un dinamismo difícil de negar. Es
más, Europa hoy sigue dependiendo del gas y del petróleo ruso a pesar de los
esfuerzos de los norteamericanos.
Lo más notable
es que en el frente militar la situación de las fuerzas ucranianas es
extremadamente difícil y que la guerra se decanta en favor de las fuerzas
armadas rusas. Si se ahonda un poco aparece siempre, siempre, el desprecio de
las elites europeas a una Rusia bárbara, atrasada e insoportable tapón
geopolítico. Los dirigentes polacos lo dicen cada día: no debería existir un
Estado así. En esto no hay que equivocarse, los planificadores de la OTAN sabían
perfectamente que Ucrania nunca ganaría esta guerra; simplemente, sería el
instrumento (pondrían los muertos y las riquezas del país) para infligir una
derrota estratégica a la potencia euroasiática y debilitar a China, que
era el verdadero objetivo del viejo equipo de Hillary Clinton, del que
formaba parte Biden.
Una segunda
respuesta daría prioridad a la historia, a lo que podríamos llamar la “venganza
de la historia”. Lo políticamente correcto lo contamina todo e impide ver y contar
lo que tenemos delante de nuestros ojos. Si se observa con cierta atención la
sofisticada política de alianzas de los EEUU, se verá cómo esta se organiza en
círculos concéntricos. Primero, el anglosajón, con el Reino
Unido y Australia en el núcleo duro. Es el AUKUS, al que siempre
hay que añadir a Nueva Zelanda. El segundo, lo componen los tres
protectorados político-militares de los EEUU, Estados militarmente ocupados,
nuclearizados y estructuralmente alineados con los intereses estratégicos de la
Administración norteamericana. Nos referimos a Alemania, Japón y Corea del Sur,
y, en muchos sentidos, Italia. Es decir, países con soberanía limitada,
imposibilitados para definir sus prioridades nacionales y obligados a
externalizar su política de seguridad y defensa. Habría un tercero y hasta un
cuarto círculo. En el centro de todo, la OTAN y su control sobre la península
europea.
La historia
cuenta. Las élites europeas llevan años intentando vivir al margen de ella,
como si los Estados, las naciones y pueblos fuesen el obstáculo fundamental
para la construcción de una Europa con voluntad de superpotencia. Que el Estado
dominante europeo sea un protectorado político-militar de EEUU dice mucho sobre
el tipo de Unión que se ha ido definiendo en estos años. El Tratado de
Maastricht fue la señal de un cambio decisivo en la correlación de
fuerzas, marcado por tres hechos: la unidad alemana, la desintegración de la
Unión Soviética y la ampliación acelerada hacia el Este de la Unión. La “nueva
Europa” que surgía se incorporaba al Nuevo Orden
Internacional dictado por la potencia vencedora (EEUU) y
constitucionalizaba el neoliberalismo como fundamento de su construcción, con
el euro como objetivo. OTAN y ampliación hacia el Este se complementaban
funcionalmente definiendo espacios y cercando a Rusia. Primero, los países del
antiguo Pacto de Varsovia y luego, las antiguas repúblicas soviéticas: Ucrania,
Georgia, Moldavia. La UE y los EEUU siempre fueron de la mano. La estrategia,
la misma en todas partes, a saber, promover la oposición a Rusia, organizar a
las fuerzas nacionalistas y crear una línea de demarcación de masas entre
supuestos europeístas y los partidarios de un Moscú siempre al acecho.
La implicación
euroamericana y atlantista para ir sitiando a Rusia es conocida y cada vez más
documentada. Los “papeles” que vamos conociendo de la USAID (Agencia de
los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional) dan pistas
sobre los dispositivos empleados por las agencias de inteligencia y demás
organismos especializados en la desinformación, “Revoluciones Coloreadas”,
impulso de las oposiciones nacionalistas y pro UE. Todo ello financiado con
generosidad a través de ONGs creadas al efecto. Se dirá que los “otros” hacen
lo mismo, es verdad, pero habría que reconocer que hay una asimetría de
recursos, medios y coberturas mediáticas notable, sobre todo, cuando la UE y
los EEUU trabajan al unísono. El dato más sobresaliente, a mi juicio, es la
promoción de nuevas élites políticas formadas en Occidente, fervientes
partidarias del atlantismo, desnacionalizadas e intercambiables entre sí. Estas
agencias e instituciones no paran nunca, siempre han estado ahí: contra la
URRS, contra Yeltsin /Primakov, contra Putin.
