viernes, 24 de marzo de 2017

100 AÑOS DE LA REVOLUCIÓN RUSA, 20 de 23


León Trotsky

HISTORIA DE LA REVOLUCION RUSA

  


marxists.org

Capitulo XX

Los campesinos

Publicada por primera vez, en traducción de Max Eastman, como The History of the Russian Revolution vols I-III, en Londres 1932-33. Digitalizado por Julagaray en julio de 1997, para la Red Vasca Roja, con cuyo permiso aparece aquí. Recodificado para el MIA por Juan R. Fajardo en octubre de 1999.

El verdadero fundamento de la revolución era el problema agrario. En el arcaico régimen agrario ruso, procedente en línea directa de la era feudal, en el poder tradicional del terrateniente, en las íntimas relaciones existentes entre el terrateniente, la administración local y los organismos de casta de la tierra (los zemstvos), radicaban las manifestaciones más bárbaras de la vida rusa, que encontraban su apogeo y culminación en la monarquía rasputiniana. El campesino, punto de apoyo del asiatismo secular, era, al propio tiempo, su primera víctima.
En las primeras semanas que siguieron a la revolución de Febrero el campo apenas se movió ni dio señales de vida. Los elementos más activos se hallaban en el frente. Las viejas generaciones que se habían quedado en casa se acordaban demasiado bien de que la revolución solía acabar en expediciones represivas. El campo permanecía mudo, y la ciudad, en vista de esto, no se acordaba del campo. Pero el fantasma de la guerra campesina se cernía ya desde los días de marzo sobre las casas señoriales. De las provincias, donde ejercía un poder más considerable la nobleza, es decir, de las provincias más atrasadas y reaccionarias, se alzó el grito pidiendo auxilio antes de que se pusiera aún de manifiesto el peligro real. los liberales reflejaban el pánico de los terratenientes, y los conciliadores reflejaban el estado de ánimo de los liberales. «Forzar el problema agrario en las próximas semanas -razonaba después de la revolución el «izquierdista» Sujánov- sería perjudicial, y no hay la menor necesidad de ello.» Pero ya sabemos que Sujánov entendía también que era perjudicial forzar la cuestión de la paz y de la jornada de ocho horas. Era más sencillo agazaparse ante las dificultades. Además, los terratenientes atemorizaban a la gente diciendo que la alteración del régimen jurídico agrario tendría repercusiones nocivas en la siembra y en el abastecimiento de las ciudades. El Comité ejecutivo enviaba telegramas y en el abastecimiento recomendado «que no se dejasen llevar por los asuntos agrarios en perjuicio del abastecimiento de las ciudades.»
En muchos sitios, los terratenientes, asustados por la revolución, dejaban las tierras sin sembrar. En la difícil crisis de subsistencias por que estaba atravesando el país, las tierras sin sembrar reclamaban casi a gritos un nuevo dueño. Los terratenientes, desconfiando del nuevo poder, liquidaban rápidamente sus propiedades. Los kulaks o campesinos acomodados apresurábanse afanosamente a comprar las tierras de los grandes propietarios, confiando en que la expropiación forzosa no se haría extensiva a ellos, por su condición de «campesinos». Muchos de los tratos tenían un carácter deliberadamente ficticio. Suponíase que las propiedades privadas inferiores a una cierta medida no serían objeto de confiscación, y, para ponerse a salvo de ello, los terratenientes parcelaban ficticiamente sus haciendas en pequeños lotes, creando propietarios sobre el papel. No pocas veces, las tierras inscribíanse a nombre de extranjeros súbditos de los países aliados a neutrales. La especulación de los kulaks y las artimañas de los grandes hacendados amenazaban con no dejar en pie ni un puñado de tierra de los fondos agrarios del país para el momento en que se reuniese la Asamblea constituyente.
Los pueblos veían estas maniobras. Y pronto se alzaron voces pidiendo que se publicase un decreto prohibitivo de las transacciones sobre fincas. Los campesinos acudían a las ciudades a entrevistarse con los nuevos amos de la situación, en busca de tierra y de verdad. Más de una vez sucedía que los ministros, después de los elocuentes discursos y las ovaciones, tropezasen a la salida con las figuras grises de los delegados campesinos. Sujánov cuenta cómo uno de estos campesinos imploraba con lágrimas en los ojos los ciudadanos ministros que publicasen una ley protegiendo el fondo agrario contra la venta. Kerenski, impaciente, pálido y nervioso, le interrumpió: «He dicho que se haría, y, por lo tanto, se hará... No tiene usted por qué mirarme con esos ojos desconfiados.» Sujánov, que presenciaba la escena, añade: «Anoto textualmente lo que oí. Kerenski tenía razón: los mujiks miraban con ojos de confianza al famoso caudillo y ministro del pueblo.» En ese breve diálogo mantenido entre el mujik, que aún implora pero que ha perdido ya la confianza, y el ministro radical, que hace caso omiso de la desconfianza campesina, se encierra la clave inexorable del derrumbamiento del régimen de Febrero.
El decreto sobre los comités agrarios como órganos de preparación de la reforma de la tierra fue dado por el ministro de Agricultura, el kadete Chingarev. El Comité central, a cuyo frente se hallaba el profesor liberalburocrático Postnikov, estaba integrado principalmente por narodniki, que a lo que más temían era a que se les tuviera por hombres menos moderados que su presidente. Creáronse también comités provinciales, cantonales y de distrito. Si los soviets, que se extendían con gran lentitud por el campo, eran considerados como órganos privados, los comités agrarios tenían un carácter gubernamental. Pero cuanto más vagas eran las atribuciones que les asignaba el decreto, más difícil se les hacía resistir a la presión de los campesinos. Y cuanto más bajo estaba el comité en la escala jerárquica, cuanto más cerca se hallaba de la tierra, antes se convertía en un instrumento del movimiento campesino.
A fines de marzo, empiezan a llegar a la capital las primeras noticias inquietantes dando cuenta de que entraban en escena los campesinos. El comisario de Novgorod telegrafía informando de los desórdenes producidos por un cierto teniente Panasiuk, de las «detenciones arbitrarias de terratenientes», etc. En la provincia de Tambov una muchedumbre de campesinos, capitaneada por algunos soldados con licencia, saquea las casas señoriales. Las primeras noticias son, indudablemente exageradas: en sus quejas, los terratenientes abultan, sin duda alguna, los hechos, pensando más que en lo presente en lo venidero. Pero lo que no ofrece la menor duda es que los soldados, que traen del frente y de la ciudad el espíritu de iniciativa, intervienen en la dirección del movimiento campesino.
El 5 de abril uno de los comités cantonales de la provincia de Charkov acordó practicar registros en las casas de los terratenientes, con el fin de recogerles las armas. Nos hallamos ya ante el presentimiento claro de la guerra civil. El comisario explica los desórdenes ocurridos en el distrito de Skopinski, provincia de Riazán, por el acuerdo de que adopta el Comité ejecutivo del vecino distrito sobre el arrendamiento forzoso a los campesinos de las tierras de los grandes propietarios. «La campaña de propaganda de los estudiantes para que los campesinos se mantengan tranquilos hasta la reunión de la Asamblea constituyente no obtiene ningún éxito.» Aquí nos enteramos de que los «estudiantes», que en la primera revolución predicaban el terrorismo agrario -era entonces la táctica de los social-revolucionarios-, en 1917 exhortan, aunque sin gran éxito, al parecer, al respeto de la ley y a la calma.
El comisario de la provincia de Simbirsk traza un cuadro del movimiento campesino, que iba tomando proporciones arrolladoras: los Comités locales y cantonales -de los cuales volveremos a hablar más adelante- detienen a los terratenientes, los expulsan de la provincia, sacan a los braceros de las tierras de los grandes propietarios, se apoderan de las fincas y fijan la renta que les place. «Los delegados enviados por el Comité ejecutivo se ponen al lado de los campesinos.» Simultáneamente, empieza el movimiento de los vecinos de los pueblos contra los campesinos acomodados, que al amparo de la ley promulgada el 9 de noviembre de 1906 por Stolipin, se habían separado de los fondos comunales, llevando en propiedad sus parcelas. «La situación de la provincia constituye una amenaza para la siembra.» Ya en abril, el comisario de la provincia de Simbirsk no ve otra salida que la inmediata nacionalización de la tierra, reservando a la Asamblea constituyente la tarea de establecer las modalidades del régimen de explotación.
Del distrito de Kaschira, situado muy cerca de Moscú, llegan quejas de que el Comité ejecutivo excita a la población a ocupar sin indemnización las tierras de la Iglesia, de los conventos y de los grandes propietarios. En la provincia de Kursk los campesinos hacen que se retire de los trabajos del campo, en las fábricas de los señores, a los prisioneros de guerra, e incluso los meten en la cárcel. Después de los congresos de campesinos, los de la provincia de Penze, interpretando al pie de la letra los acuerdos de los socialrevolucionarios acerca de la tierra y la libertad, infringen el contrato cerrado poco antes con los terratenientes y, al mismo tiempo, emprenden la ofensiva contra los nuevos órganos del poder. En el mes de marzo, al constituirse los comités ejecutivos cantonales y de distrito, los que entraban a formar parte de ellos eran, en su mayoría, intelectuales. «Después -comunica el comisario- empezaron a alzarse voces contra la composición de dichos organismos, y, ya a mediados de abril, los comités estaban compuestos exclusivamente en todas partes por campesinos, cuyas aspiraciones respecto a la tierra eran las más de las veces descabelladas.»
Un grupo de terratenientes de la vecina provincia de Kazán se lamentaba al gobierno provisional de la imposibilidad de seguir cultivando las tierras, ya que los campesinos retiraban a los obreros, requisaban las semillas, en muchos sitios se llevaban todo lo que encontraban en las casas señoriales, no permitían al terrateniente talar los bosques de su propiedad y le amenazaban con maltratarle y matarle. «Aquí reina la más absoluta impunidad, todo el mundo hace lo que quiere y la gente razonable está aterrorizada.» Los terratenientes de Kazán saben ya quién es el culpable de la anarquía: «En el campo no se conocen las determinaciones del gobierno provisional. En cambio, las proclamas de los bolcheviques llegan a todas partes.»
Sin embargo, no se puede decir que el gobierno no dictara disposiciones. El 20 de marzo el príncipe Lvov proponía telegráficamente a los comisarios la creación de comités cantonales como órganos del poder local, recomendando al mismo tiempo «que a la labor de dichos comités se incorporasen los terratenientes y todas las fuerzas intelectuales del campo». Aspirábase a organizar todo el régimen del Estado por el sistema de las cámaras de conciliación y arbitraje. Pero los comisarios no tardaron en lamentarse de que se prescindía de las «fuerzas intelectuales»: el campesino no tenía ninguna confianza en los Kerenski de distrito y de cantón.
