sábado, 20 de febrero de 2016

SER CULTO NO ES NECESARIAMENTE LA POSESIÓN DE UN TÍTULO UNIVERSITARIO, NI VESTIR MUY BIEN, NI GANAR DINERO NI PROPONERSE A ASPIRANTOTE A LA PRESIDENCIA DE UN GOBIERNO

 

LAS LLAMADAS "GUERRAS CULTURALES" EN UN REINO DONDE SE PRESUME DE LEER A KANT
20.02.2016
 
Para empezar, al autor de estas líneas no le satisface demasiado la expresión “guerra cultural”. La cultura siempre ha formado parte de los conflictos sociales y económicos, así que en realidad las nuevas guerras culturales son los viejos conflictos sociales y económicos camuflados en el lenguaje mediático y político, que cambia con el tiempo, pero siempre dentro de la sociedad del espectáculo de la que hablara Guy Debord.
 
Un peligro manifiesto de abusar del término “guerra cultural” es que se trata de una copia academicista del relato sobre los conflictos a partir de esquemas usamericanos (USA) en relación a los “marcos” hegemónicos al estilo de George Lakoff, que es una forma edulcorada de obviar los intereses sociales de base, reduciéndolos a una competición entre partidos o entre elefantes, algo que silencia de fondo las luchas por el reconocimiento de las comunidades y de los movimientos.
 
El relato de las “guerras culturales” le viene bien a cierto sector de la derecha y su política cultural, como los artículos y discursos de José María Lassalle, donde se busca camuflar la realidad bajo los oropeles de una Ilustración sesgada y aparentar que los desmanes de la derecha cometidos en nombre de un liberalismo progre son faro y destino de Occidente. Al final, solo son caretas, como siempre se comprueba en cuanto se rasca un poco debajo de la buena conciencia de toda la ideología liberal, hueca y vacía.
 
¿De verdad es apropiado el término “guerra cultural”? Voy a contar algo en primera persona. En el año 2012 el Ayuntamiento de Pamplona –entonces gobernado por la derecha rancia y regionalista del lugar– censuró una conferencia que tenía que impartir. Lo que experimenté entonces no fue una guerra cultural, sino la opresión de un sistema, de un régimen, cuyos hilos de poder van desde el caciquismo económico hasta los espacios públicos y las palabras. Así son las cosas, sin aditamentos.
 
Hablar de “guerra cultural” en el contexto actual no es mucho más que reconocer, por caso, que la derecha tradicional –sea la vieja de origen franquista, sea la nueva de diseño neocon– recurrirá a los medios que tiene a su alcance para conseguir sus objetivos. Todo aquello que no consigue por los votos, los pactos, los medios de comunicación y la religión, lo lleva a los tribunales. Solo hay que recordar que tanto la censura y la persecución en el teatro como la negativa a retirar símbolos franquistas y fascistas forman parte de una historia de décadas. No son algo reciente.
 
En relación al poder judicial y los tribunales hay que añadir una observación: en los debates actuales se da mucha importancia a la necesidad de cambiar la política, la economía y la cultura, pero con frecuencia se olvida que también hay que cambiar el poder judicial. Cuando se lanzó el concepto de “Cultura de la Transición” (CT) como herramienta interpretativa de la historia del Reino de España desde la Segunda Restauración borbónica, la mayoría de los trabajos trataban de novelas, partidos políticos, redes digitales y medios de comunicación. La CT no hacía referencia a la cultura judicial. Un vacío que quedó por analizar para el futuro (el jurista Bartolomé Clavero ha sido una excepción en este campo).
Hubo una época, en la década de los 80 y gran parte de los 90, que los sueños de la posmodernidad en el Reino de España hicieron pensar que se había pasado del movimiento franquista a la movida cultural, pero eso solo fue un espejismo para un sector de la población y para una región determinada (además nació muerta bajo la estética de una desmemoria autodestructiva que quedaba ya patente en la visionaria película Arrebato de Iván Zulueta). Aún y todo, en aquella época también funcionaron las listas negras, el silenciamiento de amplios sectores culturales y la marginación de ideas no consensuales; solo que se hizo con alegría y colorido y pasó más desapercibido, mientras se preparaban los cimientos de la especulación y su burbuja, que explotarían años después.
 