Está siendo
duro, muy duro, para las élites europeas, para los publicistas que han
justificado hasta la saciedad las políticas atlantistas y que ahora se muestran
comprensivos ante las “masacres” (la palabra genocidio está prohibida)
perpetradas por las fuerzas armadas israelitas contra la población palestina,
adaptarse a la nueva administración norteamericana. Las instituciones europeas,
sus representantes más caracterizados se han ido convirtiendo en el ala más
belicista de la coalición internacional contra Rusia. Conforme más se acercaba
el momento de la toma de posesión de Trump más fuertemente han reivindicado la
continuidad de la guerra y el apoyo a un Zelenski en sus horas
más bajas. Cegados por el mito americano, no quisieron entender que algo grave
y hondo estaba pasando en la sociedad estadounidense; que la reelección en
diferido de una persona como Trump era la señal de una
reacción política que viene de lejos y que, con él y sin él, cambiará
sustancialmente las relaciones del Estado norteamericano con aliados,
adversarios y enemigos. Lo advirtió Kissinger: ser enemigo de EEUU es
peligroso; ser amigo puede ser fatal.
Cuando uno lo
fía todo al servicio de una gran potencia, debe saber que eso tiene sus costes
y uno de ellos, frecuente por lo demás, es que suelen cambiar de prioridades y
de clase dirigente. Von der Layen, Borrell, Sánchez, Scholz, Macron tienen
ahora la ingrata tarea de recomponer la figura y volver a un discurso aceptable
para la nueva administración norteamericana. Ahora toca rasgarse las vestiduras
y gritar.
Hay un tema que
vuelve y que ilumina mucho la realidad política europea. Me refiero al retorno
cada vez más evidente de los Estados nacionales. El discurso dominante se ha
ido convirtiendo en un sentido común políticamente construido: para sobrevivir
en un mundo globalizado hace falta ceder soberanía a la Unión Europea. Se
insinuaba que las competencias que se perdían por “abajo” se recuperarían por
“arriba” en la larga marcha hacia los Estados Unidos de Europa, una nueva
superpotencia, un “imperio-jardín” liberal, que tenía que vérselas con una
“jungla” internacional donde imperaba el Estado de naturaleza. ¿Qué
competencias se cedieron? La política monetaria y, derivadamente, la política
fiscal, el control y la regulación de los mercados (es decir, de los grandes
poderes económicos, empezando por los financieros), las políticas comerciales…
¿Se recuperaron por arriba? Solo aquellas que cuidadosa y sistemáticamente
desmantelaban el Estado Social y lo hacían económica y financieramente
inviable.
Lo que consiguió
esta estrategia “hayekiana” de integración europea fue desconectar “cuestión
social” de la “cuestión democrática”, imponiendo –era lo fundamental– un
conjunto de políticas neoliberales obligatorias para cada uno de los Estados
individualmente considerados. Las democracias, autodefinidas como socialmente
avanzadas, sólo decidían cómo se aplicaban las directivas que venían de la
cúpula de la Unión o los márgenes (siempre estrechos) para otras políticas que
respondieran a las demandas de una ciudadanía cada vez más indignada. Dicho de
otra forma, la soberanía popular perdió poder real, la democracia como
deliberación/elección entre distintos modelos socio-económicos se limitó
estructuralmente, la diferenciación derecha/izquierda se fue diluyendo como
definición entre clases e intereses sociales contrapuestos y lo que fue
quedando es un espacio político-cultural cada vez más colonizado por la cultura
dominante neoliberal; donde la derecha era cada vez más de extrema derecha y la
izquierda, débil y sin proyecto, se posicionaba en función de ella y en los
márgenes particularistas e identitarios permitidos por los que mandan.
Las
consecuencias se conocen desde hace mucho tiempo. Wolfgang
Streeck, Sergio Cesaratto y yo mismo, venimos hablado de “momento
Polanyi” desde hace más de una década. La contraposición entre una coalición
globalista de ganadores y una mayoría social y territorial que la soporta y la
sufre, se hace más aguda, más visible. El dato más significativo es que estos
sectores populares, insisto, mayoritarios, han sido abandonados por las
izquierdas y han terminado por caer baja la influencia de las fuerzas
populistas de derecha en nombre, tremenda paradoja, de un soberanismo sin
pueblo y sin Estado. La vida política y cultural se polariza y degrada; la
desigualdad y la involución social se acentúa, los grandes poderes económicos
determinan la agenda política y se imponen en una esfera pública uniformizada y
de espaldas a las demandas populares.
Una clase
política cada vez más cerrada, políticamente homogénea y dependiente de los que
toman las decisiones fundamentales al margen de la soberanía popular. Las
élites políticas se han ido convertido en “funcionarios del capital”, en
agentes de las grandes empresas financieras-empresariales, de los grandes fondos
de inversión; dedicados a la vieja tarea de mandar; especializados en el arte
de legitimar y hacer pasar como buenas políticas que perjudican a las mayorías
sociales, a los jóvenes, a los mayores, eso sí, siempre con la ayuda directa de
la industria de manipulación de las consciencias, en manos de una estrecha
coalición de grandes bancos y empresas.