El 3 de abril el príncipe Urusov, subsecretario del Interior -como vemos, este ministerio estaba regido por títulos de gran alcurnia- da orden de que no se tolere ninguna intromisión arbitraria y, sobre todo, de que «se proteja la libertad del propietario a disponer de su tierra», esto es, la más dulce de las libertades. Diez días después el propio príncipe Lvov se toma personalmente la molestia de ordenar a los comisarios que «pongan fin con todo el rigor de la ley a cualquier manifestación de violencia y de despojo que se produzca». Dos días más tarde, el príncipe Urusov torna a ordenar al comisario provincial «que tome medidas para proteger los ganados de los terratenientes contra todo acto de violencia, explicando a los campesinos, etc.» El 18 de abril el príncipe subsecretario empieza a intranquilizarse ante el hecho de que los prisioneros de guerra que trabajan como braceros en las fincas de los terratenientes formulen pretensiones exageradas, y ordena a los comisarios que impongan sanciones severas, haciendo uso de las atribuciones de que gozaban en el antiguo régimen los gobernadores zaristas. Llueven circulares, disposiciones, órdenes telegráficas. El 12 de mayo, el príncipe Lvov enumera en un nuevo telegrama los desmanes que «se están cometiendo en todo el país»: detenciones arbitrarias, registros, destitución de cargos en la administración de haciendas y de fábricas, destrucción de fincas, saqueos, atropellos, violencias contra funcionarios públicos, imposición de tributos a la población, excitación de los ánimos de una parte de la población contra otra, etc. «Estos y otros actos semejantes deben ser considerados como contrarios a la ley y, en algunos casos, incluso como anárquicos»... El calificativo no es muy claro, pero la conclusión no puede serlo más: «Tomar enérgicas medidas.» Los comisarios de provincia mandaban inmediatamente las circulares a los distritos,, los distritos ejercían presión sobre los Comités cantonales y entre todos juntos ponían de manifiesto su impotencia para afrontar el problema campesino.
Las tropas de las inmediaciones tienen casi en todos sitios parte directa en los acontecimientos. Es más, en la mayor parte de los casos son ellas precisamente las que toman la iniciativa. El movimiento adopta formas variadísimas, según las condiciones locales y el grado de exacerbación de la lucha. En Siberia, donde no hay terratenientes, los campesinos se apoderan de las tierras de la Iglesia y de los conventos. Hay que advertir que el clero no lo pasa tampoco nada bien en otras partes. En la piadosa provincia de Smolensk, bajo la influencia de los soldados llegados del frente, se procede a la detención de curas y frailes. Con el fin de evitar que los campesinos tomaran medidas infinitamente más radicales, los órganos locales veíanse obligados con frecuencia a ir más allá de lo que querían. A principios de mayo el Comité ejecutivo de uno de los distritos de la provincia de Samara sometió a tutela pública las propiedades del Conde Orlov-Davidov, preservándolas así de la acción de los campesinos. Comoquiera que el decreto prohibiendo la compra y venta de tierras prometido por Kerenski no salía, los campesinos, valiéndose de sus recursos, empezaron a impedir la venta de las propiedades, oponiéndose por la fuerza a su medición. La incautación de las armas de los terratenientes, sin exceptuar las de caza, va tomando proporciones cada vez más extensas. Los campesinos de la provincia de Minsk -se lamenta el comisario- «acatan como ley los acuerdos del congreso campesino.» ¿Es que acaso podían ser interpretados de otro modo? No debe olvidarse que estos congresos eran el único poder real que existía en los pueblos. He aquí, puesto al desnudo, el abismo que se abre entre los intelectuales socialrevolucionarios, que charlan por los codos, y los campesinos, que reclaman hechos y no palabras.
A fines de mayo entra en acción la lejana estepa asiática. Los kirguises, a quienes los zares habían despojado de las mejores tierras en beneficio de sus servidores, se levantan ahora contra los terratenientes, invitándoles a abandonar con la mayor rapidez las haciendas robadas. «Este punto de vista va arraigando cada vez más en la estepa», comunica el comisario de Akmolinsk.
En la otra punta del país, en la provincia de Liolandia, un comité ejecutivo de distrito envía una comisión con el encargo de abrir una información acerca del saqueo de las propiedades del barón Stahl von Holstein. La comisión dictamina que los desórdenes no tienen importancia, reconoce que la permanencia del barón en el distrito es peligrosa para la tranquilidad pública y decide ponerle a disposición del gobierno provisional en compañía de la baronesa. Era uno de los innumerables conflictos que surgían por todas partes entre el poder local y el poder central, entre los socialrevolucionarios de abajo y los de arriba.
Un comunicado del 27 de mayo, procedente del distrito de Pavlogard, provincia de Yekaterinoslav, traza un cuadro casi idílico: los miembros del comité agrario aclaran a los vecinos todas las malas interpretaciones, y de este modo «previenen cualesquiera excesos.» Sin embargo, este idilio no ha de durar más que unas cuantas semanas.
A fines de mayo, el prior de uno de los conventos de Kostroma se lamenta amargamente de que los campesinos hayan requisado la tercera parte del ganado del convento. Este buen fraile no hubiera perdido nada con ser más humilde y resignado: dentro de poco se verá obligado a despedirse también de los otros dos tercios.
En la provincia de Kursk empezaron las persecuciones contra los campesinos que se negaban a reintegrar sus parcelas a los fondos «comunales». Ante la gran transformación agraria, ante el reparto de tierras que se avecina, los campesinos quieren actuar como un bloque. Las barreras interiores pueden constituir un obstáculo. Es necesario que el mir 1obre como un solo hombre. De aquí que la pugna por la tierra de los grandes propietarios vaya acompañada de violencias contra los agricultores individualistas.
El último día de mayo fue detenido en la provincia de Perm el soldado Samoilov, que excitaba a los campesinos a no pagar los impuestos. Dentro de poco será él quien detendrá a los demás. Durante una procesión celebrada en una aldea de la provincia de Charkov, el campesino Grizenko destrozó de un hachazo, ante los ojos atónitos de los vecinos, la venerada imagen de san Nicolás. Así surgen las más diversas formas de protesta y van transformándose en acción.
En unas Memorias anónimas tituladas Apuntes de un guardia blanco, de cuyo autor sólo se sabe que era oficial de Marina y terrateniente, se describe con rasgos interesantes la evolución operada en el campo en los primeros meses que siguen a la revolución. Para todos los cargos «se elegían casi en todas partes personas pertenecientes a la clase burguesa, para las cuales no había más que una finalidad: mantener el orden». Es verdad que los campesinos exigían que se les diese tierra, pero en los primeros dos o tres meses lo hacían sin violencias. Por el contrario, constantemente se oían frases como ésta: «Nosotros no queremos robar lo que no es nuestro, sino arreglar las cosas por las buenas», y otras semejantes. En estas palabras tranquilizadoras palpita ya, sin embargo, una «amenaza oculta». Y en efecto, si en los primeros momentos los campesinos no recurrían todavía a la violencia, desde el primer instante dieron pruebas de su falta de respeto por las llamadas «fuerzas intelectuales». Según el citado guardia blanco, este estado de espíritu semiexpectante se mantuvo hasta los meses de mayo y junio; «después se nota un cambio brusco, surge la tendencia a discutir las disposiciones de los organismos provinciales, a hacer las cosas por propia iniciativa»... O lo que es lo mismo, los campesinos concedieron a la revolución de Febrero, sobre poco más o menos, un plazo de tres meses para pagar las letras aceptadas por los socialrevolucionarios, y en vista de que no las recogían, empezaron a cobrarse por la mano.
El soldado Chinenov, afiliado al partido bolchevique, fue por dos veces de Moscú a su pueblo, situado en la provincia de Orlov, después de estallar la revolución. En mayo dominaban en el distrito los socialrevolucionarios. En muchos sitios los campesinos seguían pagando las rentas a los terratenientes. Chinenov organizó un grupo bolchevique integrado por soldados, braceros y campesinos pobres. Este grupo predicaba la suspensión del pago de las rentas y la entrega de tierras a los campesinos pobres y a los braceros. Inmediatamente, hicieron un censo de los prados señoriales, los repartieron entre los diversos pueblos y los segaron. «Los socialrevolucionarios del comité cantonal ponían el grito en el diciendo que nuestro modo de proceder era ilegal, pero no renunciaron a la parte que les correspondía.» Y como, por miedo a las responsabilidades, los representantes locales rehuyeran todo compromiso, los campesinos eligieron a nuevos elementos más decididos. No todos ellos eran bolcheviques, ni mucho menos. Mediante la presión que ejercían, los campesinos provocaron una escisión en el seno del partido socialrevolucionario: los elementos de espíritu revolucionario se separaron de los funcionarios y de los arribistas. El grupo bolchevique decidió inspeccionar los graneros de los terratenientes y enviar las reservas de granos al centro, donde pasaban hambre. Y esta determinación del grupo se llevó a la práctica porque coincidía con el estado de espíritu de los campesinos. Chinenov llevó consigo a su pueblo libros y folletos bolchevistas; allí no se tenía la menor idea acerca de esta literatura. «Los intelectuales y los socialrevolucionarios de la localidad propalaban el rumor de que llevaba encima mucho oro alemán para comprar a los campesinos.» Iguales procesos se desarrollaron por todas partes, en proporciones distintas. En todos los distritos había sus Miliukovs sus Kerenskis y sus Lenines.
En la provincia de Smolensk la influencia de los socialrevolucionarios se consolidó después del congreso provincial de delgados campesinos, que, como de costumbre, se pronunció en el sentido de que la tierra pasara a manos del pueblo. Los campesinos aceptaron íntegramente este acuerdo, con la diferencia respecto a los dirigentes de que ellos la tomaban en serio. De aquí en adelante, crece incesantemente en las aldeas el número de socialrevolucionarios. «Todo el que en un congreso cualquiera hacía acto de presencia en la fracción de los socialrevolucionarios -cuenta un militante de la época- quedaba clasificado como socialrevolucionario o cosa por el etilo.» En la capital del distrito había dos regimientos influidos también por los socialrevolucionarios. Los comités agrarios cantonales empezaron a trabajar las tierras de los grandes propietarios y a segar sus prados. El comisario provincial, Yefimov, que era socialrevolucionario, publicaba decretos amenazadores. El pueblo no comprendía nada. ¿Y como iba a comprenderlo si el mismísimo comisario había dicho en el congreso provincial que ahora el poder estaba en manos de los campesinos y que la tierra sólo debía ser para quien la trabajaba? Pero había que rendirse ante la evidencia de los hechos. Por orden del comisario socialrevolucionario Yefimov, solamente en el distrito de Elninsk de los diecisiete comités agrarios cantonales que funcionaban fueron entregados a los tribunales dieciséis durante los meses siguientes, por haberse apoderado de las tierras de los grandes propietarios. Véase bajo qué formas tan singulares iba acercándose a su desenlace el idilio de los intelectuales narodniki con el pueblo. En todo el distrito, no había más que tres o cuatro bolcheviques. Y sin embargo, su influencia creció rápidamente, arrollando a los socialrevolucionarios o sembrando entre ellos la discordia.
A principios de mayo, se reunió en Petrogrado el congreso de campesinos de toda Rusia. Los representantes habían sido nombrados desde el centro, y en muchos casos completamente al azar... Y si los congresos de obreros y de soldados iban invariablemente retrasados en relación con la marcha de los acontecimientos y la evolución política de las masas, imagínese hasta qué punto la representación de una clase tan disgregada como eran los campesinos tenía que ir a la zaga del verdadero estado de opinión reinante en la aldea rusa. A este congreso acudieron como delegados, por una parte, intelectuales narodniki de la extrema ala derecha, gente ligada principalmente con los campesinos, por medio de los organismos de cooperación comercial, o simplemente por los recuerdos de la lejana juventud. El verdadero «pueblo» estaba representado allí por los elementos más acomodados del campo, los kulaks, los tenderos y los cooperativistas de la aldea. El elemento que dominaba sin posibilidad de competencia en este congreso eran los socialrevolucionarios, representados por la extrema derecha. Sin embargo, alguna que otra vez se asustaban al advertir el hambre de tierra y el reaccionarismo político de que daban pruebas algunos diputados. Ante la gran propiedad agraria, este congreso adoptó una posición unánime, extremadamente radical: «Todas las tierras pasarán a ser de dominio público, sin indemnización, para ser explotadas y trabajadas de un modo igualitario.» Por supuesto, los kulaks interpretaban lo de «igualitario» en el sentido de su igualdad con los terratenientes, sin pasárseles por las mientes la de ellos mismos con los braceros. Sin embargo, este pequeño equívoco que se deslizaba entre el falso socialismo narodniki y el democratismo agrario de los campesinos había de ponerse al desnudo algún tiempo después.
