domingo, 26 de marzo de 2017

100 AÑOS DE LA REVOLUCIÓN RUSA, 22 DE 23


León Trotsky

HISTORIA DE LA REVOLUCIÓN RUSA



marxists.org

Capitulo XXII

El Congreso de los soviets y la manifestación de junio

Publicada por primera vez, en traducción de Max Eastman, como The History of the Russian Revolution vols I-III, en Londres 1932-33. Digitalizado por Julagaray en julio de 1997, para la Red Vasca Roja, con cuyo permiso aparece aquí. Recodificado para el MIA por Juan R. Fajardo en octubre de 1999.

El primer Congreso de los soviets, que sancionó los planes de ofensiva de Kerenski, se reunió el 3 de junio en Petrogrado, en el edificio de la Academia militar. Acudieron a él 820 delegados con voz y voto y 268 con voz, pero sin voto. Estos delegados representaban a 305 soviets locales y a 53 soviets cantonales y de distrito, a las organizaciones del frente, a los institutos armados del interior del país y a algunas organizaciones campesinas. Tenían voz y voto los soviets integrados por más de 25.000 miembros. Los formados por 10 a 25.000 sólo tenían voz. Basándose en estas normas, que, dicho sea de paso, es poco probable que se observaran al pie de la letra, puede calcularse que en el Congreso estaban representadas más de 20 millones de personas. De los 777 delegados que facilitaron datos sobre su filiación política, 285 resultaban ser socialrevolucionarios, 243 mencheviques y 105 bolcheviques; después venían otros grupos menos nutridos. El ala izquierda, formada por los bolcheviques y los internacionalistas, representaba menos de la quinta parte de los delegados. En su mayoría, el Congreso estaba compuesto por elementos que en marzo se habían hecho socialistas y en junio estaban ya cansados de la revolución. Petrogrado tenía que parecerles una ciudad de locos.
El Congreso empezó aprobando la expulsión de Grimm, un lamentable socialista suizo que había intentado salvar a la revolución rusa y a la socialdemocracia alemana negociando detrás de la cortina con la diplomacia de los Hohenzolern. La proposición presentada por el ala izquierda para que se discutiera inmediatamente la cuestión de la ofensiva que se estaba preparando fue rechazada por una mayoría abrumadora. Los bolcheviques no eran allí más que un puñado. Pero el mismo día y acaso a la misma hora, la conferencia de los Comités de fábrica de Petrogrado votaba, también por una aplastante mayoría, una resolución en la que se decía que sólo el poder de los soviets podía salvar al país.
Por miopes que fueran los conciliadores, no podían dejar de ver lo que estaba sucediendo diariamente a su alrededor. Influido seguramente por los delegados de provincias, Líber, este encarnizado enemigo de los bolcheviques, denunciaba en la sesión del 4 de junio a los ineptos comisarios del gobierno, a quienes en el campo no querían entregar el poder. «A consecuencia de esto, una serie de funciones de la competencia de los órganos del gobierno han pasado a manos de los soviets, incluso cuando éstos no lo deseaba.» Estos hombres se quejaban de sí mismos. Uno de los delegados, maestro de escuela, contaba en el Congreso que durante los cuatro meses de revolución no se había operado el cambio más insignificante en la esfera de la instrucción pública. Los antiguos maestros, inspectores, directores, etc., muchos de ellos antiguos afiliados a las «centurias negras», los viejos planes escolares, los viejos manuales reaccionarios, hasta los viejos subsecretarios del ministerio; todo seguía tranquilamente donde estaba. Sólo los retratos del zar habían sido descolgados para llevarlos al desván, de donde no era difícil, ciertamente, sacarlos para volverlos a sus sitios.
El Congreso no se decidió a levantar la mano contra la Duma ni contra el Consejo de Estado. El orador menchevique Bogdanov justificaba su timidez ante la reacción con el pretexto de que la Duma y el Consejo «no son más que instituciones muertas, inexistentes». Mártov, con su gracejo polémico habitual, replicóle: «Bogdanov propone que se declare la Duma inexistente, pero que no se atente contra su existencia.»
El Congreso, a pesar de la gran mayoría gubernamental, transcurrió en una atmósfera de inquietud e inseguridad. Aquel patriotismo remojado no daba ya más que llamaradas tímidas. Era claro que las masas estaban descontentas y que los bolcheviques eran incomparablemente más fuertes en el país, sobre todo en la capital, que en el Congreso. El debate mantenido entre los bolcheviques y los conciliadores, reducido a su raíz, giraban entorno a este tema: ¿A quién tiene que asociarse la democracia, a los imperialistas o a los obreros? Sobre el Congreso se cernía la sombra de la Entente. La cuestión de la ofensiva estaba resuelta de antemano, los demócratas no tenían más recurso que doblegarse. «En estos momentos críticos -decía Tsereteli, en tono de mentor- no debemos prescindir de ninguna fuerza social que pueda ser útil para la causa popular.» Era el argumento en que se fundaba la coalición de la burguesía. Y como el proletariado, el ejército y los campesinos estropeaban a cada paso los planes de los demócratas, había que declarar la guerra al pueblo bajo el manto de una guerra contra los bolcheviques. Ya hemos visto cómo Tsereteli no tenía inconveniente en «prescindir» de los marineros de Kronstadt para no arrojar de su regazo al kadete Pepliayev. La coalición se aprobó por una mayoría de 443 votos contra 126 y 52 abstenciones.
Las tareas de la inmensa e inconsistente asamblea congregada en la Academia militar de Petrogrado se distinguieron pro el tono pomposo de las declaraciones y la mezquindad conservadora de los cometidos prácticos. Esto imprimió a todas las resoluciones una huella de inutilidad y de hipocresía. El Congreso proclamó el derecho de todas las naciones de Rusia a gobernarse libre y soberanamente. Pero la clave de este problemático derecho se entregaba, no a las propias naciones oprimidas, sino a la futura Asamblea constituyente, en la que los conciliadores confiaban en tener mayoría, preparándose a capitular en ella ante los imperialistas, ni más ni menos que lo habían hecho en el gobierno.
El Congreso se negó a votar un decreto sobre la jornada de ocho horas. Tsereteli explicó las vacilaciones de la coalición en este terreno por las dificultades con que se tropezaba para coordinar los intereses de los distintos sectores de la población. ¡Cómo si en la historia se hubiera hecho nunca nada grande a fuerza de «coordinar intereses» y no imponiendo el triunfo de los intereses del progreso sobre los de la reacción!
Groman, economista del Soviet, presentó al final su inevitable proposición «sobre el desastre económico que se avecina y la necesidad de atajarlo mediante la reglamentación de la economía por el Estado». El Congreso votó esta resolución ritual, en la seguridad de que las cosas seguirían como estaban.
«Grimm ha sido expulsado -escribía Trotski el 7 de junio-, y el Congreso ha pasado al orden del día. Pero para Skobelev y sus colegas los beneficios capitalistas siguen siendo sagrados e inviolables. La crisis de las subsistencias se agudiza cada día más. En el terreno diplomático, el gobierno no cesa de recibir golpes. Finalmente, la ofensiva tan histéricamente proclamada, se echará muy pronto sobre los hombros del pueblo como una monstruosa aventura.» Tenemos paciencia y estaríamos dispuestos a seguir contemplando tranquilamente la clarividente actuación del ministerio Lvov-Terechneko-Tsereteli unos cuantos meses más. Necesitamos de tiempo para nuestra preparación. Pero el topo subterráneo mina aceleradamente, y con la ayuda de los ministros «socialistas» el problema del poder puede echárseles encima a los miembros de este Congreso mucho antes de lo que todos sospechamos.
Procurando atrincherarse ante las masas detrás de una autoridad superior a ellos, los caudillos hacían intervenir al Congreso en todos los conflictos pendientes, comprometiéndolo sin piedad a los ojos de los obreros y soldados de Petrogrado. El episodio más ruidoso de este género fue el sucedido con la casa de campo de Durnovo, antiguo dignatario zarista, que, siendo ministro del Interior, se cubrió de gloria con la represión de la revolución de 1905. La villa deshabitada de este odiado burócrata, cuyas manos, además, no estaban del todo limpias, fue ocupada por las organizaciones obreras de la barriada de Viborg, principalmente a causa de su inmenso jardín, que se convirtió en el lugar de juegos favorito de los niños. La prensa burguesa pintaba la villa confiscada como una cueva de bandidos, una especie de Kronstadt de la barriada de Viborg. Nadie se tomaba el trabajo de darse una vuelta por allí a comprobar la verdadera realidad. El gobierno, que sorteaba cuidadosamente todas las cuestiones de importancia, se entregó con verdadero ardor a la obra de salvar la villa de Durnovo. Se pidió la sanción del Comité ejecutivo para tomar medidas heroicas y, naturalmente, Tsereteli no la negó. El fiscal dio orden al grupo de «anarquistas» de que desahuciasen la casa en un plazo de veinticuatro horas. Los obreros, enterados de las acciones militares que se preparaban, lanzaron la voz de alarma. Los anarquistas, por su parte, amenazaron con resistirse por la fuerza de las armas. Veintiocho fábricas declararon una huelga de protesta. El Comité ejecutivo lanzó un manifiesto acusando a los obreros de Viborg de auxiliares de la contrarrevolución. Después de esta preparación, los representantes de la justicia y de la milicia penetraron en la madriguera del león. Pronto se comprobó que en la villa, en la que se habían instalado una serie de organizaciones obreras de cultura, reinaba el más completo orden. Y no hubo más remedio que retroceder de un modo ignominioso. Pero la cosa no paró ahí.
El 9 de junio cayó en el Congreso esta noticia como una bomba. La Pravda de aquella mañana publicaba un llamamiento a una manifestación organizada para el día siguiente. Cheidse, hombre asustadizo, razón por la cual propendía también harto fácilmente a asustar a los demás, declaró, con voz de ultratumba: "Si el Congreso no toma medidas, el día de mañana será fatal." Los delegados alzaron la cabeza, intranquilos. Para concebir la idea de enfrentar a los obreros y soldados de Petrogrado con el Congreso, no hacía falta ninguna cabeza genial: bastaba con fijarse en la situación. Las masas apretaban a los bolcheviques. Apretaba, sobre todo, la guarnición, temerosa de que, con motivo de la ofensiva, fueran a dispersarla y enviarla a distintos frentes. A esto se añadía el profundo descontento producido por la "Declaración de los derechos del soldado", que representaba un gran paso atrás, en comparación con el "decreto número 1", y el régimen que se había implantado de hecho en el ejército. La iniciativa de la manifestación partió de la organización militar de los bolcheviques. Los directores de la misma afirmaban fundadamente, como demostraron los acontecimientos, que si el partido no asumía la dirección, los soldados se echarían ellos mismos a la calle. Sin embargo, el cambio profundo operado en el estado de espíritu de las masas no era siempre fácilmente perceptible, y esto engendraba ciertas vacilaciones hasta entre los propios bolcheviques. Los directores de la misma afirmaban fundadamente, como demostraron los acontecimientos, que si el partido no asumía la dirección, los soldados se echarían ellos mismos a la calle. Sin embargo, el cambio profundo operado en el estado de espíritu de las masas no era siempre fácilmente perceptible, y esto engendraba ciertas vacilaciones hasta entre los propios bolcheviques. Volodarski no estaba seguro de que los obreros salieran a la calle. Había dudas asimismo acerca del giro que tomaría la manifestación. Los representantes de la organización militar afirmaban que los soldados, ante el miedo a que les atacasen, no saldrían a la calle desarmados. "¿En qué parará esta manifestación?", preguntaba el prudente Tomski, exigiendo que la cuestión volviera a examinarse con cuidado. Stalin afirmaba que "la efervescencia entre los soldados era indudable, pero que no podía decirse lo mismo, de un modo concluyente, con respecto a los obreros"; a pesar de todo, creía necesario resistir al gobierno. Kalinin, siempre más inclinado a rehuir la batalla que a aceptarla, se pronunciaba decididamente contra la manifestación, fundándose en la ausencia de un motivo claro, sobre todo en lo tocante a los obreros: "La manifestación será una cosa artificial". El 8 de junio, en la conferencia celebrada con los representantes de las barriadas, después de una serie de votaciones preliminares, 131 manos se levantaron en favor de la manifestación, seis votaron en contra y 22 se abstuvieron. La manifestación fue señalada para el domingo día 10 de junio.
Los trabajos preparatorios se llevaron en secreto hasta el último momento, con el fin de no dar a los socialrevolucionarios y mencheviques la posibilidad de emprender una campaña en contra. Esta legítima medida de previsión había de interpretarse más tarde como prueba de que existía un compló militar. El Consejo central de los Comités de fábrica se adhirió a la idea de organizar la manifestación. "Bajo la presión de Trotski, y contra el parecer de Lunacharski, que era contrario a la proposición -escribe Yugov-, el Comité de los meirayontsi, decidió adherirse a la manifestación." Los preparativos se llevaron a cabo con una energía febril.
La manifestación había de alzar bandera por el poder de los soviets. La divisa de combate era: "¡Abajo los diez ministros capitalistas!" Era el modo más sencillo de expresar la necesidad de romper el bloque con la burguesía. La manifestación se dirigía hacia la Academia militar, donde estaba reunido el Congreso. Con esto, se daba a entender que no se trataba de derribar al gobierno, sino de ejercer presión sobre los dirigentes de los soviets.
Huelga decir que en las reuniones preliminares celebradas por los bolcheviques no fueron éstas las únicas voces que sonaron. Por ejemplo, Smilga, que había sido elegido hacía poco miembro del Comité central, propuso "no renunciar a apoderarse de Correos, de Telégrafos y del Arsenal, si los acontecimientos toman el giro de un choque abierto". Otro de los reunidos, el miembro del Comité de Petrogrado, Latzis, escribía en su diario, refiriéndose a que había sido desechada la proposición de Smilga: "No puedo estar conforme con esto... Me pondré de acuerdo con los camaradas Semaschko y Rachjia, para estar preparados en caso de necesidad y apoderarnos de las estaciones, los arsenales, los Bancos y de Correos y Telégrafos, apoyándonos en el regimiento de ametralladoras." Semaschko era oficial de este regimiento y Rachjia un obrero bolchevique muy combativo.
"Este estado de espíritu era muy explicable. El partido navegaba derechamente rumbo a la toma del poder; lo problemático no era más que el modo de apreciar la situación. En Petrogrado se estaba operando un cambio evidente de opinión a favor de los bolcheviques; pero en provincias, este proceso se desarrollaba más lentamente; además, el frente necesitaba de la lección de la ofensiva para vencer su recelo contra los bolcheviques. Por eso Lenin se mantenía firme en su posición de abril: "Explicar pacientemente."
En sus Memorias, Sujánov expone el plan de la manifestación del 10 de junio como si se tratase de un designio deliberado de Lenin para adueñarse del poder, "caso de que las circunstancias fuesen propicias". En realidad, los que intentaron plantear la cuestión en estos términos fueron unos cuantos bolcheviques aislados que, según la expresión que les aplicaba, bromeando, Lenin, viraban "un poquitín más a la izquierda" de lo que era preciso. Sujánov no se molesta siquiera en contrastar sus arbitrarias conjeturas con la línea política mantenida por Lenin en numerosos discursos y artículos.