Estas clases
dirigentes han construido una Unión Europea funcional y conscientemente
dependiente de los intereses estratégicos norteamericanos. No son capaces de
concebir otra Europa posible, dotada de capacidades para definir autónomamente
sus prioridades, en un mundo, además, que cambia aceleradamente. Basta ver,
hace unos días, al Presidente de la Conferencia de Seguridad de
Múnich, Christoph Heusgen, quejarse amargamente y llorar –sí, llorar en
público– ante el cambio de prioridades de la nueva Administración
norteamericana. Se trata de algo más que servidumbre voluntaria, es una clara y
nítida cooptación por la potencia imperial. ¿Dónde está lo nuevo? ¿El dato
fundamental? Que las políticas de Trump ponen de manifiesto el carácter
subalterno de estas élites; el papel central de la OTAN en la definición de la
política exterior y de defensa europeas y, sobre todo, la naturaleza real de
las estructuras de poder de la Unión.
La crisis de la
Unión Europea seguía estando ahí, al menos desde el 2008, latente unas veces,
abiertas otras. El conflicto ucraniano ofrecía una posibilidad y fue
aprovechada: unirse, fortalecerse frente a un enemigo creíble: Putin. Los viejos
atavismos culturales frente al mundo eslavo-asiático, el recuerdo de la sombra
amenazante de la URSS, la reconstrucción acelerada de un poder ruso y, lo peor,
que trenzaba alianzas cada vez más estrechas con China e Irán, generaban
las condiciones para justificar un nuevo impulso en la integración de la UE,
esta vez basada en las políticas de seguridad, de defensa. La situación era
propicia. Las mayorías sociales habían venido interiorizando inseguridad,
miedo, temor al futuro. La pandemia agravó aún más viejos problemas
relacionados con la precariedad, los recortes sociales, el incremento de las
desigualdades y la inseguridad cultural. El miedo se ha ido convirtiendo en una
segunda piel.
La maniobra ha
sido, hay que reconocerlo, de grandes dimensiones: desplazar la atención de los
problemas sociales, económicos y culturales creados por las políticas
neoliberales impulsadas, precisamente, por la Unión Europea, hacia el enemigo
externo; transformar las demandas de orden, justicia, seguridad de las
poblaciones en miedo organizado y dirigido, concretado en un mal absoluto
(Rusia) que pone en peligro nuestros derechos, libertades, nuestras vidas. El
discurso es disciplinario: demoniza al crítico y criminaliza al disidente. No
hay debate posible: o se está con el bien (Occidente) o se está con el mal (la
Rusia de Putin). Biden fue la gran oportunidad. Derrotado, por poco, pero
derrotado (¡por fin!) el primer Trump, llegaba un nuevo Presidente con las
ideas claras: defender el Orden Internacional y sus normas; fortalecer la OTAN
y propiciar el alineamiento férreo de los aliados europeos. La historia es
conocida. Ahora, de nuevo, Trump. Lo dicho, toca resituarse, crear un nuevo
relato y ver cómo, poco a poco, una clase política es sustituida por otra más
cercana a la nueva Administración norteamericana. En los imperios pasan estas
cosas.
Hay un debate
de fondo siempre eludido, impensable, prohibido: ¿Coinciden los intereses
estratégicos de Europa con los de Estados Unidos? Para clarificar aún más esta
cuestión, habría que plantear una segunda pregunta: ¿cuál será el papel de
Europa en el Nuevo Orden Internacional Multipolar? ¿Tendrá alguno? ¿El
que decidan los EEUU? El perspicaz lector habrá observado que hablo de Europa y
no de la Unión Europea. No las confundo. La UE es un modo, a mi juicio
fracasado, de construir Europa desde los intereses de los grandes poderes
económicos, y subalterna a los EEUU. Pensar y construir una Europa europea,
exigiría un cambio de orientación fundamental, otras prioridades económicas,
políticas, sociales y, lo fundamental, unas nuevas clases dirigentes
comprometidas con la justicia social, la democracia sustancial, la paz y la
solidaridad internacional.
Termino como
comencé, citando al viejo socialdemócrata alemán:
“Si queremos una Europa pacífica y mantenernos al margen de los conflictos
entre las potencias nucleares, necesitamos la liberación de Europa de la tutela
militar de los Estados Unidos mediante una política europea independiente de
seguridad y defensa. Este objetivo debería ser nuestra máxima prioridad”
Oskar
Lafontaine escribió esto hace algo más de dos años. Ahora, es mucho más urgente
tener en cuenta sus reflexiones. Aparentemente, sus argumentos pueden parecer
similares o parecidos a otros que políticos y publicistas despechados gritan
hoy entre lágrimas. No hay que confundirse. Si Europa quiere ser un sujeto
activo, independiente y con autonomía política en el Nuevo Orden Internacional
en gestación, debe comenzar por apostar por un tratado de paz, cooperación y
desarrollo con Rusia, como condición para definir soberanamente sus prioridades
estratégicas. Todo lo demás es seguir siendo protectorado político-militar
estadounidense. En palabras de Chevènement: Europa habría salido ya de la
historia.
El debate no ha
hecho otra cosa que empezar. Continuará.
Fuente: Nortes
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