A
Lula le esperan días muy, muy difíciles. Gobernar con una Cámara de Diputados
en la que el bolsonarismo tiene mayoría, y hacerlo además con la clara idea de
disminuir las desigualdades sociales, perece tarea de titanes. Las espadas
están en alto.
El triunfo de Lula y la izquierda latinoamericana
El Viejo Topo
12 noviembre, 2022
A la memoria de
Juan Valdés Paz
Tres palabras
podrían resumir mi valoración de las elecciones brasileñas: alivio,
preocupación y desafío. Lula ganó apretadamente en un escenario de polarización
extrema y con un país en crisis orgánica. La primera vuelta de las elecciones
-en las que se elegía también la Cámara de Diputados y 27 senadores de un total
de 81- puso de manifiesto algo que intuíamos, pero no con tanta fuerza:
Bolsonaro y el bolsonarismo se han convertido en la primera fuerza política de
Brasil. Los desafíos son enormes; gobernar con un Senado y una Cámara de
Diputados adversos, con la mayoría de los gobernadores de los Estados del
país-continente controlados por la derecha, con una parte de los aparatos del
Estado en posiciones autoritarias y con un frente aliado, contradictorio y con
un programa demasiado genérico. Dicho de otro modo, Lula es la clave; de él, de
su capacidad de mediación, de su liderazgo moral y de sus específicas
relaciones con las clases populares, dependerá casi todo.
El 2 de
octubre, primera vuelta de las elecciones, los dilemas quedaron muy claros y,
para muchos, una gran sorpresa. Lula ganó con 48’4%; en total, 57 millones de
votos. Bolsonaro muy cerca, a 5 puntos: 43’2% del voto; es decir, 51 millones.
En la segunda vuelta, el día 30, la polarización fue extrema. Lula obtuvo el
50’9%, 60’34 millones de votos; Bolsonaro el 49’1%, 58’20 millones de votos. En
la campaña electoral, Lula ganó algo más de 3 millones de votos y Bolsonaro
pasó de los 6 millones. Como se puede observar, la situación es difícil. Se
habla de que entramos en un tercer turno; es decir, el intento por parte de las
fuerzas que apoyan a Bolsonaro de crear las condiciones para un golpe de Estado
militar o favorecer un conjunto de iniciativas que quiebren la legalidad
constitucional. Que Bolsonaro no acepte la derrota significa que se prepara
para una oposición dura basada en una estrategia de tensión permanente. En todo
caso, de lo que se trata aquí y ahora es arrinconar al gobierno de Lula antes
de que nazca.
Como he dicho,
la correlación de fuerzas es desfavorable a Lula tanto en el Senado como en la
Cámara de Diputados. De los 27 senadores que se han elegido, 14 son del
presidente saliente. La coalición de fuerzas que apoya a Lula solo ha obtenido
8. En la Cámara de Diputados la fragmentación es muy alta; Bolsonaro obtiene 96
diputados y Lula 80. Siempre es difícil saber con precisión las mayorías
efectivas existentes en un parlamento donde están representadas 22 formaciones
políticas; una cosa si se puede asegurar y es que existe una clara mayoría
conservadora. Esta polarización se da también a nivel territorial: Lula y sus
aliados ganan en 11 Estados; Bolsonaro lo hace en 14, que incluyen los dos
Estados más poblados y sus respectivas capitales: Sao Paulo y Río de Janeiro, a
lo que hay que añadir al Distrito Federal.
Se habla mucho
de polarización, pero habría que intentar explicarlo bien. Hay polarizaciones y
polarizaciones. En el primer mandato de Lula esta era, en gran medida, por la
izquierda. Ahora la polarización es claramente por la derecha. Dicho de otra
forma: son las fuerzas de las derechas autoritarias y liberal-conservadoras las
que configuran el mapa político, influyen sobre la agenda y refuerzan su
capacidad de movilización político-electoral. Las polarizaciones políticas son
casi siempre asimétricas. Lula ha tenido que construir, para poder ganar, una
coalición electoral muy amplia y heterogénea, con concesiones significativas a
los poderes económicos y mediáticos, ambigüedades calculadas y guiños a un
electorado que tiene memoria y confianza. En un momento se creyó -las encuestas
favorecían esas expectativas- que la batalla se podría ganar en la
primera vuelta. No fue así. Ahora hay que gobernar frente a una oposición
política social y culturalmente fuerte, con gran capacidad, insisto, de
movilización y con fuertes resortes de poder en los cuerpos de seguridad y,
sobre todo, en las fuerzas armadas.