Chernov, ministro de Agricultura, que ardía en deseos de ofrecer al congreso campesino un huevo de pascuas, se ocupaba, sin ningún resultado visible, en el proyecto de decreto prohibiendo las transacciones sobre tierras. Por su parte, Pereverzev, ministro de Justicia, a quien se tenía también por socialrevolucionarios o algo así, adoptaba, precisamente por los días del congreso, medidas para que no se opusiera obstáculo alguno a esas transacciones. Los diputados campesinos protestaron. Pero las cosas no se meneaban del sitio. El gobierno provisional del príncipe Lvov no se decidía a meter mano a las tierras de los grandes propietarios. Los socialistas no querían meter mano al gobierno provisional. Y el congreso, por su estructura, era incapaz de encontrar el modo de resolver la contradicción entre el hambre de tierra y el reaccionarismo que en él se albergaban.
El 20 de mayo se levantó a hablar Lenin en el congreso de los campesinos. «Parecía -dice Sujánov- como si hubiese caído entre una bandada de cocodrilos. Sin embargo, los campesinos le oyeron atentamente, y con seguridad, que no sin simpatía. Lo que ocurre es que no se atrevían a manifestar sus verdaderos sentimientos.» Lo mismo sucedió en la sección de soldados, extraordinariamente hostil a los bolcheviques. Sujánov intenta dar un matiz anarquista a la táctica de Lenin ante la cuestión agraria. Era bastante parecido a lo del príncipe Lvov, que sellaba de acto anárquico todo atentado contra el derecho de los terratenientes. Siguiendo esta lógica, habría que reconocer que revolución y anarquía son términos sinónimos. En realidad, el modo como Lenin planteaba la cuestión era harto más profundo de lo que su críticos se imaginaban. Los órganos de la revolución agraria, cuya misión era, en primer término, acabar con la gran propiedad, habían de ser los soviets de diputados campesinos, a los cuales estarían sometidos los comités agrarios. Lenin veía en los soviets los órganos del Estado del mañana, del poder más concentrado de todos, la dictadura revolucionaria. Como se ve, esto se hallaba bastante lejos del anarquismo, o sea, de la teoría y de la práctica de la negación del poder. «Votamos -decía Lenin el 28 de abril- por la entrega inmediata de la tierra a los campesinos, con un grado máximo de organización. Somos adversarios irreconciliables de las expropiaciones anárquicas.» ¿Por qué no estamos conformes con esperar hasta la Asamblea constituyente? «Para nosotros, lo importante es la iniciativa revolucionaria, de que la ley debe ser el resultado. Si esperáis a que se escriba la ley y os cruzáis de brazos, sin desplegar la menor energía revolucionaria, no tendréis ni ley ni tierra.» ¿Es que estas palabras tan sencillas no son la voz de todas las revoluciones?
Después de un mes de sesiones, el congreso eligió como organismo permanente un Comité ejecutivo compuesto de dos centenares de pequeños-burgueses rurales y de narodnikiprofesores o mercachifles, poniendo de pabellón sobre toda esta cuadrilla las figuras decorativas de la Breschkovskaya, Chaikobski, Vera Figner y Kerenski. Fue elegido presidente del Comité el socialrevolucionario Avksentiev, bueno para banquetes, pero poco adecuado para guerras campesinas.
A partir de este momento, las cuestiones importantes eran todas objeto de deliberación en las sesiones conjuntas de los dos Comités ejecutivos: el de los obreros y soldados y el de los campesinos. Esta combinación representaba un extraordinario robustecimiento del ala derecha, que estaba en contacto directo con los kadetes. En todos aquellos casos en que era necesario ejercer presión sobre los obreros, atacar a los bolcheviques, amenazar con truenos y relámpagos a la «república autónoma de Kronstadt», las doscientas manos, o, para decirlo más exactamente, los doscientos puños del Comité ejecutivo campesino se levantaban como una muralla. Todos ellos convenían con Miliukov en que era preciso «acabar» con los bolcheviques. Lo malo era que en lo tocante a las tierras de los grandes propietarios abrigaban opiniones campesinas, no liberales, que les ponían frente a la burguesía y al gobierno provisional.
Apenas había terminado sus sesiones el congreso campesino, empezaron a llover quejas de que en las aldeas tomaban en serio los acuerdos del congreso y de que los campesinos se apoderaban de la tierra y de los aperos de labor de los hacendados. Era absolutamente imposible hacer comprender a aquellos cráneos testarudos de campesinos la diferencia considerable que mediaba entre las palabras y los hechos.
Los socialrevolucionarios, alarmados, recularon. En el congreso celebrado en Moscú a principios de junio condenaron solemnemente toda ocupación de tierras realizada por iniciativa propia: era preciso esperar a la Asamblea constituyente. Pero este acuerdo resultó impotente, no ya para contener, sino ni siquiera para debilitar el movimiento agrario. Y la cosa venía a complicarse todavía más por el hecho de que el propio partido socialrevolucionario albergaba a no pocos elementos que estaban realmente dispuestos a luchar al lado de los campesinos contra los terratenientes, llevando las cosas hasta el fin, con la agravante de que estos socialrevolucionarios de izquierda, que no acababan de decidirse a romper abiertamente con el partido, ayudaban a los campesinos a burlar las leyes o a interpretarlas a su modo.
En la provincia de Kazán, donde el movimiento campesino tomaba un carácter especialmente turbulento, los socialrevolucionarios de izquierda definieron su actitud antes que en otros sitios. Al frente de ellos estaba Kalegayev, que había de ser comisario del pueblo de Agricultura en el gobierno soviético durante el período del bloque de los bolcheviques con los socialrevolucionarios de izquierda. A partir de mediados de mayo, en esta provincia se empiezan a poner sistemáticamente las tierras a disposición de los comités cantonales. En el distrito de Spaski, a la cabeza de cuyas organizaciones campesinas se encuentra un bolchevique, es donde estas medidas se llevan a la práctica con mayor audacia. Las autoridades provinciales se lamentan al poder central de la campaña de agitación agraria que están llevando a cabo los bolcheviques llegados de Kronstadt y añaden que la beata monja Tamara ha sido detenida por ellos, por haberse atrevidos a «contradecir».
El 2 de junio, el comisario de la provincia de Voronesch comunica: «Son cada día más frecuentes, sobre todo en la esfera agraria, los casos de infracción de la ley.» La ocupación de tierras en la provincia de Penze es cada vez más insistente. Uno de los comités agrarios de la provincia de Kaluga quitó al convento la mitad de la siega de un prado: cuando el prior del convento expuso sus quejas al comité agrario del distrito, éste tomó el acuerdo siguiente: apoderarse del prado entero. Sucede con frecuencia que las instancias superiores sean más radicales que las inferiores. La abadesa María, de la provincia de Penze, se lamenta de la ocupación de los bienes del convento: «Las autoridades locales son impotentes.» En la provincia de Viatka, los campesinos se incautaron de las fincas de los Skoropadski, familia del futuro atamán de Ucrania, y decidieron, «en tanto se resolviese el problema de la propiedad agraria», no tocar el bosque y entregar al Tesoro los ingreso de las fincas. En otros varios sitios los comités agrarios no sólo rebajaron las rentas hasta el 500 y el 600 por 100, sino que decidieron no pagarlas a los terratenientes, sino ponerlas a disposición de los comités hasta que la Asamblea constituyente resolviera la cuestión. Era un procedimiento no abogadesco, sino campesino, es decir, serio, de plantear el problema de la reforma agraria adelantándose a la Asamblea constituyente.
En la provincia de Saratov, donde todavía ayer los campesinos prohibían a los terratenientes talar los bosques, ahora los talaban ellos mismos. Lo más frecuente es que los campesinos se apoderen de las tierras de la Iglesia y de los conventos, sobre todo allí donde hay pocas fincas pertenecientes a grandes propietarios. En Lituania, los braceros letones, unidos a los soldados del batallón letón, proceden sistemáticamente a la ocupación de las haciendas de los barones.
De la provincia de Vitebsk llegan quejas desesperadas de los contratistas de maderas, quienes dicen que las medidas de los comités agrarios atentan contra su industria e impiden dar satisfacción a las necesidades del frente. Otros patriotas no menos desinteresados, como los terratenientes de la provincia de Poltava, se sienten afligidos por el hecho de que los desórdenes agrarios les impidan abastecer al ejército. Finalmente, el congreso de tratantes de caballos celebrado en Moscú advierte que las expropiaciones de tierras constituyen una terrible amenaza para la cría caballar. Al mismo tiempo, el procurador del Santo Sínodo, el mismo que calificaba a los miembros de esta sacratísima institución de «idiotas y canallas», lamentábase al gobierno de que en la provincia de Kazán los campesinos quitaran a los frailes no sólo el ganado y la tierra, sino también la harina necesaria para amasar el pan sagrado. En la provincia de Petrogrado, a dos pasos de la capital, los campesinos arrojaban de sus tierras a un arrendatario y se dedicaban a explotarlas ellos mismos. El 2 de junio, el infatigable príncipe Urusov volvía a telegrafiar en todas direcciones: «A pesar de todas mis órdenes..., etc. Ruego nuevamente que se tomen las medidas más enérgicas.» El príncipe se olvidaba de indicar cuáles.
Al tiempo que por todo el país se desarrollaba una labor gigantesca para descuajar las raíces más profundas de la Edad Media y de la servidumbre de la gleba, el ministro de Agricultura, Chernov, en sus oficinas, recogía materiales de estudio para la Asamblea constituyente. Chernov proponíase llevar a cabo la reforma basándose únicamente en los datos más precisos de la estadística agraria y de toda suerte de estadísticas, y trataba de persuadir con voz meliflua a los campesinos de que tuvieran un poco de paciencia, hasta que él terminara sus ejercicios. Lo cual -dicho sea de paso- no fue obstáculo para que los terratenientes arrojasen del ministerio al «ministro de las aldeas», sin darle tiempo, ni mucho menos, a tener terminadas sus tablas sacramentales.
Recientes investigadores, basándose en los archivos del gobierno provisional, han calculado que en marzo el movimiento agrario se manifestaba con mayor o menor intensidad, en 34 distritos, en abril en 174, en mayo en 236, en junio en 280, llegando en julio a 325. Sin embargo, estas cifras no dan una idea completa del avance del movimiento, ya que, dentro de cada distrito, la lucha cobra de mes en mes un carácter más vasto y tenaz.