El buró del Comité ejecutivo exigió inmediatamente de los bolcheviques que suspendieran la manifestación. ¿Por qué razón? Era evidente que sólo el gobierno tenía atribuciones para prohibir formalmente la manifestación. Pero éste no se atrevía siquiera a pensar en tal cosa. ¿Cómo se explica que el Soviet, que era oficialmente una "organización privada" dirigida por el bloque de dos partidos políticos, pudiera prohibir una manifestación a un partido que nada tenía que ver con ellos? El Comité central del partido bolchevique se negó a acceder a la demanda, pero creyó oportuno subrayar aun más el carácter pacífico de la manifestación. El 9 de junio se fijó en los barrios obreros esta proclama de los bolcheviques: "Como ciudadanos libres, tenemos el derecho de protestar, y debemos aprovecharnos de este derecho antes de que sea demasiado tarde. El derecho a manifestarnos pacíficamente no puede discutírnoslo nadie."
Los conciliadores sometieron la cuestión al Congreso. Fue entonces cuando Cheidse pronunció aquellas palabras acerca de las consecuencias fatales que podría tener la manifestación, añadiendo que sería preciso constituirse toda la noche en sesión permanente. Guegtschkori, miembro de la presidencia, otro de los hombres de la Gironda, puso fin a su discurso con un denuesto grosero dirigido a los bolcheviques. "¡Apartad vuestras sucias manos de nuestra gran obra!" A pesar de sus requerimientos, a los bolcheviques no se les concedió el tiempo necesario para reunirse en fracción a deliberar sobre el asunto. El Congreso tomó el acuerdo de prohibir todo género de manifestaciones durante tres días. Ese acto de violencia contra los bolcheviques era, al propio tiempo, un acto de usurpación de funciones con respecto al gobierno; los Soviets seguían robándose neciamente el poder de debajo de la almohada.
A la misma hora, Miliukov hablaba en el Congreso cosaco y acusaba a los bolcheviques de ser los "principales enemigos de la revolución rusa". Según la lógica natural de las cosas, su mejor amigo era, indiscutiblemente, el propio Miliukov, que en vísperas de febrero se inclinaba más a aceptar la derrota infligida a Rusia por los alemanes que la revolución realizada por el pueblo ruso. Y como los cosacos preguntasen qué actitud había que adoptar con los adeptos de Lenin, Miliukov contestó: "Ya va siendo hora de acabar con esos señores." El jefe de la burguesía tenía demasiada prisa. Y, sin embargo, hay que reconocer que el tiempo apremiaba.
Entre tanto, en las fábricas y en los regimientos se celebraban mítines, en los cuales se acordaba echarse al día siguiente a la calle tremolando la divisa de «¡Todo el poder, a los soviets!» El ruido que arrancaban los Congresos soviético y cosaco hizo que pasara inadvertido el hecho de que en las elecciones a la Duma del barrio de Viborg obtuvieran 37 puestos los bolcheviques, 22 el bloque socialrevolucionario y menchevique y cuatro los kadetes.
Ante la categórica decisión del Congreso y la misteriosa alusión a la amenaza de un golpe de derecha, los bolcheviques decidieron revisar la cuestión. Lo que ellos querían era una manifestación pacífica y no una insurrección, y no tenían motivos para convertir en seminsurrección la manifestación prohibida. La presidencia del Congreso, por su parte, decidió tomar medidas. Unos cuantos centenares de delegados fueron organizados en grupos de diez y enviados a los barrios obreros y a los cuarteles con el fin de evitar la manifestación y volver después al palacio de Táurida para dar cuenta del cumplimiento de su cometido. El Comité ejecutivo de los diputados campesinos se asoció a esta expedición destinando a ella setenta hombres.
Aunque de un modo inesperado, los bolcheviques consiguieron lo que se proponían: los delegados del Congreso veíanse obligados a ponerse en contacto con los obreros y soldados de la capital. No se dejó que la montaña se acercara a los profetas, pero los profetas no tuvieron más remedio que acercarse a la montaña. Aquel encuentro resultó fecundo en alto grado. En las Izvestia del Soviet de Moscú, el corresponsal -un menchevique- traza el siguiente cuadro: «La mayoría del Congreso, más de quinientos miembros del mismo, se pasaron la noche en blanco, dividiéronse en grupos de a diez, que recorrieron las fábricas y los cuarteles de Petrogrado invitando a los obreros y a los soldados a no acudir a la manifestación... El Congreso no goza de prestigio en una parte considerable de las fábricas, como tampoco en algunos regimientos de la guarnición... Muy a menudo, los miembros del Congreso no eran acogidos con simpatía, ni mucho menos; a veces, se les recibía con hostilidad y hasta con rencor.» El órgano soviético oficial no exagera, ni mucho menos; al contrario, da una idea bastante atenuada de aquel encuentro nocturno entre los dos mundos.
Desde luego, después de ponerse al habla con las masas de Petrogrado, los delegados no podían abrigar ya ninguna duda respecto a quién podía, en lo sucesivo, acordar una manifestación o prohibirla. Los obreros de la fábrica de Putílov no accedieron a fijar el manifiesto del Congreso contra la manifestación hasta persuadirse, por la lectura de la Pravda, de que no contradecía al acuerdo de los bolcheviques. El primer regimiento de ametralladoras, que desempeñaba el papel de vanguardia en la guarnición, como lo desempeñaba la fábrica Putílov en los medios obreros, después de conocidos los informes de Cheidse y Avksentiev, presidentes de los dos Comités ejecutivos, votó la siguiente resolución: «De acuerdo con el Comité central de los bolcheviques y de la organización militar, el regimiento decide aplazar su acción...»
Las brigadas de pacificadores llegaban al palacio de Táurida, después de una noche entera sin dormir, en un estado de completa desmoralización. Ellos, que creían que la autoridad del Congreso era indiscutible, habían chocado contra un recio muro de desconfianza y hostilidad. «Las masas están al lado de los bolcheviques.» «Reina una actitud muy hostil contra los mencheviques y socialrevolucionarios.» «No creen más que a la Pravda.» En algunos sitios, nos gritaron: «No os consideramos como compañeros.» Uno tras otro, los delegados daban cuenta de cómo a pesar de haberse conseguido aplazar la batalla, habían sufrido una dura derrota.
Las masas se sometieron a la resolución de los bolcheviques, pero no sin protestas y manifestaciones de indignación. En algunas fábricas se votaron resoluciones censurando al Comité central. En los barrios obreros los miembros más fogosos del partido rompieron sus carnets. Era un aviso serio.
Los conciliadores razonaron la prohibición alegando que los monárquicos preparaban un complot, para el cual se hubieran aprovechado de la manifestación bolchevique; aludían a la participación de una parte del Congreso cosaco en este complot y a la marcha de tropas contrarrevolucionarias sobre Petrogrado. Era natural que, después de prohibida la manifestación, los bolcheviques exigieran explicaciones respecto al pretendido complot. Los jefes del Congreso, en vez de dar la contestación que se les pedía, acusaron de conspiradores a los propios bolcheviques. De este modo, salían bastante airosamente del apuro.
Hay que reconocer, sin embargo, que en la noche del 10 de junio los conciliadores descubrieron, en efecto, un complot que los conmovió profundamente. Era el complot tramado pro las masas con los bolcheviques contra los conciliadores. No obstante, el hecho de que los bolcheviques se hubiesen sometido a las órdenes del Congreso alentó a los conciliadores y permitió que su pánico se convirtiera en furor. Los mencheviques y socialrevolucionarios decidieron dar pruebas de una férrea energía. El 10 de junio, el periódico de los mencheviques decía: «Es hora ya de denunciar a los leninistas como traidores a la revolución.» El representante que habló en el Congreso de los cosacos en nombre del Comité ejecutivo, pidió que los cosacos apoyaran al Soviet contra los bolcheviques. El presidente, que era el atamán del Ural Dutov, le contestó: «Los cosacos estaremos siempre al lado del Soviet.» Los reaccionarios, para dar la batalla a los bolcheviques, estaban dispuestos a aliarse incluso con el Soviet, para luego poderlo estrangular de un modo más seguro.
El 11 de junio se reúne un tribunal imponente: el Comité ejecutivo, los miembros de la presidencia del Congreso, los dirigentes de las fracciones, unas cien personas en total. Como siempre, el papel del fiscal corre a cargo de Tsereteli, quien exige furiosamente que se tomen medidas severas, y trata con desdén a Dan, dispuesto siempre a atacar a los bolcheviques, pero que no acaba de decidirse a exterminarlos. «Lo que ahora hacen los bolcheviques se sale ya de los límites de la propaganda ideológica, para convertirse en un complot... Que nos dispensen, pero ha llegado la hora de adoptar otros métodos de lucha. Hay que desarmar a los bolcheviques. No se pueden dejar en sus manos los abundantes recursos técnicos de que hasta ahora han dispuesto. No podemos dejar en sus manos las ametralladoras y las armas. No toleraremos ningún complot.» Resonaba aquí una nueva nota: desarmar a los bolcheviques. Pero ¿qué significaba, en realidad, desarmar a los bolcheviques? Sujánov escribe, hablando de esto: «No hay que olvidar que los bolcheviques no tienen ningún depósito propio de armas. Estas se hallan en poder de los soldados y los obreros, que en su imponente mayoría siguen a los bolcheviques. Desarmar a los bolcheviques no puede significar más que desarmar al proletariado. Y no bastaría siquiera esto, pues habría que desarmar también a las tropas.»
Como se ve, se acerca el momento clásico de la revolución, ese momento en que la democracia burguesa, acosada por la reacción, pretende desarmar a los obreros que han asegurado el triunfo de una causa revolucionaria. Los señores demócratas, entre los cuales había gentes leídas, ponían invariablemente sus simpatías en los desarmados, nunca en los que desarmaban, cuando en los libros leían estas cosas, pero cuando el problema se planteaba ante ellos en la realidad tangible, las cosas cambiaban. El hecho de que fuera Tsereteli, un revolucionario que se había pasado varios años en presidio, que todavía ayer era un zimmerwaldiano, quien emprendiera el desarme de los obreros, no era cosa fácil de comprender. La sala, al oírlo, se quedó estupefacta. A pesar de todo, los delegados de provincias parecían darse cuenta de que les estaban empujando al abismo. Uno de los oficiales tuvo un ataque histérico.
No menos pálido que Tsereteli, Kámenev se puso en pie y exclamó, con un tono de dignidad cuya fuerza impresionó al auditorio: «Señor ministro, si no lanza usted sus palabras al viento, no tiene derecho a limitarse a amenazar. ¡Deténgame usted y sométame a proceso por conspirar contra la revolución!» Los bolcheviques abandonaron la sala en señal de protesta, negándose a tomar parte en el escarnio de que se hacía objeto a su partido. La tensión en la sala se hace insoportable.
Líber acude en auxilio de Tsereteli. Al furor contenido sucede en la tribuna el furor histérico. Líber exige que se adopten medidas implacables. «Si queréis que os siga la masa que está con los bolcheviques, romped con el bolchevismo.» Pero se le escucha sin ninguna simpatía, y basta con un cierto sentimiento de hostilidad.
Lunacharski, siempre impresionable, intenta encontrar inmediatamente palabras que no desentonen de los sentimientos de la mayoría: si bien los bolcheviques aseguraban que su intención no era otra que celebrar una manifestación pacífica, a él la propia experiencia le había enseñado que «era un error organizar la manifestación». Pero no había por qué agudizar el conflicto. Lunacharski irrita a los amigos sin conseguir calmar a los adversarios.
«No vamos contra las tendencias izquierdistas -dice jesuíticamente Dan, el jefe más experimentado, pero, al mismo tiempo, el más estéril de todo el pantano-; nuestro enemigo es la contrarrevolución. No tenemos la culpa de que detrás de vosotros acechen los agentes de Alemania.» Aquella alusión a los alemanes no tenía más objeto que suplir la carencia de argumentos. Huelga decir que entre todos ellos no podían aportar el nombre de un solo agente a sueldo de Alemania.
Tsereteli proponíase asestar el golpe. Dan no quería más que levantar la mano. Consciente de su impotencia, el Comité ejecutivo se asoció a la propuesta del segundo. La resolución que se sometió al Congreso al día siguiente tenía el carácter de una ley de excepción contra los bolcheviques, pero sin consecuencias prácticas inmediatas.
«Después de la visita girada a las fábricas y a los regimientos por vuestros delegados -rezaba la declaración escrita elevada al Congreso por los bolcheviques- no puede caber la menor duda de que si la manifestación no se ha celebrado no ha sido precisamente porque vosotros la hubieseis prohibido, sino porque nuestro partido la suspendió... La ficción del complot militar ha sido denunciada por un miembro del gobierno provisional para desarmar al proletariado de Petrogrado y disolver la guarnición de la capital... Aun dado el caso de que el poder del Estado pasara íntegramente a manos del Soviet -punto de vista que nosotros defendemos- y éste intentara poner trabas a nuestras campañas, esto nos obligaría, tal vez, no a someternos pasivamente, sino a aceptar la cárcel y cualesquiera otras sanciones en aras de la idea del socialismo internacional que nos separa de vosotros.»
La mayoría y la minoría del Soviet se enfrentaron durante aquellos días, como preparándose a librar la batalla decisiva. Pero, en el último momento, los dos bandos dieron un paso atrás. Los bolcheviques renunciaron a celebrar la manifestación: los conciliadores, a desarmar a los obreros.
A Tsereteli le dejaron en minoría sus huestes. Sin embargo, no puede negarse que, a su manera, tenía razón. La política de alianza con la burguesía había llegado a un punto en que era necesario reducir a la impotencia a las masas rebeldes. Únicamente desarmando a los obreros y a los soldados podía llevarse la política del bloque hasta el anhelado fin, o sea hasta la instauración del régimen parlamentario de la burguesía. Pero Tsereteli, aun teniendo razón, era impotente para imponerla. Ni los soldados ni los obreros hubieran entregado voluntariamente las armas. No hubiera habido más remedio que emplear contra ellos la fuerza. Tsereteli no tenía ya fuerza para tanto. Para obtenerla, si es que la había en algún lado, hubiera tenido que pactar con la reacción, quien, una vez aniquilado el partido bolchevique, se habría cuidado, sin pérdida de tiempo, de hacer lo mismo con los soviets conciliadores, y pronto le hubiera hecho saber a Tsereteli que él no era más que un simple ex presidiario. Pero el rumbo tomado más tarde por los acontecimientos demuestra que tampoco la reacción disponía de la fuerza necesaria.
Tsereteli basaba políticamente la necesidad de dar la batalla a los bolcheviques en el hecho de que, según él, éstos divorciaban al proletariado de los campesinos. Mártov le objetó: «No es del seno de la masa campesina precisamente de donde Tsereteli toma sus ideas. « El grupo de los kadetes de derecha, el grupo de los capitalistas, el grupo de los terratenientes, el grupo de los imperialistas, la burguesía de los países occidentales: ésos son los que exigen el desarme de los obreros y los soldados. Mártov tenía razón: en la historia, en las clases poseedoras se atrincheran no pocas veces, para hacer prosperar sus intereses, detrás de los campesinos.
