Gustavo
Petro en Naciones Unidas denunció las políticas de Donald Trump, el genocidio
en Gaza y la crisis climática. Os compartimos dos intervenciones clave: su
discurso en la Asamblea General y su participación en el diálogo sobre
financiación climática.
¿Es independiente el BCE?
El Viejo Topo
25 septiembre, 2025
EL MITO DE LA
INDEPENDENCIA DEL BANCO CENTRAL: BURÓCRATAS NO ELEGIDOS DIRIGEN LAS
ECONOMÍAS OCCIDENTALES
Stephen Miran,
uno de los principales asesores económicos de Donald Trump, se sentó hace unos
días ante el Comité Bancario del Senado para testificar sobre su nominación a
la poderosa Junta de la Reserva Federal. La implacable campaña del presidente
para doblegar a su voluntad al banco central más influyente del mundo está
cobrando impulso.
Durante años,
Trump criticó al presidente de la Fed, Jerome Powell, calificándolo de
«imbécil» y «mula obstinada» por negarse a recortar los tipos de interés cuando
se le ordenaba. Pero ahora la retórica se ha convertido en acción, y Trump ha
despedido a la gobernadora Lisa Cook por acusaciones de fraude hipotecario.
Entra en escena Miran, un acólito que ha defendido públicamente el derecho del
presidente a destituir a los gobernadores de la Fed a su antojo, pero que
prometió en su testimonio escrito defender la preciada independencia de la Fed.
Este dramático
enfrentamiento ha provocado un escalofrío familiar en los pasillos de las
finanzas mundiales: la independencia de los bancos centrales, nos dicen, está
gravemente amenazada. Los guardianes de la ortodoxia económica –desde los
gobernadores de los bancos centrales hasta los economistas y expertos más
destacados– están haciendo sonar las alarmas, advirtiendo que el control
político de la política monetaria sería un «peligro muy grave» para
la economía mundial y «socavaría los
cimientos mismos de nuestra democracia». Este ha sido el mantra
dominante durante los últimos 40 años. El discurso es claro: los bancos
centrales independientes son baluartes tecnocráticos contra los caprichos
populistas y cortoplacistas de los políticos, y su autonomía es sinónimo de
estabilidad económica y salud democrática.
El concepto de
independencia del banco central surgió a raíz de la crisis de estanflación de
los años setenta. Según los economistas de la Escuela de Chicago, no se podía
confiar en políticos miopes y ávidos de votos para manejar las riendas de la
política monetaria: se verían tentados de estimular la economía con tipos bajos
antes de las elecciones, arriesgándose a una inflación a largo plazo a cambio
de ganancias a corto plazo. La solución era entregar las llaves de la economía
a un grupo de expertos supuestamente apolíticos y neutrales, tecnócratas
inmunes a las presiones electorales que pudieran tomar las decisiones difíciles
y necesarias para la salud a largo plazo de la economía.
Esta idea se
institucionalizó a nivel mundial en los años ochenta y noventa. Países como el
Reino Unido, Canadá y Suecia concedieron a sus bancos centrales independencia
legal. La culminación de este movimiento fue la creación del Banco Central
Europeo en 1998, diseñado desde cero para ser ferozmente independiente y
centrado exclusivamente en la estabilidad de los precios. Hasta el día de hoy,
sigue siendo un dogma incuestionable. Como declaró a
principios de este año la directora gerente del FMI, Kristalina Georgieva, «la
independencia es fundamental para ganar la lucha contra la inflación y lograr
un crecimiento económico estable a largo plazo». Cualquier amenaza a la misma
se considera una herejía económica. Pero este dogma se derrumba al examinarlo.