Durante este primer período, que va de marzo a julio, la aplastante mayoría de los campesinos se abstiene todavía de emplear la violencia directa contra los terratenientes y de apoderarse descaradamente de la tierra. Yakovliev, que ha dirigido las aludidas investigaciones y que es actualmente comisario del pueblo en el departamento de Agricultura de la Unión Soviética, explica la táctica relativamente pacífica de los campesinos por la confianza que aún depositaban en la burguesía. Fuerza es reconocer la inconsistencia de esta explicación. El gobierno del príncipe Lvov no podía inspirar confianza alguna a los campesinos, para no hablar ya del recelo constante del campesino hacia la ciudad, hacia el poder y hacia la sociedad culta. El que durante este primer período los campesinos no recurran todavía, casi, a medidas de franca violencia y se esfuercen en dar a sus actos la forma de una presión legal o semilegal se explica precisamente por su desconfianza hacia el gobierno, en momentos en que no tenían tampoco confianza suficiente en sus propias fuerzas. Los campesinos empiezan a agitarse, tantean el terreno, miden la resistencia del enemigo y, apretando al terrateniente en toda la línea, dicen: «Nosotros no queremos robar nada, sino arreglarlo todo por las buenas.» No se apoderan del prado, pero siegan la alfalfa, arriendan por la fuerza la tierra, fijando ellos mismos la renta, o la «compran» por los mismos procedimientos coercitivos y en los precios que ellos mismos señalan. Todas estas apariencias legales, poco convincentes lo mismo para el propietario que para el jurisconsulto liberal, están dictadas en realidad por una desconfianza latente, pero profunda, contra el gobierno. Por las buenas -se dice el campesino- no lo cogerás; cogerlo por la fuerza es peligroso; intentemos obrar por la astucia. Para él, el ideal hubiera sido expropiar al terrateniente con su propio consentimiento.
«Durante todos estos meses -insiste Yakovliev- prevalecen procedimientos peculiares, nunca vistos en la historia, de lucha «pacífica» con los terratenientes, resultantes de la confianza que los campesinos tenían en la burguesía y en el gobierno de ésta.» Esos procedimientos, que se califican de nunca vistos en la historia, son, en realidad, los procedimientos típicos, inevitables, históricamente necesarios bajo todos los climas, en esta fase inicial de la guerra campesina. La tendencia a dar una apariencia, sea de legalidad religiosa o civil, a los primeros pasos en el camino de la revuelta ha caracterizado en todos los tiempos a la lucha de las clases revolucionarias antes de que éstas reúnan las fuerzas y la seguridad en sí mismas de que necesitan para cortar el cordón umbilical que las une a la vieja sociedad. Y esto rige con los campesinos en mayor medida que con ninguna otra clase, ya que ellos, aun en sus mejores tiempos, avanzan medio a oscuras y a tientas, mirando recelosamente a sus amigos de la ciudad. Y reconozcamos que no les faltan para ello motivos fundados. Los amigos del movimiento agrario, en los primeros pasos de éste, son siempre los agentes de la burguesía liberal y radical. Pero estos amigos, al tiempo que patrocinan una parte de las reivindicaciones campesinas, tiemblan por la suerte de la propiedad burguesa, razón por la cual se esfuerzan en llevar al movimiento campesino a los cauces de la legalidad establecida.
En este mismo sentido actúan también, mucho antes ya de la revolución, otros factores. Del seno mismo de la clase aristocrática se alzan apóstoles conciliadores. León Tolstoy leyó en el alma del campesino muchos más adentro que nadie. Su filosofía de la no resistencia al mal era expresión de las primeras etapas de la revolución campesina. Tolstoy soñaba con que todo ocurriera «sin expoliaciones, de mutuo acuerdo». A esta táctica le daba él un cimiento religioso, bajo la forma del cristianismo puro. Mahatma Gandhi cumple actualmente en la India la misma misión, sólo que en una forma más práctica. Si de la época contemporánea nos remontamos a otras más lejanas, encontraremos sin ninguna dificultad aquellos mismos fenómenos «nunca vistos en la historia», disfrazados bajo las formas religiosas, nacionales, filosóficas y políticas más diversas, empezando por los tiempos bíblicos y aun antes.
El carácter peculiar de la insurrección campesina de 1917 sólo se acusaba, tal vez, en el hecho de que, con el título de agentes de la legalidad burguesa, entrasen en ación unos hombres que se llamaban socialistas, y no sólo eso, sino revolucionarios. Pero no eran ellos los que trazaban el carácter del movimiento campesino y le marcaban el rumbo. Los campesinos seguían a los socialrevolucionarios, sencillamente porque éstos les facilitaban fórmulas concretas para deshacerse de los terratenientes.
Al mismo tiempo, los socialrevolucionarios les servían de tapaderas jurídica. No hay que olvidar que eran el partido de Kerenski, ministro de Justicia primero y de la Guerra después, y de Chernov, titular de la cartera de Agricultura. Los socialrevolucionarios rurales creían que la tardanza en publicar los ansiados decretos nacía de la resistencia de los terratenientes y los liberales, y aseguraban a los campesinos que en el gobierno los «suyos» hacían todo lo que podían. El campesino, naturalmente, no tenía nada que objetar contra esto. Pero sin incurrir, ni mucho menos, en una cándida credulidad, entendía que era necesario ayudar a los «suyos» desde abajo, y tan a conciencia lo hacía que los «suyos», encumbrados en las alturas, no tardaron en sentirse dominados por el vértigo.
La poca fuerza de los bolcheviques entre los campesinos era pasajera y se debía al hecho de no compartir la ilusiones de éstos. Los pueblos sólo podían llegar al bolchevismo de la mano de la experiencia y la decepción. La fuerza de los bolcheviques, en la cuestión agraria como en las demás, estribaba en que para ellos no había divorcio entre la palabra y la acción.
Razones generales de orden sociológico no permitían concluir a priori si los campesinos eran o no capaces de alzarse como un solo hombre contra los terratenientes. La acentuación de las tendencias capitalistas en la agricultura durante el período comprendido entre las dos revoluciones; la formación de un sector de campesinos acomodados, separados con sus fincas del primitivo régimen «comunal»; los extraordinarios progresos hechos por la cooperación agraria, acaudillada por los campesinos acomodados y ricos; todo esto no permitía saber con seguridad, de antemano, cuál de las dos tendencias prevalecería en la revolución, si el antagonismo agrario de casta entre los campesinos y la nobleza, o el antagonismo de clase entre unos y otros campesinos.
Lenin, al llegar a Rusia, adoptó una actitud muy prudente ante esta cuestión. «El movimiento agrario -decía el 14 de abril- no es más que un pronóstico, pero no un hecho. Hay que estar preparados para la eventualidad de que los campesinos se unan a la burguesía.» No era una idea lanzada irreflexivamente y al azar. Nada de eso. Lenin la repite insistentemente en varias ocasiones. El 24 de abril, en la reunión del partido, después de atacar a los «viejos bolcheviques» que le acusan de no conceder a los campesinos toda la importancia que merecen, dice: «El partido proletario no puede ahora cifrar sus esperanzas en la comunidad de intereses con los campesinos. Luchamos por que los campesinos se pasen a nuestro lado; pro el hecho es que éstos, y hasta cierto punto conscientemente, están al lado de los capitalistas.»
Esto -dicho sea de paso- demuestra cuán lejos estaba Lenin de la teoría, que más tarde habían de atribuirle los epígonos, de la eterna armonía entre los intereses del proletariado y los de los campesinos. Aun admitiendo la posibilidad del proletariado y los de los campesinos. Aun admitiendo la posibilidad de que los campesinos «como clase» pudieran llegar a desempeñar el papel de factor revolucionario. Lenin, en abril, creía necesario estar prevenido para la hipótesis peor, para la perspectiva de un sólido bloque entre los terratenientes, la burguesía y los vastos sectores campesinos. «Pretender atraerse ahora al mujik -dice- valdría tanto como entregarse a Miliukov.» De aquí la conclusión: «Desplazar el centro de gravedad a los soviets de jornaleros del campo.»
Pero, afortunadamente, se realizó la hipótesis mejor. El movimiento agrario, que antes no era más que un pronóstico, se convirtió en un hecho que puso de manifiesto por breves instantes, pero con una fuerza extraordinaria, el predominio de los lazos que unían a los campesinos «como clase» sobre los antagonismos capitalistas. Los soviets de braceros del campo sólo adquirieron importancia en algunos sitios, principalmente en las regiones del Báltico. En cambio, los comités agrarios convirtiéronse en órganos de todos los campesinos, que con su tenaz presión los convertían de cámaras de arbitraje en instrumentos de la revolución agraria.
El hecho de que los campesinos se encontraran una vez más, la última en su historia, con la posibilidad de actuar en bloque como factor revolucionario, prueba, a la vez, la falta de vigor del régimen capitalista en el campo y su fuerza. La economía burguesa no había liquidado todavía por completo con el régimen agrario medieval servil. Pero, al mismo tiempo, la evolución capitalista había hecho tales avances que estructuraba las viejas formas de la propiedad agraria de un modo igualmente insoportable para todos los sectores del campo. El entrelazamiento, muchas veces consciente, de la gran propiedad agraria y de la propiedad campesina, con que se tendía a convertir el derecho de los terratenientes en una trampa para toda la comunidad; y, finalmente, el antagonismo reinante entre el régimen comunal de los pueblos y los colonos individualistas; todo contribuía a crear, en conjunto, una confusión intolerable dentro de las relaciones agrarias, de la cual no había modo de salir por medio de disposiciones legales. Esto lo comprendían mejor los campesinos que todos los teóricos agrarios. La experiencia de la vida, desarrollada a lo largo de una misma conclusión: la de que había que extirpar los derechos heredados y adquiridos sobre la tierra, echar por tierra los mojones y entregar esta tierra, limpia de toda tara histórica, a quien la trabajase. No era otro el sentido de los aforismos campesinos: «la tierra no es de nadie», «la tierra es de Dios». Y con ese mismo espíritu interpretaban ellos la reivindicación programática socialrevolucionaria de la socialización de la tierra. Pese a las teorías de los narodniki, aquí no se deslizaba ni una pizca de socialismo. Todavía no ha habido una sola revolución agraria, por audaz que fuese, que haya rebasado por sí misma los linderos del régimen burgués. Se convendrá en que un régimen de socialización que había de garantizar a todo bracero el «derecho a la tierra» representaba ya de suyo, manteniéndose un régimen de mercado sin trabas, una utopía manifiesta. Los mencheviques criticaban esta utopía desde el punto de vista liberal-burgués. Los bolcheviques, por el contrario, señalaban la tendencia democrática progresiva que se encerraba, expresada utópicamente, en la teoría de los socialrevolucionarios. Uno de los más grandes servicios prestados por Lenin consistió precisamente en haber descubierto el verdadero sentido histórico del problema agrario ruso.
Miliukov escribía que, para él, como «sociólogo e investigador de la evolución histórica rusa», es decir, como hombre que contempla desde la cúspide lo que sucede, «Lenin y Trotski acaudillaban un movimiento que estaba mucho más cerca de Pugachev, de Stenda Razin, de Bolotnikov -de los siglos XVII y XVIII de nuestra historia- que de la última palabra del anarcosindicalismo europeo.» La parte de verdad que se contiene en esta afirmación del sociólogo liberal, dejando aparte lo del «anarcosindicalismo», que saca a relucir no se sabe por qué, no se dirige contra los bolcheviques, sino más bien contra la burguesía rusa, contra su atraso y su insignificancia política. Los bolcheviques no eran culpables de que los grandiosos movimientos campesinos de los siglos pasados no consiguieran instaurar en Rusia la democratización de las relaciones sociales -sin la dirección de las ciudades era imposible conseguirlo-, como tampoco de que la llamada emancipación de los campesinos, llevada a cabo en 1861, se organizase a base del robo de las tierras comunales, de la sujeción de los campesinos al Estado y de la integridad del régimen de castas. Por todo esto, los bolcheviques se vieron ante la necesidad de acabar, en el primer cuarto del siglo XX, lo que los siglos XVII, XVIII y XIX habían hecho a medias o no habían hecho. Antes de emprender la realización de su propios y gigantescos objetivos, los bolcheviques no tuvieron más remedio que pararse a barrer el estiércol histórico de las viejas clases gubernamentales y de los siglos anteriores, y justo es reconocer que realizaron a conciencia esta tarea apremiante y nueva. Seguramente que ni el propio Miliukov se atrevería a negarlo.