Desde el día en que vieran la luz las tesis de abril mantenidas por Lenin, el peligro de que el proletariado se aislara de los campesinos fue el principal argumento de todos los que pugnaban por tirar para atrás la revolución. Se explica perfectamente que Lenin comparase a Tsereteli con los «viejos bolcheviques».
En uno de sus trabajos publicados en 1917, Trotski escribía, a este propósito: «El aislamiento en que se encuentra nuestro partido con respecto a los socialrevolucionarios y mencheviques, por radical que sea, llevado incluso hasta detrás de los muros carcelarios, no significa, ni mucho menos, el aislamiento del proletariado con respecto a las masas oprimidas de la ciudad y el campo. Al contrario, la recia oposición de la política del proletariado revolucionario contra la pérfida política de concesiones de los actuales dirigentes soviéticos es lo único que puede trazar una diferenciación política salvadora en los millones de campesinos, arrancar a los campesinos pobres a la dirección traicionera de los labriegos socialrevolucionarios acomodados y convertir al proletariado socialista en el verdadero caudillo de la revolución popular triunfante.»
Y, sin embargo, aquel argumento, falso hasta la médula, de Tsereteli resultó tener una gran fuerza vital. En vísperas de la revolución de Octubre, volvió a levantar cabeza con fuerza redoblada, como el argumento que esgrimían muchos «viejos bolcheviques» contra la toma del poder. Años después, al iniciarse la reacción ideológica contra las tradiciones de octubre, la fórmula de Tsereteli convirtióse en la principal arma teórica de la escuela de los epígonos.
En la misma sesión del Congreso de los soviets, que conoció, en rebeldía, del proceso contra los bolcheviques, el representante del menchevismo propuso, cuando menos se esperaba, que para el próximo domingo, 18 de junio, se organizase en Petrogrado y en las ciudades más importantes una manifestación de obreros y soldados, para patentizar a los enemigos la unidad y la fuerza de la democracia. La proposición, aunque dejó un poco perplejo al Congreso, fue aceptada. Un mes después, Miliukov explicaba de un modo bastante plausible este inesperado cambio de frente de los conciliadores: «Después de pronunciar en el Congreso de los soviets discursos de tono liberal, después de hacer fracasar la manifestación armada del 10 de junio..., los ministros socialistas tuvieron la sensación de que habían ido demasiado lejos en su acercamiento a nuestro campo, de que empezaba a faltarles el terreno en que pisaban. Entonces se asustaron y dieron un viraje hacia los bolcheviques.» Claro está que aquel acuerdo de organizar una manifestación para el 18 de junio no era precisamente un viraje hacia los bolcheviques, sino algo muy distinto: una tentativa de viraje hacia las masas contra el bolchevismo. El encuentro nocturno con los obreros y los soldados les había producido una impresión bastante fuerte a los elementos dirigentes de los soviets. Así se explica que, abandonando los propósitos imperantes al abrirse el Congreso, se publicase atropelladamente, en nombre del gobierno, un decreto disolviendo la Duma y convocando la Asamblea constituyente para el 30 de septiembre próximo. Las divisas de la manifestación habían sido concebidas de modo que no suscitaran la irritación de las masas:»Paz general», «Convocación inmediata de la Asamblea constituyente», «República democrática». Ni una palabra acerca de la ofensiva ni de la coalición. Lenin preguntaba en la Pravda: «¿Qué se ha hecho, señores, de aquella confianza absoluta en el gobierno provisional? ¿Por qué la lengua se os pega al paladar?» Estas ironías daban en el blanco: en efecto, los conciliadores no se atrevían a exigir de las masas que depositasen su confianza en el gobierno de que formaban parte.
Los delegados soviéticos, después de recorrer por segunda vez las barriadas obreras y los cuarteles, en vísperas de la manifestación, dieron informes muy alentadores al Comité ejecutivo. Tsereteli, a quien estos informes devolvieron la serenidad y la afición a desempeñar el papel de mentor, se dirigió en estos términos a los bolcheviques: «Ahora tenemos ocasión de pasar revista a nuestras fuerzas de un modo franco y honrado... Ha llegado la hora de que sepamos todos a quién sigue la mayoría: si a vosotros o a nosotros.» Los bolcheviques aceptaron el reto aun antes de que fuera formulado de un modo tan imprudente. «Acudiremos a la manifestación del 19 -decía la Pravda- para luchar por las mismas consignas por las que queríamos manifestarnos el día 10.»
Pensando seguramente en el entierro de marzo, que había sido, a lo menos exteriormente, una grandiosa manifestación de unidad de la democracia, la ruta trazada para ésta conducía también al Campo de Marte, a las tumbas de las víctimas de febrero. Pero la ruta era lo único que recordaba los ya lejanos días de marzo. Tomaron parte en la manifestación cerca de cuatrocientas mil personas: muchas menos, por tanto, que en el entierro: de esta manifestación soviética no sólo estaba ausente la burguesía, aliada de los soviets, sino que lo estaban también los intelectuales radicales, que en las otras paradas de la democracia habían ocupado un puesto tan preeminente. En sus filas formaban casi exclusivamente los cuarteles y las fábricas.
Los delegados del Congreso, congregados en el Campo de Marte, iban leyendo los cartelones que desfilaban ante ellos. Las primeras divisas bolcheviques fueron acogidas medio en broma. Era natural que así fuese; no en vano la víspera, Tsereteli había lanzado su reto con tanta firmeza. Lo malo era que estas consignas se repetían profusamente: «¡Abajo los diez ministros capitalistas!», «¡Abajo la ofensiva!», «¡Todo el poder a los Soviets!» La sonrisa irónica fue borrándose de los rostros. Las banderas bolchevistas iban desfilando, unas tras otras, en procesión inacabable. Los delegados no las tenían todas consigo. El triunfo de los bolcheviques era demasiado evidente para negarlo. «De vez en cuando -dice Sujánov- aparecían entre las banderas y las columnas bolcheviques las divisas específicamente socialrevolucionarias y soviéticas. Pero se perdían entre la masa.» Al día siguiente, el órgano oficioso del Soviet daba cuenta del furor con que en algunos sitios habían sido destrozadas las banderas con las consignas pidiendo un voto de confianza para el gobierno provisional. En estas palabras hay una evidente exageración. Por la sencilla razón de que sólo tres pequeños grupos portaban cartelones de homenaje al gobierno provisional: eran los amigos de Plejánov, el regimiento de cosacos y un grupo de intelectuales judíos afiliados al «Bund». Este trío combinado que, por los elementos que lo integraban, producía la impresión de un hecho político raro, parecía no tener más finalidad que poner al descubierto, para que todo el mundo lo viese, la impotencia del régimen. Ante los gritos de protesta de la multitud, los amigos de Plejánov y los del «Bund» se vieron obligados a retirar los cartelones. La bandera de los cosacos que mostraron más tozudez fue, en efecto, arrebatada y destrozada por el público.
«Lo que hasta ahora no era más que un arroyuelo -comentan las Izvestia- se ha convertido en un caudaloso río, cada vez más hinchado y que amenaza con desbordarse.» Se trataba de la barriada de Viborg, cubierta toda ella de banderas bolcheviques con la inscripción: «¡Abajo los diez ministros capitalistas!» Una de las fábricas tremolaba un cartelón que decía así: «El derecho a la vida está por encima del derecho de propiedad.» Esta divisa no obedecía a órdenes del partido.
Los delegados de provincias, aturdidos, buscaban a los jefes con los ojos. Éstos rehuían la mirada o se escabullían buenamente. Los bolcheviques asediaban a preguntas a los provincianos. ¿Se parece esto, acaso, a un puñado de conspiradores? Los delegados de provincias convenían en que no, en que no lo parecían. «No pude negarse que en Petrogrado sois una fuerza -reconocían en un tono bastante distinto del adoptado en la sesión oficial del Congreso-; pero no ocurre lo mismo en las provincias ni en el frente.» Esperad, les contestaban los bolcheviques, que pronto os llegará también a vosotros el turno y se alzarán en provincias los mismos cartelones.
«Durante el desfile -escribía el viejo Plejánov-, yo estaba en el Campo de Marte, al lado de Cheidse., Por su semblante, veía que no se engañaba en lo más mínimo respecto a la significación de aquella profusión asombrosa de carteles pidiendo el derrocamiento de los ministros capitalistas. Y aun parecían subrayar deliberadamente esa significación de las órdenes verdaderamente autoritarias con que se dirigían a él algunos de los representantes leninistas que desfilaban ante nosotros con aire triunfal.»
Desde luego, los bolcheviques tenían motivos para estar satisfechos. «Juzgando por los cartelones y las divisas de los manifestantes -decía el periódico de Gorki-, la manifestación del domingo ha puesto de relieve el triunfo completo alcanzado por el bolchevismo entre el proletariado petersburgués.» Era, en efecto, un gran triunfo, obtenido, además, en la palestra escogida por el propio adversario., El Congreso de los soviets, después de aprobar la ofensiva, aceptar la coalición y anatemizar a los bolcheviques, se aventuraba a llamar a la calle a las masas. Éstas acudían y le decían a la cara: votamos contra la ofensiva y contra la coalición; estamos al lado de los bolcheviques. Tal era el balance político de la manifestación de junio. Y se explica que el periódico de los mencheviques, iniciadores de la manifestación, preguntara melancólicamente al día siguiente: «¿A quién se le ocurrió esta desdichada idea?»
Naturalmente que no todos los obreros y soldados de la capital tomaron parte en la manifestación, como tampoco todos los manifestantes eran bolcheviques. Pero lo evidente era que nadie quería la coalición. Los obreros adversos aun al bolchevismo no sabían qué oponerle, razón por la cual su enemiga se tornaba en expectante neutralidad. No pocos mencheviques y socialrevolucionarios, que aún no habían roto con sus partidos pero que habían perdido ya la confianza en sus consignas, abrazaban las de los bolcheviques.
La manifestación del 18 de junio produjo una inmensa impresión a los propios manifestantes. Las masas vieron que el bolchevismo se convertía en una fuerza, y los vacilantes se sintieron atraídos hacia él. En Moscú, Kiev, Charkov, Yekaterinoslav y muchas ciudades provinciales, las manifestaciones pusieron de relieve los inmensos avances conseguidos por los bolcheviques sobre las masas. Por todas partes surgían los mismos lemas, clavados en el mismo corazón del régimen de Febrero. Había que sacar las consecuencias de todo esto. Parecía que ya los conciliadores no tenían salida del atolladero, cuando, a última hora, vino en su auxilio la ofensiva.
El 19 de junio, la avenida Nevski presenció varias manifestaciones patrióticas organizadas por los kadetes y con retratos de Kerenski por bandera. El propio Miliukov confiesa que estas manifestaciones se parecían tan poco a la que desfilara por aquellas mismas calles el día anterior, que al sentimiento de entusiasmo se unía involuntariamente la desconfianza. ¡Sentimiento muy legítimo! Pero los conciliadores respiraron tranquilos. Su pensamiento se remontó inmediatamente por encima de las dos manifestaciones, como la esencia de la síntesis democrática. Esta gente estaba condenada a apurar hasta las heces la copa de las decepciones y de la humillación.
En abril habían chocado en la calle dos manifestaciones: la revolucionaria y la patriótica, y el choque produjo víctimas. Las manifestaciones adversas del 18 y del 19 de junio se sucedieron la una a la otra. Esta vez no llegó a estallar la pugna violenta. Pero ya no se podía evitar que estallase., Lo que se hizo fue únicamente aplazarla hasta dos semanas después.
Los anarquistas, que no sabían cómo manifestar su fiera independencia, se aprovecharon de la manifestación del 19 de junio para asaltar la cárcel de Viborg. Los detenidos, presos comunes en su mayoría, fueron puestos en libertad, sin combate ni víctimas. El ataque no cogía desprevenida, manifiestamente, a la administración, que no ofreció la menor resistencia a la agresión de los anarquistas reales y supuestos. Este enigmático episodio no tenía nada que ver con la manifestación. Pero la prensa patriótica lo mezcló todo como le convino. Los bolcheviques propusieron en el Congreso de los soviets que se abriera una información rigurosa para averiguara como habían podido ponerse en libertad 460 presos de delitos comunes. Pero los conciliadores no podían permitirse este lujo, pues temían chocar con los representantes de la superioridad administrativa y con sus aliados del bloque. Además, no tenían el menor deseo de defender contra las calumnias malignas a la manifestación organizada por ellos.
El ministro de Justicia, Perevedzey, que unos días antes se había cubierto de oprobio en el asunto de la villa de Durnovo, decidió tomarse la revancha y, so pretexto de buscar a los reclusos evadidos, volvió a asaltar la dicha villa. Los anarquistas ofrecieron resistencia, y, durante el tiroteo que se abrió, resultó muerto uno de ellos, quedó la villa destrozada. Los obreros de la barriada de Viborg, que consideraban como suya esta casa, dieron la voz de alarma. En algunas fábricas abandonaron el trabajo. La alarma se extendió por otros barrios y hasta por los cuarteles.
Los últimos días de junio se caracterizan por un estado constante de efervescencia. El regimiento de Ametralladoras está dispuesto a lanzarse inmediatamente al ataque contra el gobierno provisional. Los huelguistas recorren los cuarteles invitando a los soldados a echarse a la calle. Una manifestación de protesta, formada por campesinos con uniforme de soldados, muchos ya canosos, recorre las calles: son hombres de cuarenta años, que exigen que les dejen marcharse a los trabajos del campo. Los bolcheviques se pronuncia contra la acción inmediata: la manifestación del 18 de junio ha dicho todo lo que tenía que decir: para obtener un cambio, no bastaba con manifestaciones, y la hora del golpe decisivo no había sonado aún. El 22 de junio, los bolcheviques dirigen un llamamiento a la guarnición: «No atendáis a las invitaciones que os hagan para que os echéis a la calle, en nombre de la organización militar.» Del frente llegan delegados que se lamentan de los actos violentos y de las sanciones de que son víctimas los soldados. La amenaza de disolver los regimientos insumisos no consigue más que echar leña al fuego. «En muchos regimientos, los soldados duermen con las armas al brazo», dice una declaración elevada por los bolcheviques al comité ejecutivo. Las manifestaciones patrióticas, no pocas veces armadas, provocan colisiones en las calles. Son pequeñas descargas de la electricidad acumulada. Ninguno de los bandos se decide a emprender la ofensiva: la reacción es demasiado débil y la revolución no tiene aún una confianza absoluta en sus fuerzas. Pero tal parece que las calles de la ciudad están regadas con materias explosivas. Flota en el ambiente la inminencia del choque. La prensa bolchevique explica y frena. La prensa patriótica exterioriza su inquietud lanzándose a una campaña desenfrenada contra los bolcheviques. El 25 de junio, Lenin escribe: «Los salvajes aullidos de furor y de rabia contra los bolcheviques son el gemido de los kadetes, los socialrevolucionarios y los mencheviques por su propia impotencia. Tienen la mayoría. Están en el poder. Forman un bloque. Y ven que, a pesar de todo, no pueden nada. ¿Cómo no han de ponerse furiosos contra los bolcheviques?»