Me entristece un poco que se haya activado ahora la alarma sobre la censura y los conflictos históricos y culturales cuando ha llegado el problema a la capital del Estado y a cierto sector político. Es preocupante la poca memoria que tenemos: por caso, mucha gente no se acuerda del cierre del periódico Egunkaria en el 2003, su quiebra económica y la detención y prisión de sus cargos directivos. En el 2010 la Audiencia Nacional absolvió finalmente a todos los cargos directivos y en el 2014 se archivó también la causa económica que había en su contra, después de haber hecho desaparecer un periódico con criterios democráticos. Eso sí que fue una guerra mediática, política y judicial, que activó todos los mecanismos de consenso de la Cultura de la Transición. Quizá estemos ahora en un nuevo renacimiento de esa contra-revolución cultural, aunque más bien parece una prolongación de todo ese entramado de caza de brujas al más puro estilo del senador McCarthy.
 
En cuanto al futuro soy bastante escéptico, ya que el Reino de España se ha convertido de facto en un Estado fallido con toda su decadencia, donde se puede esperar cualquier cosa de una situación así. Solo cabe generar nuevos mecanismos de resistencia en la memoria (algo que ciertos sectores de la izquierda han descuidado, sin saber muy bien por qué) y centrarse en aquellos proyectos colectivos y cooperativos –tanto locales como internacionales–, a pequeña o mediana escala, que demuestran estar insertos en dinámicas alternativas y creativas. Por lo demás, seguimos con las inercias del pasado: algunos premios culturales que se sabe que están amañados y que nadie critica abiertamente, películas que son dobladas al castellano siguiendo el modelo de censura franquista, la proliferación mediática y educativa del patriarcalismo que permea toda la cultura dominante con sesgos machistas (desde la moda y la televisión hasta el fútbol y la Semana Santa), el olvido del mundo rural y de los pueblos, la sustitución de la cultura popular en favor del diseño de la marca turística y la destrucción del paisaje y de los ecosistemas, la tontería de la alta gastronomía que te dice cómo deconstruir una tortilla de patatas… cosas que te dejan los pelos de punta, la verdad.
 
En una situación como la actual es un error aparentar lo que no se es proyectando un vacío de sentidos y significados, porque eso no hace más que afianzar el espectáculo cultural en el que nos encontramos y favorecer la corrupción lingüística que nos deja en la indefensión para avanzar sobre bases firmes. En la campaña electoral de finales del 2015 dos líderes de la nueva política –ambos de opciones contrapuestas– acabaron involucrados en una situación esperpéntica al verse obligados a hablar de Kant en un debate. Era obvio que ambos no habían leído a Kant (uno de ellos lo reconoció explícitamente) y todo lo que dijeron al respecto no pasaba de meros clichés banales. En los días siguientes se habló mucho de aquello y ambos seguían empeñados en referirse a Kant, de una u otra manera, porque era un distintivo de alta cultura y refinamiento democrático. Mientras oía y leía cosas sobre aquel debate filosófico fallido, me preguntaba de qué Kant hablaban en la política y en la prensa: ¿se referían al Kant de la estética trascendental y la arquitectónica de la razón, o al Kant del imperativo categórico y la pena de muerte, o al Kant que menosprecia a las mujeres y que no veía con malos ojos que se pegara “a los negros” en condiciones de esclavitud? Al final creo que casi nadie había leído a Kant, ni tampoco a Hannah Arendt, quien nos relató que Adolf Eichmann se declaraba lector de la Crítica de la razón práctica, mientras cumplía órdenes desde su banalidad.
 
Si queremos salir de esta banalización cultural y pensar la historia a contrapelo –por usar la expresión de Walter Benjamin–, haríamos bien en reconocer nuestras limitaciones y carencias, practicar con mayor humildad lo que Adrienne Rich llamó una política de la ubicación y de la situación. No hay atajos. Desde ahí, como dice Judith Butler, tenemos que pensar la precariedad de (todas) las vidas, tanto existencial como políticamente, porque la cultura es la expresión contingente, nunca asegurada, ni definitiva, de nuestros cuerpos y cuidados en común.
 
* Estas reflexiones sobre el tema de las “guerras culturales” las redacté a petición del periódico Diagonal, gracias a la amable invitación de José Durán Rodríguez. El reportaje completo en dicho periódico, que cuenta con la opinión de más personas (Marta Sanz, David Becerra Mayor, Luisa Elena Delgado y Gonzalo Abril), se puede leer en el siguiente enlace: https://www.diagonalperiodico.net/culturas/29374-guerras-culturales-beyonce-super-bowl-titiriteros-carcel.HTML
 
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