 1. «Mir» significa en ruso dos cosas: «Comunidad de tierras de un pueblo» y «mundo». [NDT.]

jueves, 23 de marzo de 2017

100 AÑOS DE LA REVOLUCIÓN RUSA 19 de 23

León Trotsky

HISTORIA DE LA REVOLUCION RUSA

  


marxists.org

Capitulo XIX

La ofensiva

Publicada por primera vez, en traducción de Max Eastman, como The History of the Russian Revolution vols I-III, en Londres 1932-33. Digitalizado por Julagaray en julio de 1997, para la Red Vasca Roja, con cuyo permiso aparece aquí. Recodificado para el MIA por Juan R. Fajardo en octubre de 1999.

En el ejército, lo mismo que en el país, se estaba operando un constante desplazamiento político de fuerzas: la base evolucionaba hacia la izquierda, la cúspide hacia la derecha. A la par que el Comité ejecutivo se convertía en un instrumento de la Entente para dominar la revolución, los comités del ejército, que habían surgido como una representación de los soldados contra el mando, convertíanse en auxiliares de éste contra los soldados.
La composición de los comités era muy heterogénea. Había en ellos no pocos elementos patrióticos de buena fe que identificaban la guerra con la revolución y que se lanzaron valerosamente a la ofensiva ordenada desde arriba, jugándose la cabeza por una causa que no era la suya. Junto a ellos estaban los héroes de la frase, los Kerenski de división y de regimiento. Finalmente, los comités albergaban a no pocos pequeños aventureros y bribones que se instalaban en ellos para esquivar las trincheras y al acecho de privilegios y prerrogativas. Todo movimiento de masas, sobre todo en su primera fase, saca inevitablemente a flote a todas esas variedades de la fauna humana. Lo que hay es que el período conciliador fue fecundísimo en toda suerte de charlatanes y camaleones. Los hombres hacen los programas, pero también los programas hacen a los hombres. En las revoluciones, las escuelas de contacto se convierten siempre en escuelas de intrigas y de maniobras.
El régimen de la dualidad de poderes imposibilitaba la creación de un instrumento militar eficiente. Los kadetes eran blanco del odio de las masas populares, y dentro del ejército veíanse obligados a adoptar el nombre de socialrevolucionarios. La democracia no podía poner en pie al ejército, por la misma razón por la cual no podía tomar en sus manos el poder; lo uno era inseparable de lo otro. Como detalle curioso y que, sin embargo, da una idea bastante clara de la situación. Sujánov observa que el gobierno provisional no organizó en Petrogrado ni un solo desfile militar; ni los liberales ni los generales querían participar en un desfile organizado por el Soviet, pero comprendían perfectamente que sin él el desfile era irrealizable.
La alta oficialidad iba acercándose más y más a los kadetes en espera de que levantaran la cabeza partidos más reaccionarios. Los intelectuales pequeño burgueses podían dar al ejército, como lo habían dado bajo el zarismo, un contingente considerable de pequeña oficialidad; pero eran incapaces de crear un cuerpo de mando a su imagen y semejanza, por la sencilla razón de que carecían de imagen propia. Como había de demostrar el curso ulterior de la revolución el cuerpo de mando había que sacarlo, tal y como era, de la nobleza y la burguesía, como hacían los blancos, o formarlo y educarlo a base de una selección proletaria, como hacían los bolcheviques. No había otro camino. Los demócratas pequeño burgueses no podían hacer ni lo uno ni lo otro. Tenían que persuadir, rogar, engañar a todo el mundo, y cuando veían que no conseguían nada, llevados por la desesperación, entregaban el poder a la oficialidad reaccionaria para que ésta se encargase de infundir las sanas ideas revolucionarias al pueblo.
Una tras otra iban abriéndose las llagas de la vieja sociedad, destruyendo el organismo del ejército. El problema de las nacionalidades, en todos sus aspectos -y en Rusia abundaban-, iba penetrando, cada vez más, en las raíces de las masas militares, integradas en grandísima parte, en más de la mitad, por elementos no rusos. Los antagonismos nacionales se entretejían y cruzaban en distinto sentidos con los de clase. La política del gobierno en este terreno, como en todos los demás, era vacilante y confusa, lo cual la hacía parecer doblemente pérfida. Había generales que se entretenían creando formaciones nacionales, por ejemplo, el «cuerpo musulmán con disciplina francesa» en el frente rumano. En general, estas nuevas formaciones nacionales resultaron ser más eficientes que las del viejo ejército, pues habían sido creadas en torno a una nueva idea y bajo una nueva bandera. Pero esta cohesión nacional no duró mucho tiempo; el rumbo que había de tomar la lucha de clases no tardó en quebrantarla. El mismo proceso de las formaciones nacionales, que amenazaba con extenderse a la mitad del ejército, colocaba ya a éste en un estado de fluctuación, descomponiendo las viejas unidades antes de que tuvieran tiempo de formarse las nuevas. Pro todas partes surgían calamidades.
Miliukov escribe en su historia que lo que perdió al ejército fue el «conflicto planteado entre las ideas de la disciplina revolucionaria y la de la disciplina militar de tiempos normales», entre la «democratización» del ejército y la conservación de su «capacidad combativa»; bien entendido que al decir «disciplina de los tiempos normales» se alude a la que regía bajo el zarismo. Parece que un historiador no debía ignorar que toda gran revolución determina la desaparición del viejo ejército, arrollado no precisamente por el choque entre principios abstractos de disciplina, sino entre clases de carne y hueso. La revolución no sólo permite imponer una severa disciplina en el ejército, sino que la crea. Lo que ocurre es que esta disciplina no la pueden imponer precisamente los representantes de la clase derrocada por la revolución.
«Es un hecho evidente -escribía, el 26 de septiembre de 1851, un alemán inteligente a otro- que la desorganización del ejército y la completa descomposición de la disciplina han sido siempre la condición, a la par que el fruto, de toda revolución triunfante.» Toda la historia de la humanidad confirma esta ley tan sencilla y tan indiscutible. Pero no eran sólo los liberales, sino también los socialistas rusos que habían pasado por la experiencia de 1905, los que no comprendían esto, a pesar de haber proclamado, más de una vez, como sus maestros, a estos dos alemanes a que nos referimos, uno de los cuales era Federico Engels y el otro Carlos Marx. Los mencheviques creían seriamente que el ejército que había hecho la revolución iba a continuar la guerra bajo el viejo mando. ¡Y esos hombres acusaban de utopistas a los bolcheviques!
A principios de mayo, el general Brusilov caracterizaba, de un modo bastante preciso, en la conferencia celebrada en el Cuartel general, el estado del mando; un 15 a un 20 por 100 de jefes y oficiales se habían sometido al nuevo orden de cosas por convicción; una parte de los oficiales empezaba a coquetear con los soldados y a hostigarlos contra el mando; la mayoría, cerca del 75 por 100, no se resignaba a adaptarse, sentíase ofendida, se encerraba en su concha y no sabía lo que se hacía. Además, desde el punto de visa puramente militar, la aplastante mayoría de la oficialidad no servía para nada.
En la conferencia celebrada con los generales, Kerenski y Skobelev se disculparon con todas sus fuerzas por la revolución, que, desgraciadamente, «continuaba» y con la cual había que contar. El general de las «centurias negras», Gurchkov, objetó a los ministros en tono de mentor: «Decís que la revolución continúa. Dadnos oídos a nosotros... contened la revolución y facilitadnos a nosotros los militares, los medios para cumplir hasta el fin con nuestro deber.» Kerenski se esforzó en complacer en todo a aquellos simpáticos generales... hasta que uno de ellos, el valeroso Kornílov, casi lo ahoga en sus brazos de puro cariño.
La política conciliadora en plena revolución es una política de oscilaciones febriles entre las clases. Kerenski era la encarnación viva de estas oscilaciones. Puesto al frente del ejército, inconcebible sin un régimen claro y decidido, convirtióse en el instrumento inmediato de su descomposición. Denikin cita una curiosa lista de personas destituidas de sus puestos del alto mando, lista hecha al azar, pues nadie sabía, y Kerenski menos que nadie, en qué sentido había que proceder. Alexéiev destituyó al jefe del frente, Ruski, y al comandante del ejército, Radko-Dimitriev, por su debilidad y su tolerancia para con los comités, impulsado por los mismos motivos, destituyó Brusílov a Yudenich, que se había acobardado. Kerenski destituyó al propio Alexéiev y a los generalísimos Gurko y Dragomitov por la resistencia que oponían a la democratización del ejército. La misma razón hizo que Brusílov destituyese al general Kaledin, hasta que a él mismo le destituyeron también por su indulgencia excesiva hacia los comités; Kornílov hubo de abandonar el mando de la región militar de Petrogrado por su incapacidad para convivir con la democracia, lo cual no impidió que se le confiara después el mando del frente y que luego pasara al mando supremo. Denikin fue destituido de su cargo de jefe del Estado Mayor de Alexéiev, por su postura claramente reaccionaria; sin embargo, no tardó en ser designado general en jefe del frente occidental. Esta confusión, que atestiguaba que en las alturas no sabían lo que hacían, ni lo que querían, llegaba desde los generales hasta los sargentos, acelerando la descomposición del ejército.
Los comisarios, al mismo tiempo que exigían que los soldados obedecieran a los oficiales, desconfiaban de éstos. En el momento en que la ofensiva se hallaba en su apogeo, en la reunión del soviet de Mohilev, celebrada en la residencia del Cuartel general en presencia de Kerenski y Brusílov, uno de los miembros del soviet declaró: «El 88 por 100 de la oficialidad del Cuartel general crea con su conducta un peligro contrarrevolucionario.» Para los soldados, esto no era ningún secreto, pues habían tenido tiempo suficiente de conocer a sus oficiales antes de la revolución.
En el transcurso de todo el mes de mayo, en los comunicados del mando vibra siempre, con diversas variantes, la misma idea: «La actitud con respecto a la ofensiva es, en general, desfavorable, sobre todo por parte de la Infantería. A veces, añadían: «La situación es un poco mejor en la Caballería y bastante mejor en la Artillería.»