sábado, 25 de marzo de 2017

100 AÑOS DE LA REVOLUCIÓN RUSA, 21 DE 23


León Trotsky

HISTORIA DE LA REVOLUCION RUSA

  

marxists.0rg

Capitulo XXI

Las masas evolucionan

Publicada por primera vez, en traducción de Max Eastman, como The History of the Russian Revolution vols I-III, en Londres 1932-33. Digitalizado por Julagaray en julio de 1997, para la Red Vasca Roja, con cuyo permiso aparece aquí. Recodificado para el MIA por Juan R. Fajardo en octubre de 1999.

A los cuatro meses de vida, el régimen se ahogaba ya en sus propias contradicciones. El mes de junio empezó con el Congreso general de los soviets, cuyo fin no era otro que brindar un pretexto político para la ofensiva. La iniciación de ésta coincidió con una grandiosa manifestación de obreros y soldados organizada en Petrogrado por los conciliadores contra los bolcheviques, y que acabó convirtiéndose en una manifestación bolchevista contra los conciliadores. La creciente indignación de las masas conducía , dos semanas después, a una nueva manifestación que se organizó espontáneamente y sin requerimientos de arriba. Esta manifestación dio lugar a encuentros sangrientos, y quedó en la Historia con el nombre de «jornadas de julio». El semialzamiento de julio, que surge precisamente en la mitad del período comprendido entre la revolución de Febrero y la de Octubre, cierra la primera etapa, y viene a ser una especie de ensayo general de la segunda. Ponemos fin a este libro en los umbrales de las «jornadas de julio», pero antes de entrar a exponer los acontecimientos que tuvieron por escena a Petrogrado en este mes conviene detenerse un momento a observar los procesos que se estaban operando en las masas.
A un liberal que afirmaba a principios de mayo que cuanto más hacia la izquierda se inclinaba el gobierno más hacia la derecha viraba el país -huelga decir que por «país» este liberal entendía las clases poseedoras exclusivamente-, Lenin hubo de replicarle: «Os aseguro, ciudadano, y podéis creerlo, que el país de los obreros y campesinos pobres es mil veces más izquierdista que los Chernov y los Tsereteli, y cien veces más que nosotros. Y si usted vive, ya lo verá.» Lenin entendía que los obreros y los campesinos estaban situados cien veces más a la izquierda que los propios bolcheviques. A primera vista, esto podía parecer, cuando menos, infundado, ya que los obreros y los soldados seguían apoyando a los conciliadores y desconfiaban, en su mayoría, de los bolcheviques. Pero Lenin iba más allá. Los intereses sociales de las masas, su odio y sus esperanzas, pugnaban aún por exteriorizarse. Para ellos, los conciliadores representaban sólo una primera etapa. Las masas estaban incomparablemente más a la izquierda que los Chernov y los Tsereteli, aunque aún no tuviesen conciencia de su radicalismo. Y Lenin tenía también razón cuando decía que las masas eran más izquierdistas que los bolcheviques, pues el partido, en su aplastante mayoría, no se daba aún cuenta de la magnitud de las pasiones revolucionarias que hervían en el seno de las masas y que empezaban a despertarse. Y a la ira de las masas daba pábulo la continuación de la guerra, el desmoronamiento económico del país y la funesta inactividad del gobierno.
La inmensa estepa asiático-europea había podido convertirse en país gracias a las líneas férreas. La guerra repercutió en este aspecto de un modo gravísimo. Los transportes estaban desorganizados. En algunas líneas, el número de locomotoras fuera de servicio llegaba al 50 por 100. En el Cuartel general había documentados ingenieros que demostraban en sus informes que a la vuelta de medio año, a más tardar, los transportes ferroviarios se paralizarían por completo. En estos cálculos entraba en buena parte, naturalmente, el designio consciente de sembrar el pánico. Pero no podía negarse que el desbarajuste de los transportes iba tomando, en efecto, proporciones amenazadoras, que se reflejaban funestamente en el tráfico de mercancías, contribuyendo considerablemente a la carestía de las subsistencias.
La situación de las ciudades, desde el punto de vista del abastecimiento, era cada día más grave. El movimiento agrario había prendido ya en cuarenta y tres provincias. El suministro de cereales a los centros urbanos y al ejército iba reduciéndose de un modo alarmante.
Cierto es que en las regiones más fértiles del país se almacenaban docenas y centenares de millones de puds de grano sobrante. Pero las transacciones realizadas a base de precios firmes daban resultados extraordinariamente exiguos, aparte de que con aquella desorganización de los transportes era dificilísimo hacer llegar el grano a los centros. A partir del otoño de 1916, al frente llegaban, por término medio, hacia la mitad de las mercancías que debían llegar. Petrogrado, Moscú y otros centros industriales no recibían arriba del 10 por 100 de lo que necesitaban. Reservas, apenas si las había. El nivel de vida de las masas urbanas oscilaba entre la penuria y el hambre. El advenimiento del gobierno de coalición fue señalado en este aspecto por la prohibición democrática de amasar pan blanco. Han de pasar varios años antes de que vuelva a aparecer en la capital el «pan francés». Había escasez de carne. En junio fue racionado en todo el país el consumo de azúcar.
La mecánica del mercado, rota por la guerra, no fue suplida por el régimen centralizado a que no tuvieran más remedio que recurrir los países capitalistas avanzados, y gracias al cual pudo sostenerse Alemania durante los cuatro años de guerra.
Los síntomas catastróficos del desastre de la economía poníanse al desnudo a cada paso. La baja en rendimiento de las fábricas obedecía, aparte del desbarajuste de los transportes, al desgaste de la maquinaria, a la penuria de materias primas y de material auxiliar, a la fluctuación de personal, a la anormal financiación y, finalmente, al estado de general inseguridad del país. Las fábricas más importantes seguían trabajando para las necesidades de la guerra. Se les habían dado encargos para dos y tres años. A pesar de todo, los obreros resistíanse a creer que la guerra continuaría. Los periódicos daban cifras fantásticas de beneficios de guerra. La carestía de la vida iba en aumento. Los obreros esperaban que se produjesen cambios. El personal técnico y administrativo de las fábricas se organizaba sindicalmente y presentaba sus pliegos de peticiones. En estos sindicatos predominaban los mencheviques y los socialrevolucionarios. El régimen de las fábricas se desmoronaba. Todos los resortes cedían. Las perspectivas de la guerra y de la economía del país tornábanse nebulosas, confusas; el derecho de propiedad veíase amenazado. Los beneficios decrecían y los riesgos aumentaban. En aquellas condiciones revolucionarias los patronos perdían el estímulo de producir. En conjunto, la burguesía abrazaba la senda del derrotismo económico. Las pérdidas pasajeras experimentadas a consecuencias de la parálisis económica del país eran, a sus ojos, una especie de gastos generales que les imponía la lucha contra la revolución y contra lo que ésta suponía de peligro para los cimientos de la «cultura». Al mismo tiempo, la prensa sensata no dejaba pasar día sin acusar a los obreros de sabotear deliberadamente la industria, de dilapidar los materiales y de malgastar irracionalmente el combustible para acelerar con ello la paralización. La falta de fundamento de estas acusaciones rebasaba todos los límites. Y comoquiera que esta prensa era la de un partido que, de hecho, acaudillaba la coalición ministerial, la indignación contagiábase, naturalmente, al gobierno.
Los industriales no habían olvidado la experiencia de la revolución de 1905, en la que un lockout, diestramente organizado con el apoyo activo del gobierno, no solamente hizo fracasar la campaña de los obreros por la jornada de ocho horas, sino que prestó un inapreciable servicio a la monarquía, coadyuvando al aplastamiento de la revolución. Esta vez, la idea del lockout sometióse al estudio del «Consejo de los Congresos de la Industria y del Comercio», denominación inocente por la que se conocía el órgano de lucha del capital de los trusts y los grandes consorcios. Uno de los capitanes de la industria, el ingeniero Auerbach, había de explicar años más tarde en sus Memorias por qué fue desechada la idea del lockout: «Hubiera parecido una puñalada por la espalda, asestada al ejército. La mayoría, teniendo en cuenta la falta de apoyo del gobierno, se mostraba muy pesimista acerca de las consecuencias de ese paso.» Todo el mal estaba en la ausencia de un «verdadero» poder. La acción del gobierno provisional estaba paralizada por los soviets; los prudentes jefes de los soviets veíanse maniatados por las masas; los obreros de las fábricas estaban armados; además, casi todas las fábricas tenían en sus inmediaciones a un regimiento o a un batallón amigo. En estas condiciones era natural que a los caballeros industriales les pareciera reprobable el lock-out, «desde el punto de vista del interés nacional». Pero esto no significaba que renunciasen a la ofensiva; lo único que hacían era adaptarla a las circunstancias, dándole un carácter transitorio. Para decirlo con las palabras diplomáticas de Auerbach, los industriales «llegaron, en fin de cuentas, a la conclusión de que la misma vida se encargaría de dar una lección elocuente de cosas, al imponer el cierre inevitable y paulatino de las fábricas, cosa que, en efecto, empezó a ocurrir muy pronto». Dicho en otros términos, el Consejo de la industria unificada, al mismo tiempo que rechazaba el reto del lockout, por entender que llevaba aparejada «una enorme responsabilidad», recomendaba a sus afiliados que fuesen cerrando las fábricas una tras otras buscando pretextos adecuados.
La idea de lockout se puso en práctica de un modo bastante sistemático. Los representantes del capital, tales como el kadete Kutler, que había sido ministro con Witte, explayaban imponentes informes acerca del desmoronamiento de la industria, bien entendido que la responsabilidad no se achacaba, precisamente, a los tres años de guerra, sino a los tres meses de revolución. «Pasarán dos o tres semanas -predecía el impaciente Riech- y las fábricas empezarán a cerrarse una tras de otra.» Velada en esta profecía hay una amenaza. Los ingenieros, los profesores, los periodistas, abrieron en la prensa una campaña especial, en la que se sostenía que la medida fundamental de salvación consistía en parar los pies a los obreros. El 17 de mayo, en vísperas de su separación ostentosa del gobierno, el ministro e industrial Konovalov declaraba: «Si en un próximo futuro la gente no entrara en razón..., asistiremos al cierre de cientos de fábricas.»
A mediados de junio, el Congreso de la Industria y del Comercio exige del gobierno provisional que "rompa abiertamente con el actual modo de llevar adelante la revolución". Esta demanda, "¡suspended la revolución!", la hemos oído ya de labios de los generales. Pero los industriales concretan más sus deseos. "El origen del mal no está solamente en los bolcheviques, sino que está también en los partidos socialistas. Sólo una mano firme, una mano férrea puede salvar a Rusia."
Después de preparar el terreno políticamente, los industriales pasaron de las palabras a las obras. Durante los meses de marzo y abril se cerraron ciento veintinueve pequeñas fábricas, que daban trabajo a nueve mil obreros; en el mes de mayo, ciento ocho, con igual número de trabajadores; en junio se clausuran ya ciento veinticinco con un contingente de treinta y ocho mil obreros; en julio, doscientas seis, que daban ocupación a cuarenta y ocho mil. El lockout avanza en progresión geométrica. Pero esto no era más que el principio. A Petrogrado siguió la industria textil de Moscú, y tras ésta vinieron las provincias. Los patronos justificaban el cierre por la falta de combustible, de materias primas, de materiales auxiliares, de créditos. Los comités de fábrica intervenían en el asunto y, en muchos casos, demostraban de un modo irrefutable que la producción se desorganizaba deliberadamente, con el designio de presionar a los obreros a conseguir una ayuda financiera del Estado. Se distinguía por su insolencia la conducta de los capitalistas extranjeros, atrincherados detrás de sus Embajadas. En algunos casos, el sabotaje era tan evidente que, forzados por las revelaciones de los comités de fábrica, los industriales no tenían más remedio que volver a abrir sus industrias. Así, poniendo al desnudo una contradicción social tras otra, la revolución no tardó en llegar a la más importante de todas: a la contradicción que mediaba entre el carácter social de la producción y la propiedad privada de sus instrumentos y recursos. Para imponerse a los obreros, el patrono no tiene inconveniente en cerrar la fábrica, ni más ni menos que si se tratara de su petaca y no de un organismo necesario para la vida de toda la nación. Los Bancos, que habían boicoteado harto eficazmente el "Empréstito de la Libertad", abrazaron una posición combativa ante los atentados del fisco contra el gran capital. En una carta dirigida al ministro de Hacienda, los banqueros "profetizaban" la emigración de capitales al extranjero y la reclusión de los valores en las cajas de caudales, caso de que se tomaran medidas financieras de carácter radical. Dicho en otros términos, los patriotas de los Bancos amenazaban con el lockout financiero como complemento del industrial. El gobierno se apresuró a ceder. No hay que olvidar que los organizadores del sabotaje eran gente honorables que habían tenido que arriesgar sus capitales amenazados por la guerra y la revolución, y no unos marineruchos de Kronstadt como otros cualesquiera, que no arriesgaban más que su cabeza, lo único que tenían que perder.