El Presidente
electo va a tener que moverse en un terreno minado. De un lado, debe intentar
restarle apoyos y base social a un bloque de extrema derecha que emerge con
mucha fuerza; del otro lado, debe dar coherencia a una coalición que va desde
la izquierda comunista hasta una parte significativa de la derecha
económica-empresarial y financiera. Después de un periodo de contrarreformas
sociales que han golpeado duramente a las clases trabajadoras, a los sindicatos
y a los pensionistas, Lula aparece como el hombre capaz de revertir la
situación y construir un país más justo e igualitario. Los aliados ocasionales
del Presidente electo ya le están exigiendo que se vaya al centro, que cuide el
sagrado equilibrio de las finanzas públicas y que siga las reglas del techo del
gasto aprobadas por el gobierno golpista de Temer.
Es un dilema
que empieza a aparecer, cada vez con más fuerza en América Latina:
compatibilizar frentes amplios contra unas derechas que se han hecho extremas
con las necesarias transformaciones estructurales que exigen las clases
populares y, específicamente, los sectores sociales más vulnerables y
empobrecidos. Se calcula, por ejemplo, que en Brasil más de 33 millones de
personas sufren hambre y más de 100 millones viven en una permanente
inseguridad alimentaria. Las desigualdades sociales son cada vez más extremas y
la concentración de renta, riqueza y poder adquiere unas dimensiones
dramáticas. Todo ello en un contexto marcado por una situación económica cada
vez más difícil, conflictos geopolíticos relevantes y la militarización
creciente de las relaciones internacionales que tienden a la formación de
bloques socioeconómicos contrapuestos.
Hay una
paradoja que sorprende mucho. Me refiero al anticomunismo como eje de la
estrategia discursiva de unas clases dominantes en proceso de reforzamiento
ideológico y reorganización político- electoral. Anticomunismo sin comunistas;
en momentos donde la izquierda encuentra grandes dificultades para concretar
una alianza política capaz de impulsar programas alternativos al neoliberalismo
y donde el esfuerzo táctico se pone al servicio de no inquietar al todopoderoso
imperio del Norte. En casi todas partes lo mismo: derechas cada vez más
radicales e izquierdas que moderan programa y proyecto para organizar frentes
que impidan su triunfo. Esta segunda ola es diferente a la anterior, más
defensiva, menos propositiva y más preocupada por defender derechos y
libertades públicas que por construir un futuro distinto y superador del
desorden existente, al menos a corto plazo.
El “lulismo” se
ha podido definir como un modo concreto y preciso de regular el conflicto
social desde una estrategia que tenía en su centro la lucha contra la pobreza,
la inclusión y los derechos de las capas sociales más golpeados por las
políticas neoliberales sin, era la clave, confrontar con el capital. Fue eso y
algo más, entre otros asuntos, porque, para los que mandan, la cuenta de
resultados no es siempre el mejor y único baremo para medir su poder social.
Los dos mandatos de Lula y el mandato y medio -interrumpido por un golpe
judicial-parlamentario- de Dilma Rousseff así lo ponen de manifiesto. El poder
es siempre relacional y los gobiernos del PT iban más allá de los límites de un
sistema que se preparaba, además, para una crisis económica internacional de
grandes dimensiones.
¿Qué hará Lula?
Lo de siempre: partir de la realidad y ganar autonomía para realizar políticas
sociales avanzadas y recomponer el bloque popular. El margen de maniobra es
estrecho, por lo tanto, habrá que maniobrar y buscar alianzas vencedoras
problema a problema, tema a tema. Una de las claves de bóveda de su gobierno
será la búsqueda de una nueva relación entre política externa e interna
para cambiar una relación de fuerzas (internas) demasiado desfavorable. No es
un juego de palabras. Es el poder que da dirigir un país de las dimensiones
económicas, demográficas y político-culturales como Brasil. Lula tendrá un gran
protagonismo en un mundo que cambia aceleradamente. La influencia será visible
pronto, afectará a todas las dimensiones de la política internacional y tendrá
consecuencias internas -también económicas- relevantes.
La estrategia
parece clara: más integración regional para construir un mundo multipolar justo
y democrático sin enfrentarse, obligatoriamente, con el poder del Norte. Es
decir, la cuadratura del círculo. ¿Cómo lo hará? A la brasileña, poniendo una
vela a Dios (China) y otra al diablo (EEUU). Para la izquierda es también un
programa, fortalecerse con Lula y ganar poder externo e interno. Hay que ir más
allá de la retórica. Hace falta inteligencia, audacia y coraje: no será fácil.
¿Cuándo lo fue?
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