A fines de mayo, cuando ya se estaban movilizando las tropas para la ofensiva el comisario del séptimo ejército telegrafiaba a Kerenski: «En la división 12ª, el regimiento 48º ha entrado en acción en su totalidad; del 45º y del 46º, la mitad solamente; el 47º se niega a atacar. De los regimientos de la 13ª división ha entrado en acción el 50º regimiento casi en su integridad. Promete hacerlo mañana el regimiento 51º; el 49º no ha obrado de acuerdo con las órdenes transmitidas, y el 52º se ha negado a moverse, deteniendo a todos sus oficiales.» Este espectáculo se observaba casi por todas partes. El gobierno contestó en los siguientes términos a la comunicación del comisario: «Disolver los regimientos 45º, 46º, 47º y 52º y entregar a los oficiales y soldados que hayan excitado a la desobediencia.» Esto tenía un aire amenazador, pero no asustaba a nadie. Los soldados que no apetecían combatir no tenían que temer ni a la disolución ni a los tribunales. Para poner en movimiento a las tropas fue preciso movilizar a unos regimientos contra otros. De instrumento de represión servían casi siempre los cosacos, ni más ni menos que bajo el zar, con la diferencia de que ahora eran los socialistas los que los mandaban, pues no hay que olvidar que se trataba de defender la revolución.
El 4 de junio, menos de dos semanas antes de que se iniciara la ofensiva, el jefe de Estado Mayor del Cuartel general comunicaba: «El frente norte continúa en estado de efervescencia; los soldados siguen confraternizando y en la Infantería la actitud ante la ofensiva es desfavorable... En el frente occidental la situación es incierta. En el suroccidental se nota una cierta mejoría en la moral de las tropas... En el frente rumano no se observa ninguna mejoría sensible: la Infantería no quiere atacar...»
El 11 de junio de 1917, el jefe del regimiento 61º escribe: «Lo único que los oficiales y yo podemos ya hacer es ponernos en salvo, pues ha llegado de Petrogrado un soldado leninista de la 5ª compañía... Muchos de los mejores soldados y oficiales han desaparecido ya.» Por lo visto, bastaba con que un adepto de Lenin se presentase en el regimiento para que la oficialidad se diera a la fuga. Aquí, el soldado que acababa de llegar era, indudablemente, la varilla que se introduce en una disolución saturada para producir la cristalización. Sin embargo, no bata lo que aquel buen coronel diga para suponer que se trataba efectivamente de un bolchevique. Por aquellos días, el mando aplicaba el calificativo de leninista a todo soldado que levantara un poco audazmente la voz contra la ofensiva. Muchos de estos «leninistas» seguían creyendo todavía de buena fe que Lenin había venido a Rusia con una comisión del káiser. El jefe del 71º regimiento intentaba intimidar a sus soldados amenazándolos con sanciones por parte del gobierno. Uno de los soldados le replicó: «Derribamos al gobierno anterior y podemos hacer otro tanto con el de Kerenski.» Los soldados, influidos por la agitación de los bolcheviques y aun rebasándola en mucho, sabían ya expresarse de otro modo.
Ya a fines de abril, la escuadra del Mar Negro, que se hallaba bajo la dirección de los socialrevolucionarios, y que, a diferencia de la de Kronstadt, era considerada como un reducto del patriotismo, envió por el país a una delegación especial de trescientos hombres, a la cabeza de la cual iba el bravo estudiante Batkin disfrazado de marinero. En esa delegación había no poco de carnavalesco, pero había también mucho de sincero entusiasmo. La delegación difundió por el país la idea de llevar adelante la guerra hasta el triunfo final; pero a cada semana que pasaba, el auditorio se le volvía más hostil. Y al mismo tiempo que los marineros del Mar Negro iban bajando cada vez más el tono de su prédica en favor de la ofensiva, presentábase en Sebastopol una delegación del Báltico a hacer campaña en favor de la paz. Los marineros del norte tuvieron más éxito en el sur que los meridionales en el norte. Bajo la influencia de los marineros de Kronstadt, los de Sebastopol emprendieron el 8 de junio el desarme del mando y procedieron a detener a los oficiales más odiados.
En la sesión celebrada el 8 de junio por el Congreso de los soviets, Trotski preguntó cómo se explicaba que en «aquella escuadra, modelo del mar negro, que había enviado delegaciones patrióticas por todo el país, en aquel hogar del patriotismo organizado hubiera podido producirse, en un momento tan crítico, una explosión de este género. ¿Qué significa esto?» La pregunta se quedó sin contestar. La ausencia del mando y de dirección traía de cabeza a todo el mundo: a los soldados, a los jefes y a los vocales de los comités. No había más remedio que buscar una salida a aquella situación, fuera la que fuese. A los de arriba se les antojaba que la ofensiva pondría fin al desconcierto y daría un carácter definido a las cosas. Y esto era verdad hasta un cierto punto. Si Tsereteli y Chernov en Petrogrado predicaban la ofensiva, dando a su voz todas las inflexiones de la retórica democrática, era natural que en el frente los miembros de los comités, mano a mano con la oficialidad, emprendiesen dentro del ejército la lucha contra el nuevo régimen, sin el cual no era concebible la revolución, pero que era incompatible con la guerra. Pronto este cambio dio sus frutos. «Los miembros del comité iban evolucionando, día a día, hacia la derecha de un modo cada vez más acentuado -cuenta uno de los oficiales de la Marina-; pero, al mismo tiempo, veíase cómo disminuía por momentos su prestigio entre los marineros y los soldados.» Y daba la casualidad de que para guerrear lo que hacia falta eran, precisamente, soldados y marineros.
Brusílov inclinóse, con la venia de Kerenski, hacia la formación de batallones de choque de voluntarios, con lo cual venía a reconocer abiertamente la ausencia de capacidad combativa en el ejército. A esta empresa asociáronse inmediatamente los elementos heterogéneos, aventureros muchos de ellos, tales como el capitán Muraviov, quien, después de la revolución de Octubre, se fue con los socialrevolucionarios de izquierda para luego, después de unas cuantas acciones turbulentas y brillantes a su manera, traicionar al poder de los soviets y caer atravesado por una bala, no se sabe bien si bolchevique o propia. Huelga decir que la oficialidad contrarrevolucionaria se aferró ávidamente a esta idea de los batallones de choque, que les venían al dedillo como forma legal para encuadrar sus fuerzas. Pero la iniciativa no encontró apenas eco entre las masas de los soldados. Los hambrientos de aventuras formaron los batallones femeninos de «Húsares negros de la Muerte». Uno de estos batallones fue, en octubre, la última fuerza armada de que dispuso Kerenski para la defensa del Palacio de Invierno.
El militarismo alemán no tenía gran cosa que temer de todas estas invenciones, aunque el fin perseguido no fuese otro que contribuir a derrocarlo.
La ofensiva que el Cuartel general había garantizado a los aliados para principios de primavera iba aplazándose semana tras semana. Pero ahora la Entente no toleraba ya más aplazamientos. Para conseguir, a fuerza de presiones, que no toleraba ya más aplazamientos. Para conseguir, a fuerza de presiones, que se emprendiese una ofensiva inmediata, los aliados no reparaban en procedimientos. Al mismo tiempo que Vandervelde lanzaba sus patéticas soflamas, sus poderdantes amenazaban con suspender el suministro de material de guerra. El cónsul general de Italia en Moscú declaró en la prensa, no en la italiana, sino en la rusa, que caso de que Rusia negociase una paz separada, los aliados dejarían al Japón en completa libertad de movimientos en Siberia. Y los periódicos liberales, no los de Roma, sino los de Moscú, publicaban con patriótico entusiasmo estas conminaciones insolentes, aplicándolas no precisamente a la eventualidad de una paz separada, sino a la demora de la ofensiva. Los aliados no se andaba tampoco con cumplidos en otros respectos, por ejemplo, en el de la Artillería de pacotilla enviada a Rusia: el 35 por 100 de los cañones hubieron de ser retirados por inservibles al cabo de dos semanas de funcionar muy moderadamente. Inglaterra restringía los créditos. En cambio, los Estados Unidos, nuevo protector, concedía al gobierno provisional, sin consultarlo con Inglaterra, un crédito de setenta y cinco millones de dólares para la ofensiva que se avecinaba...
La burguesía rusa, sin perjuicio de apoyar las pretensiones de los aliados y desplegar una furiosa campaña en favor de la ofensiva, no abrigaba confianza alguna en ésta, razón por la cual se abstenía de suscribirse al «Empréstito de la Libertad». Por su parte, la monarquía derribada aprovechábase de la ocasión que se le brindaba para recordar que existía: en una declaración enviada al gobierno provisional, los Romanov expresaban su deseo de suscribirse al empréstito; pero añadían que «la cantidad suscrita dependería del hecho de que el Tesoro contribuyese o no a sostener a los miembros de la familia real». Y todo esto lo leía el ejército, que no ignoraba que la mayoría del gobierno provisional, al igual que la alta oficialidad, seguía confiando vivamente en la restauración de la monarquía.
Justo es consignar que en los países aliados no todo el mundo estaba de acuerdo con Vandervelde, Thomas y Cachin en su prisa por empujar al abismo al ejército ruso. Alzábanse también voces advirtiendo del peligro. «El ejército ruso no es más que una fachada -decía el general Pétain-, que se derrumbará en cuanto se menee un poco.» En el mismo sentido se expresaba, por ejemplo, la misión americana. Pero triunfaron otras consideraciones. Era preciso robar a la revolución el alma. «La campaña de confraternización germano-rusa -explicaba posteriormente Painlevé- producía tales estragos (faisait de tels ravages), que al dejar inactivo al ejército ruso podía correrse el riesgo de una rápida descomposición.»
La preparación de la ofensiva, desde el punto de vista político, corría a cargo de Kerenski y Tsereteli, quienes, en un principio, actuaban secretamente, guardando el secreto hasta con sus más íntimos correligionarios. Y mientras, por su parte, los líderes poco avisados o mal informados seguían perorando acerca de la defensa de la revolución. Tsereteli insistía con energía redoblada en la necesidad de que el ejército estuviese preparado para una intervención activa. El que más se resistió o, mejor dicho, más coqueteó, fue Chernov. En la sesión celebrada por el gobierno provisional el 17 de mayo, alguien preguntó apasionadamente al «ministro de las aldeas», como se llamaba él mismo, si era cierto que en un mitin no había hablado con el entusiasmo necesario de la ofensiva. Resultaba que Chernov habíase expresado así: «La ofensiva no es cosa mía, pues yo soy un político, sino de los estrategas del frente.» Estos hombres jugaban al escondite con la guerra lo mismo que con la revolución. Pero este juego no podía durar mucho.