El Comité ejecutivo no podía por menos de comprender que la responsabilidad de los destinos económicos del país, sobre todo después del advenimiento franco de los socialistas al poder, pesaba, a los ojos de las masas, sobre la mayoría dirigente del Soviet. La sección financiera del Comité ejecutivo redactó un amplio programa de reglamentación de la vida económica por el Estado. Constreñidos por las circunstancias, cada día más amenazadoras, las proposiciones de aquellos economistas, muy moderadas todas, resultaron ser mucho más radicales que sus autores. "Ha llegado el momento -decía el programa- en muchas ramas de la industria (trigo, carne, sal, pieles) de que se implante el monopolio comercial del Estado; en otras (carbón, petróleo, metal, azúcar, papel) las condiciones aconsejan la constitución de trusts reglamentados por el Estado, y, finalmente, en casi todas las ramas de la industria las condiciones imperantes exigen que el Estado intervenga y reglamente la distribución de las materias primas y de los productos elaborados, así como la fijación de los precios... Al mismo tiempo, es imprescindible someter a un régimen de fiscalización todos los institutos de crédito."
El 16 de mayo, el Comité ejecutivo, cuyos jefes políticos estaban completamente desconcertados, adoptó casi sin discusión las propuestas de sus economistas y las corroboró con un aviso muy curioso que dirigía al gobierno, según el cual éste debía imponerse "la misión de organizar de un modo sistemático la economía nacional y el trabajo", recordando que había sido por no haber cumplido con esta misión por lo que "había caído el antiguo régimen y había sido necesario introducir modificaciones en el gobierno provisional". Queriendo hacerse los valientes, los conciliadores se asustaban a sí mismos.
"El programa es magnífico -escribía Lenin-, no falta nada en él: ni el control, ni la centralización en el Estado de los trusts, ni la campaña contra la especulación, ni el trabajo obligatorio... No hay más remedio que resignarse a aceptar el programa del "horrendo bolchevismo", por la sencilla razón de que no cabe otro, ni más salida a la horrible catástrofe que nos amenaza..." Sin embargo, todo el problema estaba en saber quién había de realizar este magnífico programa. ¿La coalición? La respuesta no tardó en surgir. Al día siguiente de aprobarse el programa económico por el Comité ejecutivo, el ministro del Comercio y de la Industria Konovalov, presentaba la dimisión y se iba, dando un portazo. Lo sustituyó temporalmente el ingeniero Palchinski, representante no menos fiel, aunque bastante más enérgico, del gran capital. Los ministros socialistas no sé atrevieron siquiera a presentar seriamente el programa del Comité ejecutivo a sus colegas liberales. No olvidemos que Chernov había intentado, sin conseguirlo, que el gobierno aprobase un decreto prohibiendo las transacciones sobre tierras.
Como respuesta a las dificultades, cada día mayores, el gobierno limitóse a forjar un plan para descargar a Petrogrado, es decir, para trasladar las fábricas y los talleres de la capital al interior del país. Este plan se basaba en consideraciones de orden militar -para esquivar el peligro de que los alemanes se apoderasen de la capital-, y en razones económicas, alegando que Petrogrado se hallaba demasiado lejos de las cuencas de combustible y las zonas de origen de las materias primas. Aquel desplazamiento hubiera equivalido a dar al traste con la industria de la capital por una serie de meses y de años. El fin político perseguido consistía en desparramar por todo el país a la vanguardia de la clase obrera. Por su parte, las autoridades militares formulaban petición tras petición para que se evacuase de Petrogrado a las tropas revolucionarias.
Palchinski ponía todos sus esfuerzos en procurar persuadir a la sección obrera del Soviet de las ventajas de aquella medida. En llevarla a la práctica contra la voluntad de los obreros no había que pensar, y los trabajadores no estaban de acuerdo con ella. Esta iniciativa avanzaba tan poco como la proyectada reglamentación de la industria. La crisis se agravaba, los precios subían, el lockout tácito extendía su frente y con él aumentaba el paro forzoso. El gobierno no se movía del sitio. Miliukov escribía, refiriéndose a aquellos tiempos: "El Ministerio no hacía más que seguir la corriente, y la corriente conducía a los cauces bolchevistas." Sí, así era: la corriente conducía a los cauces del bolchevismo.
El proletariado era la principal fuerza motriz de la revolución. Por su parte, la revolución se encargaba de formar al proletariado, cosa de que éste estaba muy necesitado.
Hemos visto el papel decisivo que los obreros pequeñoburgueses desempeñaron en febrero. Las posiciones más avanzadas las ocupaban los bolcheviques. pero después de la revolución quedan relegados a segundo término. Ahora ocupan la escena política los partidos conciliadores, que entregan el poder a la burguesía liberal. La bandera bajo la que navega el bloque es el patriotismo. Y su presión es tan fuerte, que la mitad, por lo menos, de los dirigentes del partido bolchevique capitulan ante él. Al llegar Lenin a Petrogrado, cambia radicalmente el rumbo del partido, a la par que crece rápidamente en su influencia. En la manifestación armada del mes de abril, los obreros y soldados avanzados intenta ya romper las cadenas del bloque. Pero, después de los primeros esfuerzos retroceden. Y los conciliadores siguen empuñando el timón.
Más tarde, después de la revolución de Octubre, se gastó no poca tinta en torno al tema de que los bolcheviques debían el triunfo al ejército campesino, cansado de la guerra. Pero esta explicación es harto superficial. Mucho más cercana de la verdad estaría la afirmación contraria, a saber: que el papel tan relevante que desempeñaron los conciliadores en la revolución de Febrero obedecía muy principalmente a la importancia excepcional del ejército campesino en la vida del país. Si la revolución se hubiera desarrollado en tiempo de paz, el papel dirigente del proletariado se habría impuesto mucho antes, desde el principio. Sin la guerra, el triunfo de la revolución no hubiera sido tan rápido y se hubiera pagado bastante más caro, prescindiendo de las víctimas de la guerra. Pero no habría dejado margen para que se desarrollase un estado de opinión patriótica y conciliadora. En todo caso, los marxistas rusos, al predecir, adelantándose en mucho a los acontecimientos, la conquista del poder por el proletariado en el transcurso de la revolución burguesa, no arrancaban precisamente de la moral transitoria de un ejército campesino, sino que se fijaban en la estructura de la sociedad rusa desde el punto de vista de clase. Este pronóstico se vio plenamente confirmado. pero la relación fundamental entre las clases se modificó a causa de la guerra y sufrió una alteración temporal bajo la presión del ejército como organización de los campesinos declassés y armados. Esta formación social artificial fue precisamente la que robusteció de un modo extraordinario las posiciones de los conciliadores pequeñoburgueses, concediéndoles un margen de ocho meses de experimentos, que no les sirvieron más que para desangrar al país y a la revolución.
Sin embargo, las raíces de esta política de conciliación no deben buscarse exclusivamente en este factor del ejército campesino. Hay que indagar en el propio proletariado, en su composición, en su nivel político, los motivos que contribuyen a explicar el predominio temporal de que gozaron los mencheviques y socialrevolucionarios. La guerra operó enormes variaciones en la composición y estado de espíritu de la clase obrera. Los años que precedieron a la guerra se caracterizaron por el progreso del movimiento revolucionario, pero este proceso viose interrumpido por aquélla. La movilización fue concebida y llevada a la práctica con un criterio que no era estrictamente militar, sino que tenía mucho de policíaco. El gobierno se apresuró a retirar de las cuencas industriales a los obreros más activos e inquietos. Puede sentarse como hecho indiscutible que en los primeros meses de la guerra la movilización arrancó de la industria hasta un 40 por 100 de los obreros, principalmente obreros calificados. Su alejamiento, que tan desastrosamente repercutía en la marcha de la producción, levantaba calurosas protestas por parte de los industriales, sobre todo cuando mayores eran los beneficios que la industria de guerra reportaba. Gracias a esto, se contuvo la destrucción total de los cuadros obreros. La industria retenía los trabajadores de que necesitaba, en calidad de movilizados. Las brechas abiertas por la movilización fueron tapadas con elementos procedentes del campo, gente pobre de las ciudades, obreros poco expertos, mujeres, jóvenes. El tanto por ciento de las mujeres empleadas en la industria era de un 32 a un 40 por 100.
El proceso de renovación y de enrarecimiento del proletariado tomaba en la capital proporciones muy considerables. Durante los años de la guerra, desde 1914 hasta 1917, el número de fábricas que daban trabajo a más de quinientos obreros aumentó en la provincia de Petrogrado en casi el doble. Por efecto del cierre de las fábricas de Polonia y sobre todo las de los países bálticos, y a causa también, muy principalmente, del auge de la industria de guerra, en 1917 concentrábanse en las fábricas de Petrogrado cerca de cuatrocientos mil obreros, de los cuales treinta y cinco mil se distribuían entre ciento cuarenta fábricas gigantescas. Los elementos más combativos del proletariado petersburgués desempeñaban en el frente un papel muy considerable, contribuyendo no poco a formar el estado de espíritu revolucionario del ejército. Pero los elementos procedentes del campo que los reemplazaban y que eran, con frecuencia, campesinos acomodados y tenderos, que buscaban en las fábricas un asidero para no ir al frente, y con ellos las mujeres y los jóvenes, eran mucho más sumisos que los obreros corrientes. Añádase a esto que los obreros expertos, que continuaban en sus puestos en concepto de movilizados -y eran cientos de miles los que estaban en esta situación-, observaban una prudencia extraordinaria por miedo a que les llevasen al frente. Tal era la base social del ambiente patriótico que, ya bajo el zarismo, reinaba en ciertos sectores obreros.
Pero este patriotismo no tenía ninguna firmeza. Las despiadadas represiones militar y policíaca, la redoblada explotación, las derrotas sufridas en el frente y el desbarajuste económico del país, empujaban a los obreros a la lucha. Sin embargo, durante la guerra las huelgas tenían casi todas un carácter económico y eran mucho más moderadas que antes. La postración del partido contribuía y eran mucho más moderadas que antes. La postración del partido contribuía a acentuar más todavía la de la clase. Después de la detención y el destierro de los diputados bolcheviques se desplegó, con ayuda de todo un cuerpo de provocadores preparados de antemano, una batida general contra las organizaciones bolchevistas, de la que el partido no pudo rehacerse hasta la revolución de Febrero. En el transcurso de los años 1915 y1916, la clase obrera diluida tuvo que pasar por la escuela elemental de la lucha antes de que, en febrero de 1917, las huelgas económicas parciales y las manifestaciones de las mujeres hambrientas pudieran fundirse en una huelga general y arrastrar al ejército a la insurrección.
Al estallar la revolución de Febrero, la estructura del proletariado de Petrogrado era en extremo heterogénea y, además, su nivel político, aun en los sectores más avanzados, bastante bajo. En provincias, las cosas estaban aún peor. Sin este retroceso determinado por la guerra en la formación de la conciencia política del proletariado, que la hizo caer otra vez en un estado de analfabetismo o semianalfabetismo político, no hubiera podido concebirse tampoco aquel predominio temporal de los partidos conciliadores.
Toda revolución enseña y, además, con gran rapidez. En eso está su fuerza. Cada semana revelaba a las masas algo nuevo. Dos meses equivalían a una época. A fines de febrero, la insurrección. A fines de abril, las manifestaciones armadas de los obreros y los soldados en Petrogrado. A principios de julio, nueva acción, con proporciones mucho más vastas y con consignas más atrevidas. A fines de agosto, la intentona contrarrevolucionaria de Kornílov, que las masas hicieron abortar. A fines de octubre, la conquista del poder por los bolcheviques. Bajo estos acontecimientos, que sorprenden por la regularidad de su ritmo, se operan profundos procesos moleculares, que funden a los elementos heterogéneos de la masa obrera en un todo político coherente. También en esto la huelga desempeñaba un papel decisivo.
Durante las primeras semanas, los industriales, atemorizados por los truenos de la revolución, que retumbaban entre la bacanal de los beneficios de guerra, hicieron concesiones a los obreros. Los fabricantes de Petrogrado accedieron incluso, con ciertas reservas y restricciones, a conceder la jornada de ocho horas., Pero esto a los obreros no les bastaba, ya que el nivel de vida descendía constantemente. En mayo, el Comité ejecutivo viose obligado a reconocer que, ante el aumento ininterrumpido de los precios de subsistencia, la situación de los trabajadores «lindaba, para muchos, con el hambre crónica». En los barrios obreros crecía el nerviosismo. Lo que más angustiaba a la gente era la falta de perspectivas, la incertidumbre. Las masas son capaces de soportar las más duras privaciones cuando saben en nombre de qué hacen el sacrificio. Pero el nuevo régimen se les revelaba, cada vez más marcadamente, como la máscara de la vieja realidad contra la cual se habían alzado en febrero. Y esto no tenían por qué soportarlo.
