Europa
ha iniciado el camino hacia su autodestrucción: económica, militar, social… un
camino semioculto bajo el aluvión de propaganda que impulsada por sus gobiernos
y seguida acríticamente por los grandes medios de comunicación ha caído sobre
nosotros.
¿Adiós a Europa?
El Viejo Topo
13 febrero, 2023
Un nuevo-viejo fantasma se cierne sobre Europa: la guerra. El continente más violento del mundo en términos de muertes en conflictos bélicos en los últimos cien años (para no retroceder en el tiempo e incluir las muertes sufridas en Europa durante las guerras religiosas y las muertes infligidas por europeos a los pueblos sometidos al colonialismo), se encamina hacia un nuevo conflicto bélico que puede ser aún más fatal, ochenta años después del conflicto hasta ahora más violento, con cerca de ochenta millones de muertos: la Segunda Guerra Mundial. Todos los conflictos anteriores comenzaron aparentemente sin una razón fuerte, era opinión común que durarían poco tiempo y, al comienzo, la mayoría de la población acomodada siguió haciendo su vida normal, yendo de compras y al cine, leyendo la prensa, disfrutando de las vacaciones y de amenas conversaciones en terrazas sobre política y cotilleo. Siempre que surgía un conflicto violento localizado, la convicción dominante era que se resolvería localmente. Por ejemplo, muy poca gente (incluidos los políticos) pensó que la guerra civil española (1936-1939) y quinientos mil muertos serían la antesala de una guerra mayor, la Segunda Guerra Mundial, a pesar de que las condiciones estuviesen presentes. Aun sabiendo que la historia no se repite, es legítimo preguntarse si la actual guerra entre Rusia y Ucrania no es el preludio de una nueva guerra mucho mayor.
Se acumulan
señales de que un peligro mayor puede estar en el horizonte. A nivel de la
opinión pública y del discurso político dominante, la presencia de este peligro
se presenta mediante dos síntomas opuestos. Por un lado, las fuerzas políticas
conservadoras no solo detentan la iniciativa ideológica, sino también una
presencia privilegiada en los medios de comunicación. Son polarizadoras,
enemigas de la complejidad y de la argumentación serena, usan palabras
extremadamente agresivas y hacen encendidos llamamientos al odio. No les
perturba el doble rasero con el que comentan los conflictos y la muerte (por
ejemplo, entre muertos en Ucrania y en Palestina), ni la hipocresía de apelar a
valores que desmienten con sus prácticas (denuncian la corrupción de los
adversarios para esconder la suya). En esta corriente de opinión conservadora
se mezclan cada vez más posiciones de derecha y de extrema derecha, y el mayor
dinamismo (agresividad tolerada) proviene de estas últimas.
Este
dispositivo pretende inculcar la idea del enemigo a destruir. La destrucción
por las palabras predispone a la opinión pública a la destrucción por los
actos. A pesar de que en democracia no hay enemigos internos sino solo
adversarios, la lógica de la guerra se traslada insidiosamente a supuestos
enemigos internos, cuya voz ante todo debe ser silenciada. En los parlamentos,
las fuerzas conservadoras dominan la iniciativa política, mientras que las fuerzas
de izquierda, desorientadas o perdidas en laberintos ideológicos o en cálculos
electorales incomprensibles, giran en torno a un defensismo tan paralizante
como incomprensible. Como en la década de 1930, la apología del fascismo se
hace en nombre de la democracia; la apología de la guerra se hace en nombre de
la paz.
Pero este clima político-ideológico está marcado por un síntoma opuesto. Los
observadores o comentaristas más atentos se dan cuenta del fantasma que acecha
la sociedad y convergen de modo sorprendente en sus preocupaciones.
Recientemente me he sentido identificado con algunos análisis de comentaristas
que siempre he reconocido como pertenecientes a una familia política diferente
a la mía, es decir, comentaristas de derecha moderada. Lo que tenemos en común
entre nosotros es la subordinación de las cuestiones de la guerra y la paz a
los asuntos de la democracia. Podemos diferir en lo primero y coincidir en lo
segundo. Por la sencilla razón de que sólo el fortalecimiento de la democracia
en Europa puede conducir a la contención del conflicto entre Rusia y Ucrania e,
idealmente, a su solución pacífica. Sin una democracia vigorosa, Europa
caminará, sonámbula, hacia su destrucción.
¿Estamos a
tiempo para evitar la catástrofe? Me gustaría decir que sí, pero no puedo. Los
signos son muy preocupantes. Primero, la extrema derecha crece globalmente
impulsada y financiada por los mismos intereses que se reúnen en Davos para
salvaguardar sus negocios. En los años 30 del siglo pasado, tenían mucho más
miedo al comunismo que al fascismo; hoy, sin la amenaza comunista, temen la
revuelta de las masas empobrecidas y proponen como única respuesta la represión
violenta, policial y militar. Su voz parlamentaria es la de la extrema derecha.
La guerra interna y la guerra externa son dos caras de un mismo monstruo y la
industria armamentística se beneficia por igual de ambas.
En segundo
lugar, la guerra de Ucrania parece más confinada de lo que realmente es. El
flagelo actual, que azota las llanuras donde hace ochenta años murieron tantos
miles de personas inocentes (principalmente judíos), tiene las dimensiones de
un autoflagelo. Rusia hasta los Urales es tan europea como Ucrania, y con esta
guerra ilegal, además de vidas inocentes, muchas de ellas de habla rusa, está destruyendo
la infraestructura que ella misma construyó cuando era la Unión Soviética. La
historia y las identidades étnico-culturales entre los dos países están mejor
entrelazadas que con otros países que anteriormente ocuparon Ucrania y ahora la
apoyan. Tanto Ucrania como Rusia necesitan mucha más democracia para poder
poner fin a la guerra y construir una paz que no las deshonre.
Europa es mucho
más vasta de lo que parece desde Bruselas. En el Cuartel General de la Comisión
Europea (o de la OTAN, que es lo mismo) prevalece la lógica de la paz según el
Tratado de Versalles de 1919, y no la del Congreso de Viena de 1815. La primera
humilló a la potencia vencida (Alemania) y la humillación condujo a la guerra
veinte años después; la segunda honró a la potencia vencida (la Francia
napoleónica) y garantizó un siglo de paz en Europa. La paz según Versalles
presupone la derrota total de Rusia, tal como la imaginó Hitler cuando invadió
la Unión Soviética en 1941 (Operación Barbarroja). Incluso admitiendo que esto ocurra
al nivel de la guerra convencional, es fácil predecir que, si la potencia
perdedora tiene armas nucleares, no dejará de usarlas. Será el holocausto
nuclear. Los neoconservadores norteamericanos ya incluyen esta eventualidad en
sus cálculos, convencidos en su ceguera de que todo sucederá a miles de
kilómetros de sus fronteras. America first… and last. Es muy posible que ya
estén pensando en un nuevo Plan Marshall, esta vez para almacenar los desechos
atómicos acumulados en las ruinas de Europa.
Sin Rusia,
Europa es la mitad de sí misma, económica y culturalmente. La mayor ilusión que
la guerra de información ha inculcado a los europeos en el último año es que
Europa, una vez amputada de Rusia, podrá restaurar su integridad con el
trasplante de Estados Unidos. Justicia sea hecha a los Estados Unidos: cuidan
muy bien sus intereses. La historia muestra que un imperio en declive siempre
busca arrastrar consigo sus esferas de influencia para retrasar la decadencia
¿Y si Europa supiese cuidar de sus intereses?
Traducción de
Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez.
Fuente: Other news.
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