Huelga decir que la preparación de la ofensiva hacía que se redoblasen las persecuciones contra los bolchevique, a quienes se acusaba, cada vez con mayor insistencia, de ser partidarios de la paz por separado. La conciencia de que esta paz era la única salida, deducíase directamente de la situación misma del país, esto es, de la debilidad y del agotamiento de Rusia comparada con los demás países beligerantes; pero nadie se había preocupado aún de medir las fuerzas del nuevo factor: la revolución. Los bolcheviques entendían que la perspectiva de la paz por separado sólo podía evitarse en el supuesto de que se alzaran audazmente y hasta donde fuese necesario la fuerza y el prestigio de la revolución frente a la guerra. Mas para esto era ineludible, ante todo, romper la alianza con la burguesía. El 9 de junio Lenin declaraba en el Congreso de los soviets: «Los que dicen que nosotros aspiramos a la paz separada faltan a la verdad. Lo que nosotros mantenemos es: nada de paz separada con ningún capitalista, y con los capitalistas rusos menos que con nadie. ¡Abajo esta paz separada!» «Aplausos», acota el acta de la sesión. Era una pequeña minoría del Congreso la que aplaudía; por esos los aplausos eran doblemente entusiastas.
En el Comité ejecutivo, los unos carecían de la decisión suficiente; los otros querían que el organismo que gozaba de más prestigio les sirviese de tapadera. A última hora se tomó la resolución de comunicar a Kerenski que no era aconsejable circular las órdenes para la ofensiva antes de que decidiera la cuestión el Congreso de los soviets. La declaración, presentada por la fracción bolchevique y que estaba sobre la mesa desde la primera sesión del Congreso, decía que «con la ofensiva no se conseguiría más que desorganizar definitivamente el ejército, enfrentando una parte de él con la otra» y que «el Congreso debía oponerse inmediatamente a la presión contrarrevolucionaria, o asumir íntegra y abiertamente la responsabilidad de esta política.»
La resolución votada por el Congreso a favor de la ofensiva no pasó de ser una formalidad democrática. Todo estaba preparado de antemano. Hacía ya tiempo que los artilleros tenían enfiladas las baterías sobre las posiciones enemigas. El 16 de junio, en una orden circulada al ejército y a la flota, Kerenski, después de invocar el nombre del generalísimo, «este caudillo aureolado por las victorias», demostraba la necesidad de asestar «un golpe rápido y decisivo», y terminaba con estas palabras: «¡Adelante: ésta es la orden que os doy!»
En un artículo escrito en vísperas de la ofensiva y dedicado a comentar la declaración presentada por la fracción bolchevique al Congreso de los soviets, decía Trotski: «La política del gobierno imposibilita toda acción militar eficaz... Las premisas materiales de que parte la ofensiva no pueden ser más desfavorables. La organización del avituallamiento del ejército refleja el desastre económico general del país, contra el cual el presente gobierno no puede tomar ninguna medida radical. Y aún son más desfavorables las premisas morales. El gobierno ha puesto al desnudo ante el ejército... su incapacidad para regentar la política de Rusia sin contar con la voluntad de sus aliados imperialistas. El resultado de esto tenía que ser inevitablemente la progresiva descomposición del ejército. Las deserciones en masa... no son ya, en las circunstancias actuales, un simple fruto de la voluntad individual: se han convertido en indicio de la completa incapacidad del gobierno para cohesionar al ejército revolucionario por la unidad interna de los fines perseguidos...» Después de indicar que el gobierno no se decidía «a la inmediata abolición de la propiedad de la tierra, única medida que persuadiría al campesino más atrasado de que esta revolución es su revolución», el artículo termina así: «En estas condiciones materiales y morales, la ofensiva tiene que degenerar, inevitablemente, en una aventura.»
El mando entendía que la ofensiva, condenada a un fracaso seguro desde el punto de vista militar, no tenía más justificación que los objetivos de orden político a que se aplicaba. Denikin, después de recorrer su frente, comunicaba a Brusílov: «No creo en el éxito de la ofensiva.» A este fracaso contribuía también la incapacidad del propio mando. Stankievich, oficial y patriota, atestigua que, ya de por sí, el estado en que se encontraba la organización técnica excluía la posibilidad de un triunfo, fuese cual fuese la moral de los soldados: «La organización de la ofensiva no resistía a la menor crítica.» Una delegación de oficiales, con el presidente de la Asociación de Oficiales, el kadete Nvosíltsiev a la cabeza, se presentó a los jefes del partido kadete para prevenirles de que la ofensiva estaba condenada a un fracaso irremediable, que sólo conduciría a la destrucción de las mejores fuerzas. Las autoridades superiores contestaban a estas prevenciones con frases vagas: «Abrigábase la esperanza -dice el jefe de estado mayor del Cuartel general, el general reaccionario Lukomski- de que acaso los primeros combates victoriosos harían cambiar la sicología de las masas y darían a los jefes la posibilidad de empuñar de nuevo las riendas que les habían sido arrebatadas.» No era otro, en efecto, el principal fin que se perseguía: volver a empuñar las riendas.
De acuerdo con un plan concebido hacía ya mucho tiempo, el golpe principal había de darse en la dirección de Lvov con las fuerzas del frente suroccidental; a los frentes del norte y occidental se les asignaban objetivos de carácter auxiliar. La ofensiva se iniciaría simultáneamente en todos los frentes. Pronto se vio que la realización de este plan excedía de las fuerzas disponibles. En vista de esto decidióse poner en juego a los frentes uno tras otro, empezando por los secundarios. Pero resultó que esto no era tampoco factible. «Entonces, el mando supremo -dice Denikin- decidió renunciar a todo sistema estratégico y se vio obligado a ceder a los propios frentes la iniciativa, autorizándoles para que empezasen las operaciones por su cuenta, a media que estuviesen preparados.» Todo se confiaba, como se ve, a los designios de la providencia. Lo único que faltaba eran los iconos de la zarina. Pero para sustituirlos estaban allí los iconos de la democracia. Kerenski recorría los frentes, imprecaba, imploraba, bendecía. La ofensiva se inició el 16 de junio en el frente suroccidental; el 8, en el septentrional; el 9, en el de Rumania. La entrada en batalla, ficticia en realidad, de los últimos tres frentes coincidió ya con el principio del derrumbamiento del frente principal, es decir, del suroccidental.
Kerenski comunicó al gobierno provisional: «Hoy es un día de gran júbilo para la revolución. El 18 de junio, el ejército revolucionario ruso ha pasado a la ofensiva con inmenso entusiasmo.» «Se ha producido el acontecimiento anhelado durante tanto tiempo -decía el periódico kadete Riech- y que ha hecho que la revolución rusa retornara a sus mejores días.» El 19 de julio, el viejo Plejánov declamaba ante una manifestación patriótica: «¡Ciudadanos! Si os pregunto qué día es hoy contestaréis que es lunes. Pero esto es un error» hoy es domingo, y domingo de resurrección para nuestro país y para la democracia del mundo entero. Rusia, después de haberse emancipado del yugo del zarismo, ha decidido emanciparse también del yugo del enemigo.» Tsereteli decía el mismo día ante el Congreso de los soviets: «Una nueva página se abre en la historia de la revolución rusa... No es sólo la democracia rusa la que debe saludar los triunfos de nuestro ejército revolucionario, sino con ella... todos los que aspiran real y verdaderamente a empeñarse en la lucha contra el imperialismo.» La democracia patriótica abría todos sus grifos.
Entretanto, los periódicos publicaban una noticia jubilosa: «La Bolsa de París saluda la ofensiva con el alza de todos los valores rusos.» Los socialistas pulsaban, por lo visto, la estabilidad de la revolución por los boletines de cotización: pero la historia nos enseña que cuando más a gusto se siente la Bolsa es cuando peor marchan las revoluciones.
Los obreros y la guarnición de la capital no se sintieron arrastrados ni un momento por aquella oleada artificial de patriotismo recalentado. Su palestra seguía siendo la avenida Nevski. «Hemos salido a la Nevski -cuenta en sus Memorias el soldado Chinenov- intentando hacer campaña contra la ofensiva. Los burgueses se han lanzado contra nosotros esgrimiendo sus paraguas... Nosotros hemos cogido a los burgueses, los hemos llevado a los cuarteles... y les hemos dicho que, al día siguiente, los expediríamos al frente.» Eran ya los síntomas de la explosión de la guerra civil que se avecinaba: las jornadas de julio estaban próximas.
El 21 de junio, el regimiento de ametralladoras tomaba en asamblea general el acuerdo siguiente: «En lo sucesivo, sólo mandaremos fuerzas al frente cuando la guerra tenga un carácter revolucionario...» En contestación a la amenaza de disolución, el regimiento declaró que él, por su parte, no se detendría ante la disolución «del gobierno provisional y demás organizaciones que lo apoyan». Otra vez volvemos a percibir las notas de una amenaza que va mucho más allá que las campañas de los bolcheviques.
El 23 de junio, la crónica de los acontecimientos señala: «Las unidades del 11º ejército se han apoderado de la primera y segunda líneas de trincheras del enemigo...» Junto a esta noticia, léese esta otra: «En la fábrica de Baranovski (seis mil obreros) se han celebrado las elecciones al Soviet de Petrogrado. Para sustituir a los tres diputados socialrevolucionarios han sido elegidos tres bolcheviques.»
A fines de mes, la fisonomía del Soviet de Petrogrado había cambiado ya considerablemente. Es cierto que el 20 de junio el Soviet tomaba el acuerdo de saludar al ejército que había emprendido la ofensiva. Pero, ¿por qué mayoría? Por 472 votos contra 271 y 39 abstenciones. Es un nuevo balance de fuerzas que nos salta a la vista. Los bolcheviques, con los grupos de mencheviques y socialrevolucionarios de izquierda, representan ya las dos quintas partes del Soviet. Ello significa que en las fábricas y en los cuarteles los adversarios de la ofensiva forman ya una mayoría indiscutible.