Las huelgas cobran un carácter especialmente turbulento en los sectores obreros más atrasados y explotados. A lo largo de todo el mes de junio abandonan el trabajo, unos detrás de otros, las lavanderas, los tintoreros, los toneleros, los dependientes de comercio, los obreros de la construcción, los pintores, los peones, lo zapateros, los obreros del cartón, los tocineros, los ebanistas. Por el contrario, los metalúrgicos tienden más bien a contener el movimiento. Los obreros avanzados empezaban a ver, cada vez más claramente, que en las condiciones económicas parciales no se conseguiría ninguna mejora sensible, que era necesario remover los cimientos mismos. El lockout no sólo hacía que a los obreros se les alcanzase mejor la necesidad de implantar el control de la industria, sino que les sugería la conveniencia de que el Estado tomase en sus manos las fábricas. La cosa parecía tanto más lógica cuanto que la mayoría de las fábricas particulares trabajaban para la guerra, colaborando con fábricas idénticas pertenecientes al Estado. ya en el verano de 1917 empiezan a hacer acto de presencia en la capital delegaciones de obreros y empleados, que acuden de las distintas partes de Rusia a solicitar que el Estado se haga cargo de las fábricas, ya que los accionistas se niegan a seguir dando dinero. Pero el gobierno no quería ni oír hablar de esto. La conclusión era clara: había que cambiar de gobierno. Y como los conciliadores se oponían a esto, los obreros les volvían la espalda.
En los primeros meses de la revolución, la fábrica de Putilov, con sus cuarenta mil obreros, parecía una fortaleza de los socialrevolucionarios. Pero su guarnición no resistió durante mucho tiempo los ataques de los bolcheviques. A la cabeza de los atacantes veíase casi siempre a Volodarski. Volodarski, un antiguo sastre judío, que había vivido en Norteamérica muchos años y conocía muy bien el inglés, era un excelente orador de masas, lógico, expeditivo y audaz. La entonación americana daba una gran fuerza de expresión a su voz potente, que resonaba con acento claro y preciso en aquellas asambleas, en que se congregaban miles de obreros. «Al aparecer Volodarski en el barrio de Narva -cuenta el obrero Minichev-, en la fábrica de Putilov, los obreros de esa fábrica empezaron a írseles de las manos a los señores socialrevolucionarios, y, a la vuelta de unos meses, se pasaron a los bolcheviques.»
El incremento que tomaban las huelgas y la lucha de clases en general robustecía casi automáticamente la autoridad de los bolcheviques. En todos aquellos casos en que se planteaban intereses vitales para los obreros, éstos convencíanse de que los bolcheviques no abrigaban segundas intenciones, de que no ocultaban nada y de que se podía confiar en ellos. Cuando estallaba algún conflicto, todos los obreros sin partido, los socialrevolucionarios y los mencheviques, se iban con ellos. Así se explica que los Comités de fábrica que batallaban contra el sabotaje ejercido por la administración y por los patronos, se pusieran al lado de los bolcheviques mucho antes que el Soviet. En la reunión celebrada a principios de junio por los Comités de fábrica de Petrogrado y sus alrededores, la proposición bolchevista obtuvo 335 votos por 421 votantes. Y, sin embargo, era un hecho revelador, pues demostraba que, en las cuestiones fundamentales de la vida económica, el proletariado de Petrogrado, que aún no había roto con los conciliadores, se había pasado de un modo efectivo al campo bolchevique.
En la asamblea sindical celebrada en junio pudo comprobarse que en Petrogrado había más de cincuenta sindicatos y que sus afiliados no bajaban de doscientos cincuenta mil. El sindicato metalúrgico contaba con cerca de cien mil obreros. En el transcurso del mes de mayo, el número de obreros sindicados se dobló. La influencia de los bolcheviques en los sindicatos crecía aún más rápidamente.
En todas la elecciones parciales a los soviets triunfaban los bolcheviques. El primero de junio había ya en el Soviet de Moscú doscientos seis bolcheviques por ciento setenta y dos mencheviques y ciento diez socialrevolucionarios. Idénticos cambios se producían en provincias, aunque con mayor lentitud. Los efectivos del parido crecían sin cesar. A finales de abril, la organización de Petrogrado contaba con cerca de quince mil miembros; a finales de junio, el número de afiliados era ya de treinta y dos mil.
En la sección obrera del Soviet de Petrogrado tenían ya, por aquel entonces, mayoría los bolcheviques. Pero en las asambleas mixtas de ambas secciones la mayoría aplastante correspondía a los delegados soldados. La Pravda no se cansaba de pedir elecciones generales. «Los quinientos mil obreros de Petrogrado tienen en el Soviet cuatro veces menos delegados que los ciento cincuenta mil soldados de la guarnición.»
En el Congreso de los Soviets celebrado en junio, Lenin reclamó medidas serias para combatir el lockout, las expoliaciones y el desbarajuste deliberado que en la vida económica introducían los industriales y los banqueros. «Hay que dar publicidad a los beneficios de los señores capitalistas, detener a cincuenta o cien millonarios. Bastará con tenerlos encerrados unas cuantas semanas, aunque sea con el régimen de favor que se dispensa a Nicolás Romanov, con el solo fin de obligarles a poner al descubierto los engaños, los manejos, los negocios sucios que bajo el nuevo gobierno siguen costando millones de rublos a nuestro país.» A los jefes del Soviet esta proposición de Lenin les parecía monstruosa. «¿Es que se puede variar el curso de las leyes que rigen la vida económica con medidas de violencia contra unos cuantos capitalistas?» Parecíales natural que los industriales dictasen a la economía sus leyes conspirando contra la nación. Un mes después, Kerenski, que dejó caer sobre Lenin todo el furor de su indignación, no reparaba en detener a miles de obreros, cuya opinión acerca de las «leyes que rigen la vida económica» difería de la de los industriales.
El nexo entre la economía y la política habíase puesto al desnudo. Ahora, el Estado, acostumbrado a obrar en calidad de principio místico, obraba, cada vez con más frecuencia, en su forma más primitiva, es decir, personificado por destacamentos armados. En distintas partes del país, los obreros hacían comparecer por la fuerza ante el Soviet o arrestaban en sus domicilios a los patronos que se negaban a hacer concesiones y algunos hasta a negociar. Se explica perfectamente que las clases poseedoras distinguiesen con sus odios a la milicia obrera.
El acuerdo primeramente tomado por el Comité ejecutivo de armar al10 por 100 de los obreros no se había puesto en práctica. Pero los obreros se las arreglaban para armarse más o menos bien, debiendo tenerse en cuenta que en estas milicias se encuadraban los elementos más activos. la dirección de la milicia obrera estaba en manos de los Consejos de fábrica, cuya jefatura iba concentrándose, poco a poco, en manos de los bolcheviques. Un obrero de la fábrica de Moscú, Postavchik, cuenta: «El primero de junio, inmediatamente de elegirse el nuevo Consejo de fábrica con una mayoría bolchevique..., se procedió a formar un destacamento de ochenta hombres, que, a falta de armas, aprendía la instrucción militar con bastones, al mando del camarada Lievakov, antiguo soldado.»
La prensa acusaba a la milicia de cometer violencias y llevar a cabo requisas y detenciones ilegales. Evidentemente, la milicia obrera ponía en práctica la coacción; no había sido creada para otra cosa. Pero lo imperdonable era que aplicase la violencia a los representantes de una clase que no estaba acostumbrada, ni quería acostumbrarse, a ser tratada así.
El 23 de junio se reunió en la fábrica de Putilov, fábrica que tuvo un papel dirigente en la lucha por la subida de salarios, una asamblea, en la que estaban representados el Consejo central de los comités de fábrica, el buró central de los sindicatos y setenta y tres fábricas. Bajo la influencia de los bolcheviques, la asamblea reconoció que, en aquellas condiciones, si se planteaba la huelga en la fábrica podían empeñar a los obreros petersburgueses en una «lucha política desorganizada», por lo cual proponía a los obreros de la fábrica de Putilov que «contuviesen su legítima protesta», preparándose para dar la batalla general.
En vísperas de esta importante asamblea, la fracción bolchevique prevenía al Comité ejecutivo: «Esa masa de cuarenta mil hombres... puede lanzarse a la huelga el día menos pensado y echarse a la calle. Lo hubiera hecho ya, de no haberla contenido nuestro partido; pero nada nos garantiza que se consiga seguir conteniéndola en adelante. Y si los obreros de la fábrica de Putilov se echan a la calle, es indudable que arrastrarán consigo a la mayoría de obreros y soldados.»
Los jefes del Comité ejecutivo consideraban estos avisos como gritos demagógicos o, cuando no, celosos de su tranquilidad, hacían caso omiso de ellos. Ellos, por su parte, vivían apartados casi en absoluto de las fábricas y los cuarteles, pues sus figuras atraían ya los odios de los obreros y soldados. Sólo los bolcheviques gozaban del prestigio necesario para evitar que los obreros y los soldados se lanzasen a acciones dispersas. Sin embargo, la impaciencia de las masas se volvía a veces incluso contra los propios bolcheviques.
En las fábricas y en la escuadra hicieron su aparición algunos anarquistas, quienes no tardaron en revelar su inconsistencia orgánica, como siempre, ante las grandes masas y los grandes acontecimientos. A los anarquistas les era muy fácil negar el poder político, no teniendo como no tenían la menor idea acerca de la importancia de los soviets como órganos del nuevo Estado. Justo es decir que, aturdidos por la revolución, lo más corriente era que guardaran silencio en lo tocante a la cuestión del Estado. Su independencia y originalidad manifestábanse principalmente en pequeños tiros de cohete. Las dificultades económicas y la exasperación, cada día mayor, de los obreros de Petrogrado brindaban a los anarquistas algunos puntos de apoyo. Incapaces de impulsar seriamente la correlación de fuerzas sociales con sujeción a la escala del Estado, propensos a entregarse como medida salvadora a cualquier impulso que viniese de abajo, acusaban, no pocas veces, a los bolcheviques de indecisión y hasta de pasteleo. Pero no solían pasar de la protesta. El eco que las intervenciones de los anarquistas despertaba en las masas servíales, a veces, a los bolcheviques para pulsar la presión del vapor en la caldera revolucionaria.
Bajo la avalancha patriótica que venía de todos lados, los marineros que habían acudido a recibir a Lenin a la estación de Finlandia declaraban, dos semanas después: «Si hubiéramos sabido..., por qué camino llegó a nuestro país, en vez de acogerle con vivas entusiastas le habríamos recibido con gritos indignados de: ¡Abajo Lenin! ¡Vuélvete al país por el cual has pasado para venir aquí!...» Los soviets de soldados de Crimea amenazaban, uno tras otro, con impedir por la fuerza de las armas la entrada de Lenin en la península patriótica, a la cual éste ni había pensado en ir. El regimiento de Volin, uno de los corifeos del 27 de febrero, llegó hasta acordar, en un momento de exaltación, detener a Lenin, y el Comité ejecutivo se vio obligado a tomar medidas para impedirlo. Este estado de opinión no se disipó por completo hasta la ofensiva de junio, para volver a manifestarse después en las jornadas de julio.
Al mismo tiempo, en las guarniciones situadas en los puntos más recónditos y en los sectores más alejados del frente, los soldados, la mayor parte de las veces sin apercibirse de ello, iban empleando cada día con mayor audacia el lenguaje del bolchevismo. En los regimientos, los bolcheviques se podían contar con los dedos, pero sus consignas iban adentrándose cada vez más en el ejército. Diríase que surgían espontáneamente en todos los ámbitos del país. Los liberales no veían en todo esto más que ignorancia y caos. El Riech decía: «Nuestro país se está convirtiendo ante nuestros ojos en una especie de manicomio en que mandan y campean una serie de posesos y la gente que aún no ha perdido del todo la razón se aparta asustada, arrimándose a las paredes.» Los «moderados» se han expresado en estos términos en todas las revoluciones. La prensa conciliadora se consolaba diciendo que los soldados, a pesar de todos los equívocos, no querían nada con los bolcheviques. Sin embargo, el bolchevismo inconsciente de las masas, en que se reflejaba la lógica del curso de los acontecimientos, era la verdadera fuerza, la fuerza indestructible del partido de Lenin.
El soldado Pireiko cuenta que en las elecciones el Congreso de los soviets, celebradas en el frente después de tres días de discusiones, todos los puestos fueron para socialrevolucionarios, pero que, a renglón seguido, sin hacer caso de las protestas de los jefes, los diputados soldados votaron un acuerdo sobre la necesidad de quitar la tierra a los grandes propietarios sin esperar a la Asamblea constituyente. «En las cuestiones asequibles a los soldados, el estado de opinión de éstos era más izquierdista que el de los bolcheviques más extremos.» A esto era a lo que se refería Lenin cuando decía que «las masas estaban cien veces más a la izquierda que nosotros.»