La refutación
más convincente al pánico es también la más simple: el mito de la independencia
siempre fue solo eso, un mito. Como señaló el
economista James Galbraith, los registros históricos muestran que, desde su
creación, la Fed ha sido una criatura del Estado. Creada por el Congreso en
1913, sus poderes son otorgados, limitados y revisados a través de la
legislación. La Ley Humphrey-Hawkins de 1978 también la sometió al escrutinio
periódico del Congreso. En otras palabras, el Congreso siempre ha tenido la
autoridad última. Nombra a los dirigentes de la Fed y, lo que es más
importante, tiene la facultad legal de exigir cambios en la política, una
amenaza que ejerció en 1982. El propio expresidente de la Fed, Ben
Bernanke, admitió en
una ocasión que «la Fed hará lo que el Congreso le diga que haga». Por lo
tanto, el debate no debería centrarse en defender una ficción, sino en decidir
ante quién debe responder la Fed: el ejecutivo —como querría Trump—, el
legislativo o, idealmente, el público.
Además, a nivel
práctico y operativo, los bancos centrales no pueden ser
totalmente independientes del Tesoro. Las funciones de ambos deben coordinarse
estrechamente a diario para garantizar que se puedan cumplir los objetivos
políticos de cada uno. Son dos alas del mismo organismo gubernamental, no
entidades separadas. Este es el caso en la mayoría de los países occidentales:
un antiguo gobernador del Banco de la Reserva de Australia, por ejemplo, señaló en
1994 que la legislación de la mayoría de las democracias permite al gobierno
electo prevalecer sobre el Banco Central. En otras palabras, la independencia
siempre fue condicional, una ilusión cuidadosamente gestionada. La única
excepción real es el Banco Central Europeo, un punto al que volveremos más
adelante.
La
independencia de los bancos centrales puede ser una ilusión, pero es una
ilusión que ha resultado extraordinariamente útil para las élites. Ha sido una
de las herramientas neoliberales más poderosas para despolitizar medidas
económicas impopulares, como la austeridad o los tipos de interés elevados,
permitiendo a los gobiernos elegidos desviar la responsabilidad hacia
organismos «externos», como las oficinas presupuestarias, o hacia bancos
centrales «independientes», por políticas que ellos mismos apoyaban pero temían
que vender al público.
En Gran Bretaña
y en otros lugares, se acusa una vez más a los gobiernos de «gastar en exceso»
y se dice a los ciudadanos que el aumento del déficit y el rendimiento de los
bonos no dejan otra opción que recortar el gasto o subir los impuestos, e
incluso, en algunos casos, considerar un rescate del FMI. Pero esto es otro
mito más: aunque los déficits fiscales suelen estar vinculados a la emisión de
bonos –lo que aparentemente da a los mercados privados influencia sobre los
gobiernos–, en realidad los bancos centrales siempre pueden intervenir (y lo
hacen), comprando ellos mismos bonos y fijando los rendimientos a su antojo. El
verdadero problema radica en las estructuras contables deliberadamente opacas
que ocultan este hecho, perpetuando la ilusión de una disciplina de mercado que
en realidad no existe.
No es de
extrañar que la clase dirigente esté entrando en pánico, ya que las acciones de
Trump corren el riesgo de dejar al descubierto su cínica artimaña. Sobre todo
porque la era de la supuesta independencia de los bancos centrales ha sido un
desfile de fracasos catastróficos. Estos expertos tecnócratas no supieron
predecir la crisis financiera de 2008. A continuación, pasaron una década sin
conseguir reactivar la inflación hasta sus objetivos. Y a partir de 2020,
fracasaron estrepitosamente al no ver la llegada de la oleada inflacionista,
respondiendo con el ciclo de subida de tipos más agresivo en décadas, sin
conseguir reducir la inflación.
Esto no se debe
solo a que los bancos centrales privilegiaran políticas que beneficiaban al
sector financiero a expensas de la economía real. En última instancia, es
porque se ha exagerado su poder para dirigir la economía. En el pasado, la
Reserva Federal podía influir en la economía a través de los bancos
comerciales. Hoy en día, la banca en la sombra y los mercados de capitales
globales eclipsan sus herramientas tradicionales, por no mencionar el hecho de
que los verdaderos motores de la inflación, la oferta y la demanda, escapan en
gran medida al control de los bancos centrales. Galbraith lo expresó sin
rodeos: «Hace cincuenta años, las acciones de la Reserva Federal importaban.