El Soviet de la barriada de Viborg vota el 24 de junio un acuerdo en el que cada palabra es como un martillazo: «Protestamos contra la aventura del gobierno provisional, que emprende la ofensiva al servicio de los viejos tratados expoliadores... y descargamos toda la responsabilidad por esa política de ofensiva sobre el gobierno provisional y los partidos de los mencheviques y socialrevolucionarios que le sostienen.» Relegada a segundo término después de la revolución de Febrero, la barriada de Viborg va avanzando con paso seguro hacia los primeros puestos. En el Soviet de Viborg predominaban ya completamente los bolcheviques.
Ahora todo dependía del resultado de la ofensiva, es decir, de los soldados de las trincheras. ¿Qué cambios determinó la ofensiva en la conciencia de los que tenían que llevarla a cabo? Los soldados anhelaban, de un modo irresistible, la paz. Sin embargo, los dirigentes consiguieron durante algún tiempo hasta cierto punto o, por lo menos, lo consiguieron de una parte de los soldados, convertir este anhelo en una buena disposición respecto a la ofensiva.
Después de la revolución, los soldados esperaban que el nuevo régimen firmase cuanto antes la paz, y hasta que ese día llegase estaban dispuestos a montar la guardia en el frente. Pero ese día no llegaba. Los soldados rusos empezaron a confraternizar con los alemanes y los austríacos, influidos en parte por las campañas de los bolcheviques, pero sobre todo buscando por propia iniciativa la senda de la paz. Estos escarceos de confraternización fueron ferozmente perseguidos. Además, se pudo observar que los soldados alemanes no habían sacudido todavía, ni mucho menos, la carga de la obediencia a sus oficiales. Y la confraternización, que no había traído la paz, disminuyó considerablemente.
De hecho, en el frente reinaba en aquel entonces un estado de armisticio, del cual se aprovechaban los alemanes para distraer enormes esfuerzos y mandarlos a los frentes occidentales. Los soldados rusos veían cómo quedaban vacías las trincheras enemigas, cómo se retiraban las ametralladoras, cómo se desmontaban los cañones. Se infundió sistemáticamente a los soldados la idea de que el enemigo estaba completamente debilitado, de que no tenía fuerzas, de que en Occidente se veía arrollado por los Estados Unidos y de que bastaba con que Rusia diese un empujón para que el frente alemán se desmoronase y obtuviéramos la paz. Los dirigentes no creían en esto ni por asomo, pero confiaban en que, una vez metida la mano en la máquina de la guerra, el ejército no podría sacarla tan fácilmente.
Viendo que no conseguían sus fines, ni por medio de la diplomacia del gobierno provisional ni a fuerza de confraternización, una parte de los soldados empezó a creer que convenía dar aquel empujón de que les hablaban y que acabaría de una vez con la guerra. Uno de los delegados enviados por el frente al Congreso de los soviets, expresaba en estos términos el estado de espíritu de los soldados: «Ahora nos encontramos ante un frente alemán desarmado, desartillado, y si tomamos la ofensiva y derrotamos al enemigo, nos acercaremos a la anhelada paz.»
Y, efectivamente, en un principio, el enemigo se reveló extraordinariamente débil y se retiraba sin dar batalla, que, por su parte, los atacantes no hubieran podido tampoco librar. Pero el enemigo no se dispersaba, sino que, por el contrario, se agrupaba y se concentraba. Cuando habían avanzado veinte o treinta kilómetros, los soldados rusos presenciaron un espectáculo que conocían harto bien por su experiencia de los años precedentes: el enemigo los esperaba atrincherado en nuevas posiciones reforzadas. Y entonces fue cuando se puso de manifiesto que, si bien los soldados estaban aún dispuestos a dar un empujón para conseguir la paz, no querían tener absolutamente nada ya que ver con la guerra. Arrastrados a ella por la fuerza, por la presión moral, y sobre todo por el engaño, viraron en redondo indignados.
«Después de una preparación de artillería nunca vista por su intensidad, por lo que a los rusos se refiere -dice el historiador ruso de la guerra mundial general Sajonchokovski-, las tropas ocuparon casi sin pérdidas las posiciones enemigas, y se negaron a ir más allá. Se inició una deserción en masa. Regimientos enteros abandonaban las posiciones.»
El político ucraniano Doroschenko, ex comisario del gobierno provisional en Galitzia, cuenta que, después de la toma de Galich y de Kalusch, «en Kalusch se desató un terrible pogromo contra la población ucraniana y judía. A los polacos nadie les tocó. El pogromo estaba dirigido por una mano experta, que señalaba muy especialmente las instituciones ucranianas de cultura.» En esta matanza tomaron parte las mejores unidades del ejército, las «menos corrompidas por la revolución», cuidadosamente seleccionadas para la ofensiva. Pero en estos excesos se desenmascararon todavía más como lo que real y verdaderamente eran los caudillos de la ofensiva, los viejos jefes y oficiales zaristas, expertos organizadores de matanzas de judíos.
El 9 de julio los comités y comisarios del undécimo ejército telegrafiaban al gobierno: «La ofensiva alemana iniciada el 6 de julio en el frente del undécimo ejército toma las proporciones de un desastre incalculable... En las unidades que hace poco avanzaban, gracias a los esfuerzos heroicos de una minoría, se exterioriza un estado de espíritu funesto. La acometividad que caracterizaba el comienzo de la ofensiva se ha apagado rápidamente. En la mayor parte del ejército se nota un creciente proceso ha perdido toda su fuerza y se la contesta con amenazas y a veces con disparos.»
El generalísimo del frente sudoccidental, habiéndose puesto de acuerdo con los comisarios y los comités, publicó un decreto ordenando que se abriera el fuego contra los desertores.
El 12 de julio, el generalísimo del frente occidental, Denikin, volvía al estado mayor «con la desesperación clavada en el alma y la conciencia neta del desmoronamiento completo de la última tenue esperanza en... el milagro».
Los soldados no querían batirse. Los soldados de la retaguardia, a quienes se pidió que reemplazaran a las fuerzas exhaustas después de la ocupación de las trincheras enemigas, contestaron: «¿Para qué habéis tomado la ofensiva? ¿Quién os ha dado permiso para ello? Lo que hay que hacer no es organizar ofensivas, sino poner término a la guerra.» El jefe del primer cuerpo siberiano, considerado como uno de los mejores, comunicaba que, al caer la noche, los soldados se retiraban en compañías enteras de la primera línea, no atacada. «Comprendí que nosotros, los jefes, éramos impotentes para cambiar la psicología de la masa de los soldados, y rompí a llorar larga y amargamente.»
Una de las compañías se negó incluso a lanzar al enemigo una hoja dando cuenta de la toma de Galich, hasta que se encontrara un soldado que pudiera traducir el texto alemán al ruso. En este hecho se acusa toda la desconfianza que abrigaban los soldados contra el mando, tanto el viejo como el nuevo. Los siglos de escarnios y violencias salían ahora volcánicamente a la superficie. Los soldados sintiéronse engañados nuevamente. La ofensiva no conducía precisamente a la paz, sino a la guerra. Y los soldados no querían la guerra. Y tenían razón para no quererla. Los patriotas, bien resguardados en el interior, cubrían de denuestos a los soldados. Pero éstos tenían razón. Les guiaba un certero instinto nacional, que había sido tamizado por la conciencia de unos hombres estafados, torturados, entusiasmados un día por la esperanza revolucionaria y arrojados de nuevo al cieno y a la sangre. Los soldados tenían razón. La continuación de la guerra no podía dar al pueblo ruso más que nuevas víctimas, nuevas humillaciones, nuevas calamidades y una nueva y mayor esclavitud.
La prensa patriótica de 1917, no sólo la de los kadetes, sino también la socialista, no se cansaba de invocar los heroicos batallones de la Revolución francesa, poniéndolos por modelo a los soldados rusos desertores y cobardes. Esto no sólo atestiguaba su incomprensión para la dialéctica del proceso revolucionario, sino que acusaba también una ignorancia histórica absoluta.
Aquellos magníficos caudillos de la Revolución francesa y del Imperio habían empezado casi todos siendo unos transgresores de la disciplina y unos desorganizadores. Miliukov diría que habían empezado siendo unos bolcheviques. El que más tarde fue mariscal Davout, cuando era teniente, se pasó muchos meses, desde el 89 al 90, relajando la disciplina «normal» que regía en la guarnición de Aisdenne, arrojando a puntapiés a sus jefes y oficiales. Hasta mediados de 1790, en toda Francia se desarrolló un proceso de completa disgregación del viejo ejército. Los soldados del regimiento de Vincennes obligaban a sus oficiales a comer a la misma mesa que ellos. La escuadra arrojaba de mala manera a sus oficiales. Veinte regimientos sometieron a sus jefes y oficiales a distintos actos de violencia. En Nancy, tres regimientos metieron a los oficiales en la cárcel. A partir de 1790, los caudillos de la Revolución francesa no se cansan de repetir, refiriéndose a los excesos militares: «La culpa es del poder ejecutivo, que no reemplaza a los oficiales enemigos del régimen.» Y es digno de notar que tanto Mirabeau como Robespierre se pronuncian por la disolución de los antiguos cuadros de oficiales. El primero se esforzaba en implantar con la mayor prontitud posible una firme disciplina. Al segundo lo que le preocupaba era desarmar a la contrarrevolución. Pero uno y otro comprendían que el antiguo ejército no podía subsistir.
Es verdad que la Revolución rusa, a diferencia de la francesa, estalló en plena guerra. Pero de esto no se deduce, ni mucho menos, que haya que hacer para Rusia una excepción a la ley histórica formulada por Engels. Al contrario, las condiciones propias de una guerra larga y desdichada no podían hacer otra cosa que acelerar e imprimir un carácter más agudo al proceso revolucionario de disgregación del ejército. La funesta y criminal ofensiva de la democracia se encargó del resto. Ahora, los soldados decían ya abiertamente y por todas partes, a quien quería oírlos: «¡Basta de verter sangre! ¿Para qué nos sirven la libertad y la tierra si tenemos que morir de un balazo?» Esos intelectuales pacifistas que intentan suprimir la guerra a fuerza de argumentos racionalistas son sencillamente ridículos. Pero cuando las masas armadas aducen los argumentos de su razón, no hay guerra que no se acabe.