El escribiente de un taller de motocicletas de una población de la provincia de Táurida cuenta que, muchas veces, después de leer un periódico burgués, los soldados cubrían de insultos a los bolcheviques, e inmediatamente se ponían a razonar sobre la necesidad de acabar con la guerra, de quitar la tierra a los grandes propietarios, etc. Así era como pensaban aquellos «patriotas», que se juramentaban para no dejar entrar a Lenin en Crimea.
Los soldados de las gigantescas guarniciones del interior estaban inquietos, la aglomeración de aquellas masas inmensas de hombres ociosos que esperaban impacientemente que les sacasen de allí, creaba un estado de enervamiento, acusado luego por una desazón que los soldados trasplantaban a la calle, yendo y viniendo de acá para allá en tranvía y pasándose las horas muertas mascando semillas de girasol. Aquel soldado, con el capote terciado a la espalda y una cáscara de girasol en los labios, acabó por convertirse en la imagen más odiada de la prensa burguesa. Y el mismo soldado a quien durante la guerra habían adulado con los halagos más repugnantes, lo que, por otra parte, no era obstáculo para que en el frente se le azotara; a quien después de la revolución de Febrero se le ponía por las nubes como libertador, se le convertía de pronto en un egoísta, en un traidor y en un agente de los alemanes. No había vileza que la prensa patriótica no fuese capaz de achacar a los soldados y marineros rusos.
El Comité ejecutivo no sabía hacer más que justificarse, luchar contra la anarquía, sofocar los excesos, pedir tímidamente informaciones y cursar consejos. El presidente del Soviet de Tsaritsin -ciudad a la que se tenía por el nido del «anarcobolchevismo»-, preguntado por el centro acerca de la situación, contestó con una frase lapidaria. «Cuanto más evoluciona a izquierda la guarnición, más hacia la derecha se inclina el burgués.» La fórmula de Tsaritsin es perfectamente aplicable a todo el país. El soldado se radicalizaba, el burgués evolucionaba hacia la derecha.
Y con tanta tenacidad trataban del bolchevique los de arriba al soldado capaz de expresar con más audacia que los demás lo que sentían todos, que acabó por creerse que real y verdaderamente lo era. las cavilaciones de los soldados, partiendo de la paz y de la tierra, iban concentrándose en el tema del poder. El eco que hallaban las consignas dispersas de los bolcheviques convertíase en una simpatía consciente hacia este partido. El regimiento de Volin, que en abril se disponía a detener a Lenin, dos meses después se había convertido al bolchevismo. Otro tanto sucedió con los regimientos de Eguer y de Lituania. Los tiradores letones habían sido creados por la autocracia para explotar en provecho de la guerra el odio de los campesinos y de los obreros del campo contra los barones bálticos. Estos regimientos combatían de un modo magnífico. Pero el espíritu de rivalidad de clase, en el que pretendía apoyarse la monarquía, se trazó sus propios derroteros.. Los tiradores letones fueron unos de los primeros en romper, primero con la monarquía y luego con los conciliadores. Ya el 17 de mayo, los representantes de ocho regimientos se adhirieron casi por unanimidad al grito bolchevique: «¡Todos el poder a los soviet!» Estos regimientos desempeñaron un gran papel en el rumbo seguido por la revolución.
Un soldado anónimo escribe desde el frente: «Hoy, 13 de junio, se ha celebrado una pequeña reunión en el cuarto de banderas; en ella, se ha hablado de Lenin y Kerenski. La mayor parte de los soldados simpatizan con Lenin, pero los oficiales dicen que Lenin es un burgués.» Después del desastre de la ofensiva el nombre de Kerenski fue, en el ejército, blanco de todos los odios.
El 21 de junio, los alumnos de las academias militares recorrieron las calles de Peterhof, con banderas y cartelones, en que se leía: «¡Abajo los espías! ¡Vivan Kerenski y Brusílov!» Era natural que los kadetes aclamasen a Brusílov. los soldados del cuarto batallón se abalanzaron sobre ellos y los dispersaron. Lo que mayor indignación levantaba era el cartelón en honor de Kerenski.
La ofensiva de junio aceleró considerablemente la evolución política dentro del ejército. La popularidad de los bolcheviques, único partido que había levantado la voz contra la ofensiva, creció con una rapidez vertiginosa. Es cierto que los periódicos bolcheviques encontraban dificultad para llegar al ejército. Su tirada era extraordinariamente pequeña, comparada con la de la prensa liberal y patriótica. «...No hay modo de hacerse aquí con uno de vuestros periódicos -escribe a Moscú la tosca mano de un soldado-, y sólo nos enteramos de lo que dicen por referencias. Los periódicos burgueses los mandan en paquetes por todo el frente y nos los reparten gratis.» Esta prensa patriótica era precisamente la que se encargaba de crear a los bolcheviques una admirable popularidad. No había caso de protesta de los oprimidos, de confiscación de tierras, de venganza contra los odiados oficiales, que estos periódicos no atribuyesen inmediatamente a los bolcheviques. De esto, los soldados sacaban, naturalmente, la conclusión de que los tales bolcheviques eran gente que sabía lo que se traía entre manos.
A principios de junio, el comisario del 12º Ejército decía a Kerenski, informándole del estado de espíritu de los soldados: «Todas las culpas se hacen recaer, en último término, sobre los ministros burgueses y el Soviet, del que se dice que está vendido a la burguesía. En general, en la masa domina una terrible ignorancia; por desgracia, hay que reconocer que, de algún tiempo a esta parte, ni siquiera se leen los periódicos. La palabra impresa inspira una desconfianza absoluta. Las frases más corrientes son: «Sí, sí; nos alimentan con buenas palabras», «Nos enredan»»... En los primeros meses, los informes de los comisarios patrióticos eran otros tantos himnos entonados al ejército revolucionario, a su conciencia y a su disciplina. Cuando después de cuatro meses de decepciones ininterrumpidas, el ejército perdió la confianza en los oradores y en los periodistas gubernamentales, aquellos mismos comisarios descubrieron toda la tosquedad y la ignorancia que en él se albergaban.
Y, al paso que la guarnición se radicalizaba, el burgués evolucionaba hacia la derecha. Alentadas por la ofensiva, las ligas contrarrevolucionarias brotaban en Petrogrado como los hongos después de la lluvia. Estas organizaciones escogían nombres a cual más sonoro: «Ligar del Honor de la Patria», «Liga del Deber Militar», «Batallón de la Libertad», «Organización del Espíritu» y por ahí adelante. Estas brillantes etiquetas encubrían los apetitos y los designios de la aristocracia, de la oficialidad, de la burocracia, de la burguesía. Algunas de estas organizaciones, tales como la «Liga Militar», la «Asociación de los Caballeros de San Jorge» o la «División voluntaria», eran otros tantos puntos de apoyo declarados para el complot militar. Estos caballeros del «honor» y del «espíritu», que se nos presentaban como inflamados patriotas, no tenían el menor reparo en ir a llamar, cuando les convenía, a las puertas de las misiones aliadas, y muchas veces obtenían del gobierno la ayuda financiera que no había sido posible conceder al Soviet, por ser una «organización de carácter privado».
Uno de los retoños de la familia del magnate periodístico Suvorin emprendió, por aquel entonces, la publicación de un periódico, titulado Pequeña Gaceta, que se hacía pasar por órgano del «socialismo independiente», predicando una dictadura férrea, para la cual proponía como candidato al almirante Kolchak. La prensa más sólida, sin atreverse todavía a soltar prenda del todo, se esforzaba por todos los medios en crear al almirante prestigio y popularidad. La suerte que más tarde había de correr Kolchak demuestra que ya a principios del verano de 1917 se tramaba un amplio complot a base de su nombre y que, detrás de Suvorin, había elementos influyentes.
La reacción, inspirándose en un cálculo táctico al alcance de cualquiera, aparentaba -basta fijarse en las virtudes sueltas- dirigir el golpe contra los partidarios de Lenin exclusivamente. La palabra «bolchevique» era sinónimo de todas las furias infernales. Y así como antes de la revolución, la oficialidad zarista hacía recaer sobre los espías alemanes, principalmente sobre los judíos, la responsabilidad de todas las calamidades, la de su propia estupidez inclusive, ahora, después del fracaso de la ofensiva de junio, la responsabilidad de todos los fracasos y derrotas se achacaba, naturalmente, a los bolcheviques. En este punto, los demócratas tipo Kerenski y Tsereteli se identificaban, hasta confundirse, no sólo con los liberales del corte de Miliukov, sino hasta con los oscurantistas declarados de la casta del general Denikin.
Como sucede siempre, cuando las contradicciones alcanzan una tensión extrema, pero aún no ha llegado el momento de la explosión, donde la distribución de las fuerzas políticas se manifestaba de un modo más claro y franco no era en las cuestiones fundamentales, sino en las secundarias. Durante aquellas semanas, Kronstadt fue uno de los pararrayos de las pasiones políticas. La vieja fortaleza, llamada a ser el fiel vigía puesto a las mismas puertas marítimas de la capital del imperio, había levantado más de una vez, en tiempos pasados, la bandera de la insurrección. En Kronstadt no se había extinguido nunca, a pesar de las implacables represiones, la llama de la rebeldía. Después de la revolución, esta llama volvió a brillar con destellos amenazadores. En las columnas de la prensa patriótica, el nombre de la fortaleza marítima no tardó en convertirse en símbolo de los aspectos más abominables de la revolución, cifrados, naturalmente, en el bolchevismo. En realidad, el Soviet de Kronstadt no era aún bolchevique: en el mes de mayo, formaban parte de él 107 bolcheviques, 112 socialrevolucionarios, 30 mencheviques y 97 personas sin partido. Se trataba, claro está, de socialrevolucionarios y gentes sin partido de Kronstadt, es decir, de hombres que vivían sometidos a una presión elevada: ante las cuestiones de importancia, la mayoría seguía a los bolcheviques.
En el mundo de la política, los marineros de Kronstadt no sentían gran afición por las intrigas ni por la diplomacia. Para ellos, no había más que una norma: dicho y hecho. No tiene nada de particular que, ante aquel gobierno espectral de Kerenski, se inclinaran por métodos de acción extraordinariamente sencillos. El 13 de mayo, el Soviet votó el acuerdo siguiente: En Kronstadt, el único poder es el Soviet de obreros y soldados.»
La eliminación del comisario de gobierno, el kadete Pepeliayev, por ser la quinta rueda del carro, pasó perfectamente inadvertida. Se implantó un orden perfecto. En la ciudad prohibióse el juego y fueron clausuradas las casa de prostitución. El Soviet amenazó al que se presentara en la calle en estado de embriaguez con la «confiscación de los bienes y el envío al frente». Y la amenaza se llevó a la práctica, no una, sino varias veces.
Los marineros, gente templada bajo el régimen espantoso de la escuadra zarista y de la frontera marítima, acostumbrados al trabajo rudo, a los sacrificios y también a toda clase de excesos, ahora, que se abría ante ellos la perspectiva de una vida nueva, de la cual se sentían llamados a ser los dueños, ponían en tensión todas sus fuerzas para mostrarse dignos de la revolución. En Petrogrado, acosaban a amigos y enemigos y se los llevaban, casi por la fuerza a Kronstadt para que viesen de cerca quiénes eran y cómo gobernaban los marineros revolucionarios. Naturalmente, este estado de tensión moral no podía durar eternamente; pero duró bastante tiempo. Los marineros de Kronstadt se convirtieron en algo así como la orden militante de la revolución. Pero ¿de cuál? Desde luego, no de la que personificaba el ministro Tsereteli, con su comisario Pepeliayev. Kronstadt era como el augur de la segunda revolución. Por esto le odiaban tanto aquellos que tenían ya bastante y aun de sobra con la primera.
La prensa del orden presentó la destitución de Pepeliayev, que se había llevado muy discretamente, casi como una sublevación en armas contra la unidad del Estado. El gobierno dio sus quejas al Soviet. Éste nombró inmediatamente una delegación para enviarla a Kronstadt. La máquina del doble poder se puso en movimiento chirriando. El 24 de mayo, el Soviet de Kronstadt, en sesión a la que asistieron Tsereteli y Skobelev, se avino a reconocer, a instancias de los bolcheviques que, sin abandonar la lucha empeñada por el triunfo del poder de los soviets, estaba prácticamente obligado a someterse al gobierno provisional, en tanto no se instaurara el poder soviético en todo el país. Sin embargo, al día siguiente, bajo la presión de los marineros, indignados por estas concesiones, el Soviet declaraba que no había hecho otra cosa que dar a los ministros una «aclaración» de su punto de vista, que seguía siendo el mismo. Era un error táctico evidente, detrás del cual no había, sin embargo, más que un gran amor propio revolucionario.