Hoy en día, no». Sus políticas a menudo no han hecho más que exacerbar la
desigualdad y alimentar las burbujas financieras, lo que demuestra que su
experiencia tecnocrática es una sombra del poder que se les atribuye.
En cualquier
caso, incluso si fuera posible una verdadera independencia, sería profundamente
indeseable, ya que la institución no tendría que rendir cuentas a nadie. Basta
con fijarse en el único banco central importante diseñado para ser totalmente
independiente de las instituciones democráticas: el Banco Central Europeo.
Mientras que en los países emisores de moneda, el banco central depende
efectivamente del gobierno o de las instituciones representativas, esa relación
se invierte en la zona del euro, donde los gobiernos dependen de su banco
central.
A raíz de la
crisis financiera, el BCE se reveló como un actor brutalmente político. En
2011, obligó a Silvio Berlusconi a dejar el cargo en favor del no elegido Mario
Monti, al provocar efectivamente una crisis fiscal al suspender las compras de
bonos italianos por parte del banco central. Luego, en 2015, cerró
arbitrariamente el sistema bancario griego para obligar a un gobierno elegido a
aceptar la austeridad.
En resumen, al
adoptar el euro, los países europeos no solo cedieron el control de su política
monetaria a una autoridad supranacional –una medida sin precedentes en la
historia monetaria–, sino que lo cedieron a una autoridad con una agenda
socioeconómica clara e impulsada por la élite. Esto pone de relieve la realidad
de un banco central que es verdaderamente independiente de los mecanismos
democráticos.
Pero ni
siquiera los gobiernos emisores de moneda son inmunes. El destino de la primera
ministra británica, Liz Truss, es un claro ejemplo. La narrativa dominante es
que los «mercados» la castigaron por un presupuesto irresponsable. La realidad,
como señaló Narayana
Kocherlakota, expresidente de la Reserva Federal de Minneapolis, es que «los
mercados no derrocaron a Truss, lo hizo el Banco de Inglaterra». Al igual que
Trump, el verdadero pecado de Truss fue desafiar la narrativa ortodoxa y
cuestionar las competencias del Banco, no sus políticas económicas, ciertamente
cuestionables.
Una de sus
primeras medidas fue destituir al máximo responsable del Tesoro, símbolo del
conservadurismo fiscal y la deferencia hacia el banco central. En respuesta, el
Banco de Inglaterra, al negarse deliberadamente a calmar rápidamente la
turbulencia del mercado, orquestó eficazmente su caída. Truss, por supuesto, es
responsable de no haber plantado cara al banco central y de no haber insistido
en que este se adaptara a la política del ejecutivo elegido. Fue una dura
lección sobre cómo el mito de la independencia permite a instituciones que no
rinden cuentas vetar la plataforma de un gobierno elegido.
El verdadero
debate que deberíamos tener, entonces, no es sobre la preservación de un mito,
sino sobre el rediseño del sistema para lograr una verdadera responsabilidad
democrática. La llegada de la flexibilización cuantitativa demostró lo que los
críticos siempre habían dicho: el dinero se crea de la nada. La pregunta
urgente es quién controla ese proceso y con qué propósito. Lo ideal sería que
el banco central y el tesoro se consolidaran formalmente. No hay ninguna razón
técnica para que una parte del Estado «preste» a otra.
Esto pondría
fin a la confusión, haría que la política macroeconómica fuera plenamente responsable
ante los votantes y reorientaría nuestros esfuerzos hacia las políticas que
realmente importan: las estrategias fiscales, industriales y de inversión. Las
implicaciones son especialmente graves para los países de la zona del euro: la
única forma de restablecer una verdadera responsabilidad democrática es
abandonar la moneda única y recuperar la soberanía económica. Hasta que no
rompamos el mito de la independencia del banco central, seguiremos atrapados en
un sistema en el que el poder económico se ejerce sin responsabilidad, un
sistema que no solo es ineficaz, sino que corroe la propia democracia.
Fuente: Unherd
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