Las esferas dirigentes decidieron aprovechar aquella ocasión que se les brindaba para dar una lección a los marineros de Kronstadt, obligándoles al mismo tiempo a expiar los viejos pecados. Huelga decir que actuó de acusador en esta causa Tsereteli. Con alusiones patéticas a los encarcelamientos que él mismo había sufrido, atacó especialmente a los marineros de Kronstadt, que tenían encerrados en los calabozos de la fortaleza a ochenta oficiales. Toda la prensa razonable hizo coro a sus palabras. Sin embargo, hasta los periódicos conciliadores, es decir, ministeriales, se veían obligados a reconocer que se trataba de «verdaderos ladrones» y de «hombres que se habían distinguido por su violencia salvaje»... Según las Izvestia, órgano oficioso del propio Tsereteli, los marineros que habían declarado como testigos «hablan de aplastamiento (por los oficiales detenidos) de la insurrección de 1906, de los fusilamientos en masa, de las barcas llenas de cadáveres de fusilados echados al fondo del mar, y de otros horrores... Los marineros relatan todo esto con gran sencillez, como si se tratara de la cosa más corriente del mundo.
Los marineros de Kronstadt se negaban tozudamente a entregar los detenidos al gobierno, que sentía, por lo visto, mucha más piedad por los verdugos y ladrones de sangre azul que por los marineros de 1906 y de tantos otros años, torturados ignominiosamente. Se explica perfectamente que el ministro de Justicia, Pereverzev, de quien Sujánov dice que era «una de las figuras sospechosas del ministerio de coalición», pusiera sistemáticamente en libertad a los representantes más viles de la gendarmería zarista encerrados en la fortaleza de Pedro y Pablo. Lo que más les preocupaba a aquellos aventureros democráticos era que la burocracia reaccionaria reconociera su nobleza de conducta.
Los marineros de Kronstadt lanzaron un manifiesto, contestando en los siguientes términos a las acusaciones de Tsereteli: «Los oficiales, gendarmes y policías detenidos por nosotros durante los días de la revolución han declarado por sí mismos a los representantes del gobierno que no pueden quejarse del trato que se les da en la cárcel. Es verdad que las cárceles de Kronstadt son muy malas; pero son las que el zarismo construyó para nosotros. Son las únicas que hay. Y si mantenemos en ellas a los enemigos del pueblo, no es precisamente por espíritu de venganza, sino por instinto revolucionario de conservación.»
El 27 de marzo, el Soviet de Petrogrado se reunió para juzgar a los marineros de Kronstadt. Trotski, que tomó la palabra en su defensa, advirtió a Tsereteli el papel que aquellos marineros estaban llamados a desempeñar en caso de peligro; es decir, cuando un general contrarrevolucionario intente echar la soga al cuello de la revolución; entonces, los kadetes darán jabón a la soga, mientras que los marineros de Kronstadt se alzarán para luchar y morir a nuestro lado. Este aviso convertíase en realidad tres meses después, con una insólita exactitud. En efecto; cuando el general Kornílov se sublevó y envió sus tropas sobre la capital, Kerenski, Tsereteli y Skobelev hubieron de llamar a los marineros de Kronstadt para que protegiesen el Palacio de Invierno. Pero en junio, los señores demócratas defendían el orden contra la anarquía, y ningún argumento, ninguna profecía tenía fuerza para ellos. Por 580 votos contra 168 y 74 abstenciones, Tsereteli hizo que el Soviet de Petrogrado aprobase su proposición declarando que el Kronstadt «anárquico» quedaba eliminado de la democracia revolucionaria. Tan pronto como el palacio de Marinski, reunido con impaciencia, recibió la noticia de que el acuerdo había sido votado, el gobierno cortó inmediatamente las comunicaciones telefónicas entre la capital y la fortaleza para el público, con el fin de evitar que el centro bolchevique influyese sobre los marineros, dio orden de que se retirasen de Kronstadt todos los buques-escuela y exigió del Soviet de aquella plaza una «sumisión incondicional». El Congreso de los Diputados campesinos, reunido por aquellos días, amenazó con «privar a Kronstadt de subsistencia». La reacción que acechaba detrás de los conciliadores buscaba un desenlace decisivo y, a ser posible, sangriento.
«El paso irreflexivo dado por el Soviet de Kronstadt -escribe Ygov, uno de los historiadores nuevos- podría provocar consecuencias desagradables. Era preciso encontrar una salida a aquella situación.» Con este fin se trasladó Trotski a Kronstadt, donde habló en el Soviet y redactó una declaración que fue votada primero por éste y aclamada luego en el mitin celebrado en la plaza del Áncora. Los marineros de Kronstadt, sin dejar de mantener sus posiciones del principio, hicieron las concesiones necesarias en el terreno práctico.
La solución pacífica del conflicto puso frenética a la prensa burguesa: «En la fortaleza reina la anarquía». «Los de Kronstadt acuñan moneda propia» -los periódicos reproducían modelos fantásticos de tal moneda-. «Se dilapidan los bienes del Estado», «Las mujeres han sido socializadas», «Todo el mundo roba, y reina la más escandalosa de las orgías». Los marineros, que se sentían orgullosos del severo orden que habían implantado, apretaban los callosos puños al leer aquellos periódicos que difundían en millones de ejemplares aquellas especies calumniosas por toda Rusia.
Tan pronto como los oficiales de Kronstadt se pusieron a disposición de los tribunales, los órganos judiciales de Pereversev se apresuraron a ponerlos en libertad, uno detrás de otro. Sería muy instructivo saber cuántos y quiénes, entre los oficiales puestos en libertad, tomaron parte luego en la guerra civil, y cuántos marineros, soldados, obreros y campesinos fueron fusilados y ahorcados por ellos. Por desgracia, no disponemos de medios para levantar aquí este interesantísimo balance.
El prestigio del poder estaba a salvo. Mas tampoco los marineros tardaron en obtener satisfacción de las vejaciones de que les habían hecho objeto. De todos los ámbitos del país empezaron a llegar saludos al Kronstadt rojo: de los soviets más izquierdistas, de las fábricas, de los regimientos, de los mítines. El primer regimiento de ametralladoras manifestó en las calles de Petrogrado su respeto hacia los marineros de Kronstadt «por su firme actitud de desconfianza hacia el gobierno provisional».
Entre tanto, Kronstad se preparaba para tomar una revancha más importante. La campaña de la prensa burguesa había conseguido convertir a Kronstadt en un factor de importancia nacional. «El bolchevismo -escribe Miliukov-, después de haberse hecho fuerte en Kronstadt, tendió por todo el país una vasta red de propaganda, con ayuda de agitadores debidamente adiestrados. Los comisarios de Kronstadt iban también con su misión al frente, donde minaban la disciplina, y al campo. donde predicaban la devastación de las grandes propiedades. El Soviet de Kronstadt equipaba a sus emisarios con documentación especial: «N.N. va enviado a esa provincia para participar, con derecho de voto, en los Comités de distrito y en los cantones locales, como asimismo para tomar parte en los mítines y organizar los que considere conveniente y dónde y cuándo le parezca.» Viajaban con «derecho a llevar armas, y billete de libre circulación por todas las líneas férreas y marítimas». Además, «el Soviet de Kronstadt garantiza la inviolabilidad personal del mencionado agitador».
Al denunciar la labor de zapa de los marineros bálticos, Miliukov se olvida de explicar cómo y por qué, bajo la vigilancia de unas autoridades tan sabias y prudentes, y existiendo en Rusia instituciones y periódicos como aquéllos, unos marineros, armados con la extraña credencial del Soviet de Kronstadt, podían recorrer sin obstáculos todo el país, de punta a punta, encontrando en todas partes la casa abierta y la mesa puesta, siendo admitidos en todas las asambleas populares, escuchados atentamente dondequiera que hablasen, y estampando con sus puños de marinero una huella en los acontecimientos históricos. A este historiador puesto al servicio de la política liberal no se le ocurre siquiera hacerse esta sencilla pregunta. Todo el milagro de Kornstadt estaba, lisa y llanamente, en que aquellos marineros acertaban a dar una expresión mucho más profunda y fiel a las exigencias de la evolución histórica que los más sabios profesores. Aquellas credenciales mal escritas demostrábanse, para decirlo en el lenguaje de Hegel, reales porque eran racionales, mientras que planes subjetivamente inteligentísimos acreditaban una inconsistencia, porque la razón de la historia no quería nada con ellos.
Los soviets iban rezagados con respecto a los comités de fábrica, los comités de fábrica marchaban a la zaga de las masas, los soldados a la zaga de los obreros y, en proporciones aún mayores, las provincias a la zaga de la capital. Era la dinámica inevitable del proceso revolucionario, que engendraba miles de contradicciones para luego superarlas como el azar, sin esfuerzo, jugando casi, y engendrar inmediatamente otras nuevas. Asimismo iba a la zaga de la dinámica revolucionaria el partido, es decir, la organización que menos derecho tiene a rezagarse, sobre todo en momentos revolucionarios. En los centros obreros, en Yekaterinburg, Perm, Tula, Nijni-Novgorod, Sormov, Kolomna, Ysovka, los bolcheviques no se separaron de los mencheviques hasta fines de mayo. En Odessa, Nikolayev, Yelisavetgrad, Poltava y otros centros de Ucrania, estábamos a mediados de junio, y aún no contaban con organizaciones independientes. En Bakú, Ziatoust, Bejetsk, Kostroma, no se separaron definitivamente de los mencheviques hasta fines de junio. Estos hechos no pueden por menos de parecer sorprendentes, teniendo en cuenta que, a los cuatro meses de esto, los bolcheviques tomaban el poder. ¡Cuán alejado había estado el partido durante la guerra del proceso molecular que se estaba operando en la masa, y cuán al margen se hallaba, en el mes de marzo, la dirección Kámenev-Stalin de los grandes objetivos históricos! Los acontecimientos de la revolución cogieron desprevenido al partido más revolucionario conocido hasta hoy por la historia humana. Pero este partido se rehizo bajo el fuego y apretó sus filas bajo el empuje de los acontecimientos. En estos momentos decisivos, las masas se hallaban «cien veces más a la izquierda» que el partido de izquierda más extremo.
Examinando de cerca cómo crecía el ascendiente, el incremento de los bolcheviques con la fuerza de un proceso histórico natural, se ponen al descubierto sus contradicciones y zigzagueos, sus flujos y reflujos. Las masas son heterogéneas y, además, sólo aprenden a manejar el fuego de las revoluciones chamuscándose los dedos en él y dando marcha atrás. Los bolcheviques no podían hacer más que acelerar este proceso de adiestramiento de las masas. Para ello, su táctica era explicar, aclarar, paciente y sistemáticamente. cierto es que, en esta ocasión, no puede decirse que la historia no recompensase su paciencia.
Mientras que los bolcheviques se iban apoderando de las fábricas y de los regimientos, sin que nada pudiese contener su avance, las elecciones a las Dumas democráticas daban un predominio enorme y, al parecer, cada vez mayor a los conciliadores. Era ésta una de las contradicciones más agudas y enigmáticas de la revolución. Cierto es que la Duma de la barriada de Viborg, totalmente proletaria, se enorgullecía de su mayoría bolchevique. Pero esto era una excepción. En las elecciones municipales celebradas en Moscú en junio, los socialrevolucionarios obtuvieron más del sesenta por ciento de los votos. Esta cifra les asombró a ellos mismos, pues no podían por menos de tener la sensación de que su influencia decrecía rápidamente. Las elecciones de Moscú ofrecen un interés extraordinario para quien quiera estudiar las relaciones que median entre el desarrollo efectivo de la revolución y su reflejo en los espejos de la democracia. Los sectores avanzados de los obreros y campesinos sacudíanse apresuradamente las ilusiones conciliadoras. Entre tanto, las grandes capas de la pequeña burguesía urbana empezaban apenas a moverse. A estas masas dispersas, las elecciones democráticas les brindaban tal vez la primera, en todo caso, una de las raras posibilidades de manifestarse políticamente. Mientras que el obrero, todavía ayer menchevique o socialrevolucionario, votaba por el partido bolchevique, arrastrando consigo al soldado, el cochero, el portero, el tendero, el dependiente, el maestro de escuela, realizando un acto tan heroico como era votar por los socialrevolucionarios, salían por primera vez, políticamente de la nada. Los sectores pequeño-burgueses votaban fuera de tiempo ya por Kerenski, porque éste encarnaba a sus ojos la revolución de Febrero, que hasta hoy, hasta el momento de votar, no había llegado a ellos. Con su sesenta por ciento de mayoría socialrevolucionaria, la Duma de Moscú brillaba con el último resplandor de una vela que se iba apagando. Y lo mismo acontecía en los demás órganos de administración democrática. Apenas nacer, veíanse ya paralizados por la impotencia del retraso con que venían al mundo. Claro indicio de que la marcha de la revolución dependía de los obreros y de los soldados, y no de aquel polvo humano que el huracán de la revolución haría danzar en remolinos.
Tal es la dialéctica profunda, y a la par sencilla, del despertar revolucionario de las clases oprimidas. la más peligrosa de las aberraciones de la revolución consiste en que la mecánica aritmética de la democracia suma en el día de ayer el de hoy y el de mañana, con lo cual impulsa a los desorientados demócratas formales a buscarle la cabeza a la revolución en donde en realidad no tiene más que la cola. Lenin enseñó a su partido a distinguir la cola de la cabeza.